sábado, 1 de noviembre de 2014

Pensamiento

¡Ay, hombre terco! ¡Cuántas veces has tropezado  con la misma piedra cayendo estrepitosamente!  Cada vez que pecas  voluntariamente, deshonras a tu Señor. No sabes que  cada vez que lo haces cubres aquella lámpara que debe alumbrar el camino a los pecadores perdidos y le  das pie a que el enemigo le enrostre a tu Señor tu conducta pecadora. ¿Cómo es posible, tú que fuiste rescatado quieras volver a hacer lo que hacías cuando eras esclavo?

¡Arrepiéntete y vuelve! Ve a los pies del Señor y confiesa tu falta. Él abogará por ti.

RELACIONES LABORALES

Las relaciones empresario-empleado y viceversa deberían estar marcadas por la lealtad y el ajuste a las leyes y estatutos. Pero para un cristiano y para la iglesia existe una ley superior, esta es moral y no debe traspasarse.
El empleado cristiano tiene como patrones determinantes la lealtad y obediencia hacia quien le ha confiado un lugar en su casa o negocio (Efesios 6:5-8). El empresario, en cambio, tiene una mayor responsabilidad pues el jefe de la casa debe velar por los suyos (Efesios 6:9; Zacarías 11:4-5)
Oímos, desgraciadamente, de casos en los que el empresario cristiano roba con total impunidad al empleado, presionando y engañando para que firme una liquidación menor de la que le corresponde; y todo ello con la aprobación de los gobernantes mundanos, que no permiten revocar la firma al pobre trabajador. Claro, el empresario aduce que no hay nada ilegal, puesto que el empleado ha firmado. Pero ha cometido engaño y estafa aunque no se le pueda perseguir judicialmente.
Conocemos el caso de una empresa (la llamaremos Sr. Abusón) que engañó y estafó a un empleado (lo llamaremos el pequeño David). Este se sintió muy mal porque Sr. Abusón es cristiano y muy conocido entre su grupo de comunión en toda Europa. El pequeño David contactó con el hermano responsable de la empresa (lo llamaremos Rodolfo) y le puso al corriente de la estafa; ¡Cuál no fue su sorpresa al comprobar que la respuesta de Rodolfo era que ya lo sabían y que no se podía hacer nada! advirtiéndole que todo estaba dentro de la legalidad (al haber firmado, aunque sea por coacción u engaño, tiene carácter vinculante).
Lejos de recibir comprensión lo que recibió fue reprensión por atreverse a decir que se sentía engañado y humillado. Según Rodolfo debía retractarse y pedir disculpas por haber dicho que se le había mentido; y todo ello bajo el apremio de que era un mal creyente al pensar así. (¡Qué bien conocemos esa argucia del creyente que transforma una queja legítima en un agravio hacia su persona haciendo que al agraviado parezca el ofensor!).
Por nuestra parte no podemos dejar de contemplar con tristeza que existen creyentes a quienes el dios mamón ha alejado del Señor. Pero, además de la tristeza, también sentimos indignación por que se pisotea al débil (por su condición de débil) y se usa el nombre de Dios para intentar intimidar al agraviado. Por lo primero se debería llamar al orden y arrepentimiento y, si es necesario, una acción disciplinaria. Pero en lo segundo vemos un menosprecio por las cosas divinas.
Una vez finalizados los intentos por que sea resarcido el pequeño David, y sin amparo ya que el pequeño David no pertenece a ese grupo de comunión, no podemos dejar de decir que Sr. Abusón es un sinvergüenza que no merece el cobijo de ninguna reunión o grupo.
No podemos admitir, entre cristianos, que el fuerte pisotee al débil, pero menos aún que se quiera llamar a la injusticia justicia y a la verdad mentira (Isaías 5:20).
Si permitimos que estos personajes permanezcan en nuestra comunión, estaremos teniendo comunión con aquellos de los que habla el apóstol Pablo (1 Corintios 5:11).
Se hace tristemente imprescindible aplicar disciplina para que el hijo de Dios se avergüence, así como el rey David.
Y aunque hay quien piensa que no sólo debería de ausentarse de la comunión sino también de ocupar un asiento, no debemos dar lugar a la jactancia.

Tenemos que confesar que todo hombre tiene esas tendencias en su corazón y caemos porque somos débiles, presuntuosos y jactanciosos; y somos capaces de causar mucho dolor a los demás, y peor aún: de que ello no nos importe en absoluto.

