«El insulto cruel.... el oprobio sangriento
del cual te colmó el mundo»
Los versículos
16 a 21 nos hacen discernir la delicadeza inigualable del Señor y los
sufrimientos que padeció a este respecto. Exteriormente, él era un hombre como
los otros, pero, entre otras diferencias, tenía en sí mismo una nobleza y una
distinción moral infinitas. Ellas se ven aquí pisoteadas por los hombres, esos
perros desencadenados contra él. ¡Qué ceguera la de ellos, la nuestra, para
osar tan sólo poner las manos sobre el cuerpo del Señor! Él se ofreció a esta
humillación sin protegerse tampoco de ella.
Si ellos mismos
hubiesen guardado al menos la menor delicadeza, no se habrían atrevido a
mirarle en la cruz. Hay cosas que no se miran. Un mínimo de consideración
reclama que, con un sentimiento de turbación, se aparte la mirada de alguien
que sufre. Por el contrario, ellos están ahí, cínicos, sin ninguna
consideración. Le miran, le tocan, reparten sus vestiduras sin el menor
miramiento. Está dicho repetidas veces: me han rodeado, me han cercado, para
subrayar marcadamente la violencia y la maldad de esos hombres impuros. Todos
ellos están coaligados contra el santo y el justo. Están todos unánimes en su
ensañamiento contra el crucificado.
Estas
expresiones de la Palabra son extremadamente elocuentes; evocan la hosquedad,
la crueldad salvaje de los perros, la cobardía tan manifiesta hacia aquel que estaba
indefenso. Tal era el corazón del hombre que desbordaba de odio contra su Creador
venido hacia él, y venido para hacerle el bien: una verdadera jauría ladrando
contra él, el perfecto, la expresión misma de la dulzura y la bondad. Son
conocidas las reacciones feroces de una multitud en la que los instintos más
bajos se revelan y se dan rienda suelta porque se escudan en el anonimato.
Estos
versículos nos muestran de qué manera fue herido el corazón del Señor. Esta
muchedumbre hostil a la que una curiosidad malsana atraía al espectáculo de la
crucifixión y que debió de ser especialmente numerosa durante esos días de la Pascua,
era la misma a la que, con solicitud y compasión, él había enseñado, sanado,
alimentado en el desierto, la misma que había querido hacerle rey y que le
había aclamado unos días antes, cuando entraba en su ciudad real de Jerusalén.
¡Cuán sentida debió de serle esta ingratitud! Es comprensible que su corazón se
sintiera fundido como la cera ante tal odio del hombre en su contra. Las
expresiones empleadas aquí son extraordinarias: "mi corazón... se derrite
en medio de mis entrañas"; "como aguas he sido derramado---. Hubo violencia,
hubo odio, ingratitud y burla; todo fue dirigido contra él. Todo lo que el
corazón del hombre tiene de maldad se manifestó por completo en la cruz.
Sobre la base
de sentimientos naturales se pueden apreciar algunas diferencias entre los
hombres en cuanto a su manera de obrar. Algunos, ante la vergüenza de otro,
harán algo para ocultarla en la medida de sus posibilidades. Pero aquí, todos
indistintamente son ignominiosos, y no cabría más, después de esta escena,
fiarse en absoluto de la delicadeza moral del corazón humano ni de la
percepción del decoro que el hombre habría debido de tener para con Dios y para
con el "Hombre perfecto". Cuando el "Hombre perfecto" se
ofrecía, el hombre, sin reconocerlo, se aprovechó de ello de una manera total
para revelarse enseguida tal como es. No pudo ser más hipócrita.
La completa
ruina del hombre queda así definitivamente demostrada, al igual que la
imposibilidad de un contacto con Dios. Sólo hay un contacto posible entre el
hombre en su estado natural y Dios: es el juicio, si a eso puede llamársele un
contacto. No lo decimos para rebajar al hombre, pero, si los sufrimientos del
Señor y su gloria moral son un lado de la verdad, hay otro que es inseparable
de ella, a saber, el triste estado del hombre. Para estar convencido de ello,
Dios no necesitaba someter a prueba al hombre presentándole a su Hijo, pues
conocía ese estado desde la caída del hombre. Pero nosotros sí teníamos
necesidad de ello para poder ver así nuestro retrato. ¡Cómo deberíamos ser a
este respecto ante los hombres que alientan un muy elevado concepto de sí mismos!
