(Enseñanzas sobre las relaciones mutuas)
Hay, en el carácter del Señor, numerosos
detalles que deben llamar nuestra atención. Como se ha dicho, «ninguno entre
los hombres manifestaba más gracia y misericordia, ni era más accesible a
todos.» Considerémosle a continuación; se nota, en Su manera de ser una mansedumbre y
una bondad que el hombre es incapaz de manifestar, y, sin embargo,
se siente que era siempre un "extranjero" sobre la tierra; era un
extranjero, alejado moralmente de la humanidad rebelde, pero se acercaba a
ella compasivamente cuando el sufrimiento o las necesidades le
reclamaban. La distancia moral en la cual se mantenía, y
la intimidad que manifestaba, eran ambos perfectos. El
Señor hacía más que considerar la miseria que le rodeaba, participaba de ella
con una simpatía que tenía su fuente en sí mismo; hacía más que rechazar la
corrupción que le rodeaba; mantenía la separación de la misma santidad con
todo contacto con el mal o pecado.
El capítulo 6 del evangelio según Marcos
nos lo enseña manifestando esta combinación de distancia y
de proximidad. Los discípulos vuelven hacia El después de un
largo día de servicio; simpatiza con ellos, pues los ve cansados; se ocupa de
ellos proveyendo lo necesario: "Venid vosotros aparte a un lugar desierto,
y descansad un poco." (Marcos 6:31). Pero la multitud vio que se iban y
los siguió, y Jesús volviéndose hacia ella con el mismo amor, compasivo, se
informa de su estado, y después de haberse ocupado de ellos como de ovejas que
no tienen pastor, les enseña. En todo esto, vemos a Jesús ir al encuentro de
las necesidades que se presentan a Su alrededor; ya sea que se trate del
cansancio de los discípulos, del hambre o de la ignorancia de la multitud, Él
está presente para proveer... Pero los discípulos, descontentos al ver los
cuidados de Jesús para con la multitud, le aconsejan que la despida; pero el
corazón del Señor está lleno de pensamientos muy distintos, y, al
instante, se establece entre Él y Sus discípulos una distancia moral
que se deja ver, poco después, por la orden que les da de subir en el barco y
de ir al otro lado, entre tanto que despedía a la multitud (Marcos 6:
45-47). Esta separación tiene como resultado suscitar nuevas inquietudes en los
discípulos. El viento y las olas del mar les son contrarios, y reman con ansia,
pero, en su angustia, Jesús se halla de nuevo a su lado para socorrerles y
animarles.
¡Qué armonía más admirable en esta
combinación de santidad y de gracia! Jesús está cerca de nosotros cuando
estamos fatigados, cuando tenemos hambre, cuando estamos en peligro; pero está
muy alejado de nuestras inclinaciones naturales y de nuestro
egoísmo. Su santidad hizo de Él un extranjero en un mundo corrompido por el
pecado; Su gracia le mantuvo siempre activo en un mundo de sufrimiento y de
miseria. La vida del Salvador aparece, pues, bajo un aspecto muy notable
de gloria moral ya que, obligado a mantenerse separado, a
causa del carácter de la esfera corrompida en la cual se movía, la miseria y
la aflicción que en ella reinaban, le llevaban siempre a obrar. Y
esta actividad se ejercía para con toda clase de personas, y en consecuencia,
revestía formas muy diversas. Cristo se hallaba frente a Sus adversarios,
frente al pueblo, a un grupo de discípulos (los doce), y a hombres
individualmente, y todos le mantenían en una actividad no sólo continua, sino
también diversa. Y Él sabía perfectamente cómo debía obrar en cada caso.
Consideremos ahora otras escenas llenas
de enseñanza para nosotros. En ciertas ocasiones, vemos a Jesús sentado a
la mesa de varios señores, y nos aparecen entonces nuevos rasgos de
Su perfección. Cuando está invitado a la mesa de un fariseo, no
aprueba ni censura la escena de familia: pero, invitado bajo el carácter de maestro, que
ya había adquirido y sostenido en público, obra en conformidad con este carácter.
