Antes de dejar
a los suyos para volver al Padre, el Señor Jesús les dio el consuelo que necesitarían
durante el tiempo de su ausencia; porque no quería de ninguna manera que sus
corazones quedaran turbados (Juan 14:1, 27). Con ese fin, añadió esas importantes
palabras: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Juan 14:27). El Señor conocía todas
las necesidades de los que le pertenecían, y se complacía en responder según su
corazón y sus riquezas. ¿Quién otro podría hacerlo? Lo primero que necesitaban
como pecadores ante la presencia de Dios, se los proporcionó a costa de su
perfecto sacrificio. Los discípulos entendían muy poco al respecto, aunque el
Señor les habló muchas veces de sus sufrimientos y de la necesidad de su muerte
(Mateo 16:21). Simón Pedro lo ignoraba cuando trató de defender a su Maestro de
aquellos que vinieron a prenderle. Entonces, tuvo que oír estas palabras: “Mete
tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?”
(Juan 18:11). Mucho tiempo atrás, el Antiguo Testamento dio a conocer la
necesidad de su muerte, ya por numerosas figuras o por declaraciones proféticas
concisas; y las Escrituras debían cumplirse para gloria de Dios y para nuestra
eterna bendición.
La paz con Dios (Romanos 5:1)
Para estar reconciliados con Dios, era necesario que
nuestros pecados fueran enteramente quitados; “y sin derramamiento de sangre no
se hace remisión” (Hebreos 9:22). Por ese motivo, nuestro Salvador se entregó a
sí mismo en manos de sus enemigos en el jardín de Getsemaní, pues debía “dar su
vida en rescate por muchos (Mateo 20:28). ¡A qué precio infinito la paz con Dios,
de la cual el Señor hablaba a los suyos, fue adquirida! Fue necesario el
derramamiento de su preciosa sangre para satisfacer la justicia de Dios que
había sido ofendida por nuestros pecados (Efesios 2:15; Colosenses 1:20). Eso
tuvo lugar en la cruz, cuando el Dios de juicio resolvía la cuestión del pecado
con nuestro divino sustituto. La obra fue perfectamente consumada (Juan 19:30).
Entonces, “el Dios de paz… resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo,
el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno” (Hebreos 13:20).
Así, ponía de manifiesto la plena satisfacción que halló en la obra de nuestro
Redentor; y Cristo resucitado es ahora nuestra paz ante Dios (Efesios 2:14).
Fiel a su promesa, el Señor, el mismo día de su
resurrección, fue a anunciar a sus discípulos que estaban reunidos las Buenas
Nuevas de paz que acabó de cumplir en favor de ellos. “Paz a vosotros”, les
dijo, mostrándoles sus manos y su costado (Juan 20:19). Luego, las Buenas
Nuevas de paz por Jesucristo debían ser anunciadas también “a los que estaban
lejos”, a los gentiles (Efesios 2:17). Cornelio y los que le rodeaban vinieron
a ser las primicias de esos últimos (Hechos 10:24). Estaban tan dispuestos a
recibir el mensaje que Pedro les traía que la Escritura misma no dice que
creyeran, sino que el Espíritu Santo, del cual fueron participantes, fue el
sello de Dios puesto sobre su fe, como más tarde ocurrió con los fieles de
Éfeso (Hechos 10:44; 19:6; Efesios 1:13).
La fe es el medio por el cual podemos disfrutar de la paz
con Dios: “Justificados pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
Es bueno recordar que la paz llevada a cabo en la cruz es
un hecho cierto, y eso independientemente del gozo que tenemos en ella. Sin
embargo, si recibimos el testimonio de Dios con relación a la obra de Cristo,
el Espíritu Santo, con el cual somos sellados en el momento de creer, nos
procurará seguramente gozo, pues Cristo, nuestro Señor, “fue entregado por
nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos
4:24-25).
Tal es la inmutable porción que Dios otorga al que recibe
el Evangelio, en virtud del sacrificio de Cristo. Todo su pasado halló su fin
en la cruz del Salvador, y una nueva era ha comenzado para él. ¡Preciosa
bendición!
