Consecuencias prácticas
¡Nuestro
“cuerpo es templo del Espíritu Santo”! ¡Cómo enumerar todas las consecuencias
prácticas de esta realidad bendita, innegable pero inexplicable para la mente
humana!
Antes de
abordar este tema más en detalle, volvamos a la diferencia que hay entre la
vida nueva y el Espíritu Santo. Aun cuando seamos participantes de la
naturaleza divina, y poseamos la vida de Dios, por ser nacidos de él, esta vida
sin embargo no es el Espíritu Santo; porque él es una persona de la Deidad. Por
eso leemos: “Para que os dé... el ser fortalecidos con poder en el hombre
interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). El Espíritu es el poder de la vida
que hemos recibido.
Andar en el Espíritu (Gálatas 5:16-26)
Aun cuando ya
no estamos “en la carne”, sino “en el Espíritu”, la carne está aún en nosotros
y se manifiesta por sus malas obras (Gálatas 5:19-21) si no se le opone ningún
impedimento eficaz.
Prescripciones
legales no nos preservan de aquellas malas obras; ya lo hemos experimentado lo
suficiente. Pero la obra de Cristo nos ha traído la liberación. No es sólo la
propiciación por nuestros pecados; nuestro viejo hombre también encuentra su
fin en la muerte del Señor en la cruz. Es la enseñanza de Romanos 6, Colosenses
3 y de otros pasajes. La carne, con sus pasiones y deseos, está crucificada
(Gálatas 5:24).
El Espíritu que
mora en nosotros nos ayuda a mantenernos conscientes de esta verdad preciosa, y
nos manda a ponerla en práctica por la fe. Él es quien desea mantener nuestros
corazones en una relación constante con el Señor glorificado, así como en el
gozo de los resultados de su obra y, por consecuencia, en Su gozo.
Se objetará tal
vez que ¡no es siempre fácil detectar los impulsos de la carne! No obstante
leemos: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque
el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la
carne; y éstos se oponen entre
sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gálatas 5:16-17). Cuanto más el
deseo de nuestro corazón es andar en el Espíritu, paso por paso, tanto más
detectaremos, en su luz, los impulsos de la carne, y tanto más nos alejaremos
de ellos enérgicamente “para que no hagamos lo que quisiéremos”, o sea lo que
la carne quisiera.
¡Ciertamente
“el fruto del Espíritu” es todo lo contrario de las obras de la carne! No
dejemos de procurar ardientemente andar en este mundo en el Espíritu, y de
poner esto en práctica mientras estemos en este cuerpo, ¡a fin de que nuestra
vida esté llena de “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza”! (v. 22-23). El Espíritu no nos obliga, necesita
corazones bien dispuestos.
La dirección del Espíritu
Disfrutamos aún
de otra realidad bendita: el Espíritu de Dios quiere dirigir personalmente al
creyente en su vida y su servicio para el Señor, y esto de manera continua. Los
redimidos de quienes el cuerpo es el templo de Dios ya no son de ellos mismos
(1 Corintios 6:19) sino que le pertenecen al Señor: “Ninguno de nosotros vive
para sí, y ninguno muere para sí” (Romanos 14:7). De manera que el estado
normal para cada uno de nosotros es avanzar en completa dependencia de Dios y
de su Espíritu, y Cristo como hombre nos ha dejado un ejemplo perfecto, para
que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21). Es un camino en el cual se halla un
gozo cumplido (Juan 15:11) pero que es totalmente distinto de nuestro camino
antes de nuestra conversión.
Existen pocos
pasajes que hablen de la dirección del Espíritu. Pero ¿no es notable que estos
versículos —Romanos 8:14 y Gálatas 5:18— estén precisamente en relación con la
exhortación a no andar ya más en la carne sino en el Espíritu? Ahí es
donde empieza la
dirección del Espíritu. Aquel que no le hace caso y sigue andando en la carne
se opone constantemente al Espíritu. Cualquiera sea su celo por las buenas
obras, así como la piedad de su lenguaje, no anda en el Espíritu.
Aun cuando esta
primera condición para ser guiado por el Espíritu fuese cumplida, no será
siempre fácil discernir esta dirección. El apóstol Pablo, tan fiel en su andar,
constituye un ejemplo patente de esto (Hechos 16:6-12). Pensaba que el camino
de Dios lo llevaba a Asia, pero el Espíritu Santo le impidió ir allá; y cuando
creía que su campo de actividad siguiente era Bitinia, el Espíritu no le
permitió acudir a ese lugar. Por fin —sin duda Pablo había orado todo este
tiempo para ser dirigido— un varón macedonio le rogó en una visión, diciendo:
“Pasa a Macedonia y ayúdanos”. De eso concluyó que el Señor les había llamado
allá, a él y a sus compañeros, para anunciarles el Evangelio. El Espíritu no
quiere trasladarnos, a nosotros cristianos, de un campo a otro como unos
peones, sino que quiere que estemos dirigidos por la Palabra de Dios (Salmo
32:8). No obstante, para esto hace falta conocer y entender sus pensamientos.
