sábado, 1 de noviembre de 2014

El “Otro Consolador” (Parte II)

Consecuencias prácticas
¡Nuestro “cuerpo es templo del Espíritu Santo”! ¡Cómo enumerar todas las consecuencias prácticas de esta realidad bendita, innegable pero inexplicable para la mente humana!
Antes de abordar este tema más en detalle, volvamos a la diferencia que hay entre la vida nueva y el Espíritu Santo. Aun cuando seamos participantes de la naturaleza divina, y poseamos la vida de Dios, por ser nacidos de él, esta vida sin embargo no es el Espíritu Santo; porque él es una persona de la Deidad. Por eso leemos: “Para que os dé... el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). El Espíritu es el poder de la vida que hemos recibido.

Andar en el Espíritu (Gálatas 5:16-26)
Aun cuando ya no estamos “en la carne”, sino “en el Espíritu”, la carne está aún en nosotros y se manifiesta por sus malas obras (Gálatas 5:19-21) si no se le opone ningún impedimento eficaz.
Prescripciones legales no nos preservan de aquellas malas obras; ya lo hemos experimentado lo suficiente. Pero la obra de Cristo nos ha traído la liberación. No es sólo la propiciación por nuestros pecados; nuestro viejo hombre también encuentra su fin en la muerte del Señor en la cruz. Es la enseñanza de Romanos 6, Colosenses 3 y de otros pasajes. La carne, con sus pasiones y deseos, está crucificada (Gálatas 5:24).
El Espíritu que mora en nosotros nos ayuda a mantenernos conscientes de esta verdad preciosa, y nos manda a ponerla en práctica por la fe. Él es quien desea mantener nuestros corazones en una relación constante con el Señor glorificado, así como en el gozo de los resultados de su obra y, por consecuencia, en Su gozo.
Se objetará tal vez que ¡no es siempre fácil detectar los impulsos de la carne! No obstante leemos: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gálatas 5:16-17). Cuanto más el deseo de nuestro corazón es andar en el Espíritu, paso por paso, tanto más detectaremos, en su luz, los impulsos de la carne, y tanto más nos alejaremos de ellos enérgicamente “para que no hagamos lo que quisiéremos”, o sea lo que la carne quisiera.
¡Ciertamente “el fruto del Espíritu” es todo lo contrario de las obras de la carne! No dejemos de procurar ardientemente andar en este mundo en el Espíritu, y de poner esto en práctica mientras estemos en este cuerpo, ¡a fin de que nuestra vida esté llena de “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”! (v. 22-23). El Espíritu no nos obliga, necesita corazones bien dispuestos.

La dirección del Espíritu
Disfrutamos aún de otra realidad bendita: el Espíritu de Dios quiere dirigir personalmente al creyente en su vida y su servicio para el Señor, y esto de manera continua. Los redimidos de quienes el cuerpo es el templo de Dios ya no son de ellos mismos (1 Corintios 6:19) sino que le pertenecen al Señor: “Ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí” (Romanos 14:7). De manera que el estado normal para cada uno de nosotros es avanzar en completa dependencia de Dios y de su Espíritu, y Cristo como hombre nos ha dejado un ejemplo perfecto, para que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21). Es un camino en el cual se halla un gozo cumplido (Juan 15:11) pero que es totalmente distinto de nuestro camino antes de nuestra conversión.
Existen pocos pasajes que hablen de la dirección del Espíritu. Pero ¿no es notable que estos versículos —Romanos 8:14 y Gálatas 5:18— estén precisamente en relación con la exhortación a no andar ya más en la carne sino en el Espíritu? Ahí es donde empieza la dirección del Espíritu. Aquel que no le hace caso y sigue andando en la carne se opone constantemente al Espíritu. Cualquiera sea su celo por las buenas obras, así como la piedad de su lenguaje, no anda en el Espíritu.
Aun cuando esta primera condición para ser guiado por el Espíritu fuese cumplida, no será siempre fácil discernir esta dirección. El apóstol Pablo, tan fiel en su andar, constituye un ejemplo patente de esto (Hechos 16:6-12). Pensaba que el camino de Dios lo llevaba a Asia, pero el Espíritu Santo le impidió ir allá; y cuando creía que su campo de actividad siguiente era Bitinia, el Espíritu no le permitió acudir a ese lugar. Por fin —sin duda Pablo había orado todo este tiempo para ser dirigido— un varón macedonio le rogó en una visión, diciendo: “Pasa a Macedonia y ayúdanos”. De eso concluyó que el Señor les había llamado allá, a él y a sus compañeros, para anunciarles el Evangelio. El Espíritu no quiere trasladarnos, a nosotros cristianos, de un campo a otro como unos peones, sino que quiere que estemos dirigidos por la Palabra de Dios (Salmo 32:8). No obstante, para esto hace falta conocer y entender sus pensamientos. Aquel que desea dejarse dirigir por el Espíritu en todas las cosas vivirá experiencias maravillosas.

