Levítico
Cap2; 6:14-18; 7:9-10
“Ninguna ofrenda que ofreciereis a Jehová será
con levadura; porque de ninguna cosa leuda, ni de ninguna miel, se ha de quemar
ofrenda para Jehová” (Levítico 2:11).
Los primeros capítulos del libro de Levítico
desarrollan todo lo relativo a las diversas formas de ofrendas con las que un
hijo de Israel, podía acercarse al altar de Jehová (Levítico Cap. 1 a 7).
Así, tenemos el holocausto, las oblaciones, los sacrificios de paz y las
ofrendas expiatorias (el sacrificio por el pecado y el sacrificio por la culpa).
Y es notorio considerar que en cada una de estas formas, existían a la vez
distintas variantes según el caso particular. Mas lo verdaderamente precioso
para nosotros, es que las diversas clases de ofrendas con sus particularidades
especiales en cada caso, así como la variedad de formas que adquiría el ritual
que las presentaba, hablaban siempre de los diversos aspectos y glorias de la
persona y de la obra del Señor Jesucristo. Hay una riqueza particular cuando
adentramos en los detalles de estos sacrificios, pues nos ponen, de una forma
muy especial, en contacto con la preciosa persona y la obra redentora de
nuestro Salvador. Entonces, todo este libro de Levíticos, que a primera
impresión aparece como un manual de interminables ritos y ceremonias del judaísmo,
y que a simple vista pudiesen estimarse como irrelevantes para nosotros, se
torna en un vasto y precioso mar de singular belleza que expresa la grandeza y
el más variado abanico de glorias y dignidades de la persona de Jesucristo, y
los más variados efectos, alcances y perfecciones de su obra en la cruz. En
fin, todas las ofrendas levíticas son tipos que asombrosamente se cumplen de
una u otra forma en Jesucristo y la cruz de Jesucristo. Dicho de otra manera,
las diversas víctimas y ofrendas hablaban de las perfecciones y glorias de una
sola persona y de un solo sacrificio: el Hijo de Dios y su magna obra de la
cruz (Hebreos 9:23; 10:22).
En esta oportunidad, nosotros solo nos referiremos
a la oblación u ofrenda de presentes, u ofrenda vegetal. Y en especial,
trataremos un aspecto muy singular de la misma: la prohibición absoluta de la
miel en ella. Ésta ofrenda, era la única que era incruenta pues allí no había
sangre; y era especialmente, una ofrenda de olor grato a Jehová (Levítico
cap. 2; 6:14-22; 7:9-10). Los sacerdotes la hacían arder sobre el altar
para memorial. “Ofrenda encendida es, de olor grato a Jehová” (Levítico 2:2,9). “Y lo que resta de la ofrenda será de Aarón y
de sus hijos; es cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová” (Levítico
2:3,10). La misma ofrenda que deleitaba en olor grato a Dios, hacía acepto
al oferente a la vez que era también alimento de la casa sacerdotal; pero por
sobre todo, la ofrenda en sí, expresaba las perfecciones y glorias de la
humanidad del Señor Jesucristo. La flor de harina, que era generalmente la base
de todas las formas de oblaciones, era el punto de partida de estas diversas
formas, ya se tratase del puño de harina, de la torta cocida en horno, en
sartén o en cazuela. Las cuales, como hemos dicho, siempre expresaban la
perfecta humanidad y consistencia moral del Señor (Levítico 2:4-7). La flor de harina era el
elemento básico de estas ofrendas, y como hemos dicho, expresión de la perfecta
humanidad del Señor Jesucristo en todo guardando una armonía, delicadeza y
consistencia moral que agrada perfectamente a Dios.
Esa flor de harina, finamente molida, homogénea,
balanceada, delicada, consistente a la vez que suave, agradable al tacto,
expresaba en todo esa humanidad sin tacha de Jesús. Mas había otros
ingredientes que necesariamente entraban en la constitución de la oblación: el
aceite, el incienso y la sal; como así también había otros elementos que
estaban prohibidos de la manera más definitiva: la levadura y la miel. El
aceite, figura del Espíritu Santo (1 Samuel 16:13), entraba en la
oblación de dos formas: amasado juntamente con la harina, y ungido sobre la
torta. El primer caso nos ilustra cómo el Espíritu Santo tiene que ver
directamente con el engendramiento mismo de la humanidad del Señor (Lucas
1:35); y el segundo, tiene que ver con su ungimiento con el Espíritu Santo
(Mateo 3:16-17; Hechos 10:38). El incienso representa todas las
excelencias, perfecciones y glorias morales de Jesús, que particularizaron la
perfección de su santa humanidad (Cantares 1:3); en tanto que la sal,
expresa el poder intrínseco de su santidad que de ninguna manera podía ser
corrompida, y expresa también la fidelidad divina (Levítico 2:13; Números
18:19; Mateo 5.13).
