«La humillación
profunda, la completa obediencia»
Este cuadro en
el que contemplamos a Jesús como el objeto central del odio del hombre tiene
una grandiosidad que nos supera. Él está allí, en la cruz, sin responder a las
burlas, a los sarcasmos, a las injurias de todos, incluidas las de los
malhechores que están a cada lado de él. Sin embargo, pese a todo lo que los
hombres puedan infligirle, sus pensamientos no se apartan de su Padre, a quien
se dirige. No tiene nada que decir a los hombres, sino que habla a su Dios con
entera confianza.
Desde el
versículo 12 hasta el versículo 18, el Señor expresa ante Dios sus sentimientos
en la terrible situación en que se encuentra: alzado de la tierra, en medio de
malvados; y la expresión de su angustia le lleva, en el versículo 19, a gritar a
Jehová: "¡fortaleza mía, apresúrate para socorrerme!"
Parece que en
estos versículos se distinguen dos categorías de malvados. En el versículo 12
se trata de muchos toros y fuertes toros de Basán. Entendemos que se refiere a
todos aquellos que recibieron una autoridad, los jefes del pueblo, los
gobernantes, quienes asistían a la crucifixión y se mofaban de Jesús con el
pueblo (Lucas 23:35). En el versículo 16, la expresión "perros me han
rodeado; una turba de malhechores me ha cercado" parece designar, junto
con los soldados romanos, al populacho, a la multitud anónima. Todos ellos
estaban de acuerdo para consumar su crimen.
Al propio
tiempo que describen la actitud de estas dos clases sociales, estos versículos
nos presentan dos diferentes clases de sufrimiento para el Señor. Está, en
primer lugar, lo que Cristo experimentaba de parte de aquellos que demostraban
su fuerza y autoridad contra él, mientras que el segundo grupo (v. 16 y
siguientes) nos presenta más bien lo que él sufría porque se le miraba en su
vergüenza (v. 17 y 18). Experimentaba, por un lado, los sufrimientos debidos a
la dureza despiadada, a la crueldad de aquellos que se aprovechaban de su
debilidad; por el otro -lo que quizá era aún más penoso para él- sentía
profundamente los sufrimientos que le infligían esos perros, símbolo de los
animales impuros, quienes le contemplaban sin la menor reserva moral, no
haciendo más que gozar de su vergüenza. Ante el Señor, que aceptaba verse
sometido a esas miradas durante su sufrimiento, ellos daban rienda suelta a
todo su desenfreno moral.
Es bueno que
pesemos esas dos clases de sufrimientos que el Señor experimentó allí de parte
de los hombres, cuando, en contacto con toda esta violencia y toda esta ignominia,
buscó el consuelo de Dios al decir: "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has
desamparado?". El hombre aprovechó esa ocasión para mostrar toda su maldad
contra alguien que se ofrecía -dicho con toda reverencia- como blanco perfecto
a la violencia y a la corrupción del corazón humano.
Por lo demás,
si bien encontramos dos clases de personas en torno a la cruz, en realidad
ellas abarcan a todas: al pobre y al rico, al hombre culto y al rústico, todos
los peldaños de la escala social están allí. Pero Dios no tiene tiempo que
perder con esas apariencias de las cuales nosotros hacemos tanto caso, y el
mismo hombre es tan pronto como un toro o un fuerte toro de Basán, tan pronto
como un perro que se regocija con la vergüenza de otro. Ello nos cubre de confusión,
con justa razón. No hay millones de hombres diferentes para Dios; hay dos hombres
y sólo dos: el primer hombre y el segundo hombre. Ambos están aquí uno frente a
otro. La verdadera historia del mundo la tenemos en esas horas de la cruz. Allí
tenemos los rasgos definidos de lo que es el mundo, de lo que es el hombre. No
es necesario leer todo lo que el hombre escribió para saber lo que es el primer
hombre; en ello no encontraríamos nada más que lo que tenemos aquí, en la
presencia de una luz moral perfecta. La realidad de la historia del mundo y del
hombre está aquí, en esta escena inaudita en la que el hombre perfecto es
moralmente pisoteado, insultado por esos perros que le contemplan y se burlan
de él en su vergüenza, públicamente, como ninguno de nosotros podría soportarlo
ni un instante. Es ése un cuadro permanente: el corazón abierto de Cristo y el
corazón abierto del hombre, uno frente al otro. Y podemos también ver allí la
grandeza insondable del corazón de Dios, quien, conociendo todo de antemano,
dio a Aquel cuya perfección fue así manifestada, para salvación de una
humanidad cuya maldad toda era, al mismo tiempo, absoluta y definitivamente
demostrada. Todo lo que vemos allí es inefable; la eternidad no alcanzará a
agotar la meditación de ello.