No es simplemente un convidado, que goza de las atenciones y de la hospitalidad
del amo de la casa: ha venido en Su propio carácter de maestro, y, por consiguiente,
puede enseñar o reprender. Él es siempre la Luz, y obra como
la luz; pone en evidencia las tinieblas que hay dentro de la casa, como lo
había hecho fuera. (Compárese la escena de Lucas 7: 36-50, y la del capítulo
11: 37-54, donde reprende a los fariseos y a los doctores de la ley repitiendo
varias veces "¡Ay de vosotros!").
Pero si el Señor
entraba y obraba como maestro en casa del fariseo, reprobando el estado de
cosas que encontraba, era como el Salvador que entraba en casa del publicano.
Leví le hizo un gran banquete en su casa, e hizo sentar juntamente con Él a
publicanos y pecadores. Naturalmente, los jefes religiosos murmuraban y
censuraban; entonces, Jesús se revela como Salvador, diciéndoles:
"Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y
aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he
venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento." (Mateo 9:
12-13; Marcos 2). ¡Qué palabras más sencillas, pero notables y significativas a
la vez! Simón, el fariseo, desaprobaba que una pecadora entrara en su casa y se
acercase a Jesús; Leví, el publicano, reúne a pecadores como esta mujer para
ser convidados con el Señor. En consecuencia, el Señor manifiesta Su
reprobación en casa del uno, mientras que en casa del otro se muestra en las
riquezas de gracia de un Salvador.
Vemos a Jesús sentado también en otras
mesas. Sigámosle a Jericó y a Emaús, con el relato de Lucas 19 y 24. En ambos
casos fue acogido por los deseos de los corazones, deseos despertados, sin
embargo, bajo influencias diferentes. Zaqueo había sido hasta entonces un
pecador, un "hombre natural", y, como tal, corrompido en sus móviles
y en su actividad. Pero, precisamente en aquel momento el Padre, había obrado
en él, y Jesús venía a ser el objeto de su alma. Deseaba verle, y en su anhelo
había pasado a través de la multitud y se había subido a un sicómoro para
tratar de verle a su paso. El Señor le vio, y El mismo se invitó a su casa, de
modo que se nos presenta este caso muy notable: Jesús, convidado, no invitado,
porque se invitó a Sí mismo a la casa del publicano de Jericó.
Los primeros movimientos de la vida
divina en un pobre pecador, los deseos despertados por el Padre estaban allí,
en esa casa, para acoger a Jesús; y el Señor, de modo tan benévolo como
significativo, se invita a Sí mismo y entra. Entra en el carácter que conviene,
y satisface la necesidad del momento, para avivar y fortalecer la vida
recientemente recibida, la cual se manifiesta bajo una forma, o un fruto, de su
poder, "He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en
algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado." (Lucas 19:8).
En Emaús es un caso diferente: no es el
deseo de un pecador recientemente atraído por la gracia, sino el deseo de
creyentes restaurados en su caída. Los dos discípulos habían sido incrédulos:
regresaban a su casa con la dolorosa impresión de que Jesús había defraudado
sus esperanzas. El Señor viene a su encuentro en el camino, y les reprende,
pero lo hace de tal manera que su corazón ardía dentro de ellos; y cuando
llegan a la aldea donde iban, Él hace como que iba más lejos. No quería
invitarse a Sí mismo, como lo había hecho en Jericó, porque estos discípulos
no se hallaban en la condición moral de Zaqueo; sin embargo, cuando le invitan
a entrar, entra, pero solamente para fortalecer el deseo que les había llevado
a invitarle, y para satisfacer plenamente este deseo. Y los discípulos,
impulsados por el gozo, vuelven aquella misma noche a Jerusalén, a pesar de la
hora avanzada, para contarlo todo a sus hermanos.