Como dijimos, así como había elementos
necesariamente presentes en la oblación, había también aquellos que estaban
absolutamente prohibidos: la levadura y la miel. La levadura es una conocida
figura del pecado y la hipocresía (Lucas 12:1; 1 Corintios 5:6-8; Gálatas
5:9); por lo tanto, era cosa que debía ser excluida de aquello que expresa
la perfección y santidad incólume del Señor Jesús. La miel, por su parte, habla
de la dulzura natural; de aquello que puede ser sumamente grato al
hombre, pero en lo que Dios de ninguna manera puede holgarse, pues representa
la engañosa capacidad de dar deleite por medio de las gracias naturales del
hombre en Adán. Cuando la torta era quemada en el altar, Dios entraba en el
gozo del extasiante aroma del incienso (las glorias y perfecciones morales del
Señor), pero no en la dulzura de una miel que corresponde al engañoso deleite
del placer que genera todo lo que pertenece al hombre natural no regenerado.
Así como el incienso habla de las glorias morales
de la perfecta humanidad del Señor Jesucristo, el hombre del cielo (1
Corintios 15:47), la miel habla de los deleites, gratificaciones y glorias
naturales del ruinoso hombre en Adán. La naturaleza puede contener dignidad
natural y presagiosas cualidades que agradan y embelesan, que cautivan y
endulzan, que otorgan una gracia puramente humana que hacen confundir lo que es
divino con lo que es puramente terreno; que hacen confundir la gracia de Dios
con la dulzura que mana de la naturaleza de pecado. La miel, como expresión de
la gratificación y dulzura del hombre natural, es el deleite que agrada al
hombre con la misma intensidad que ofende a Dios. El gran engaño de “la miel”
es aparecer como si se tratase de la dulzura de la gracia de Dios, pero siendo
en verdad, lo que es puramente un sentimiento y un gozo de la humanidad en
Adán, endulzando y complaciendo esa humanidad. Humanidad sesgada en todo vicio,
y en la cual habita la misma naturaleza de pecado. Como hombres que somos,
somos dados a sentir gran complacencia con todo lo que nos gratifica
humanamente, y todo lo que supone un trato apacible, amoroso, dulce y cortés
que nos hace sentir considerados y respetados; pero desde que esta amabilidad
no es fruto del Espíritu Santo sino una pura miel de la astuta y engañosa
humanidad adámica, el asunto queda al nivel de ese dulzor puramente humano y
terrenal, al nivel del orden de lo que pertenece a la engañosa naturaleza no
regenerada y vacía de Dios. En fin, al nivel de lo que agrada al hombre a la
vez que excluye a Dios. Es por eso que tenemos entonces esa prohibición
absoluta acerca de que ninguna miel debía endulzar la ofrenda de torta o las
oblaciones. En el Señor Jesucristo no hallamos jamás esa forma de humanidad que
engaña generando la complacencia del hombre al hombre, dejando a un lado la
santidad, la verdad y los derechos de Dios. Generalmente cuando el hombre busca
agradar y complacer al hombre, no solo está buscando detrás de ello un interés
personal, sino que además tiene que dejar a Dios a un lado. La dulzura
de la naturaleza nunca es la gracia de Dios, por más que a simple vista se le
asemeje, y aun se le asemeje mucho. Y es sumamente interesante para
nosotros, considerar cómo el Señor Jesucristo en su vida y ministerio, dejó
toda miel natural a un lado, ya cuando se procuraba ver esa miel en Él mismo ya
cuando se procuraba “untar” en su santa persona. Dicho a través del tipo que
nos ocupa, ni la torta de la oblación era amasada con miel ni se permitía que
fuese de alguna manera untada con ella. Ninguna miel tenía que ver con ella así
como ninguna “gracia”, “cumplido” o “dignidad” natural podía ser aceptada en
Jesucristo y por Jesucristo. Y esto queda en evidencia en el hecho de que cada
vez que el hombre quiso hallarla allí o colocarla allí, Él no dejó pasar por
alto tal pretensión sin reprenderla, aun cuando quien tenía frente a sí,
procuraba enaltecerle. Es verdaderamente precioso observar que el Señor
Jesucristo jamás dejó que el hombre le enalteciera como hombre; esto es, que su
humanidad y las manifestaciones de su humanidad fuesen vistas como la virtud,
dignidad y gracia de un hombre natural, de un hombre en Adán. Si en el elogio
la naturaleza veía en Él la naturaleza, y no al Hijo de Dios o a Dios habitando
su humanidad, Él siempre tuvo una palabra de represión a ello. Jamás calló
cuando se le atribuyó “miel” a su persona, o se lo quiso “endulzar” o
gratificar con tal influencia venida del hombre natural y dirigido al hombre
natural.