Aquel que desea dejarse dirigir por el Espíritu en todas las cosas vivirá
experiencias maravillosas.
Servir por el Espíritu de Dios
Durante una fiesta, Jesús alzó la voz,
diciendo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice
la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que
creyesen en él” (Juan 7:37-39).
Esta voz
resuena aún hoy en día. Todo aquel que viene a Jesús y lo recibe por la fe,
puede disfrutar de las bendiciones fundadas en su muerte y su glorificación que
el Espíritu Santo presenta sin cesar delante de los creyentes. Sólo Jesús puede
apaciguar las necesidades del corazón del hombre.
El llamamiento
del Señor: “Venga a mí y beba” se nos repite incansablemente a nosotros los
creyentes. El que cree, ríos de agua viva correrán de su interior. Para eso se
necesita el poder del Espíritu que mora en nosotros. Puede alimentar nuestro
corazón por el conocimiento de la persona de Cristo, y de esta manera inclinar
nuestro espíritu para producir en él el deseo y la necesidad de comunicar a
otros las bendiciones recibidas.
Es el secreto y la fuente de todo verdadero
servicio para el Señor entre los hombres. Dondequiera que estemos,
quienesquiera que seamos, ya sea que hayamos recibido un solo talento o cinco,
de nuestro interior pueden correr ríos, dice el Señor.
Lleno del Espíritu Santo
Detengámonos
ahora un poco en este asunto. Seguramente todos habremos tratado ya de
responder por nuestra cuenta a esta pregunta: Si mi cuerpo es el templo del
Espíritu Santo, ¿por qué el poder triunfante del Espíritu de Dios se manifiesta
tan poco en mi vida, y por qué esta última está tan escasamente llena del fruto
glorioso de este poder: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza”? (Gálatas 5:22-23).
Muchos buscan
en el inadecuado lugar las causas de esta laguna. Olvidan que el Espíritu Santo
mora en nosotros para siempre como persona divina, y piensan que tienen aún que
invocar una «efusión» particular de este poder maravilloso, o aspiran al
«bautismo del Espíritu Santo» y a cosas semejantes. Piensan que, del lado
de Dios, les falta la «plenitud del Espíritu» y parecen no ver de ningún
modo que sólo el creyente es responsable de que el Espíritu no
pueda manifestarse como quiera.
Lo
comprenderemos mejor después de estudiar las experiencias distintas de Israel
en Jericó y en Hai (Josué 6 y 7):
El pueblo venía
de Gilgal donde había sido circuncidado —una imagen del hecho de “echar... el
cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo” (Colosenses 2:11) — y
se iba hacia Jericó. Nada le impedía a Dios, que moraba en medio de él,
desarrollar todo su poder en favor de Israel. Los hombres de guerra no tenían
más que seguir las directivas de Dios y rodear la ciudad durante siete días,
caminando delante del arca. Los sacerdotes debían tocar las bocinas el séptimo
día, todo el pueblo debía gritar a gran voz y esto bastó para que el muro alto
y fuerte se derrumbara. Ya sólo les quedó subir a la ciudad y tomarla. Dios
mismo, en su omnipotencia, había vencido a Jericó y le había otorgado a Israel
una victoria completa.
En Hai, las
cosas eran fundamentalmente distintas (Josué 7). Dios no les había dado
expresamente la misión de subir. No venían de Gilgal. La victoria sobre Jericó
—cumplida por Dios— les había hecho perder el sentido: creían que podrían
conquistar la ciudad con un pequeño ejército en un instante. Pero había un
anatema entre ellos y esto hacía anatema a todo Israel. La consecuencia fue que
ya no pudieron subsistir frente a sus enemigos; porque a Dios le resultaba imposible
estar con ellos en la batalla, aun cuando moraba en medio de ellos, como a
quien nada le impide “salvar con muchos o con pocos” (1 Samuel 14:6). El
ejército de los israelitas fue vergonzosamente vencido por los habitantes de
Hai, huyeron y “el corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua”.
La reacción de
Josué frente a la derrota fue sorprendente. Hizo la única cosa que se tenía que
hacer: “rompió sus vestidos y se postró en tierra sobre su rostro delante del
arca” y buscó el rostro de Dios en oración y súplica. Pero su oración parecía
más una acusación contra Dios que la confesión de su propia falta: “¿Por qué
hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los
amorreos, para que nos destruyan?” Cierto, no se le podía reprochar a Josué de
no saber nada de la falta de Acán, porque este último había cometido “maldad en
Israel” sin que nadie lo supiera, y sólo Dios que ve en lo secreto estaba
enterado del asunto. Pero Josué no tenía que dudar de la disposición de Dios
para ayudar a su pueblo a tomar posesión del país. Tendría que haber pedido:
«Señor, enséñanos en qué hemos faltado y qué ha impedido que tu omnipotencia se
desplegara».