Estamos En Cristo

La Palabra de Dios testifica que los hijos de Dios poseen el perdón de sus pecados, pero que “el pecado” está todavía en ellos. La expresión “el pecado” significa la naturaleza caída, corrompida, según lo prueban muchos pasajes de la Escritura. Se llama también “la carne” o “el pecado en la carne”, como lo leemos en Gálatas 5:17 y Romanos 8:3-9.
Pero ¡qué felicidad saber por esta misma Palabra que “nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él (Cristo)”! (Romanos 6:6). Además, “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). Por la crucifixión de Cristo, el juicio de Dios pasó sobre la pecaminosa naturaleza del creyente, la muerte pasó en juicio sobre él.        Dios lo ha separado judicialmente de su estado caído de hijo de Adán. “Habéis muerto”, dice el apóstol Pablo a los creyentes de Colosas (Colosenses 3:3). Naturalmente, esto no quiere decir que hayan estado muertos físicamente, sino que su posición “en la carne” había hallado su fin en la muerte de Cristo.
Por eso, la Escritura dice expresamente a los creyentes: “Mas vosotros no vivís según la carne” (Romanos 8:9). Ésta era su condición anterior, al igual que todos los hijos de Adán, y es por ello que el apóstol dice a todos los elegidos: “Mientras estábamos en la carne” (7:5). De modo que, así como por la muerte de Cristo Dios libró a los creyentes de su posición caída, así también los vivificó en su Hijo, dándoles en él, el resucitado, una nueva posición (Romanos 6:5-11; Colosenses 2:13; 3:1).
Dios ve ahora a los creyentes en Cristo. El apóstol nos lo enseña al decir: “Por él estáis vosotros en Cristo Jesús”, es decir, por Dios, por sus consejos y su obra en Cristo Jesús (1 Corintios 1:30). Además: “Si alguno está en Cristo, es una nueva creación” (2 Corintios 5:17, V.M.). “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1).
De modo que, aunque “la carne” mora todavía en nosotros, no estamos en la carne, sino en Cristo. Entonces somos exhortados así: “Hijitos míos, estas cosas os escribo, para que no pequéis”. Esta amonestación es necesaria y conforme al pensamiento de Dios, porque “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 2:1; 1:5). Pero, bendito sea Dios, verdad es también que nosotros estamos en Cristo, y el Espíritu de Dios nos recuerda por el apóstol: “Vosotros estáis completos en él” (Cristo) (Colosenses 2:10). Y aún más: “Como él es (Cristo), así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17).
El apóstol dice en Romanos 5:8 que éramos pecadores. Pero Dios ya no nos considera como tales; llama a los suyos: “Hijos amados” (Efesios 5:1), aunque la carne está todavía en ellos y necesitan ser guardados, exhortados, y mantenerse vigilantes durante su permanencia en este mundo. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15); “hermanos santos, participantes del llamamiento celestial” (Hebreos 3:1); “casa espiritual y sacerdocio santo”; “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:5 y 9).
El Espíritu Santo mora en todos los creyentes (2 Timoteo 1:14), quienes, por haber creído en el Hijo de Dios, han venido a ser hijos de Dios (Gálatas 3:26; 4:6). Por la Palabra, el Espíritu nos hace notar la maravillosa posición que tenemos en el Hijo y nos capacita para disfrutar de ella. El Espíritu Santo en nosotros es el sello y el testimonio de que somos hijos, “y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”. Por el mismo Espíritu clamamos: “¡Abba, Padre!” (Romanos 8:17 y 15). Por el Espíritu Santo vinimos a ser también “verdaderos adoradores” a quienes Dios, el Padre, busca (Juan 4:23).
El Espíritu Santo está profundamente contristado (Efesios 4:30) por el hecho de que muchos creyentes verdaderos no reciben el testimonio de Dios y de su Palabra tan explícita en cuanto a su maravillosa posición en Cristo. Hasta llegan a la conclusión de que es una prueba de humildad decir diariamente que son pobres pecadores.
A ellos, el verdadero significado de los pasajes de la Escritura que testifican que somos trasladados, por la fe en el Señor Jesús, a una posición nueva y eterna para con Dios, les es desconocido o velado. Solamente les recuerdo unas palabras del Señor: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). Compárese este pasaje con lo que el apóstol dice en Colosenses 1:12-13.
A nosotros, que por aspersión de sangre tenemos los corazones purificados de mala conciencia y lavados con agua limpia, a nosotros, que somos reconciliados por la sangre de Cristo, renovados interiormente mediante el lavamiento de agua por la Palabra de Dios, nacidos de nuevo, Dios nos exhorta a que no permanezcamos por más tiempo fuera del Lugar Santísimo, sino que penetremos en él con plena certidumbre de fe en la sangre de Jesús, ya que ha sido roto el velo (Hebreos 10:19-20). Para nosotros, el Lugar Santísimo es la comunión con Dios y su presencia radiosa y real.
De ahí resulta que, cuando esos creyentes pecan por falta de vigilancia, creen que deben recurrir por segunda vez a la eficacia de la sangre de Cristo. La aplicación y la aspersión de la sangre fueron hechas una vez para siempre. Aquel que creyó en el testimonio de Dios respecto a la eficacia y el poder de la sangre de Cristo y fue justificado por ella, no está más delante de Dios cual un pecador delante de su juez, sino como un hijo delante de su Padre. Esta posición permanece, es eterna.
Todos tenemos tendencia a dejarnos dirigir por nuestros sentimientos y a juzgar, según ellos, nuestra posición frente a Dios. Nuestros sentimientos no proporcionan la medida; en cambio, nos es válido lo que Dios hizo por nosotros y lo que dice de nosotros en su Palabra. La sola expresión “está escrito” tiene más precio que diez mil sentimientos; éstos nos engañan, ora de una manera, ora de otra, pero Dios nos muestra, por medio de varios tipos y expresiones claras, que, cuando el creyente falta o peca, ya no debe buscar refugio en la sangre de Cristo o convertirse de nuevo.
En el capítulo 8 del Levítico se nos narra cómo los sacerdotes, en el día de su consagración, eran enteramente lavados, y luego Moisés hacía aspersión sobre ellos con la sangre y el aceite de la unción. Sucedía esto una sola vez en sus vidas; pero cada día debían lavar sus pies y sus manos en la fuente de bronce (Éxodo 40:30-32), por la cual tenían que pasar cada vez que entraban en el Lugar Santo. No podían acercarse de otra manera. Esto es muy instructivo para nosotros, puesto que todos aquellos que creen de corazón en el Señor Jesús son sacerdotes para Dios (1 Pedro 2:5; Apocalipsis 1:5-6).
El lavamiento con agua es una imagen del nuevo nacimiento por la Palabra de Dios. El agua es una muy conocida figura de la Escritura, la que, por el poder del Espíritu Santo, purifica el alma, renovándola por la comunicación de la vida de Dios. (Compárese Juan 3:5; 4:10; 15:3; Efesios 5:26; Tito 3:5; Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23; Isaías 55:10-11).
La sangre, con la cual se hacía aspersión sobre el sacerdote, habla de la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, la que nos purifica y nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7; Apocalipsis 1:5). El aceite es otro símbolo sumamente conocido: representa al Espíritu Santo, con el cual cada alma es ungida y sellada al haber sido purificada por la sangre de Cristo (2 Corintios 1:21-22).
Vemos entonces tres hechos: el nuevo nacimiento por la Palabra de Dios, la reconciliación por la sangre de Cristo y el sello por el Espíritu Santo. Estos hechos se efectúan una vez para siempre y no vuelven a repetirse. Ello no quiere decir que el creyente no pueda experimentar cada día mejor su significado, fuerza y bendición, cuando él se encuentra en el camino de la fidelidad. Pero, como lo he dicho, no hay más que un nuevo nacimiento y sólo una vez somos purificados y reconciliados por la sangre de Cristo; esto permanece eternamente.
El lavamiento de los pies del sumo sacerdote representa la purificación de toda inmundicia de carne y de espíritu de un alma regenerada. Esta restauración es diaria y no se verifica por la sangre, sino por la intercesión del Señor Jesús, quien es nuestro abogado para con el Padre, y por el agua, a saber, por la Palabra de Dios, porque en este caso no se trata de la justificación de un pecador perdido, sino de restaurar a un escogido en el gozo de la comunión con Dios.
En el capítulo 19 de los Números tenemos una hermosa ilustración de esta restauración y de este retorno a Dios. En este pasaje se nos habla del sacrificio de la vaca alazana, el cual no figura en el libro del Levítico en el cual todos los demás sacrificios son detallados. El libro de los Números nos habla de las diferentes experiencias que el redimido realiza en el desierto, y solamente allí encontramos el sacrificio de la vaca alazana. Esto nos demuestra que está íntimamente ligado al andar.
Por cierto que es preciso ahondar y meditar todo lo que antecede. ¡Que el Señor les guarde!