“Una
mujer de entre la multitud levantó la voz y le dijo: Bienaventurado el vientre
que te trajo, y los senos que mamaste. Y él dijo: Antes bienaventurados los que
oyen la palabra de Dios, y la guardan” (Lucas 11:27-28). Mientras el Señor enseñaba, una mujer grita de
entre la multitud expresando un halago hacia su persona, pero haciéndolo al
nivel de la naturaleza. Es como si esta mujer hubiese dicho: “qué dichosa será
la madre de un hombre así”; o “que dichosa la madre de un maestro o profeta que
enseña de tal manera”; o “qué gozosa la dignidad de este maestro que así honra
y da gloria a su madre que le trajo al mundo”. Cualquiera de estas premisas
suponía ver al Señor reducido a un hombre de mérito y sabiduría, o inclusive a
un prestigioso profeta o maestro, pero perdiéndose totalmente de vista al
Cristo y al Hijo de Dios. Esta mujer ve y honra un vínculo en la
naturaleza, y nada más. Ella ve una madre que es dignificada por el mérito
de su hijo, pero no ve al Hijo de Dios. Ella excluye a Dios para procurar dar
deleite a la naturaleza. Ella ve “miel” donde no había “miel”, y pretende untar
con “miel” a quien en verdad la aborrecía. Las palabras de esta mujer de entre
la multitud honraban tanto al Señor como a su madre, pero de una forma
totalmente equivocada. La honra del Señor es la honra del Hijo de Dios, es la
honra de Aquel que es la perfecta expresión y revelación de Dios, y cuya
palabra es la Palabra de Dios, y no la de un hombre distinguido con enseñanza
meritoria. Su palabra no era la de un maestro más, sino la Palabra de Dios
mismo. Mas Jesucristo no puede quedar callado ante tal pretensión de alabanza,
ni puede recibirla como algo que le pertenece; entonces, Él la redarguye
diciendo: “Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la
guardan”. El Señor reprende a ese corazón que pudiese estar bien
intencionado pero sin inteligencia espiritual alguna. Esa mujer veía un vínculo
gozoso en la naturaleza, un vínculo meritorio entre una madre con su hijo, pero
dejaba de lado un vínculo muy superior: el de aquellos que gozan de comunión
con Dios porque oyen y guardan su Palabra. ¡Qué bella es aquí la gloria moral
de Jesús! Él no impone que se le reconozca como Hijo de Dios, pero redarguye
esa visión equivocada que queda en la superficie e ingenuidad de la gratificación
de un vínculo natural y una alabanza al hombre natural, para introducir en la
escena una dicha y parte muy superior: la de los que oyen y guardan la Palabra
de Dios. Así, la bienaventuranza es quitada de una relación en la naturaleza y
reconocida en el precioso vínculo del hombre con su Dios.
Esas voces que se levantan para dar alabanza a
nivel puramente humano, suelen resultarnos muy agradables y placenteras, pero
son la miel del hombre buscando la miel en el hombre. Es interesante observar
que el Señor nunca alabó a la naturaleza o a la humanidad como simplemente
humanidad en Adán, ni dejó que en Él mismo se la alabase en tal calidad cuando
así era visto por la miopía del mortal.
“Un hombre principal le preguntó, diciendo: Maestro bueno, ¿qué haré para
heredar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay
bueno, sino sólo Dios” (Lucas 18:18-19). En el conocido pasaje de la plática del joven
rico con Jesucristo, el Señor es considerado como un “maestro bueno”. Y si bien
es cierto que Él era Maestro, de ninguna manera lo era en la forma en que este
principal lo veía y vertía su cumplido. El Señor podía admitir el título de Maestro
porque en verdad lo era, pero no podía recibirlo con el cumplido que lo asociaba
a un “hombre bueno”, pues la bondad natural del hombre para nada es la bondad
de Dios. La bondad humana y natural es cosa completamente opuesta a la bondad
divina. Este joven rico veía al Señor desde una óptica completamente
equivocada, desde la naturaleza; y entonces, podía apreciar bondad, pero una
bondad que Él entendía como cosa puramente humana. Y el Señor de ninguna manera
calla ante este cumplido, sino que lo reprende. Si es que hay que hallar bondad
en lo que es por naturaleza, entonces solo hay que verla en la perfecta naturaleza
increada y eterna de Dios. “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno,
sino sólo Dios”. ¡Qué preciosa reprensión! El Señor no reconoce la bondad natural
del hombre; ella nada vale ante los ojos de Dios. La bondad natural del hombre
en Adán se halla contaminada y en relación a la vieja naturaleza de pecado. Y
si es que hay que reconocer bondad, es en Dios. Jesús le responde conforme la
visión corta de este joven, pues si éste en Él hubiese visto a Dios, también
hubiese aceptado ser bueno; pero si ve a un hombre bueno, no puede de ninguna
manera recibir el cumplido. Así, desde un primer momento el Señor toma una
posición de separación de con la alabanza del hombre hacia el hombre.
