Dios, cuando
comunica algo al hombre, nunca lo hace de forma oscura. Sería una teoría
monstruosa sostener que Dios, cuando da una revelación, lo hace de manera tal
que resulte imposible que la entiendan aquellos a quienes quiso dirigirla. ¿Qué
es lo que hace que todas las Escrituras resulten tan difíciles? No es su
lenguaje. Una sorprendente prueba de ello la podemos ver en el hecho de que si
alguno preguntase qué parte del Nuevo Testamento considero que es la más profunda,
en seguida me referiría a las epístolas de Juan; y es más, afirmo que no hay
ninguna otra parte que esté expresada en lenguaje más simple que estas mismas
epístolas.
Las palabras
no son las de los autores o redactores de este mundo. Tampoco los pensamientos
son enigmáticos ni llenos de alusiones extrañas y abstrusas. La dificultad de
la Escritura estriba en el hecho de que ella es la revelación de Cristo para
las almas que tienen sus corazones abiertos por la gracia para recibirla y para
valorarla. Ahora bien, Juan fue uno que había sido admitido a esta gracia de
manera preeminente. De todos los discípulos, él fue el más favorecido en la intimidad
de la comunión con Cristo. Ello fue así, ciertamente, cuando Cristo anduvo
sobre la tierra; y Juan fue especialmente utilizado por el Espíritu Santo para
darnos los pensamientos más profundos del amor y de la gloria personal de
Cristo.
La verdadera
dificultad de la Escritura consiste, pues, en el hecho de que sus pensamientos
están infinitamente por encima de nuestra mente natural. Para entender la Biblia,
debemos renunciar al yo. Debemos tener un corazón y un ojo para Cristo, o, de
lo contrario, la Escritura se convertirá en una cosa ininteligible para
nuestras almas; mientras que, cuando el ojo es sencillo, el cuerpo entero está
lleno de luz. Por eso podemos encontrar a un hombre erudito, completamente
errado, por más que sea cristiano. Bien puede verse impedido de entender las
epístolas de Juan o el Apocalipsis, por ser demasiado profundos para él;
mientras que, por otra parte, podemos hallar a un hombre muy simple que, si
bien puede no ser capaz de entender plenamente estas Escrituras o de explicar
cada porción de las mismas correctamente, no obstante bien puede gozar de
ellas; pues estas Escrituras comunican pensamientos inteligibles a su alma,
proveyendo además consuelo, guía y provecho.
Incluso si se
tratara de eventos del porvenir, de Babilonia y de la bestia, el hombre
sencillo encuentra allí grandes principios de Dios que, por más que se hallen
en el libro considerado como el más oscuro de todos los libros de la Escritura
—el Apocalipsis—, no obstante tienen un efecto práctico en su alma. La razón es
que Cristo está ante él, y Cristo es la sabiduría de Dios en todo sentido. No
se trata, naturalmente, de que puede entenderlo porque sea ignorante,
sino de que puede hacerlo a pesar de su ignorancia. Tampoco
porque un hombre sea erudito, es capaz de entrar en los pensamientos de Dios.
Ya sea ignorante o docto, hay un solo camino: el ojo que ve lo que se refiere a
Cristo. Y cuando se tiene eso firmemente fijo ante el alma, creo que Cristo viene
a ser la luz de la inteligencia espiritual de la misma manera
que lo es de la salvación. Y el Espíritu Santo constituye el poder que permite
comprender; pero Él nunca da esa luz excepto a través de Cristo. De no ser así,
el hombre entonces tiene un objeto ante sí que no es Cristo, y, por lo tanto,
no puede entender la Escritura, la cual revela a Cristo. El tal está tratando
de forzar las Escrituras en apoyo de sus propios objetivos, cualesquiera que
sean, pervirtiendo de esta forma la Escritura. Ésta es la verdadera clave de
todos los errores respecto de la Escritura. El hombre agrega sus propios
pensamientos a la palabra de Dios, y elabora un sistema que no tiene ningún
fundamento divino.
The BIBLE
TREASURY, Vol. III.-No. 48, pág. 69, 1 de mayo de 1860
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