El evangelio de
Mateo nos presenta a Jesús en su gloria de Rey-Mesías para su pueblo Israel. Su
muerte nos es presentada envuelta de milagros: el velo del templo se rasga en
dos, de arriba abajo, como por la mano de Dios; la tierra tiembla, las rocas se
parten, los sepulcros se abren; muchos cuerpos de santos resucitan y aparecerán
en Jerusalén después de la resurrección del Señor. En tal relato no vemos a
Jesús cuando deja este mundo. El evangelio termina con la seguridad que él da a
los suyos: "Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo" (28: 20).
El evangelio del
perfecto Siervo nos es dado por Marcos. No hay genealogía ni detalle sobre el
nacimiento del que se despojó a sí mismo de su condición de Dios y se hizo semejante
a los hombres. ¿Para qué indagar los orígenes del que quiso hacerse el siervo
de los hombres? Sólo nos es descrita su extensa actividad y, al final de una
vida tan perfectamente plena, su muerte infamante en el maldito madero de la
cruz. ¿Se acabó todo lo que le concierne? En absoluto. El valor de su abnegación
hasta la muerte era de un precio inestimable para Dios. Por eso nos es dicho:
"El Señor... fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de
Dios" (16: 19).
Lucas relata a
nuestro Salvador como el Hijo del Hombre. Para Cristo es un nuevo título. No
siempre lo fue; vino a serlo.
Su camino en la
tierra es del hombre perfecto en medio de una humanidad culpable. Cumple
fielmente su misión, paso a paso, yendo por las ciudades y las aldeas. El es el
Hijo del Hombre que no tiene dónde recostar su cabeza (9: 58). Es el hombre
misericordioso y compasivo para con todos los dolores, hasta el mismo momento
de su suplicio (23: 28, 34 y 43).
Después de una
vida sin tacha, habiendo cumplido perfectamente todo lo que debía ser hecho,
entrega su espíritu en las manos de su Padre. En el último capítulo, él
aparece resucitado a dos de sus discípulos entristecidos por las cosas que
acababan de ocurrir. De camino, hace arder sus corazones al conversar con
ellos. Cuando se lo piden, entra con ellos por un rato y se da a conocer al
partir el pan. Luego aparece en medio de sus discípulos reunidos y les abre la
inteligencia para comprender las Escrituras.
Su partida es
marcada por la gracia que brilló en toda su vida: alzando las manos, Jesús
bendice a los suyos y es llevado arriba, al cielo. Sus manos permanecen
abiertas para bendecirles.
Juan, "el
discípulo a quien amaba Jesús" (21: 20), recibió en suerte la noble misión
de presentar a su Maestro como Hijo de Dios.
Jesús es
introducido como el Verbo que desde la eternidad estaba cerca de Dios y era Dios
mismo. El Verbo fue hecho carne, y habitó en medio de los hombres (1: 14). Los
que le han recibido tienen el privilegio de contemplar a ese hombre divino,
perfectamente Dios y perfectamente hombre. Es el Hijo unigénito y el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo.
Cansado del
camino, revela su gracia a una pobre mujer perdida. También es el alimento
espiritual del creyente, pues tiene "palabras de vida eterna" (6:
68).
Si seguimos con
la lectura de este evangelio, hallamos a aquel que refresca las almas
sedientas, escudriña los corazones y las conciencias y pone su vida por sus
ovejas, es decir, por los que creen en él. En el capítulo 11, él muestra la
gloria de Dios al resucitar a Lázaro.
En el capítulo
13 lava los pies de los suyos y, de esta manera, les enseña cómo se preocupa de
que sea mantenida la comunión entre los discípulos y el Maestro. Más adelante
anuncia el don del Espíritu Santo y encomienda los suyos a su Padre en conmovedores
términos. Finalmente, se presenta como la Santa Víctima. Luego por su
resurrección y su ascensión, su Dios llega a ser nuestro Dios, y su Padre
nuestro Padre.
La Buena Semilla, Creced, 1989
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