PRESENTACION A JEHOVA
El octavo día
"Y el octavo día tomará dos corderos
sin defecto, y una cordera de un año sin tacha, y tres décimas de efa de flor
de harina para ofrenda, amasada con aceite, y un log de aceite. Y el sacerdote
que le purifica, presentará delante de Jehová al que se ha de limpiar con aquellas
cosas, a la puerta del tabernáculo de reunión" (vers. 10-11).
Ese octavo día tan ardientemente esperado
llegó al fin; los siete días han pasado, sus vicisitudes desvanecidas; podrá
ahora volver a su casa, regocijando al feliz círculo familiar donde todo es
paz, alegría y amor; la que para nosotros es figura de la casa paterna
celestial.
En el capítulo 23 del Levítico, versículos
11, 15 y 16, el octavo día ostenta un significado especial; no se lo designa
como el primer día de la semana según Juan 20,1, sino "como el día que
sigue al sábado"» El texto lo establece como festivo y menciona también
las ofrendas que se debían aportar a Jehová: una gavilla que el sacerdote
debía mecer (vers. 11); dos panes amasados con levadura y el sacrificio que los
acompañaba (vers. 16). La primera ofrenda, la gavilla, primicias de la mies,
representa a Cristo resucitado (1. Corintios 15,20); la segunda, los dos panes
amasados con levadura, es figura de los judíos y gentiles convertidos,
ofrecidos a Dios en el día de Pentecostés, por el poder del sacrificio de
Cristo (Hechos 2,1). En los versículos 36 y 39 del capítulo 23 del Levítico,
el día que sigue al sábado es llamado el octavo día; figura a su vez un nuevo
principio, una eternidad de gozo y paz, cuando todos los frutos de la obra de
Cristo serán recogidos, día en que Dios haya hecho nuevas todas las cosas
(Apocalipsis 21, 5)»
Ese octavo día es pues el comienzo de una
nueva vida para el leproso que nos ocupa: los lavacros con agua y la rasura ya
no son más necesarios y nunca más estará ausente de su casa; además esta nueva
vida empieza con adoración en la presencia de Jehová. Teniendo ahora a mano
cada una de las ofrendas prescriptas que representan, con mayor amplitud que
las dos avecillas, los diferentes aspectos del gran sacrificio de Cristo, y
el log de aceite que simboliza el Espíritu Santo, este hombre es conducido por
el sacerdote al umbral del santuario de Dios para ser presentado allí. En virtud
de estas ofrendas, el leproso, poco ha tan lejos, se acerca a Dios, muy cerca,
como ningún israelita podía estarlo jamás, salvo los sacerdotes y levitas.
¡No me canso de contemplar esta escena!
¡Feliz e inefable lugar, posición bendita, estar en el santuario del mismo
Dios! Mas oíd, este lugar es el vuestro, el de cada creyente: "a vosotros
también que erais extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras,
ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte para
presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él" (Colosenses
1,21). "Extraño y enemigo" designa exactamente al pecador perdido;
"santo y sin mancha" lo designa ahora siendo reconciliado y limpiado
por medio de la muerte de un Cristo resucitado y por El traído allí, en la
presencia de Dios; el hombre, su criatura, es recuperado y goza de una posición
mucho más excelente aún que la del mismo Edén.
Sabéis que son solamente personas privilegiadas
y de alto rango las que tienen acceso ante las cortes reales, pero tú y yo,
lector cristiano, tenemos la maravillosa y bendita perspectiva de ser
presentados ante la corte del Rey de los reyes, perspectiva cuyos anticipos
podemos disfrutar ya... ¡Qué inefable dulzura tiene para mí esta expresión;
"el sacerdote que hace la purificación presentará al hombre delante de
Jehová"! No será un extraño quien me presentará a mí ante la presencia
de Dios, sino el mismo que me ha vuelto limpio. Aquel que conocí y amé largo
tiempo aquí abajo: "porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel
y con trompeta de Dios, descenderá del cielo... para presentaros sin mancha
delante de su gloria con gran alegría" (1. Tesalonicenses 4,16; Judas 24).
¿Podré tener temor alguno si es El quien me presentará al Padre? ¡Ah, no! es
su mano, su misma bendita mano perforada por mí que me ha conducido durante
todos los años de mi peregrinación aquí, la que me llevará a los atrios de
gloria celestial.
Una noche teníamos un estudio bíblico sobre
la primera epístola de Pedro, y al llegar al versículo 11 del capítulo 2,
alguien se volvió hacia el hermano Tchang, un viejo creyente chino, y le
preguntó:
— Hermano Tchang, ¿cómo es que el apóstol Pedro
dice: "yo os ruego como a extranjeros y peregrinos..." en tanto que
el apóstol Pablo escribe: "vosotros no sois más extranjeros y
peregrinos"?
