viernes, 2 de enero de 2015

Pensamiento

Todas las líneas de la historia y de las figuras, de los Salmos y de las profecías, convergen hacia un solo centro, Jesucristo, y un solo acontecimiento supremo, Su muerte en la Cruz para nuestra salvación. Y de ese centro vuelven a salir todas las líneas de la historia en el libro de los Hechos, de la experiencia de las Epístolas, y de la profecía en el Apocalipsis, para atestiguar que el Padre envió al Hijo para ser el Salvador del Mundo.
A. M. HODGKIN,

 extracto del prólogo de “Cristo en Todas las Escrituras”

¿Cuándo?

¿Dónde está la promesa de su advenimiento? (2ª Pedro 3:4)

EN EL PRIMER capítulo de 2 Pedro se acentúa el valor de "la Palabra Profética más permanente" (2 Pedro 1: 19). El capítulo siguiente predice el juicio terrible de los que se desvían de las Escrituras y sus amonestaciones. El capítulo tercero en el cual se en­cuentra la pregunta, ¿Dónde está la promesa de Su advenimiento? trata de los burladores de los postreros días, quienes niegan completamente las ver­dades de las Escrituras. Dicen, "¿Dónde está la promesa de Su adveni­miento? porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas per­manecen así como desde el principio de la creación."
Evidentemente estos burladores no son los irreligiosos, desechados de la sociedad, porque tal gente no habla de "los padres". No, son líderes religio­sos que no solamente se ha desviado, sino que niegan lo que se enseña cla­ramente en la Palabra de Dios — la venida de nuestro Señor Jesucristo.
Pablo es el gran expositor de la ve­nida del Señor para Sus santos, mien­tras que Pedro habla más del reino, y la venida en gloria con Sus santos. El último tema, distinto del primero, es uno que luce mucho en las páginas del Antiguo Testamento, tanto como en el Nuevo. Profetas, sacerdotes, reyes, y hombres justos en todos los siglos tenían puestos sus ojos ansiosos hacia el Este, si quizá pudieran tener la pri­mera ojeada de aquella "Estrella de Jacob" mencionada en Números 24:17, como Cristo Mismo nos asegura en Lucas 10:24. Otra vez Él dice, "Abraham se gozó por ver Mi día; y lo vio, y se gozó" (Juan 8:56). Job habló de ella con certidumbre cuando en medio de su prueba severa dijo, "Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo. "Todo el Salmo 72 es­pera este evento tan glorioso, y halla­rá su completo y literal cumplimiento en aquel día. En verdad, no solamen­te un artículo corto, sino un libro podrían escribirse sobre las referencias en el Antiguo Testamento, la promesa del Señor, "Yo vendré otra vez, " bri­lla como un faro que ha dado ánimo a los corazones de multitudes sin núme­ro, y ha inspirado muchos de nuestros himnos más preciosos, y canciones de alabanzas.
Pero en cambio, esos rayos amonestadores iluminan el futuro de todos aquellos que rechazan el evangelio de Dios y continúan en sus pecados. Para ellos sólo hay "una horrenda esperanza de juicio, y hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios" (Hebreos 10: 27). Porque "El Señor Jesús se mani­festará del cielo... en llama de fuego, para dar el pago a los que no conocie­ron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales serán castigados con eterna perdi­ción" (2 Tesalonicenses  1:7-9).     
Sendas de Luz, 1969

Tesoros Escondidos

Los gobernantes sajones acumula­ron durante siglos valiosos tesoros de sus antepasados. Entre estos se halla­ba un huevo de plata regalado a una reina.
Al tocar un cierto resorte se abría el huevo y aparecía una yema de oro. En esta yema se hallaba una pequeña gallina y cuando se le tocaba las alas, estas se abrían y aparecía una corona engastada en joyas. Luego al tocar otro resorte secreto se abría la corona y aparecía un hermoso anillo de diaman­te. Un tesoro escondido en otro tesoro.
Así es la salvación. El don en sí mismo es un gran tesoro; pero además contiene muchos otros tesoros escon­didos. Cuando recibimos la salvación por gracia la apreciamos mucho, pe­ro al oprimir su resorte secreto descu­brimos muchos nuevos tesoros escon­didos. Así empezamos a apreciar dig­namente su verdadero e inmenso va­lor.
Resortes secretos, si son secretos; pero hay manera de hallarlos perma­neciendo a los pies de Jesús aprendien­do de Él. Jesús quiere ser vuestro ami­go más íntimo y está dispuesto a re­velarnos cosas secretas cuando desea­mos conocer los tesoros de la gracia. Él puede mostrarnos los resortes se­cretos que revelan estos tesoros escon­didos en el plan de Dios. Allí hallará el lector tales tesoros que lo harán ex­clamar con la reina de Saba: "¡Ni aun la mitad se me había dicho!
Sendas de Vida 1977.