“¿Por qué hay dudas y temor...?

“¿Por qué hay dudas y temor,
Si Dios, mi Padre en Su amor
A Su Hijo entregó?
No puede el justo Juez a mí
las culpas imputar que así
En Cristo él cargó.
Cristo el pecado expió,
La deuda entera canceló,
De los que creen en Él;
La ira no me alcanzará,
En el Amado acepto ya,
Y limpio por Su cruz.

Pues Él mi libertad compró,
Y en el Calvario padeció
La ira de su Dios.
Dos veces no demanda Dios
El pago antes a Jesús
Y ahora el que en Él cree.
Mira alma mía al Salvador
Los méritos de tu Señor
Dan paz y libertad:
Cree en Su sangre eficaz,
La perdición no temas más,
Pues Él por ti murió”.
-J. Foster

Meditación

“Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).


Es excelente que un creyente renuncie a las grandes cosas de la vida por causa del Señor. Tenemos, por ejemplo, a un hombre cuyos talentos le han traído fama y riqueza y sin embargo, por obediencia al llamamiento divino, las pone a los pies del Salvador. O una mujer cuya voz le ha abierto las puertas de las grandes salas de concierto del mundo, pero ahora siente que debe vivir para otro mundo, así que rinde su carrera artística para seguir a Cristo. Después de todo, ¿qué es la reputación, la fortuna o las distinciones en el mundo cuando se comparan con la ganancia incomparable de ganar a Cristo?
Ian MacPherson pregunta: “¿Existe escena más profundamente conmovedora que la de un hombre colmado de dones, poniéndolos humildemente en adoración a los pies del Redentor? Después de todo, ese es el lugar donde se supone que deben estar. En las palabras de un viejo y sabio teólogo galés: “el hebreo, el griego y el latín están muy bien en su lugar; pero su lugar no es donde Pilato los puso, sobre la cabeza de Jesús, sino más bien a Sus pies”.
El apóstol Pablo renunció a la riqueza, la cultura y la posición eclesiástica y las estimó como pérdida por Cristo. Jowett comenta que “cuando el apóstol Pablo consideraba sus posesiones y aristocracia como grandes ganancias, no había visto aún al Señor; pero cuando “la gloria del Señor” resplandeció ante sus ojos asombrados, todo lo demás se desvaneció en sombras y aun se eclipsó. No era tan sólo que las ganancias anteriores se abarataron con la refulgencia del Señor y las pudo ver como deleznables en sus manos; sino que dejó de pensar en ellas por completo. Se esfumaron enteramente de la mente donde en otro tiempo habían sido apreciadas como depósitos supremos y sagrados”.
Es extraño, entonces, que cuando un hombre abandona todo para seguir a Cristo, algunos piensen que se ha vuelto loco. Algunos se escandalizan y quedan atónitos. Algunos lloran y ofrecen otras rutas alternativas. Otros argumentan sobre la base de la lógica y el sentido común. Unos pocos lo aprueban y se conmueven hasta lo más profundo. Pero cuando una persona camina por la fe, es capaz de valorar adecuadamente las opiniones de los demás.
C. T. Studd abandonó una fortuna privada y excelentes perspectivas en casa para dedicar su vida al servicio misionero. John Nelson Darby dio la espalda a una brillante carrera y llegó a ser un ungido evangelista, maestro y profeta de Dios. Los cinco mártires del Ecuador renunciaron a las comodidades y materialismo de los Estados Unidos para que la tribu Auca conociese a Cristo.
La gente lo llama un gran sacrificio, pero no es sacrificio. Cuando alguien trató de elogiar a Hudson Taylor por los sacrificios que había hecho por Cristo, le dijo: “Hombre, nunca he hecho un sacrificio en mi vida”. Y Darby manifestó en una ocasión: “No es ningún sacrificio dejar de negarse”.
William McDonald