Servir por el Espíritu de Dios
Durante una fiesta, Jesús alzó la voz, diciendo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Juan 7:37-39).
Esta voz resuena aún hoy en día. Todo aquel que viene a Jesús y lo recibe por la fe, puede disfrutar de las bendiciones fundadas en su muerte y su glorificación que el Espíritu Santo presenta sin cesar delante de los creyentes. Sólo Jesús puede apaciguar las necesidades del corazón del hombre.
El llamamiento del Señor: “Venga a mí y beba” se nos repite incansablemente a nosotros los creyentes. El que cree, ríos de agua viva correrán de su interior. Para eso se necesita el poder del Espíritu que mora en nosotros. Puede alimentar nuestro corazón por el conocimiento de la persona de Cristo, y de esta manera inclinar nuestro espíritu para producir en él el deseo y la necesidad de comunicar a otros las bendiciones recibidas.
Es el secreto y la fuente de todo verdadero servicio para el Señor entre los hombres. Dondequiera que estemos, quienesquiera que seamos, ya sea que hayamos recibido un solo talento o cinco, de nuestro interior pueden correr ríos, dice el Señor.

Lleno del Espíritu Santo
Detengámonos ahora un poco en este asunto. Seguramente todos habremos tratado ya de responder por nuestra cuenta a esta pregunta: Si mi cuerpo es el templo del Espíritu Santo, ¿por qué el poder triunfante del Espíritu de Dios se manifiesta tan poco en mi vida, y por qué esta última está tan escasamente llena del fruto glorioso de este poder: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”? (Gálatas 5:22-23).
Muchos buscan en el inadecuado lugar las causas de esta laguna. Olvidan que el Espíritu Santo mora en nosotros para siempre como persona divina, y piensan que tienen aún que invocar una «efusión» particular de este poder maravilloso, o aspiran al «bautismo del Espíritu Santo» y a cosas semejantes. Piensan que, del lado de Dios, les falta la «plenitud del Espíritu» y parecen no ver de ningún modo que sólo el creyente es responsable de que el Espíritu no pueda manifestarse como quiera.
Lo comprenderemos mejor después de estudiar las experiencias distintas de Israel en Jericó y en Hai (Josué 6 y 7):
El pueblo venía de Gilgal donde había sido circuncidado —una imagen del hecho de “echar... el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo” (Colosenses 2:11) — y se iba hacia Jericó. Nada le impedía a Dios, que moraba en medio de él, desarrollar todo su poder en favor de Israel. Los hombres de guerra no tenían más que seguir las directivas de Dios y rodear la ciudad durante siete días, caminando delante del arca. Los sacerdotes debían tocar las bocinas el séptimo día, todo el pueblo debía gritar a gran voz y esto bastó para que el muro alto y fuerte se derrumbara. Ya sólo les quedó subir a la ciudad y tomarla. Dios mismo, en su omnipotencia, había vencido a Jericó y le había otorgado a Israel una victoria completa.
En Hai, las cosas eran fundamentalmente distintas (Josué 7). Dios no les había dado expresamente la misión de subir. No venían de Gilgal. La victoria sobre Jericó —cumplida por Dios— les había hecho perder el sentido: creían que podrían conquistar la ciudad con un pequeño ejército en un instante. Pero había un anatema entre ellos y esto hacía anatema a todo Israel. La consecuencia fue que ya no pudieron subsistir frente a sus enemigos; porque a Dios le resultaba imposible estar con ellos en la batalla, aun cuando moraba en medio de ellos, como a quien nada le impide “salvar con muchos o con pocos” (1 Samuel 14:6). El ejército de los israelitas fue vergonzosamente vencido por los habitantes de Hai, huyeron y “el corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua”.
La reacción de Josué frente a la derrota fue sorprendente. Hizo la única cosa que se tenía que hacer: “rompió sus vestidos y se postró en tierra sobre su rostro delante del arca” y buscó el rostro de Dios en oración y súplica. Pero su oración parecía más una acusación contra Dios que la confesión de su propia falta: “¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los amorreos, para que nos destruyan?” Cierto, no se le podía reprochar a Josué de no saber nada de la falta de Acán, porque este último había cometido “maldad en Israel” sin que nadie lo supiera, y sólo Dios que ve en lo secreto estaba enterado del asunto. Pero Josué no tenía que dudar de la disposición de Dios para ayudar a su pueblo a tomar posesión del país. Tendría que haber pedido: «Señor, enséñanos en qué hemos faltado y qué ha impedido que tu omnipotencia se desplegara».