El hermano Tchang permaneció un momento
muy indeciso; y para ir en su ayuda, se le hizo otra pregunta:
— ¿Es usted, hermano Tchang, un extranjero en la
tierra?
— Sí, respondió, aun mi propia familia me
conoce apenas.
— Y cuando usted se encuentre cara a cara con el
Señor, ¿será un extranjero para El?
— ¡Oh, no!, respondió, con una sonrisa que le
iluminó el rostro, Él es mi mejor amigo; ¡le conozco hace más de cuarenta
años!
El día de mañana no esté quizás aquí,
La vecindad mundana no más sabrá de mí;
Más yo habré llegado al celestial lugar,
Y agasajado por Dios en mi hogar.
Cuanto mejor hayamos vivido como extranjeros
en la tierra, tanto más nos gozaremos allá arriba; cuanto menos hayamos vivido
conforme a este mundo, menos extranjeros nos sentiremos en la casa del Padre.
¿Nos imaginamos la alegría y la gloria de un momento tal? Más, ¿qué será la
nuestra comparada a la del Señor?
Posiblemente estamos, tú y yo, lector, muy
satisfechos de haber escapado al castigo debido a nuestros pecados...
Estaríamos contentos de tener un lugarcito en la puerta de entrada del cielo...
mas eso es muy poco para el Señor; este límite no puede satisfacer su corazón.
¿No nos dan una pequeña idea de cuál será su alegría el día de la presentación
de los suyos, las palabras de la epístola de Judas: "aquel que es poderoso
para guardaros sin caída y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran
alegría..."? A la grande tristeza con que su alma ha sido agobiada hasta
la muerte en el día de la cruz, responderá entonces para él una grande alegría,
"un gozo inefable y glorificado" (1. Pedro 1,8). Muy gozoso el buen
Pastor llevó sobre sus hombros a la oveja perdida: a lo largo del viaje hacia
la morada celestial, la condujo con la pericia de sus manos; y bien puede
ahora "al llegar a casa", presentar con gran gozo ante el cielo el
trofeo de su gracia. El que fue a sembrar con lágrimas, volverá con regocijo
llevando sus gavillas (Salmo 126,6).
Mas, ¿cómo puede presentar irreprochable
ante su gloria a un ser que estaba tan lejos de la perfección? He aquí la
respuesta: "tomará el sacerdote dos corderos sin defecto, y una cordera de
un año sin tacha" (vers. 10). Es pues en virtud de este triple sacrificio
sin mancha que el sacerdote presenta a Jehová al que se purifica; notad además
que cuando cada uno de esos corderos es ofrecido, el texto dice: "el
sacerdote hará propiciación por él" (vers. 18.20). La palabra propiciación
significa cubrir: el leproso que es presentado aquí ante Jehová, está cubierto
por la perfección de cada uno de estos tres corderos: el de la culpa, el del
pecado y el holocausto; ni un solo defecto, ni una sola mancha puede hallarse
sobre ese hombre. Si el leproso se hubiera imaginado presentarse prescindiendo
de estas ofrendas, jamás Dios lo hubiera recibido; mas, identificado con ellas,
lo que antes era abominable aun en la presencia de sus semejantes, en la
presencia de Dios es aceptable en la virtud del sacrificio. Además, notémoslo
bien, por indispensables que hayan sido el agua y la navaja, no es esto lo que
hace acepto al leproso ante la inmaculada santidad de la morada de Dios, sino
sólo la sangre y la excelencia del sacrificio ofrecido.
Y para nosotros que
estábamos fuera de la presencia de Dios, es lo mismo: hemos sido hechos
cercanos por la sangre de Cristo, y aceptos en la perfección del muy-amado (Efesios
2,13; 1,6). Dios nos ve a cada uno de nosotros en toda la excelencia y la
justicia que representa esta triple ofrenda: Cristo, sacrificio por la culpa,
sacrificio por el pecado y el holocausto; la que a su vez es inseparable de la
ofrenda de flor de harina amasada con aceite, la que representa su vida sin defecto
aquí abajo por el poder del Espíritu Santo.
El
cordero del sacrificio por la culpa
"Y tomará el sacerdote el un cordero,
y ofrecerlo por la culpa, con el log de aceite, y lo mecerá como ofrenda mecida
delante de Jehová; y degollará el cordero en el lugar donde degüellan la
víctima por el pecado y el holocausto, en el lugar del santuario..." (vs.
12-13).