La unidad Espiritual

LOS NOMBRES HUMANOS causan divi­siones; en cambio, los nombres bíbli­cos establecen unión. En Corintio fue­ron halladas las semillas de sectarismo, las que han producido las dife­rentes sectas que vemos hoy día. Pablo habló de hombres que arrastraban dis­cípulos tras sí" (Hch. 20:30). Juan, el Bautista, no fue así. El testificó del Cordero de Dios, y leemos: "Le oye­ron hablar los dos discípulos, y si­guieron a Jesús" (Juan 1:36, 37). Juan también declaró: "Es necesario que El crezca, pero que yo mengue" (Juan 3: 30). ¡Juan tan noble y valiente!
Nuestro deber no es procurar unir o sanar las muchas divisiones, sino de ser "solícitos en guardarla unidad del Espíritu" (Efesios 4:3). Es nuestro deber, como también nuestro privile­gio, estar firmes por las verdades que se enseñaron en los días de los apósto­les, y no reconocer ningún nombre ni cuerpo sino el del Señor, ni ningún credo sino la Palabra de Dios, recono­ciendo la unidad espiritual que todos los verdaderos tienen en el "un cuer­po". Debemos estar listos a recibir cualquier cristiano a la comunión, siempre que la Palabra de Dios no los prive de los privilegios. Esta posi­ción no es sectaria, y es la única que podemos tomar en vista de la confusión religiosa que nos rodea. El Principio Divino es: "Conviértanse ellos a ti, y tú no te conviertas a ellos" (Jeremías 15:19).
Cinco nombres hay en las Escrituras que describen al pueblo de Dios, y son nombres que unen a los cristianos: cristianos, Creyentes, Hermanos, Santos y Discípulos.
Qué gozo sentimos, cuando al en­contrarnos con una persona, nos dice: "¡Yo soy un Cristiano!” Usted contes­ta, "¡Yo también soy!" Cuán dulce es la comunión al conversar con él. El nombre, cristiano, los tiene uni­dos: no hay una sombra de división; son uno en Cristo. Pero si esta per­sona al fin le dice, "Yo soy un anglicano," o menciona algún otro nom­bre, inmediatamente usted nota que un nombre humano ha venido entre us­tedes, y su comunión ahora está limi­tada, si no completamente impedida. Tome los otros cuatro nombres en la misma manera y tendrá los mismos resultados.
Los nombres humanos denotan cla­ramente que hay más cuerpos que el que es formado por Dios y que los credos gobiernan en lugar de la Pala­bra de Dios solamente. Así los hom­bres empañan la unidad que el Señor ha hecho. Qué seamos de los que guar­dan Su Palabra, y no niegan Su nom­bre, siempre reteniendo lo que tene­mos hasta que venga el Señor.
Sendas de  Luz, 1969

Un Enemigo llamado Carne

Algunas palabras tienen varios significados. Por cierto, el vocablo carne los tiene, sobre todo en cuanto ocurre en la Biblia. Según su contexto, esta palabra puede significar:
1.   El cuerpo físico ("nadie jamás aborre­ció a su propia carne" — Efesios 5:29).
2.   La humanidad común ("toda carne es como hierba" — 1 Pedro 1:24).
3.   Las relaciones naturales ("mis parien­tes según la carne" — Romanos 9:3).
4.   La pecaminosa naturaleza humana ("el deseo de la carne es contra el Espíritu" (Gálatas 5:17).
      Generalmente cuando los cristianos hablamos de la carne, pensamos en el último uso —y ¡con buena razón! Es esta carne la que nos mete en líos con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Como el germen del mal en nosotros, la carne se hace a sí misma —en vez de Dios— el centro de nuestro ser. Actúa como traicionera dentro de nuestras vidas; manifiesta el deseo malvado en vez del amor, el egoísmo en vez del servicio, y cualquiera otra cosa en vez de Dios.
Algunos de los versículos que presen­tan a la carne en esta mala forma son los siguientes:
"Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien" (Romanos 7:18).
"La ley... era débil por la carne" (Romanos 8:3).
"Dios... condenó al pecado en la carne" (Romanos 8:3).
"Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios" (Romanos 8:8).
"El deseo de la carne es contra el Espíritu" (Gálatas 5:17).
"Los que son de Cristo han crucificado la carne" (Gálatas 5:24).
"Los deseos de la carne. . . no provienen del Padre" (1 Juan 2:16).
Al examinar estos versículos, pronto aprendemos varias características claves de la carne:
·        No es buena ni se sujeta a Dios de nin­guna manera.
·        Está llena de fuertes y malos deseos.
·        Por naturaleza responde al sistema mundial de Satanás.
·        Recibió su justa sentencia de condena­ción cuando Cristo murió.
·        No tiene ningún derecho sobre los que pertenecen a Dios.