La paz de Cristo
Notemos que el día de su resurrección, el Señor dijo por
segunda vez a sus discípulos: “Paz a vosotros”; y añadió: “Como me envió el
Padre, así también yo os envío” (Juan 20:21). Les daba a entender que serían
sus testigos durante el tiempo de su ausencia, y esto a partir de ese mismo
momento. El Salvador, que sufrió la muerte por ellos, los hacían capaces al
mismo tiempo de responder a su pensamiento; pues les comunicó su vida de
resurrección. “Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu
Santo” (Juan 20:22). Esta nueva vida, de la cual cada creyente fue hecho
partícipe, es la que somos llamados a manifestar en nuestra marcha aquí abajo.
El testigo de Cristo tiene que mostrar los caracteres de Cristo; y a eso nos
invita el pasaje siguiente de la epístola a los Colosenses: “Vestíos, pues,
como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de
benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a
otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la
manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (3:12-13).
Apenas se necesita decir que tal andar es agradable a
Dios puesto que expresa el carácter de su Amado; y lo que le da un valor aún
más particular, es cuando la paz de Cristo, a la cual también somos
llamados, gobierna nuestros corazones (Colosenses 3:15). El Señor dijo a los
suyos: “La paz os dejo” (Juan 14:27). Era la paz de Cristo mismo, de la cual
gozaba en su camino de obediencia al Padre; Él quiere que ésta sea también la
porción de todos los rescatados. Jesús da su paz, no como el mundo la da. Este
último debe desprenderse de su posesión, mientras que el Señor trae en comunión
consigo mismo al creyente. ¡Qué dulce intimidad! Testigo de Cristo —quizás con
debilidad— ¿no le gustaría tenerla? Está también a su disposición para su ánimo
y felicidad. En efecto, si nuestro Salvador ha dejado a sus rescatados en la
tierra para que sean sus testigos durante el tiempo de su ausencia, ¿no los ha
auxiliado en todas sus necesidades? Nada puede faltar a quien echa mano de los
recursos que Él ha puesto a su disposición. Permaneciendo en la comunión del
Señor, —gozando de su paz— el cristiano, por la expresión de su agradecimiento,
da prueba de que su “copa está rebosando” (Salmo 23:5).
La paz de Dios (Col. 3:15; Fil 4:4-9)
Al ser hecho partícipe de una nueva vida en Cristo y de
su paz, el creyente tiene también el privilegio de poseer, como objeto de sus
renovadas afecciones, a la persona misma del Señor. Es para su corazón motivo
de “gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8). Tres veces en la epístola a los
Filipenses —el libro de la experiencia cristiana— el bienaventurado apóstol
Pablo invita a aquellos a los cuales se dirige —y también a nosotros— a que se
gocen en el Señor (Filipenses 3:1; 4:4). Así es el estado normal del cristiano.
Sin embargo, hay que reconocer cuán poco lo realizamos. Muchas veces,
desgraciadamente, surgen dificultades por nuestra falta de actividad espiritual.
Por un lado, las cosas del mundo con las cuales tenemos relación nos
influencian; por otro, las preocupaciones que a veces nos sorprenden son un
obstáculo para ese feliz desarrollo. Es cierto que atravesamos una escena llena
de toda clase de pruebas, y a menudo basta una pequeña contrariedad para
desanimarnos y desviar nuestros pensamientos de Aquel que debería ser el objeto
de nuestro gozo. ¿Qué podemos hacer para remediar ese estado y ser librados de
nuestras inquietudes? La Palabra nos enseña el camino a seguir, ¡y cuán
sencillo es! “Por nada estéis afanosos”, nos dice primero, para
tranquilizarnos; y añade: “sino sean conocidas vuestras peticiones delante de
Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que
sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros
pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).
Al depositar nuestros motivos de inquietud en el corazón
de Dios que nada lo puede turbar, nos alivia pensar que se encargará de ellos,
pues ¿no se interesa por todos los detalles de nuestra vida, hasta por los más
ínfimos? Y a cambio de nuestras inquietudes —de las que no podemos soportar el
peso, por ligero que fuera— obtenemos, no inevitablemente la pronta liberación
de nuestros temores, sino —lo que es mucho más precioso aún— la paz de Dios,
que sobrepasa todo entendimiento. De esta manera, tengamos en cuenta que
estamos en paz, la paz en la cual Dios mismo se complace. Así, por Aquel que
conoce el fin desde el principio y hace que todas las cosas ayuden a bien a
aquellos que le aman, el corazón puede tornarse (como la aguja imantada señala
el polo) al objeto de sus nuevas afecciones para regocijarse. Entonces, tomando
conciencia de lo que Cristo es para el alma, estamos en condiciones de manifestarlo
en nuestros caminos y, en todas nuestras relaciones los unos con los otros,
podemos mostrar esa paz inalterable que ha venido a ser nuestra herencia
(Romanos 15:13).