¡Qué profunda satisfacción debía ser la de
Dios viendo al pobre leproso con el cordero del sacrificio por la culpa! ¿No
veía ya "su propio cordero", el que iba a dar por el pecado del
mundo? (Juan 1,29); es por esta razón que el sacerdote, antes de degollarlo,
debía mecer o remolinar la víctima para mostrar todos los aspectos de la
perfección de su Hijo: son los que vemos ya a través de todos los tipos del
Antiguo Testamento y de manera real en los Evangelios. Al mismo tiempo el
sacerdote presentaba el log de aceite, símbolo del Espíritu Santo en cuya
virtud Cristo se ofreció a Dios sin mancha (Hebreos 9,14).
"Y degollará el cordero en el lugar
donde se degüella el sacrificio por el pecado y el holocausto..." Es este
sacrificio por la culpa que el Espíritu de Dios nos presenta en primer lugar y
sobre el cual hace énfasis; comprendemos pues por esto que la lepra no está
considerada solamente como una mancha o una enfermedad, sino como una culpa
hacia la santidad de Jehová, la cual necesita el sacrificio que le corresponde.
Debemos realizar que no solamente estamos manchados por el pecado original,
sino que somos manchados por cada uno de nuestros pecados... cada uno de
nuestros "tumores", cada una de nuestras "costras", cada
una de nuestras "manchas lustrosas". . . todos frutos de la
"raíz del pecado" en nosotros. Es imprescindible ser convictos de
pecado para que se pueda decir como David lo dijera en el Salmo 51:
"contra ti, contra ti sólo he pecado"; el desgraciado hijo pródigo se
siente agobiado bajo esta convicción cuando exclama: "he pecado contra el
cielo y contra ti" (Lucas 15,21).
Los diferentes casos de lepra mencionados
en el Antiguo Testamento nos muestran que esta enfermedad era permitida por
Dios como castigo contra el pecado cometido por uno de su pueblo: María, la
hermana de Moisés (Números 12,10); Giezi, el siervo de Elíseo (2. Reyes 5,27);
el rey Uzías (2. Crónicas 26,19-21), son ejemplos patentes; y en el caso de
Giezi la lepra debía permanecer unida a su descendencia para siempre. Debemos
hacer excepción, desde luego, para Naamán el sirio (2. Reyes 5), su lepra no
implica un castigo de Dios, ya que este hombre no pertenecía a su pueblo. Si como
estos ejemplos lo demuestran, Dios se servía de la lepra para castigar un
delito cometido, el sacrificio de la culpa era indispensable para expiarlo. El
cordero ofrecido por la culpa pertenecía al sacerdote y por consiguiente lo
debía comer; y al comerlo hacía suyo el delito del culpable. ¡Gracia
maravillosa! Es exactamente lo que hizo nuestro gran Sacerdote: hizo suyos nuestros
pecados, los llevó a todos en su cuerpo sobre el madero... (1. Pedro 2,24).
La diferencia que hay entre este
sacrificio por el delito y el cordero por el pecado es importante a discernir:
el primero presenta a Cristo llevando nuestros delitos, sufriendo por cada uno
de ellos; el segundo es figura de Cristo "hecho pecado por nosotros"
(2. Corintios 5,21); en El, la raíz que ha producido todos nuestros pecados,
"el viejo hombre" adámico, ha sido condenado y juzgado en la cruz.
"Y el sacerdote tomará de la sangre
de la víctima por la culpa, y la pondrá sobre el lóbulo de la oreja derecha del
que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha, y sobre el pulgar de su
pie derecho" (vers. 14).
La sangre del sacrificio por la culpa que
ha borrado todas nuestras transgresiones marca ahora la oreja, la mano y el pie
del pecador purificado; esta sangre es, por así decirlo, la insignia que llevan
todos los que penetran en los atrios de la gloria. No se encontrará allí uno
que no quiera afirmar que su ser entero, desde la cabeza hasta los pies, debió
ser purificado por esa preciosa sangre; ¡gracia infinita! Aquel cuyos pies han
sido perforados se inclina ahora para marcar con su propia sangre los de cada
nuevo discípulo y se baja para lavarlos cada vez que han contraído una impureza
en su caminar; Aquel cuyas manos llevarán por la eternidad las marcas de los
clavos que las perforaron, pone también sobre mis manos la señal de las manos
que las rescataron; Aquel cuyo "parecer fue desfigurado más que la de los
hijos de los hombres", cuya corona de espinas hizo brotar sangre de sus
sienes, es quien pone ahora sobre mi oreja esa sangre que atestigua que yo soy
de Él, su propiedad para siempre.
A
medida que vemos entrar estas huestes numerosas de rescatados por los umbrales
celestiales descubrimos que cada uno está marcado de la misma manera, y cada
uno se une a los acentos del cántico nuevo: "al que nos ha lavado de
nuestros pecados con su sangre... a él sea gloria e imperio por los siglos de
los siglos, amén" (Apocalipsis 1,5; 5,9).
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