Ninguna alternativa
      Antes de que la persona se convierta, no tiene alternativa en cuanto a la carne. Esta domina sus pensamientos, sus aspira­ciones y sus actividades en oposición a Dios. La Escritura ve a tal persona como "de la carne", "en la carne", o que "anda según los deseos de la carne". Es por esto que la Palabra de Dios afirma absoluta­mente que "los que viven según la carne no pueden agradar a Dios".
      Esta triste condición se aplica sin excepciones a todo ser humano no conver­tido, sin consideración de su posición en la sociedad, su riqueza, su preparación académica, su temperamento ni su com­portamiento. Algunos podrían discutir tal declaración con base en sus experiencias personales. Ellos deben notar que las Escrituras no dicen que nosotros no pode­mos agradarnos a nosotros mismos ni los unos a los otros; ni tampoco que no seamos capaces de hacer cosas agradables y útiles a nivel humano. Sencillamente dice que en la carne no podemos agradar a Dios. Es más, tenemos que reconocer que tal evaluación fue hecha por ese Dios que conoce perfectamente la suma y el todo de las experiencias humanas y todo móvil humano. A la luz de su evaluación comen­zamos a comprender las palabras que Jesús dirigió a un respetable líder religioso llamado Nicodemo:
      "Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíri­tu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo" (Juan 3:6-7).
      Pero, ¿y qué de los que en verdad han nacido de nuevo? ¿Qué de los que han si­do reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo? (véase Colosenses 1:21-22). Tales personas encuentran que tienen nueva vida en Cristo, nuevas metas y nuevos intereses. Habiendo sido acerca­dos a Dios mediante la sangre de Cristo y habiendo recibido el Espíritu de adopción, comienzan a clamar, "Abba, Padre" (véase Romanos 8:15). Como nacidos en la familia de Dios, se abrazan con otros miembros de la familia como con sus her­manos en Cristo (1 Juan 3:14; 5:1). Toda una nueva perspectiva se les va revelando ante sus ojos al reconocer que sus pecados han sido perdonados (Juan 10:27-29), que están eternamente seguros en Cristo. ¿Será posible que estos cristianos estén aún "en la carne"?

Una distinción vital
      En este asunto la Palabra de Dios traza una distinción vital —una que nece­sitamos comprender si hemos de conocer la libertad práctica del poder del pecado en nuestras vidas; es esta: COMO CRIS­TIANOS NO ESTAMOS EN LA CARNE, PERO LA CARNE (AUN) ESTA EN NOSOTROS. Noten con cuidado las pala­bras de las Escrituras que establecen claramente esta distinción:
"Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien" (Romanos 7:18).
"Más vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu" (Romanos 8:9).
      El escritor cristiano, H. A. Ironside, describe vívidamente la lucha del cristiano que empieza a reconocer lo malo en su persona y procura someterlo:
      "Continuamente se halla en contra de los más profundos deseos de su divina­mente implantada naturaleza nueva. Prac­tica las cosas que no quiere hacer. Fracasa en llevar a cabo sus propósitos de bien. Aborrece los pecados que comete. El bien que él ama, no tiene fuerzas para hacerlo. Es como un hombre vivo amarrado a un podrido cadáver pero que no tiene fuerzas para romper las cadenas. No puede hacer que el cadáver se limpie y se le someta de ninguna manera... Así llega al fin de sus recursos humanos".
      Cuando uno llega a tal punto, Dios se deleita en mostrarle la otra cara de la moneda: el que, aunque la carne aún está en nosotros, nosotros no estamos en la carne. ¿Por qué es tan importante esto? Pues, afirma que hemos sido introducidos en una posición completamente nueva delante de Dios. Él nos contempla "en Cristo Jesús" y "en el Espíritu", y ¡es su punto de vista el que vale! Otro escritor, J. T. Mawson, lo expresa así:
      "En la muerte de Cristo vemos a la carne completamente puesta a un lado, pues la muerte es el fin de ella —ha sido juzgada. Aunque no hemos muerto lite­ralmente, en el reconocimiento de Dios hemos pasado fuera del terreno de la carne ... Ya no estamos delante de Dios sobre el terreno de lo que somos, pues sobre tal terreno sólo podríamos ser condenados, sino que estamos delante de él en Cristo, y no hay sino aprobación".
En un comentario sobre Romanos 8, el erudito bíblico William Kelly, nos ayu­da más para comprender el significado de no estar "en la carne":
"Liberación es por la muerte —la muerte de Cristo, con el que nosotros hemos muerto. Pero estamos vivos para Dios en El (Cristo), y el Espíritu mora en nosotros. Podemos decir, entonces, sin presumir, que no estamos en la carne. No se nos contempla como a meros humanos, caracterizados por el estado y responsabi­lidad del primer Adán".

