sábado, 3 de agosto de 2013

La ley del Leproso y su purificación.

PRESENTACION A JEHOVA
El octavo día
"Y el octavo día tomará dos corderos sin defecto, y una cordera de un año sin tacha, y tres décimas de efa de flor de harina para ofrenda, amasada con aceite, y un log de aceite. Y el sacerdote que le purifica, pre­sentará delante de Jehová al que se ha de limpiar con aquellas cosas, a la puerta del tabernáculo de reunión" (vers. 10-11).
Ese octavo día tan ardientemente esperado llegó al fin; los siete días han pasado, sus vicisitudes desvane­cidas; podrá ahora volver a su casa, regocijando al feliz círculo familiar donde todo es paz, alegría y amor; la que para nosotros es figura de la casa paterna celestial.
En el capítulo 23 del Levítico, versículos 11, 15 y 16, el octavo día ostenta un significado especial; no se lo designa como el primer día de la semana según Juan 20,1, sino "como el día que sigue al sábado"» El texto lo establece como festivo y menciona también las ofren­das que se debían aportar a Jehová: una gavilla que el sacerdote debía mecer (vers. 11); dos panes amasados con levadura y el sacrificio que los acompañaba (vers. 16). La primera ofrenda, la gavilla, primicias de la mies, representa a Cristo resucitado (1. Corintios 15,20); la segunda, los dos panes amasados con levadura, es figu­ra de los judíos y gentiles convertidos, ofrecidos a Dios en el día de Pentecostés, por el poder del sacrificio de Cristo (Hechos 2,1). En los versículos 36 y 39 del capí­tulo 23 del Levítico, el día que sigue al sábado es lla­mado el octavo día; figura a su vez un nuevo principio, una eternidad de gozo y paz, cuando todos los frutos de la obra de Cristo serán recogidos, día en que Dios haya hecho nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21, 5)»
Ese octavo día es pues el comienzo de una nueva vida para el leproso que nos ocupa: los lavacros con agua y la rasura ya no son más necesarios y nunca más estará ausente de su casa; además esta nueva vida em­pieza con adoración en la presencia de Jehová. Tenien­do ahora a mano cada una de las ofrendas prescriptas que representan, con mayor amplitud que las dos ave­cillas, los diferentes aspectos del gran sacrificio de Cris­to, y el log de aceite que simboliza el Espíritu Santo, este hombre es conducido por el sacerdote al umbral del santuario de Dios para ser presentado allí. En virtud de estas ofrendas, el leproso, poco ha tan lejos, se acerca a Dios, muy cerca, como ningún israelita podía estarlo jamás, salvo los sacerdotes y levitas.
¡No me canso de contemplar esta escena! ¡Feliz e inefable lugar, posición bendita, estar en el santuario del mismo Dios! Mas oíd, este lugar es el vuestro, el de cada creyente: "a vosotros también que erais extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por me­dio de la muerte para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él" (Colosenses 1,21). "Ex­traño y enemigo" designa exactamente al pecador per­dido; "santo y sin mancha" lo designa ahora siendo re­conciliado y limpiado por medio de la muerte de un Cristo resucitado y por El traído allí, en la presencia de Dios; el hombre, su criatura, es recuperado y goza de una posición mucho más excelente aún que la del mismo Edén.
Sabéis que son solamente personas privilegiadas y de alto rango las que tienen acceso ante las cortes rea­les, pero tú y yo, lector cristiano, tenemos la maravi­llosa y bendita perspectiva de ser presentados ante la corte del Rey de los reyes, perspectiva cuyos anticipos podemos disfrutar ya... ¡Qué inefable dulzura tiene para mí esta expresión; "el sacerdote que hace la purifi­cación presentará al hombre delante de Jehová"! No se­rá un extraño quien me presentará a mí ante la presen­cia de Dios, sino el mismo que me ha vuelto limpio. Aquel que conocí y amé largo tiempo aquí abajo: "por­que el Señor mismo con voz de mando, con voz de ar­cángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo... para presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría" (1. Tesalonicenses 4,16; Judas 24). ¿Po­dré tener temor alguno si es El quien me presentará al Padre? ¡Ah, no! es su mano, su misma bendita mano perforada por mí que me ha conducido durante todos los años de mi peregrinación aquí, la que me llevará a los atrios de gloria celestial.
Una noche teníamos un estudio bíblico sobre la pri­mera epístola de Pedro, y al llegar al versículo 11 del capítulo 2, alguien se volvió hacia el hermano Tchang, un viejo creyente chino, y le preguntó:
—  Hermano Tchang, ¿cómo es que el apóstol Pe­dro dice: "yo os ruego como a extranjeros y peregri­nos..." en tanto que el apóstol Pablo escribe: "vos­otros no sois más extranjeros y peregrinos"?
El hermano Tchang permaneció un momento muy indeciso; y para ir en su ayuda, se le hizo otra pre­gunta:
—  ¿Es usted, hermano Tchang, un extranjero en la tierra?
—    Sí, respondió, aun mi propia familia me conoce apenas.
—  Y cuando usted se encuentre cara a cara con el Señor, ¿será un extranjero para El?
—  ¡Oh, no!, respondió, con una sonrisa que le ilu­minó el rostro, Él es mi mejor amigo; ¡le conozco hace más de cuarenta años!