¡Cómo deberíamos distinguirnos de ellos y no tener temor de decir oportunamente
lo que es el hombre a los ojos de Dios! Que no se hable, pues, de tacto o de
delicadeza natural; en ese terreno, el hombre está catalogado. En sus
relaciones entre ellos, eso puede tener su valor, pero Dios demostró -Cristo
demostró lo que puede hacer el hombre desde el punto de vista de la delicadeza
moral: regocijarse con malicia de la vergüenza de Jesús. Y lo que el Señor dice
aquí -pues es siempre él quien habla- demuestra cuán sensible es al respecto:
"ellos me miran, me consideran". Él lo experimentaba mucho más que
nosotros porque él era perfecto; el pecado no había embotado su sensibilidad,
una sensibilidad divina.
"Cuento
todos mis huesos..." ¿no es ésta la declaración de su vergüenza física desplegada
ante todas las miradas? Todos sus huesos eran visibles. La labor, la fatiga,
los sufrimientos habían sido la parte del Señor, y su cuerpo daba testimonio de
ello. Y es, además, una expresión de fe, ya que, según la Escritura, ninguno de
sus huesos debía ser quebrado (Salmo 34:20). Parece que los huesos son el
símbolo de la voluntad del hombre. Un hombre puede resistir porque tiene huesos,
y se encuentra en varios pasajes de la Escritura, figurada o realmente, que
Dios está obligado a quebrar los huesos para poder bendecir: "¡Así me
romperá todos los huesos!" dice Ezequías (lsaías 38:13). Pero en el Señor
no había nada que quebrantar, y ello debido a la ausencia de propia voluntad, o
más bien debido a la voluntad profunda que consistía en hacer la del Padre,
incluso hasta la muerte.
Se comprende
que jamás existió a un hombre que, teniendo el poder de sustraerse a tales
miradas, no lo haya utilizado. Nadie que tenga ese poder soportaría el dolor de
semejante humillación de parte de los hombres ¡y de qué hombres! Sí, nosotros,
que somos tan propensos a rodearnos de honores, a adornarnos y engalanamos,
leamos lo que está dicho allí: 61 ¡Partieron entre sí mis vestidos...!"; y
sabemos lo que a este respecto relata el Evangelio. El Señor habla como aquel
que, consciente de todo, lo acepta porque ello era preciso. Él puede decir en
otra parte: "Tú sabes mi afrenta, y mi confusión, y mi vituperio; delante
de ti están todos mis enemigos. La afrenta me ha quebrantado el corazón...!"
(Salmo 69:19-20).
En general, en
nuestro culto, en nuestras meditaciones y en nuestros sentimientos hay lugar
para el recuerdo de ello. Por cierto que eso no es la expiación, pero sin esta
perfección previa -por así decirlo- ante sus ultrajes, la expiación no hubiera
sido posible. Si hubiera habido el menor pensamiento de enojo en su corazón
frente a tantas cosas horrorosas que están en todos nuestros corazones, no
habría podido ser la santa víctima. ¿Por qué Cristo ` que vino aquí abajo esencialmente
para cumplir la obra de la expiación, debió conocer igualmente las tres primeras
horas de la cruz, durante las cuales no tenía todavía nada que ver con la
cólera de Dios? ¿Por qué, ya que la redención debía ser lograda por medio de su
muerte, tenemos en la Palabra el relato de su vida de hombre de dolores y en
particular de esos últimos momentos en los cuales el odio de los hombres se
vertía contra él sin medida? ¿Eso no habría podido serle ahorrado? No; entre
otros motivos, era necesario que Jesús fuera manifestado como un sacrificio
perfecto, y todas las pruebas por las que atravesó antes de las terribles horas
de la cólera tuvieron ese maravilloso resultado. En el crisol del sufrimiento
se manifestó un oro perfectamente puro. Todo se conjugó, de un lado, para hacer
resaltar su perfección, y de otra parte para procurar impedirle que fuera
perfecto. Es una escena inaudita, delante de la cual nuestras almas permanecen
confundidas.