Muchas veces un cumplido que honra esconde el deseo
de obtener una respuesta que honre. Pero el Señor para nada tiene miramientos
con el corazón avaro de éste rico lleno de justicia propia, al cual entristece
poniendo en evidencia su avaricia (Lucas 18:22-24). Posiblemente este
rico pensaría causar admiración y obtener gloria por su supuesta obediencia a
los mandamientos, para finalmente marcharse con la dulce aprobación de
Jesucristo. Mas jamás se halló en el Señor ni la aceptación de la miel que otro
le atribuyera, ni Él mismo contestó con la miel que otro desearía, pues Él
jamás enalteció al hombre en Adán, por más que este asuma una forma piadosa y
religiosa. En nuestro diario vivir, podemos hallar personas naturalmente buenas
pero ello no es la obra ni la regeneración divina. La bondad puramente humana
es engañosa tanto en nosotros como en otros.
Tomemos ahora otro episodio. Los fariseos “consultaron
cómo sorprenderle en alguna palabra. Y le enviaron los discípulos de ellos con
los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que
enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no
miras la apariencia de los hombres. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito dar
tributo a César, o no? Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo:
¿Por qué me tentáis, hipócritas?” (Mateo 22:15-18).
No estamos ahora considerando la cuestión del tributo a César sino ese extenso
cumplido, lleno de adulaciones, con que se procuró “endulzar con miel la santa
oblación”. Notemos que este cumplido dice cosas completamente ciertas, pues el
Señor enseñaba la verdad sin miramientos a lo que el hombre pudiese decir o
cuestionar; mas Él reprende a los herodianos diciéndoles: “¡hipócritas!” El cumplido
sin fe, la alabanza que se da al hombre con el deliberado y oculto propósito de
conseguir aquello que el corazón caído anhela, fue despreciado de cuajo y reprendido
duramente por Jesucristo. Jamás una adulación, jamás una alabanza, jamás una
zalamería, jamás una honra fue aceptada y recibida en tanto que viniese del
hombre natural en su pretensión de “volcar miel sobre la santa oblación”. Nosotros
solemos toparnos con personas que tienen una artera capacidad para hacernos
sentir bien por medio de adulaciones, que tienen una verba gratificante,
notables consideraciones especiales, e incluso un trato distinguido y
respetuoso; que tienen esa artera capacidad de comprar con afectos o con
maneras y formas que trasmiten gozo; pero todo esto puede provenir de la
artificial maquinaria del hombre agradando al hombre. Nos encanta que nos
traten bien, que nos respeten, que nos agasajen, que nos adulen, que nos
reconozcan y consideren, pero todo este “endulzamiento” es falsa gracia cuando
tiene su inicua fuente en esa “miel” puramente natural y adámica, que esconde y
busca propósitos puramente humanos. El Espíritu Santo sin duda que produce en
nosotros un espíritu afable y lleno de gracia, y un trato gentil para con los
demás, pero es cosa bien distinta lo que es del Espíritu respecto de todo lo
que es la miel natural del hombre adámico (Gálatas 5:16-26). Estos
hipócritas podían decir: “Maestro, sabemos que eres amante de la
verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de
nadie, porque no miras la apariencia de los hombres...”, sin que
ello para nada tuviese que ver con Dios y con el Espíritu de Dios. El trato
amoroso, las consideraciones y alabanzas con que se busca agradar a otros,
suelen esconder por detrás, el premeditado propósito de captar almas para que
me sigan, que respondan a mí mismo, que se sujeten a mi persona, o que me
aprueben y concedan lo que yo quiero. Es sin duda una distinguida gloria moral
en el Señor, el hecho de que Él jamás dejó sin reprender, o al menos objetar,
esa miel o dulzura de la naturaleza caída. Él estaba lleno de gracia (Juan
1:14), pero la gracia de Dios no es la dulzura de la miel humana. Cuando nosotros
damos sanción de aprobación a la dulzura puramente humana, estamos introduciendo
esa venenosa influencia de la miel natural. Sin duda que debemos cultivar la
gracia en el trato con todo hombre, pero no la dulzura de la naturaleza. Aun
como creyentes, debemos juzgar nuestro propio carácter y conducta cuando utilizamos
nuestra naturaleza para agradar. Después de haber creído y renacido por la
Palabra y el Espíritu, podemos conservar aspectos de nuestro trato con otros
que aplican esa indeseable “miel” de la naturaleza, y es por eso que debemos
ejercer continuamente el juicio propio.
