"Habló
YHVH a Moisés, diciendo: Habla a Aarón, y dile: Cuando hagas montar las
lámparas, las siete lámparas deberán alumbrar hacia la parte delantera del
candelabro."
(Números
8:1-2; BTX).
Estas siete lámparas representan la luz del
Espíritu en Testimonio. Estaban unidas al vástago del candelero, el cual es
figura de Cristo, que en Su persona y en Su obra es el fundamento de la obra
del Espíritu en la Iglesia. Todo depende de Cristo. Cada rayo de luz en la
Iglesia, en el creyente, o más tarde en Israel, emana de Cristo.
Mas
este símbolo nos enseña mucho más: "las siete lámparas deberán alumbrar
hacia la parte delantera del candelabro" (Números 8:2- BTX). Si
quisiéramos revestir esta figura con el lenguaje del Nuevo Testamento
citaríamos las palabras del Señor cuando dijo: - "Así alumbre vuestra luz delante de los
hombres,..., y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. (Mateo
5:16). En cualquier
lugar donde resplandezca la verdadera luz del Espíritu, dará siempre un
brillante testimonio de Cristo. No llamará la atención sobre sí mismo, sino
sobre Él, y éste es el medio de glorificar a Dios. "Las siete lámparas
deberán alumbrar hacia la parte delantera del candelabro" (Números 8:2-
BTX).
Es
una gran verdad práctica para todos los cristianos. El más bello testimonio que
pueda darse de una obra verdaderamente espiritual consiste en que tiende
directamente a exaltar a Cristo. Si se procura llamar la atención sobre la obra
o el obrero del Señor, la luz se debilita, y el Ministro del Santuario tendrá
que utilizar las despabiladeras. Éste era el empleo de Aarón; encender las lámparas,
pero también le correspondía arreglarlas. En otros términos: la luz que como
cristianos tenemos la obligación de hacer brillar está no sólo fundada sobre
Cristo, sino que está continuamente sostenida por Él durante toda la noche.
Fuera de Él nada podemos hacer. El vástago de oro sostenía, las lámparas; la
mano del sacrificador las alimentaba con aceite y aplicaba las despabiladeras.
Todo es en Cristo, de Cristo y por
Cristo.
Además,
todo es para Cristo. Sea cual fuere el lugar en donde haya brillado la luz del
Espíritu, la verdadera luz del santuario, en el desierto de este mundo, el fin
de esa luz ha sido exaltar el nombre de Jesús. Sea lo que sea, lo que se haya
escrito, o que se haya dicho, o que se haya obrado por el Espíritu Santo, todo
ha tenido por objeto la gloria de ese bendito Salvador. Y podemos decir resueltamente
que cualquier cosa que no tuviese esa tendencia, ese fin, no es del Espíritu
Santo. Puede haber una gran cantidad de trabajos hechos, una gran masa de
resultados aparentes obtenidos, una cantidad de cosas de tal naturaleza como
para atraer la atención del hombre y hacerle estallar en aplausos, sin que, a
pesar de todo, haya allí un solo rayo de luz que emana del candelero de oro. Y
¿por qué? Porque la atención está dirigida sobre la obra y
sobre cuantos se ocupan en ella. El hombre, sus actos y sus
palabras son exaltados en vez de serlo Cristo. Aquella luz no proviene del
aceite que suministra la mano del Sumo Sacerdote, y, por lo tanto, es una falsa
luz. Es una llama que no resplandece sobre el candelero, sino sobre el nombre o
los actos de un pobre mortal.
Todo
eso es muy solemne y exige la más seria atención. Es siempre peligroso ver a un
hombre o a su obra puesta en exhibición. Puede estar uno seguro de que Satanás
consigue su propósito cuando la vista se fija sobre cualquier otra cosa o sobre
cualquier persona que no sea Jesucristo mismo. Una obra puede ser comenzada
con la mayor simplicidad posible, pero por falta de vigilancia y de
espiritualidad por parte del obrero del Señor, la atención general puede ser
atraída sobre él mismo o sobre los resultados de su obra, y puede así caer en
los lazos del diablo. El objeto que persigue incansablemente Satán es de
despojar al Señor Jesucristo de sus honores; y si puede conseguirlo en lo que
tiene la apariencia de un servicio cristiano, obtiene de momento la mayor
victoria. Satán no tiene que hacer objeción alguna contra la obra en sí misma,
con tal que pueda separarla del nombre de Jesús.