El día de mañana no esté quizás aquí,
La vecindad mundana no más sabrá de mí;
Más yo habré llegado al celestial lugar,
Y agasajado por Dios en mi hogar.

Cuanto mejor hayamos vivido como extranjeros en la tierra, tanto más nos gozaremos allá arriba; cuanto menos hayamos vivido conforme a este mundo, menos extranjeros nos sentiremos en la casa del Padre. ¿Nos imaginamos la alegría y la gloria de un momento tal? Más, ¿qué será la nuestra comparada a la del Señor?
Posiblemente estamos, tú y yo, lector, muy satisfe­chos de haber escapado al castigo debido a nuestros pe­cados... Estaríamos contentos de tener un lugarcito en la puerta de entrada del cielo... mas eso es muy poco para el Señor; este límite no puede satisfacer su corazón. ¿No nos dan una pequeña idea de cuál será su ale­gría el día de la presentación de los suyos, las palabras de la epístola de Judas: "aquel que es poderoso para guardaros sin caída y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría..."? A la grande tristeza con que su alma ha sido agobiada hasta la muerte en el día de la cruz, responderá entonces para él una grande alegría, "un gozo inefable y glorificado" (1. Pedro 1,8). Muy gozoso el buen Pastor llevó sobre sus hombros a la oveja perdida: a lo largo del viaje hacia la morada ce­lestial, la condujo con la pericia de sus manos; y bien puede ahora "al llegar a casa", presentar con gran gozo ante el cielo el trofeo de su gracia. El que fue a sem­brar con lágrimas, volverá con regocijo llevando sus gavillas (Salmo 126,6).
Mas, ¿cómo puede presentar irreprochable ante su gloria a un ser que estaba tan lejos de la perfección? He aquí la respuesta: "tomará el sacerdote dos corderos sin defecto, y una cordera de un año sin tacha" (vers. 10). Es pues en virtud de este triple sacrificio sin mancha que el sacerdote presenta a Jehová al que se purifica; notad además que cuando cada uno de esos corderos es ofrecido, el texto dice: "el sacerdote hará propiciación por él" (vers. 18.20). La palabra propiciación significa cubrir: el leproso que es presentado aquí ante Jehová, está cubierto por la perfección de cada uno de estos tres corderos: el de la culpa, el del pecado y el holocausto; ni un solo defecto, ni una sola mancha puede hallarse sobre ese hombre. Si el leproso se hubiera imaginado presentarse prescindiendo de estas ofrendas, jamás Dios lo hubiera recibido; mas, identificado con ellas, lo que antes era abominable aun en la presencia de sus seme­jantes, en la presencia de Dios es aceptable en la virtud del sacrificio. Además, notémoslo bien, por indispensa­bles que hayan sido el agua y la navaja, no es esto lo que hace acepto al leproso ante la inmaculada santidad de la morada de Dios, sino sólo la sangre y la excelen­cia del sacrificio ofrecido.
            Y para nosotros que estábamos fuera de la presen­cia de Dios, es lo mismo: hemos sido hechos cercanos por la sangre de Cristo, y aceptos en la perfección del muy-amado (Efesios 2,13; 1,6). Dios nos ve a cada uno de nosotros en toda la excelencia y la justicia que re­presenta esta triple ofrenda: Cristo, sacrificio por la culpa, sacrificio por el pecado y el holocausto; la que a su vez es inseparable de la ofrenda de flor de harina amasada con aceite, la que representa su vida sin de­fecto aquí abajo por el poder del Espíritu Santo.