Hay aquí una
incomparable belleza moral frente a una fealdad total. En las comparaciones que
hace el Señor acerca de todos esos hombres se puede advertir el estilo divino
que nunca cae en el realismo trivial o fuera de lugar de los hombres y que
describe esta escena con una justeza de expresión ligada a una perfecta
delicadeza. La actitud del Señor, caracterizada por una debilidad total, una
completa falta de energía, está en absoluta oposición con aquella de los toros
y los fuertes toros de Basán. Se ve morir hombres mientras se defienden, en
tanto que Cristo manifiesta una entera aceptación del sufrimiento sin intentar
la menor resistencia.
Otra
manifestación de la sumisión del Señor consiste en que no se fija en las causas
secundarias. Ve todo eso, habla de ello, pero declara: "tú me has puesto
en el polvo de la muerte" (v. 15). ¿No había tomado de manos del Padre, en
Getsemaní, la copa que ahora bebía?
Otro rasgo ante
el cual es también preciso detenerse es que el Señor no levanta la cabeza en
medio de esta vergüenza y de este dolor. Un hombre puede reaccionar por orgullo
y aun desafiar a otros; es una actitud defensiva; pero Cristo no apela a
ninguna defensa; acepta, confiesa y proclama públicamente la situación en la
cual se halla. La perfección absoluta brilla allí; sometida a la más terrible
prueba, ella triunfa. Él no es ayudado por nada ni por nadie. Todo y todos
están contra él; los principados, Satanás y los demonios están también contra
él. Está crucificado, doliente, aparentemente reducido a la impotencia y, sin
embargo, en ese momento despojó a los principados y a las potestades y les sacó
a vista en público, triunfando sobre ellos en la cruz (Colosenses 2: 15). Todos
los esfuerzos de Satanás y del hombre -de quien Satanás se valió para impulsar
al Señor a protegerse y sustraerse del sufrimiento- todos esos esfuerzos fueron
vanos, de manera que el ejemplo del Señor, evidentemente, es único. No ha
habido ningún dolor como el suyo; nada se le aproxima. Por un lado, en efecto,
todos los otros dolores humanos son dolores de pecadores y, de hecho, ellos a
menudo y en gran parte son merecidos. Por otro lado, no ha habido jamás ninguna
aceptación del dolor tan perfecta como ésta. El Señor no es admirable porque
sea un héroe que desafía a sus enemigos; él lo es porque se somete
absolutamente. Es la puesta a prueba de su perfección, pues se trataba de ver
si esta perfección sería más fuerte que todo el sufrimiento que le estaba
preparado, y éste estaba en relación con el arreglo de toda la cuestión del
bien y del mal. Este arreglo fue absoluto y fue hecho según Dios. El problema
no puede volverse a plantear; Satanás lo sabe bien.
Si la cuestión
de la confianza estaba terminada, igualmente lo estaba la de la perfecta
sumisión. Sabemos, en efecto, que en ese momento el Enemigo se presentó:
"¡Si Hijo eres de Dios, desciende de la cruz!". El diablo se servía
de los hombres para tentar a Cristo: "¡Sálvate a ti mismo!". Sólo
podemos prosternamos ante esta sumisión perfecta que muestra el amor del Señor
hacia su Padre. Satanás, en ese momento decisivo, empleó todos sus medios;
coaligó la totalidad de sus esfuerzos en una suprema tentativa por vencer la
resistencia, la fidelidad del Señor. Todo lo que estaba en juego entonces en
cuanto a la potencia del diablo es un hecho muy solemne, a propósito del cual
la Escritura es particularmente sobria en detalles. Pero ¡qué premio debemos
ahora vincular con la victoria de Cristo! El poder de Satanás está hoy
destrozado, su derrota está consumada.