Se
mezclará él mismo, siempre que pueda, a la obra; se presentará en medio de los
servidores de Cristo, como en una ocasión, hace ya tiempo, se presentó entre
los hijos de Dios; pero su objeto es siempre el mismo: quitar al Señor el honor
debido. Permitió a la sirvienta mencionada en Hechos 16, que diera testimonio
de los servidores de Cristo al decir: - "Estos hombres son siervos de Dios Altísimo, quienes
os anuncian el camino de salvación." Pero al hacerlo, se proponía únicamente
engañar a aquellos obreros y destruir su obra. Con todo, él fue derrotado,
porque la luz que emanaba de Pablo y de Silas era la pura luz del santuario y
no resplandecía más que sobre Cristo. No buscaban hacerse un
nombre; y como era a ellos y no a su Maestro a quienes la sirvienta daba testimonio,
lo rehusaron y prefirieron sufrir por amor a su Maestro que ser exaltados a expensas
de Él.
Éste
es un hermoso ejemplo para todos los obreros del Señor. Y si nos trasladamos al
capítulo 3 de los Hechos, encontraremos otro ejemplo muy notable. La luz del
santuario lanzó sus destellos en la curación del cojo, y cuando la atención se
dirigió a los obreros, a pesar de no haberla ellos solicitado, vemos
a Pedro y a Juan retirarse en seguida, con santo celo detrás de su glorioso
Maestro, y atribuir a Él toda la gloria. "Y teniendo asidos a Pedro y a Juan el cojo que
había sido sanado, todo el pueblo, atónito, concurrió a ellos al pórtico que se
llama de Salomón. Viendo esto Pedro, respondió al pueblo: Varones israelitas,
¿por qué os maravilláis de esto? ¿O por qué ponéis los ojos en nosotros, como
si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste? El Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a
su Hijo Jesús." (Hechos 3:11-13).
Aquí tenemos en verdad 'las siete lámparas
alumbrando hacia la parte delantera del candelabro'; o, en otras palabras, el
despliegue séptuplo o perfecto de la luz del Espíritu dando un testimonio
positivo al nombre de Jesús. "¿Por qué ponéis los ojos en nosotros?", preguntan
aquellos fieles portadores de la luz del Espíritu. Aquí, ¡no se necesitan para
nada las despabiladeras! La luz no estaba velada. Aquélla era, sin duda alguna,
la ocasión de que hubiesen podido aprovecharse los apóstoles, si así lo
hubiesen querido para rodear sus nombres de una aureola de gloria. Hubiesen
podido elevarse a la cumbre de la fama, y atraer sobre ellos el respeto, la
veneración y aún la misma adoración de millares de personas. Pero si hubiesen
hecho tal cosa, hubiesen defraudado a su Maestro, falsificado el testimonio,
contristado el Espíritu Santo y atraído sobre sí mismos el justo juicio de
Aquel que no dará su gloria a otro.
Pensemos
en todo esto; pensemos en ello seriamente y habitualmente a fin de abstenernos
de cuanto se aproxima a la glorificación del hombre; del yo, de
nuestras acciones, de nuestras palabras, de nuestros pensamientos. Busquemos
con más ardor la senda apacible, umbría y discreta, en la que el espíritu del
dulce y humilde Jesús nos conducirá siempre para la marcha y el servicio. En
una palabra: que podamos habitar en Cristo y recibir de Él de día en día y a
cada instante el aceite puro, de tal manera que nuestra luz brille, sin darnos
cuenta, en alabanza de Aquel en el cual tenemos todo, y fuera del
cual no podemos hacer absolutamente nada.
* Muchas veces necesitamos ser
reprendidos; pero la carne no puede reprender ni corregir la carne. Tampoco se
someterá a la carne de otro. Pero si andamos en realidad bajo el poder del
Espíritu, tendremos la autoridad de Dios, según nuestra medida, y Satanás
deberá ceder al Espíritu.
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