Y, ¿ahora qué?
Hasta aquí, pues, vamos bien. Estamos en Cristo Jesús fuera del alcance de la condenación, ya no más en la carne. Pero la carne aún está en nosotros. ¿Cómo lu­char con ella? En su buen librito sobre Romanos, L. M. Grant responde concisa­mente:
"Es el bendito privilegio del creyente olvidarse de sí mismo y apartarse entera­mente de la carne, y andar según el Espíritu. Así que, su objetivo ya es sola­mente Cristo —ya no más él mismo, ni su propia conducta. Pues el Espíritu de Dios pone a Cristo jesús preeminentemente delante del alma, y todo lo demás, por contraste, es vanidad".
"¿Nos atreveríamos a imponerle al Espíritu de Dios una ley de hacer bien? Semejante cosa sería necedad al extremo, pues sabemos que es imposible que él haga maldad. ¿Será posible, entonces, imponerles una ley a los que tienen el Espíritu de Dios, para demandar de ellos la justicia? Claro que no. Están libres —libres para ser siervos voluntarios de Cristo con todo su corazón. Esto es libertad en verdad, esclavitud eliminada, el alma libre ante la presencia de Dios. Que Dios en su misericordia ¡limitada haga de ésta una viva realidad en innumerables almas".

Tal y como el mono
      Se cuenta la historia de un monito al que le gustaban mucho las manzanas. Un día encontró una muy grande, roja y her­mosa en el suelo al alcance de su jaula. Triunfante la cogió con un grito de delicia y la acercó a la boca. Pero su delicia se tornó en desengaño al hallar que no la podía pasar por entre las varillas de la jaula.
      Observando con sumo interés, su amo acudió a la jaula y dijo: "Suelta la manza­na, y te la pasaré por la puerta arriba de la jaula". El mono ni oyó ni entendió. Agarrado de la manzana —poseyéndola, a la vez que no la poseía— se resistía a todo consejo de su amo.
      ¡Cómo nos parecemos a aquel monito! Agarrados a los pedacitos y a los restos de la vida con toda la energía de nuestra carne, qué fácilmente nos negamos los consejos y tiernos ruegos de nuestro Amo cuando nos dice, en efecto, "Deja tus es­fuerzos por lograr lo imposible. Suelta, y deja que yo te llene de la vida más abun­dante. Las "varillas" de la carne jamás cederán, pero yo puedo llenar tu vida con el fruto del Espíritu tan fácilmente como el hombre podría pasar la manzana al mono. Sólo necesitas reconocer que "ya no vivo yo, sino Cristo vive en mi"' (Gálatas 2:20).
      Concluyo con otra cita, llena de signi­ficado, por J. T. Mawson:
      "Me puedes decir que has tratado de juzgar la carne, y que has fracasado vez tras vez —que la carne es muy fuerte para ti; pero, seguramente te has olvidado que Dios ha enviado a su Espíritu a tu corazón, y que él está para desplazar la carne y hacer lugar a Cristo, y que ahora todo el asunto depende de tu deseo. ¿Es impres­cindible Cristo para ti? ¿Hallaste en El y en su amor tanta riqueza que tu alma cla­ma, "¡Sólo El me satisface!"? Entonces, pues, en dependencia del Espíritu, tu camino en verdad será resplandeciente. Pero no pierdas de vista jamás la muerte de Cristo. Que la cruz de Cristo sea tu gloria, pues aquella cruz es la senda de la victoria.         
Sendas de Vida, 1986, Volumen 4, Nº 1.

LAS DOS NATURALEZAS

¿Es Correcto o Incorrecto?


Lo más importante es el cambio del "YO" del viejo hombre al nuevo hombre. Este cambio no siempre se efectúa prácticamente en el momento de la conversión, pues frecuentemente oímos a creyentes jó­venes decir, "Quiero ir al teatro o al baile, pero no sería correcto aho­ra," o dicen "Yo quisiera tener un vestido como fulana o tanto dinero como zutano." Aquí el "YO" es claramente la vieja naturaleza, pues a la nueva no le interesa el teatro o el baile y tampoco codicia. Con todo, la nueva vida se hace sentir. No es necesariamente que hago cosas ma­las, sino que me veo a mí mismo como la misma persona, pero con una nueva naturaleza dentro de mí.
Ahora miremos a una persona cuya "YO" ha cambiado. "Tengo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor," dijo Pablo. O, tomemos el caso de un joven cristiano que sinceramente puede decir, "Yo prefiero no ir al baile o al teatro, porque no me daría placer." En ambos expresiones el "YO" es la nueva naturaleza, pues la vieja no desea estar con Cristo sino que ama las cosas mundanales.

Soy Una Nueva Criatura
Considerando lo arriba dicho se podrá comprender fácilmente cómo las mil cosas que antes me eran trampas y tentaciones cuando "YO" todavía estaba aliado con la vieja naturaleza, ya no lo son, ahora que "YO" vivo prácticamente en el poder de la nueva naturaleza, ahora que ya no pienso de mí mismo que soy un hombre con una nueva vida, sino que soy una nueva criatura en Cristo Jesús, pero con el pecado todavía habitando en mí.
Debido a su gran importancia, hemos considerado este tema repe­tidas veces. Es maravilloso cuando un joven creyente se da cuenta prácticamente que sus pensamientos, sus sentimientos, sus placeres han cambiado, no por algo que él mismo haya hecho, sino porque él se deleita en ello "según el hombre interior".
La única manera de lograr esta verdadera felicidad cristiana es tra­tar diariamente de agradar a Cristo, procurando siempre vivir en la vida nueva. Debo verme a mí mismo como un cristiano, y nunca permitidme pensar: "Bueno, por supuesto, "YO" lo desearía, pero ahora yo soy un Cristiano." No, si yo SOY Cristiano, quien lo desearía sería el peca­do que habita en mí. Usted debe reconocer que todavía tiene pensa­mientos perversos y pasiones, pero debe considerarlos como entreme­tidos y no como usted mismo.