¡Qué variedad de hermosura y de perfección
en estos escenas, donde vemos a Jesús huésped del fariseo, del publicano, de
los discípulos, convidado unas veces, invitándose Él mismo en otras, siempre en
el lugar que le corresponde, siempre el hombre perfecto! Podríamos considerarle
sentado en otras mesas; pero nos limitaremos a una sola: Jesús en Betania. Allí
Le vemos asociándose a una escena de familia. Si hubiese desaprobado la idea
de una familia cristiana, no hubiera podido hallarse en Betania, como la
Palabra nos lo enseña; y esta escena nos revela en Él un nuevo rasgo de Su
belleza moral. Jesús está en Betania como un amigo de la familia, hallando en
este ambiente lo que nosotros también hallamos: una casa propia. Bien
nos lo dicen las palabras: "Y amaba Jesús a Marta, a su hermana y a
Lázaro." (Juan 11:5). El afecto de Jesús por la familia de Betania no era
el de un Salvador, ni de un Pastor, aunque sabemos que era lo uno y lo otro
para ella: era el afecto de un amigo de la familia. Pero aun
siendo un amigo, un íntimo amigo, que podía, cuando lo deseaba, hallar una
cordial acogida bajo este techo hospitalario, no le vemos nunca
intervenir en los asuntos domésticos. Marta era la que se ocupaba de
los quehaceres de la casa, la persona más ocupada de la familia, útil e importante
en su lugar, y Jesús la deja allí donde la encuentra. No le correspondía
modificar o arreglar esas cosas. Lázaro toma su sitio al lado de sus huéspedes,
en la mesa de la familia; María está absorbida y retirada en su dominio de actividad,
en el reino de Dios, en su corazón, Marta está atareada y sirve: está bien.
Jesús deja todo esto tal como lo encuentra. Aquel que no quería entrar en casa
ajena sin ser invitado, al entrar en la casa de aquellas hermanas y de su
hermano, no quería intervenir en el orden y en los arreglos que reinaban en
ella, y esto es de una perfecta conveniencia moral. Pero cuando uno
de los miembros de la familia, en vez de estarse en su lugar en el círculo
familiar, sale de él para enseñar en presencia de Jesús, Jesús debe
reivindicar, y reivindica sus derechos superiores, y restablece las cosas divinamente; aunque
quería ocuparse de ellas sin tocar el orden doméstico de la casa. (Lucas
10).
Meditemos ahora la actitud del Hombre
Perfecto en otras ocasiones. Jesús no se dejaba llevar al terreno sentimental
cuando la ocasión requería firmeza y fidelidad, y, no obstante, pasó por muchas
circunstancias que la sensibilidad humana hubiese sentido, y que el sentido
moral del hombre hubiera juzgado bueno sentir. Jesús no quería atraer a
sus discípulos por los miserables y humanos recursos de un carácter amable.
Tanto la "miel" como la "levadura" eran excluidas de las
ofrendas encendidas. No había miel en las ofrendas de Levítico 2:11; y
Jesús, la verdadera ofrenda, tampoco la tenía. No eran simplemente
palabras amables o corteses las que los discípulos oían de la boca de su
Señor; no había en El aquella cortesía que consulta con las
preferencias ajenas y procura satisfacerlas; Jesús no buscaba el ser
agradable, y no obstante, cautivaba los corazones, suscitando profundos afectos,
y esto es una muestra evidente de poder. Es siempre una prueba de
fuerza moral, cuando la confianza es ganada sin ser buscada, porque entonces el
corazón ha comprendido la realidad del amor. Como dijo alguien «todos
sabemos distinguir entre el afecto, el amor, y lo que no es más que amabilidad
en forma de adulación, y bien puede haber en un hombre muchas manifestaciones
de cortesía, de adulación, sin que haya nada de afecto verdadero.» Se
me contestará que las maneras o actitudes amables deben ganar la confianza;
pero bien sabemos que sólo el amor, el afecto verdaderos pueden hacerlo. La
amabilidad, si no es más que amabilidad, es miel, y hemos de confesar que este
ingrediente no falta en nosotros. Somos propensos a creer que todo está bien
en muchas circunstancias en las cuales no hacemos más que quitar la levadura,
impregnando de miel la masa. Si somos amables, si desempeñamos convenientemente
nuestro papel en la escena bien ordenada, civilizada y cortés de la sociedad,
buscando agradar a los demás, y haciendo lo posible para que estén satisfechos
de sí mismos, estamos contentos y satisfechos, y los otros lo están de
nosotros. Pero, pensémoslo, ¿es esto servir a Dios?, ¿es esto una ofrenda a
Dios?, ¿tiene acaso algo que ver con la gloria moral del Hombre Perfecto? ¡Por
cierto que no! Tal vez, podríamos estimar que esta manera de obrar es la que
conviene, la mejor para alcanzar el objeto deseado, de paz y armonía; no
obstante, acordémonos que uno de los secretos del santuario es que no se
usaba miel para dar un olor agradable a la ofrenda.
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1964, Nos. 71 y 72.-
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