Como lo hemos
mencionado, estas experiencias de Israel constituyen una respuesta a nuestra pregunta.
Cuando Dios, el Espíritu Santo que mora en nosotros, está impedido de actuar
con poder y bendición en el creyente, cuando el creyente no está “lleno del
Espíritu Santo”, tiene todos los motivos para doblegarse delante de Dios y para
pedirle que le enseñe dónde hay una falta en su propia vida. Para Israel, en el
ejemplo citado, hubo independencia en cuanto a Dios, y la acción de la carne,
manifestándose por el orgullo y “las codicias de otras cosas” (Marcos 4:19).
¿No tenemos aquí también las causas por las cuales el Espíritu Santo está
contristado en nosotros? (Efesios 4:30). Entonces no puede obrar con todo su
poder, y así no estamos “llenos del Espíritu Santo”.
Así, no es necesario que nuestra vida espiritual reciba estímulos
exteriores, ya sea un determinado movimiento organizado o alguna influencia
humana. Si “andamos en el Espíritu” y quitamos los obstáculos que le hemos
puesto en su camino, desarrollará él mismo su poder en nosotros; nos guiará
hacia las buenas obras preparadas de antemano para nosotros (Efesios 2:10) y
producirá en nosotros su fruto bendito.
Estar “lleno
del Espíritu Santo” no es un estado que quita todo control de nuestra
inteligencia espiritual. El Espíritu de Dios no maneja al creyente como un
instrumento pasivo, sin que su corazón y su espíritu participen activamente en
su obra. Al contrario, el apóstol Pablo escribe a los colosenses: “Por lo cual
también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y
de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e
inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole
en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de
Dios” (Colosenses 1:9-10). Y ¿cómo llegar a este conocimiento de la voluntad de
Dios en toda sabiduría e inteligencia espiritual? Por la Palabra de
Dios que ha sido escrita por medio del Espíritu Santo. “Lámpara es a
mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). He aquí el camino
en el cual el Espíritu Santo quiere guiar al creyente para llenarlo.
Como hombre en
la tierra, Jesucristo nos dio el ejemplo perfecto de esto. Fue concebido por el
Espíritu Santo (Mateo 1:20); este Espíritu estaba sobre él y lo guiaba (3:16).
Cuando el diablo lo tentó (4:1) e intentó desviarlo de su camino de obediencia
y de dependencia de Dios, no contestó al tentador diciendo «el Espíritu me dice
otra cosa» ni tampoco «el Espíritu no me guía de esta manera». Sino más bien,
le dijo: “Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios” (4:4).
Y, en realidad,
¿por qué Dios nos habría dado su Palabra con sus revelaciones, sus enseñanzas,
sus exhortaciones y las comunicaciones de su voluntad, si todo esto podría
sernos revelado directamente por la morada del Espíritu Santo en nosotros?
Pero, por otro lado, el mero hecho de atenerse a las enseñanzas bíblicas
llevaría a un cristianismo sin vida, si no le damos la posibilidad al Espíritu
de Dios de aplicarlas al corazón y a la conciencia y de transformarlas así en
una vida práctica.
Se nos dice:
“No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución”. Evitemos todo lo que
pudiera excitar la carne e impulsarla a obrar. “Antes bien sed llenos del
Espíritu”. ¿Cómo se manifiesta esto? “Hablando entre vosotros con
salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al
Señor en vuestros corazones; dando siempre gracias por
todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Someteos unos
a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:18-21).
En las
Escrituras hallamos bastante a menudo la expresión “lleno del Espíritu Santo”1. “Llenado del
Espíritu Santo” está casi siempre en relación con un servicio ocasional, o de
duración más o menos larga, cumplido con la fuerza divina. “Lleno del Espíritu
Santo”, al contrario, se refiere a un estado que el Señor Jesús ha manifestado
constantemente sobre la tierra (Lucas 4:1), pero que también puede caracterizar
a los suyos. Y si semejante testimonio ha podido ser dado de Esteban o de
Bernabé, ¿no podemos, o aun no debemos aspirar de todo corazón a este estado
bienaventurado? ¡El Espíritu mismo quiere llevarnos ahí!
______________________________________
1.
N. del E.: En las versiones bíblicas españolas no se refleja la diferencia
entre dos verbos que emplea el texto original para designar “llenado del
Espíritu Santo” o “lleno del Espíritu Santo”:
1)
“pimplêmi” para una forma ocasional, repentina y pasajera (Lucas 1:41, 67;
Hechos 2:4; 4:8, 31; 13:9).
2)
“plêroô” (o el adjetivo
correspondiente “plêrês”) para una forma duradera, un estado permanente
(Efesios 5:18; Hechos 6; 3, 5; 7:55; 11:24).
Los
hemos utilizados para conservar el pensamiento del autor.
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