La falsa compasión del hombre hacia el hombre, esos
sentimientos de piedad puramente humana y natural, aunque pudiesen ser
bienintencionados, también fueron despreciados por el Señor. Notemos: “Y le seguía gran multitud del pueblo, y de
mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. Pero Jesús, vuelto hacia
ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por
vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán:
Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos
que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros;
y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en
el seco, qué no se hará?” (Lucas 23:27-31).
Cualquiera pensaría que el Señor, cuando iba camino a la cruz, aceptaría la
compasión de las mujeres que le seguían llorando y haciendo lamentación por Él.
El hombre, bajo ciertas circunstancias puede ser sensible y conmoverse por la
injusticia y el dolor que padece un prójimo o un inocente, más por lícito que
esto parezca, todo queda a nivel del hombre y de los sentimientos del hombre.
Si en Jesús camino a la cruz estas mujeres solo podían conmoverse y llorar por
uno que ya flagelado iba al cruel tormento, y aunque ello fuese en el más puro
sentimiento de toda la simpatía y sinceridad humana, el asunto era reducir al
Señor a un hombre que, como muchos otros, han padecido injustamente. “La miel”
de la naturaleza nunca puede entrar en el discernimiento de los caminos de
Dios. Jesús no podía recibir de estas mujeres un compadecimiento que se
redujese a la visión que un hombre tiene de otro. Él no podía aceptar miel que
procedía de la naturaleza; y entonces dice a estas mujeres: “no lloréis
por mí”. Si tenían que llorar algo a nivel humano, era por sí mismas y por
sus hijos en vista del terrible juicio que caería sobre la Jerusalén que
despreciaba y vomitaba a su Mesías. Toda la miel o compasión puramente natural
que un hombre o una mujer pudiesen tener para con el Señor, le era cosa
aborrecible. La lástima humana, el compadecimiento del mortal, el lamento y las
lágrimas de los sentimientos adámicos de la criatura, no son la fe ni lo que el
Espíritu produce en el sentir de la gracia. Son simplemente movimientos de los
pensamientos, afectos y voluntad del hombre natural. Pensamientos y afectos que
no condenamos en tanto que surgen de la buena intencionalidad de otro, pero que
sí discernimos cómo de la naturaleza y no del Espíritu. Distinta cosa sería si
estas mujeres hubiesen reconocido en Jesucristo, al Hijo de Dios que padecía la
injusticia del hombre. ¡Qué distinta fue la honra que el Señor recibió de María
y aprobó en María! (Juan 12:1-8).
La miel de la
consideración, del halago, de la refinada cortesía, de los modales de la
cultura y de la alabanza afectada, que dan tan buen resultado en la vida y
convivencia social del hombre natural que habita este mundo, no podían jamás
agradar al Señor Jesús ni modificar su santa apreciación de cada cosa tal como
Dios mismo la estimaba. La oblación no tenía miel de ningún tipo, ni en su masa
ni en su superficie. No era ni amasada ni ungida con miel. Cuando nuestro
objeto es Dios y solo buscamos honrar y agradar a Dios, agradaremos al hombre
si ello agrada a Dios, pero le desagradaremos si ello agrada a Dios. Si lo que
verdaderamente me importa es agradar a Dios, no temeré si ello importa
desagradar al hombre. Dudemos siempre de ese trato zalamero, de esas alabanzas
afectadas, de esa dulzura artificial y esas grandes consideraciones y cortesías
tras las que el hombre busca sus propios y egoístas propósitos. La verdadera
adoración a Jesucristo no es la de la miel de la naturaleza, sino la del
“incienso puro” que se quema para su honra y gloria; es la del perfume fino que
se derrama sobre Él en el pleno reconocimiento y exaltación de lo que es su
persona y su obra(Juan 12:3; Lucas 7:37-38; Mateo 26:7).
En esta ocasión no nos referiremos a las oblaciones
que eran ofrendas de primicias (Levítico 2:12-16).