Voluntarios o Regulares
Indudablemente entre los lectores de estas líneas, habrá cristianos en quienes el pecado es un elemento extraño y habrá otros cuya vieja naturaleza es todavía ellos mismos. Para explicarnos mejor, compare­mos a estos a los soldados voluntarios y a los otros a los soldados regu­lares del ejército. Por fuera ambos llevan el uniforme militar, ambos lle­van armas, ambos han sido entrenados, ambos son soldados; sin embar­go, entre los dos existe una diferencia inmensa.
Si el voluntario es un artesano o un mercader, cuando tiene pues­to su uniforme todavía es un artesano o un mercader. Piensa en su tra­bajo o su negocio y considera que ser un soldado voluntario es algo temporal ya que en verdad él es un civil y no un militar.
No sucede igual con el soldado regular de línea. Puede ser que él también haya sido un artesano o un empleado, pero ya no lo es más. No es simplemente el hecho que lleva un uniforme militar, sino que él mismo es un soldado. Un largo tiempo de vivir apartado en el cuartel, su constante asociación con sus compañeros de armas, los ejercicios dia­rios, han quebrado tan completamente las ligaduras que le ataban, que si regresara al mismo trabajo que hacía anteriormente, se sentiría que no pertenece allí; todos sus gustos, sí, aún él mismo han cambiado.
Ahora pues, Dios nos ha escogido para ser soldados de la cruz, no voluntarios - no para ponernos el Cristianismo como un manto, sino que seamos cristianos y cristianas vivos, y la única manera en que poda­mos expresar de qué espíritu somos es por nuestros cuerpos. De ahí pues que todo el asunto se reduce a esto: ¿A quién doy ahora mis miembros? ¿A la vieja naturaleza, el cuerpo extraño que todavía habita en mí? No. YO amo la verdad; YO amo la santidad; YO amo al Señor, y le serviré con mi lengua, mis manos y mis pies. Si vivimos en el Espí­ritu, caminemos también en el Espíritu.
Pero no se imagine que esto se alcanza en un solo día. La vieja naturaleza que ha sido usted mismo por tantos años, y que ha tenido dominio completo sobre todos sus miembros, no se dejará echar fuera en un momento. Sólo mortificando la vieja naturaleza día a día podrán nuestros miembros olvidar gradualmente la influencia del viejo patrón y acostumbrarse al nuevo. En Efesios capítulo 4 y 5 se pueden ver las viejas y las nuevas ocupaciones para los labios, las manos y los pies.
Qué el Señor nos haga a cada uno de nosotros verdaderos solda­dos de Jesucristo, hombres que han quebrado el poder de la vida vieja de tal modo que podamos volver a nuestros viejos lugares y asociaciones como nuevas criaturas en Cristo Jesús.
Todavía no hemos dicho nada acerca de los canales por los cuales corre la nueva vida. Esto lo haremos en un próximo artículo, pues aho­ra nos falta espacio.
Verdades Bíblicas – Nº 337-338

Diótrefes: El deseo de superioridad y de poder

Yo he escrito a la iglesia; pero Diótrefes, al cual le gusta tener el primer lugar entre ellos, no nos recibe. Por esta causa, si yo fuere, recordaré las obras que hace parloteando con palabras malignas contra nosotros; y no contento con estas cosas, no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se lo prohíbe, y los expulsa de la iglesia. Amado, no imites lo malo” (3 Juan 9-11).



“Seréis como Dios” fue algo que creyeron los padres de la raza humana. Como resultado de ello, la ambición se infundió en el hombre haciendo que se exaltase a sí mismo desde entonces hasta hoy. Muy pronto, este mal alcanzará su máxima expresión en la persona del Anticristo, el cual “se levanta contra todo lo que se llama Dios… haciéndose pasar por Dios” (2 Tesalonicenses 2:4). De ninguna manera son pocas las advertencias de la Palabra de Dios para Diótrefes y sus imitadores. Veamos unos ejemplos del Antiguo Testamento:
Abimelec estuvo tan resuelto a gobernar que ganó a todos sus tíos para que hiciesen campaña a favor de él. Alquiló seguidores, mató a setenta de sus hermanos, y reinó por tres años. Echó fuera a otro aspirante, dio muerte a sus seguidores, luego a la ciudad de estos últimos y prendió fuego a unos mil hombres y mujeres en la fortaleza de Siquem. Finalmente una mujer dejó caer un pedazo de una rueda de molino sobre la cabeza de Abimelec, y le rompió el cráneo (Jueces 9).
            Absalón, tan admirado, mató a su hermano, prendió fuego al campo de Joab, y luego preparó carros y caballos, y cincuenta hombres que corriesen delante de él, y decía Absalón: “¡Quién me pusiera por juez en la tierra!” (2 Samuel 15:4), y luego robaba el corazón de muchos extendiéndoles su mano y besándolos, después de lo cual estableció su trono en Hebrón a despecho del rey David. Absalón erigió también un monumento para sí mismo (2 Samuel 18:18). Terminó su vida colgado (2 Samuel 14, 15 y 18).
            Adonías se enalteció a sí mismo diciendo: “Yo reinaré”. También dijo: “El reino era mío, y todo Israel había puesto en mí su rostro para que yo reinara”, a despecho del rey Salomón. También fue muerto (1 Reyes 1 y 2).

“¿Y tú buscas para ti grandezas? No las busques” (Jeremías 45:5).

