¿Quién no conoce la historia del así llamado,
"Buen Ladrón"? En verdad ningún ladrón puede ser bueno, y
ciertamente aquel ladrón no lo era, pues la Biblia lo llama un malhechor. Y por
ser un malhechor, un ladrón, un criminal, el hombre, juntamente con otro de la
misma laya fue, condenado a sufrir el terrible suplicio de la crucifixión.
En medio de los dos malhechores otro
Hombre pendía de una cruz, pero este otro era un hombre muy distinto a
aquéllos. La Biblia dice que era "santo, inocente, limpio y apartado de
los pecadores", un Hombre justo que ningún mal hizo. ¿Quién era este
Hombre que sufría allí injustamente? Pues bien, era el Señor Jesucristo, el
mismo Hijo de Dios, enviado del cielo para salvar a los pecadores.
Alrededor de las cruces se hallaba una
gran muchedumbre de personas que a voz en cuello vociferaba insultos y burlas.
Pero ¡cosa extraña!, los insultos no se dirigían a aquellos ladrones
merecedores de su desprecio, sino al Hombre que ningún mal había hecho. Pero,
de repente, en medio de los gritos de odio que profería la turba desenfrenada,
se oyó una voz suplicante diciendo: "Acuérdate de mí, cuando vinieres en
tu reino". Fue la voz del "buen" ladrón, la petición que aquel
moribundo dirigía al Señor.
¡Cuán grata fue la contestación que de
inmediato recibió del Señor! "De cierto te digo, que HOY estarás conmigo
en el paraíso". Y si el mismo Hijo de Dios, el Rey de la Gloria, le diera
esta promesa tan positiva, luego no cabe duda que el alma de aquel pobre
ladrón pasara de la cruz al mismo cielo en aquel mismo día.
¡Oh qué maravilla! Aquel criminal que
había llevado una vida de pecado y de crimen, y que había sufrido la bien
merecida pena de su maldad, fue trasladado inmediatamente de la cruz al cielo.
Clavado en aquel madero, ninguna buena obra podría efectuar para lograr la
salvación de su alma, ningún mérito podría granjear para obtener el perdón de
sus pecados, y ciertamente ningún dinero podría pagar para conseguir tan grande
felicidad, no obstante todo esto, pasó de la cruz al cielo.
Sí, aquel ladrón fue al cielo, a aquel
bendito lugar donde no hay pecado, ni dolor, ni tristeza, ni lágrimas, ni
muerte; entró en aquel país de eterna luz donde no hay más noche, y donde el
sol divino brilla sin cesar sobre un paisaje risueño, donde no se ve ni cárcel,
ni hospital, ni manicomio, ni cementerio, pues es la patria celestial, donde
todos los habitantes pueden decir: "Soy santo, soy feliz, soy SALVO",
y cantar alegres las alabanzas de su Salvador.
Créalo o no, estimado lector, aquel ladrón
salvado no tuvo que transitar por algún camino obscuro y largo entre la cruz y
el cielo, no tuvo que pasar por un período prolongado de penoso sufrimiento
antes de alcanzar la felicidad del hogar eterno. No cabe duda al respecto,
pues el mismo Rey del Cielo le había dicho: "De cierto te digo, que HOY
estarás conmigo en el paraíso". "De cierto", ¡qué seguridad!
"Que HOY", ¡qué pronto! "Estarás conmigo", ¡qué compañía!
"En el paraíso", ¡qué morada! Esta promesa categórica, clara, y
reconfortante del Salvador debe bastar para despejar toda duda acerca del paso
directo del alma desde la tierra hasta el cielo. El que no lo cree, echa en
duda la veracidad del Hijo de Dios.
Basándonos sobre la palabra veraz del
mismo Señor Jesucristo, podemos afirmar que tú lector, así como aquel ladrón
pasó de la tierra al cielo, de esta vida de pecado a la otra de perfección
eterna, sin ningún intervalo de angustioso penar, puedes también tener la
misma certidumbre que cuando llegares a morir, partirás de la tierra y
entrarás inmediatamente en el cielo, ausentándote del cuerpo para estar
presente con el Señor. Oye lo que Cristo dice: "De cierto, de cierto os
digo, el que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, TIENE VIDA ETERNA; y
no vendrá a condenación, más pasó de muerte a vida". (Evangelio según San
Juan, capítulo 5: versículo 24). Cuando Cristo dice: "De cierto", es
porque lo que dice ES CIERTO, y cuando dice dos veces "De cierto, de
cierto os digo'", es porque nos da su palabra de honor tocante a la
veracidad de lo que afirma o promete.
Nuestra salvación no depende de nuestras
obras, o nuestros sacrificios, o nuestros sufrimientos, ella depende únicamente
de la obra, del sacrificio y del sufrimiento de Jesús, Señor nuestro. Las
Sagradas Escrituras dicen que Cristo "herido fue por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz sobre él, y por su llaga
fuimos nosotros curados" (Isaías, Cap. 53; vers. 5). Por lo mismo el
apóstol San Pedro dice: "Cristo padeció una vez por los pecados, el
Justo por los injustos, para llevarnos a Dios".
Por esta razón es que aquel ladrón pudo
pasar directamente de la cruz al cielo, y por esta misma razón cualquier otro
pecador, como tú o yo, puede pasar directamente de la tierra a la gloria,
cuando llegare la hora final de nuestra vida aquí.
Pero, ¿qué fue la condición por la cual
aquel ladrón moribundo consiguiera tan grande beneficio? ¿Por ser un
"buen" ladrón? De ninguna manera, pues él mismo reconoció su propia
maldad y falta de mérito, cuando reprendió a su compañero criminal a quien
dijo: "Ni aún tú temes a Dios, estando en la misma condenación, y
nosotros a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron
nuestros hechos".
Estas palabras revelan
su arrepentimiento, y luego su petición. "Acuérdate de mí cuando vinieres
en tu reino", revela su fe en el Salvador. "Arrepentimiento para con
Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo" son las únicas condiciones
necesarias para que Dios perdone al pecador. Todo aquel que sincera mente se
arrepiente de su pecado, y confía de corazón en el Señor Jesucristo para la salvación
de su alma, recibe al instante, sin dinero y sin obras, la vida eterna, y sabe
entonces que el d la de su muerte será el día de su entrada en el cielo, pues
así nos enseña la palabra de Dios.
Contendor
por la Fe, Noviembre – Diciembre 1985,
Nº 243-244
No hay comentarios:
Publicar un comentario