El Dios de paz (Filipenses 4:4-9)
Tengamos en cuenta que todo el andar del cristiano debe
realizarse en la paz, ese elemento que podríamos llamar la atmósfera celestial:
“El fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz”
(Santiago 3:18). Es la señal distintiva de aquellos que están en relación con
Dios de manera efectiva: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán
llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Todas nuestra relaciones con los que nos
rodean deben llevar este carácter tan precioso ante los ojos de Dios: “Calzados
los pies con el apresto del evangelio de la paz” (Efesios 6:15). “Si es posible
—se nos advierte— en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los
hombres” (Romanos 12:18). Además leemos: “Sigamos lo que contribuye a la paz”
(Romanos 14:19). “Seguid la paz con todos” (Hebreos 12:14). Cristo es llamado
el “Señor de paz” (2 Tesalonicenses 3:16). Y en numerosos pasajes, Dios mismo
se titula el Dios de paz.
La expresión “el Dios de paz” se hace presente muchas
veces bajo la inspirada pluma del apóstol Pablo, haciéndonos pensar que es cosa
de gran importancia. El párrafo que sigue, del que nos hemos ocupado más
arriba, lo menciona (Filipenses 4:8-9); su contenido puede elevarse aún más que
el párrafo precedente. Referente a esto, damos a conocer las palabras de un
siervo de Dios: «Para el cristiano, es muy importante vivir habitualmente en lo
que es bueno en este mundo, donde tenemos necesariamente algo que ver con cosas
que no son buenas. El mal existe no sólo en el mundo, sino en nuestro corazón,
y debemos juzgarlo donde se le dio libertad de obrar. Sin embargo, no podemos
permanecer siempre ocupados del mal; éste nos contamina aun cuando lo juzgamos
(véase Números 19). En ciertos corazones existe la tendencia de preocuparse del
mal, pero de esa manera no se puede vivir. Al decir esto, quisiera poner bien
en claro que no podemos vivir efectivamente en el mal, sino que debemos
juzgarlo, aun en nuestros pensamientos.
Es un punto de gran importancia el tener un corazón
formado de manera que nos gocemos en las cosas en que Dios mismo también se goza.
Aun con el sentimiento de que él juzga el mal como tal, el corazón no es feliz.
Ahora somos llamados a vivir como si estuviéramos con Dios en el cielo, donde
el mal jamás penetra.
¿Procuramos siempre que nuestro espíritu esté lleno de lo
que es bueno? El mal nos rodea por todas partes en estos días, pero no debemos
vivir estando siempre pensando en el mal. El alma está debilitada; no haya
ninguna fuerza con semejante preocupación. La senda a la que nuestras almas son
llamadas a caminar, ya está trazada: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es
verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo
lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en
esto pensad” (Filipenses 4:8).
Que el Señor nos haga recordar estas cosas. Dios puede
verse obligado a juzgar, pero permanece en lo que es bueno. Así es como el Dios
de paz será con nosotros».
Vemos que estos versículos van más lejos de lo que el
párrafo anterior nos ha presentado. Se trata aquí de un creyente que mora en el
bien, que encuentra su gozo en comunión con Dios, y en la senda por la cual
Dios, por decirlo así, pone su sello de manera muy particular honrándolo con su
presencia, la del “Dios de paz”.
El autor del que hemos citado unas
palabras dice aún: «Si caminamos en el poder de la vida de Cristo, el Dios de
paz estará con nosotros, y somos conscientes de tal cosa. ¡Qué bendición es el
hecho de tener un santuario así en este mundo, “el Dios de paz” con nosotros».
Terminamos estas páginas con el precioso deseo del apóstol: “El mismo Dios de
paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo,
sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es
el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:23-24).
Creced, N°1, 1999
No hay comentarios:
Publicar un comentario