Lo que es en sí
mismo el mal misterioso que penetró en el mundo, por qué Dios permitió que
entrara y, antes de esto, cuál fue la caída de Satanás, no ha sido revelado.
Pero sabemos que fue a causa del hombre, en el hombre y por el hombre que debía
ocurrir el triunfo del bien sobre el mal. Dios fue manifestado y glorificado en
el hombre. No lo fue en los ángeles. Éstos no tienen ni una nota que entonar en
esta alabanza que no es su cántico. Se puede decir que Dios debe el despliegue
de su gloria al hombre, es decir, a Cristo, a su venida a este mundo y a su muerte
en la cruz para solucionar, en el transcurso de las tres horas sombrías, la
espantosa cuestión del pecado. Al hombre Cristo Jesús le debe Dios la gloria
que adquirió allí con la redención. Este triunfo del bien sobre el mal es algo
infinitamente superior al mantenimiento de la inocencia. En él halló Dios la
ocasión de revelarse. Si queremos saber lo que es Dios, lo encontraremos en la
cruz; si queremos saber lo que nosotros somos, también en la cruz lo
conoceremos, y es allí donde debemos volver siempre. La epístola a los Romanos
nos da la razón espiritual de ello, pero aquí, en este Salmo 22, tenemos el hecho
como en ninguna otra parte. El corazón del hombre de todos los tiempos, en su
estado natural, se manifiesta allí, pero él es el mismo por doquier. La
cuestión fue definitivamente solucionada por Cristo para Dios. Ella también
debe ser solucionada como juicio interior en cada corazón. Su realización
práctica en nosotros, sin duda, deja que desear, pero, al menos, estemos
totalmente convencidos de que todo lo que somos en nuestro estado natural está
manifestado y solucionado en la cruz. Damos un paso inmenso cuando llegamos a
esta convicción.
Nuestro yo fue
desenmascarado en la cruz. Mostró su verdadero rostro y fue condenado, de
manera que los cristianos, instruidos por Dios, no tienen que hacerse más
ilusiones. Todos los esfuerzos morales o materiales para embellecer al hombre
son vanos; no constituyen más que una inútil tentativa para olvidar o para
rechazar la fuerza de la verdad en el alma. Pero es una maravilla que Dios nos
haya hecho conocer estas verdades definitivas; no tenemos ya que dudar sin
cesar, buscando, como lo hacen todas las filosofías de] mundo, la puntada final
de la verdad. Ella está perfectamente revelada; no tenemos más que sacar las
conclusiones.
Las
posibilidades del hombre fueron manifestadas: un completo abanico de todos los
crímenes, de los cuales el que supera a todos es la muerte de Cristo. Su germen
estaba ya en el acto de Caín. Dios no nos halaga; su amor nos instruye acerca
de lo que debemos saber para nuestro bien sobre lo que somos y sobre lo que él
es. El camino de la felicidad comienza allí.
Si las horas de
la cruz duraran todavía, la escena no estaría más presente a los ojos de Dios
de lo que lo está hoy. Para él, el mundo es siempre idéntico a sí mismo, tal
como se manifestó durante las seis horas de la cruz. ¡Pero nosotros mismos lo
olvidamos tan fácilmente! Alguien ha podido decir que, si fuéramos fieles,
deberíamos conducimos como si la muerte de Cristo hubiese ocurrido ayer. Si
conserváramos verdaderamente el sentimiento de que la escena de la cruz acaba
de desarrollarse, ¡de qué manera nuestra vida entera estaría impregnada del
valor del sacrificio ofrecido, del precio pagado por nuestro rescate, como así
también de un horror hacia el mal, equivalente a lo que costó su abolición!
Todas estas cosas, todas estas escenas, todas estas verdades nos
invitan, cuando estamos en torno a su Mesa, a recordar la muerte del Señor con
felicidad, por cierto, pero también con qué gravedad, qué recogimiento, qué
circunspección y... ¡qué silencios!
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