EL PELIGRO de lo Grande

Usamos este título en el sentido de lo que parece grande en los ojos del hombre natural, cuando empieza a pen­sar que él tiene importancia y está in­clinado a confiar en sí mismo.
De Uzías, rey de Judá, leemos que se activó en el fortalecimiento de su reino y fue prosperado en gran mane­ra "hasta hacerse fuerte. Más cuando fue fortificado, su corazón se enalteció hasta corromperse" (2 Crónicas. 26:15, 16), y se aventuró en el templo para unir el oficio de sacerdote con el de rey: el or­gullo se apodero de él, y Dios le hirió de lepra. La prosperidad constituye una prueba de carácter más fuerte que la adversidad.
Otro caso es el de Ezequías, el que había tenido experiencia maravillosa de la intervención divina a favor del rei­no de Judá, y después en su enferme­dad física, curándole Dios en contesta­ción a su oración. Parece que el rey se dejó vencer por la soberbia, e hizo os­tentación de su poder y riquezas ante los embajadores de Babilonia. (2 Reyes 20:13 y 2 Crónicas. 32:25.) Es con alivio que después leemos de su humillación delante de Dios, y la consiguiente res­tauración de su alma al Señor. ¡Qué peligroso es el engreimiento! ¡Cuánto daño produce! Esto se puede ver tam­bién en la experiencia del apóstol Pablo en 2 Corintios 12:7-10. Habiendo reci­bido semejantes revelaciones en su tras­lado "hasta el tercer cielo", había peli­gro de altivez de espíritu. El Señor en su misericordia permitió una debilidad física para que el gran apóstol no se levantara descomedidamente, y llegó a la condición de ánimo en que podía gloriarse más bien en sus flaquezas, "porque habite en mí —decía— la po­tencia de Cristo". Y ¡cuánto ha ganado la iglesia porque el apóstol fue mante­nido en humildad para que el Señor le usara!
Podemos ver asentado el mismo principio en Jueces 7:2 "El pueblo que está contigo es mucho... porque no se alabe Israel contra mí, diciendo: Mi mano me ha salvado". El gran ejército de 32.000 hombres tiene que reducirse a un grupo de 300, porque en estas con­diciones no hay lugar para la jactancia del hombre. Su imaginada fortaleza es un peligro. Y el jefe, Gedeón, es el me­nor de la casa de su padre y miembro de la mitad de una tribu: éste es el ins­trumento de que Dios se puede valer para derrotar al enemigo.
La imagen que se describe en Da­niel 2, ¡qué grande e imponente es! El poderío del imperio humano parece in­vencible. Pero una piedra "cortada sin manos" cae sobre los pies de la imagen, y todo se reduce a un montón de escom­bros que el viento lleva como tamo. Y este es el propósito fundamental de Dios, como se lee varias veces en Isaías: "La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová sólo será en­salzado en aquel día". (Isaías 2:11.)
Y todavía los hombres se empeñan en formar algo grandioso y poderoso: Las Naciones Unidas; La Unión Sovié­tica; El Concilio Mundial de las Igle­sias; y otras cosas por ti estilo que con­tribuyen a glorificar a la humanidad: todo esto está en boga en el día de hoy, Hacernos bien en alejarnos de tales en­tidades y seguir adelante en quietud, pero con tesón, procurando conocer ca­da vez más de la voluntad de Dios para ponerla por obra.

Sendas de Vida 1977.

EL LIBRO DE ESTER (Parte I)