 “Ellos… habían disputado entre sí, quién había de ser el mayor” (Marcos 9:34). “Aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas” (Mateo 23:6). “Ve y siéntate en el último lugar” (Lucas 14:10). “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (Lucas 14:11).
 “En cuanto a honra, siendo los primeros en rendirla a los otros” (Romanos 12:10, versión JND).
            “Con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Filipenses 2:3).

“Pequeño en tus propios ojos” (1 Samuel 15:17).
“Ni tampoco como si tuvieseis señorío sobre la herencia (de Dios)” (1 Pedro 5:3, V.M.). ¡Quiera Dios impedir que alentemos de cualquier manera la insubordinación a los ancianos, así como de “unos a otros”, puesto que corremos también siempre peligro de caer en esto!
Pero cuando tan sólo intentemos alcanzar la conciencia de un Diótrefes o tratemos de censurarlo, según toda probabilidad, nos daremos cuenta de que estamos frente a un vigoroso combatiente y a un hábil defensor de sí mismo. Para justificar su camino de férreo poder, él bien puede insistir en el hecho de que todo debe hacerse “decentemente y con orden” (1 Corintios 14:40), y también alegará que “el que preside” (o “conduce”), debe hacerlo “con solicitud” (Romanos 12:8), y que “los ancianos que gobiernan (lit. “presiden, conducen”) bien, sean tenidos por dignos de doble honor” (1 Timoteo 5:17). Pero esta presidencia o conducción, no es otra cosa que el don no oficial que permite que aquellos que lo poseen sean capaces de «refrenar la acción de la propia voluntad mediante la Palabra de Dios y el Espíritu Santo» (JND).
            Otro pasaje importante sobre el tema a que nos referimos se halla en el capítulo 16 de Números, donde Datán y Abiram hicieron mal al oponerse a Moisés y Aarón diciendo: “¡Basta ya de vosotros!... ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación?” (v. 3). Como tipos del Señor, Dios designó debidamente a Moisés y Aarón a su cargo, pero en el tiempo presente, cuando todos somos hoy sacerdotes, no existe ninguna designación especial. La verdad misma se rebela contra aquellos que asumen una posición semejante. Porque de esa manera el clericalismo logró introducirse en la Iglesia. Obispos ávidos de poder se levantaron sobre los demás, aspirando a ser “principales entre los hermanos” (Hechos 15:22), y todo esto se extendió hasta el vasto sistema jerárquico de nuestros días. El sistema desplazó el oficio del Espíritu Santo, y dejó a la Iglesia sumida en una irremediable confusión. ¡Quiera el Señor preservar a aquellos que se congregan al solo nombre del Señor, de toda sutil intrusión de cualquier forma de clericalismo! “porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos.” (Mateo 23:8).
Los creyentes mundanos y carnales incurren en la culpa de ser tan propensos a agruparse alrededor de su líder preferido, de aquel “que ama ser el primero (o tener el primer lugar) entre ellos” (3 Juan 9, JND) a fin de manejarlo todo y a todos.
Cuando existe una tendencia oculta de amarga disputa por la supremacía, como en el caso de Saúl cuando fijó su mirada en David por no poder soportar que hubiese ningún rival, ello no es otra cosa que una abominación. Esta tendencia pone de manifiesto que el creyente ha descuidado el hábito del juicio propio. Cuanto más lejos nos hallemos de todo deseo de prominencia o de toda pretensión a un cargo o título eminente o a cualquier función elevada, tanto mejor será.

·        «Debemos tener temor y huir de toda presunción de poder» (C. H. M.).
·        “Cuando Uzías se hizo fuerte, su corazón se enalteció” (2 Crónicas 26:16).
·        «El progreso del ‘yo’ constituye nuestra mayor pérdida» (W. K.).
·        «Los mejores son aquellos que más conocen su propia insignificancia» (W. K.).

“Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña” (Gálatas 6:3).

“Los que tenían reputación de ser algo (lo que hayan sido en otro tiempo nada me importa)” (Gálatas 2:6).

Se está a mejor resguardo siendo «nadie» que siendo «alguien». Hemos de compadecernos de aquel que se hace cargo de la reunión, dejando sobresalir el yo. 

Como lo expresó un conocido poeta:

¡Guardaos de todo sentimiento elevado de uno mismo!
¡De vuestra propia importancia y excelencia!
Aquel que se estima a sí mismo tan grande,
Y que atribuye tanto valor a su propia importancia,
De modo que todo a su alrededor y todo lo que se hace
Haya de moverse y de actuar a través de él solo,
Habrá de aprender por profunda humillación.

¡Qué insensatez la de engrandecerse a uno mismo! ¿Es Cristo mi objeto? ¿O lo es el «yo»? ¿Deseo exaltar a Cristo para exaltarme a mí mismo? Si Diótrefes rechazó la carta del anciano y único apóstol que quedaba con vida, y habló abusivamente de él, esta segunda carta debió de haber sido para él muy desagradable. Ella recomendaba a Gayo y a Demetrio por no carecer de “la suministración del Espíritu de Jesucristo”. «La verdad no hiere, a menos que deba hacerlo.»
Para terminar quisiera agregar que hay creyentes en quienes el deseo del poder y de querer destacarse no es juzgado, pero que son incapaces de ganar una legítima influencia; sin embargo, toman la delantera en actividades para las cuales no están espiritualmente calificados. Esto puede verse, por ejemplo, en la pretensión al ministerio de la Palabra sin el don requerido. En otro terreno, también puede manifestarse cuando se busca guiar a las almas, o ejercer la supervisión o el cuidado, sin las calificaciones que la Palabra demanda.