Como lo hemos mencionado, estas experiencias de Israel constituyen una respuesta a nuestra pregunta. Cuando Dios, el Espíritu Santo que mora en nosotros, está impedido de actuar con poder y bendición en el creyente, cuando el creyente no está “lleno del Espíritu Santo”, tiene todos los motivos para doblegarse delante de Dios y para pedirle que le enseñe dónde hay una falta en su propia vida. Para Israel, en el ejemplo citado, hubo independencia en cuanto a Dios, y la acción de la carne, manifestándose por el orgullo y “las codicias de otras cosas” (Marcos 4:19). ¿No tenemos aquí también las causas por las cuales el Espíritu Santo está contristado en nosotros? (Efesios 4:30). Entonces no puede obrar con todo su poder, y así no estamos “llenos del Espíritu Santo”.
Así, no es necesario que nuestra vida espiritual reciba estímulos exteriores, ya sea un determinado movimiento organizado o alguna influencia humana. Si “andamos en el Espíritu” y quitamos los obstáculos que le hemos puesto en su camino, desarrollará él mismo su poder en nosotros; nos guiará hacia las buenas obras preparadas de antemano para nosotros (Efesios 2:10) y producirá en nosotros su fruto bendito.
Estar “lleno del Espíritu Santo” no es un estado que quita todo control de nuestra inteligencia espiritual. El Espíritu de Dios no maneja al creyente como un instrumento pasivo, sin que su corazón y su espíritu participen activamente en su obra. Al contrario, el apóstol Pablo escribe a los colosenses: “Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1:9-10). Y ¿cómo llegar a este conocimiento de la voluntad de Dios en toda sabiduría e inteligencia espiritual? Por la Palabra de Dios que ha sido escrita por medio del Espíritu Santo. “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). He aquí el camino en el cual el Espíritu Santo quiere guiar al creyente para llenarlo.
Como hombre en la tierra, Jesucristo nos dio el ejemplo perfecto de esto. Fue concebido por el Espíritu Santo (Mateo 1:20); este Espíritu estaba sobre él y lo guiaba (3:16). Cuando el diablo lo tentó (4:1) e intentó desviarlo de su camino de obediencia y de dependencia de Dios, no contestó al tentador diciendo «el Espíritu me dice otra cosa» ni tampoco «el Espíritu no me guía de esta manera». Sino más bien, le dijo: “Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (4:4).
Y, en realidad, ¿por qué Dios nos habría dado su Palabra con sus revelaciones, sus enseñanzas, sus exhortaciones y las comunicaciones de su voluntad, si todo esto podría sernos revelado directamente por la morada del Espíritu Santo en nosotros? Pero, por otro lado, el mero hecho de atenerse a las enseñanzas bíblicas llevaría a un cristianismo sin vida, si no le damos la posibilidad al Espíritu de Dios de aplicarlas al corazón y a la conciencia y de transformarlas así en una vida práctica.
Se nos dice: “No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución”. Evitemos todo lo que pudiera excitar la carne e impulsarla a obrar. “Antes bien sed llenos del Espíritu”. ¿Cómo se manifiesta esto? “Hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones;  dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Someteos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:18-21).
En las Escrituras hallamos bastante a menudo la expresión “lleno del Espíritu Santo”1. “Llenado del Espíritu Santo” está casi siempre en relación con un servicio ocasional, o de duración más o menos larga, cumplido con la fuerza divina. “Lleno del Espíritu Santo”, al contrario, se refiere a un estado que el Señor Jesús ha manifestado constantemente sobre la tierra (Lucas 4:1), pero que también puede caracterizar a los suyos. Y si semejante testimonio ha podido ser dado de Esteban o de Bernabé, ¿no podemos, o aun no debemos aspirar de todo corazón a este estado bienaventurado? ¡El Espíritu mismo quiere llevarnos ahí!
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1. N. del E.: En las versiones bíblicas españolas no se refleja la diferencia entre dos verbos que emplea el texto original para designar “llenado del Espíritu Santo” o “lleno del Espíritu Santo”:
1) “pimplêmi” para una forma ocasional, repentina y pasajera (Lucas 1:41, 67; Hechos 2:4; 4:8, 31; 13:9).
2) “plêroô” (o el adjetivo correspondiente “plêrês”) para una forma duradera, un estado permanente (Efesios 5:18; Hechos 6; 3, 5; 7:55; 11:24).
Los hemos utilizados para conservar el pensamiento del autor.

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