En estos dos
párrafos (v. 12 a 15 y v. 16 a 20) en cierto modo se ve la manifestación de los
dos caracteres del pecado: la violencia, por una parte, y por la otra la corrupción
y sus efectos: la villanía, la bajeza. Cuántas veces, hombres que aparentemente
tendrían vergüenza de dar un golpe a su prójimo se muestran moralmente bajos en
su manera de hacer y de hablar. Todos debemos tener cuidado de esta perfidia de
la naturaleza humana. La bajeza moral del hombre se encuentra en todas partes y
nada la cambia. Hay cosas que la disimulan más o menos; se la verá quizá más
fácilmente en ciertos medios calificados como realmente bajos, pero se la
descubre igualmente en todos los medios. La educación, incluso la cristiana, no
le hace nada. La frena, pero no la destruye. Sólo la naturaleza divina, dada al
hombre cuando se convierte, está en condiciones de tener los caracteres de esta
naturaleza. Sin el nuevo nacimiento no hay nada bueno en un hombre. Incluso
después de la conversión, si la carne no es tenida por muerta, tarde o temprano
ella se manifestará.
Un horrible
sentimiento se pone aquí en evidencia, a saber, el odio respecto de todo lo que
nos supera moralmente. Caín fue un homicida porque las obras de su hermano eran
justas y las suyas eran malas (1 Juan 3:12). Tal sentimiento lo encontramos en
esos "perros" y "toros", y lo encontramos también en
nuestros corazones ¿no es verdad? Es una suerte de venganza hacia aquellos cuya
perfección nos juzga. Y es exactamente lo que el mundo hace sentir al creyente
en la medida en que éste sea fiel: el mismo odio contra todo lo santo, contra
todo lo que manifieste el buen olor de Cristo. "Todos los que quieran
vivir piadosamente en Cristo, padecerán persecución" (2 Timoteo 3:12).
En ninguna otra
parte se nos da, como en esta escena de la cruz, la prueba de que no existe
ninguna comunión entre la luz y las tinieblas. Como nada se podía reprochar a
Jesús -al contrario-, entonces se vengaron de él. Pues bien; ¡el Señor ha
permitido que sus testigos, a través de los siglos, soporten algo semejante e
incluso que mueran en el oprobio! "En fatiga y arduo trabajo" -dice
el apóstol- en frío y desnudez" (2 Corintios 11: 27). Éstas son palabras a
las que no pesamos lo suficiente. Hay mártires a los cuales el Señor ha
permitido que sean hechos espectáculo en una profunda humillación y que mueran
honrándole sin tener malos pensamientos hacia sus verdugos. Así lo fue Esteban.
Vemos en él un hombre que muere ignominiosamente, lapidado, ensangrentado,
quebrantado, arrojado en tierra. Pero esta muerte es un verdadero triunfo;
Esteban se parece a Jesús.
Cuando Adán y
Eva cayeron no pudieron soportar su estado y se cubrieron con hojas de higuera.
Moralmente nosotros hacemos igual, lo sabemos bien. Pero Cristo, aquí en la cruz, en contraste total con el primer hombre,
cuando es despojado de todos sus vestidos soporta en todo sentido y ante todas
las miradas la consecuencia de la falta de aquéllos. Este rebajamiento de Jesús
-que nos hace falta saber leer entre líneas-, esta humillación pública, esta
ausencia de todo lo que pudiera ocultarla es motivo de adoración para el
creyente, ya que, a través de esta ignominia aceptada, la fe discierne toda la
belleza moral que era el secreto de la fuerza desplegada para ocupar semejante
lugar.
¡Qué cambio
obra esto en nosotros respecto a todo aquello con lo cual tenemos, todos los
días, un contacto inevitable, y acerca de todo lo que podemos hallar en
nosotros mismos! ¡Cómo nos hace comprender también que no podemos buscar un
jefe o un modelo fuera de Él!
¡He aquí nuestro jefe, nuestro Señor, nuestro
Dios! Está en una cruz, despojado, humillado, afligido, rechazado por todos,
hecho objeto de odio, de desprecio, de burla y de repulsión. ¿Estamos orgullosos
de ello? ¿Nos gloriamos de pertenecer a tal amo y de adorar, ante el mundo, a
un hombre crucificado? ¿Buscamos en ese mismo mundo otro lugar que no sea el
suyo?
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