El cordero del sacrificio por la culpa
"Y tomará el sacerdote el un cordero, y ofrecerlo por la culpa, con el log de aceite, y lo mecerá como ofrenda mecida delante de Jehová; y degollará el cor­dero en el lugar donde degüellan la víctima por el pe­cado y el holocausto, en el lugar del santuario..." (vs. 12-13).
¡Qué profunda satisfacción debía ser la de Dios viendo al pobre leproso con el cordero del sacrificio por la culpa! ¿No veía ya "su propio cordero", el que iba a dar por el pecado del mundo? (Juan 1,29); es por esta razón que el sacerdote, antes de degollarlo, debía mecer o remolinar la víctima para mostrar todos los aspectos de la perfección de su Hijo: son los que vemos ya a tra­vés de todos los tipos del Antiguo Testamento y de ma­nera real en los Evangelios. Al mismo tiempo el sacer­dote presentaba el log de aceite, símbolo del Espíritu Santo en cuya virtud Cristo se ofreció a Dios sin man­cha (Hebreos 9,14).
"Y degollará el cordero en el lugar donde se de­güella el sacrificio por el pecado y el holocausto..." Es este sacrificio por la culpa que el Espíritu de Dios nos presenta en primer lugar y sobre el cual hace énfasis; comprendemos pues por esto que la lepra no está consi­derada solamente como una mancha o una enfermedad, sino como una culpa hacia la santidad de Jehová, la cual necesita el sacrificio que le corresponde. Debemos realizar que no solamente estamos manchados por el pe­cado original, sino que somos manchados por cada uno de nuestros pecados... cada uno de nuestros "tumores", cada una de nuestras "costras", cada una de nuestras "manchas lustrosas". . . todos frutos de la "raíz del pe­cado" en nosotros. Es imprescindible ser convictos de pecado para que se pueda decir como David lo dijera en el Salmo 51: "contra ti, contra ti sólo he pecado"; el desgraciado hijo pródigo se siente agobiado bajo esta convicción cuando exclama: "he pecado contra el cielo y contra ti" (Lucas 15,21).
Los diferentes casos de lepra mencionados en el An­tiguo Testamento nos muestran que esta enfermedad era permitida por Dios como castigo contra el pecado cometido por uno de su pueblo: María, la hermana de Moisés (Números 12,10); Giezi, el siervo de Elíseo (2. Reyes 5,27); el rey Uzías (2. Crónicas 26,19-21), son ejemplos patentes; y en el caso de Giezi la lepra debía permanecer unida a su descendencia para siempre. De­bemos hacer excepción, desde luego, para Naamán el sirio (2. Reyes 5), su lepra no implica un castigo de Dios, ya que este hombre no pertenecía a su pueblo. Si como estos ejemplos lo demuestran, Dios se servía de la lepra para castigar un delito cometido, el sacrificio de la culpa era indispensable para expiarlo. El cordero ofrecido por la culpa pertenecía al sacerdote y por con­siguiente lo debía comer; y al comerlo hacía suyo el delito del culpable. ¡Gracia maravillosa! Es exactamente lo que hizo nuestro gran Sacerdote: hizo suyos nues­tros pecados, los llevó a todos en su cuerpo sobre el ma­dero... (1. Pedro 2,24).
La diferencia que hay entre este sacrificio por el delito y el cordero por el pecado es importante a discer­nir: el primero presenta a Cristo llevando nuestros de­litos, sufriendo por cada uno de ellos; el segundo es fi­gura de Cristo "hecho pecado por nosotros" (2. Corin­tios 5,21); en El, la raíz que ha producido todos nues­tros pecados, "el viejo hombre" adámico, ha sido con­denado y juzgado en la cruz.
"Y el sacerdote tomará de la sangre de la víctima por la culpa, y la pondrá sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha, y sobre el pulgar de su pie derecho" (vers. 14).
La sangre del sacrificio por la culpa que ha borrado todas nuestras transgresiones marca ahora la oreja, la mano y el pie del pecador purificado; esta sangre es, por así decirlo, la insignia que llevan todos los que penetran en los atrios de la gloria. No se encontrará allí uno que no quiera afirmar que su ser entero, desde la cabeza has­ta los pies, debió ser purificado por esa preciosa sangre; ¡gracia infinita! Aquel cuyos pies han sido perforados se inclina ahora para marcar con su propia sangre los de cada nuevo discípulo y se baja para lavarlos cada vez que han contraído una impureza en su caminar; Aquel cuyas manos llevarán por la eternidad las mar­cas de los clavos que las perforaron, pone también so­bre mis manos la señal de las manos que las rescataron; Aquel cuyo "parecer fue desfigurado más que la de los hijos de los hombres", cuya corona de espinas hizo bro­tar sangre de sus sienes, es quien pone ahora sobre mi oreja esa sangre que atestigua que yo soy de Él, su propiedad para siempre.
A medida que vemos entrar estas huestes numero­sas de rescatados por los umbrales celestiales descubri­mos que cada uno está marcado de la misma manera, y cada uno se une a los acentos del cántico nuevo: "al que nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre... a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos, amén" (Apocalipsis 1,5; 5,9).

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