Dios no es nombrado en este libro
El libro de Ester es una de las pocas porciones dispersas en la Palabra de Dios que son notables por la ausencia del nombre de Dios. Esto ha sorprendido con frecuencia a muchos; los judíos mismos no fueron capaces de entenderlo, y buen número de cristianos no está mucho mejor; tanto es así, que no ha faltado la costumbre —sobre todo en estos últimos tiempos— de tratar al libro con cierta medida de desconfianza, como si la ausencia del nombre del Señor fuese una razón justificada de que el libro no puede ser de Dios.
Ahora bien, espero demostrar que el hecho de que el nombre de Dios no figure allí es parte de la excelencia del libro; porque hay ocasiones en las que Dios vela su gloria. No hay ocasión en la cual Él no obre, pero no siempre permite que su nombre sea oído o que sus caminos sean advertidos.
Veremos que el hecho de que el nombre de Dios esté ausente es precisamente lo que el carácter del libro requiere; y ello, en lugar de debilitar el derecho de Ester a ocupar su lugar en el santo Volumen, más bien mostrará la perfección de los caminos de Dios, hasta en un hecho tan excepcional como la ausencia de su nombre en todo un libro.
Debemos comprender, entonces, qué es lo que Dios tiene en vista: Él aquí está hablando de su antiguo pueblo bajo circunstancias en las cuales no podía pronunciar Su nombre en relación con ellos, debido a que el pueblo se hallaba en una posición totalmente irregular. Propiamente hablando, en el libro de Ester ellos no tienen ninguna posición en absoluto. No podríamos decir exactamente lo mismo con respecto a aquellos judíos que subieron desde Babilonia de acuerdo con el permiso que les otorgó Ciro, el persa, conforme a las profecías. Lo cierto es que ni siquiera en lo que respecta al remanente Dios le llama "pueblo mío" (véase Oseas 1:9, 10). Al permitir a Nabucodonosor que arrasara las tierras de la casa de David y de las tribus que todavía continuaban siendo fieles a su compromiso, Dios les quitó su título por un corto tiempo, y ese título aún no les ha sido restituido. No obstante, está a buen resguardo. Dios tiene el propósito de restablecerlos en la tierra de su heredad; pero el título de propiedad, por de pronto, ha desaparecido. Esto no significa que se haya perdido, sino que está reservado. Dios lo guarda en secreto para ellos.

Reintegración futura del pueblo
Cuando llegue el día en que Israel sea reintegrado, Dios los introducirá gradualmente en el lugar que les corresponde y en la relación debida, y entonces vendrán los días del cielo en la tierra.
Pero estaba lejos todavía de ser así, ni siquiera con el remanente que subió desde Jerusalén. Allí, como sabemos, el libro de Esdras los muestra centrados en torno al altar de Dios y construyendo Su casa; y el libro de Nehemías los presenta realzando su distinción. Si bien ellos habían perdido su título, no habían perdido a su Dios. Aun cuando Dios no los había de llamar "pueblo mío", ellos, al menos, lo llamarían a Él "nuestro Dios". La fe podía apropiarse de lo que Dios era para ellos cuando Él no podía llamarlos "pueblo mío". Por consiguiente, ellos construyeron los muros de Jerusalén para que su pueblo pudiera tener, aun en su debilidad, el sentido de su separación para Él. Esto caracterizó toda su vida; no solamente su vida religiosa, sino su vida entera. En el libro de Esdras se considera la vida religiosa del pueblo. En Nehemías se tiene en vista toda su vida consagrada a Jehová. Pero el libro de Ester presenta un aspecto completamente diferente: ¿Qué fue de los judíos que no subieron a Jerusalén? ¿Qué fue de aquellos que permanecieron sordos al permiso de Ciro o no valoraron la libertad de subir a la tierra en la cual los ojos de Dios se posaron y en la que todavía Él, de acuerdo con sus propósitos, habrá de exaltar Su nombre, a su Hijo, el Mesías, así como también al pueblo de su elección, entonces en verdad para ser manifiestamente reconocidos por Él?
El libro de Ester es la respuesta a tal pregunta. Nos muestra que, aun cuando Dios no podía reconocerlos de ninguna manera, y que ellos tampoco le reconocían públicamente; aun cuando no había ninguna señal de parte de Dios ni de parte del pueblo, y el nombre de Dios, por consecuencia, permanece enteramente en secreto —pues no se lo menciona ni una sola vez en todo el libro—, aun cuando ocurre todo esto se ve la mano y la actuación secreta de Dios en favor de su pueblo, por más que este último se hallara en la condición más irregular. Ésta es la naturaleza del libro, y la solución, creo yo, de la dificultad en cuanto al hecho de que el nombre de Dios no se mencione ni una sola vez en él. Veremos abundante confirmación de lo que acabo de afirmar cuando examinemos el libro. Hasta ahora no he hecho más que una somera alusión a su carácter para poder considerarlo con más detenimiento a medida que los varios incidentes se desarrollen ante nosotros.

La grandeza de Asuero y de su imperio
De repente nos encontramos en un notable banquete ofrecido por el rey Asuero, quien, supongo, es aquel conocido en la historia profana como Jerjes. No tiene mayor importancia saber si este rey fue Jerjes o Artajerjes, o siquiera otro que haya sido propuesto como la verdadera posibilidad. Debemos recordar que el título de «Asuero» era de aplicación general, así como el de «Faraón» fue de uso general en Egipto y «Abimelec» entre los filisteos; es decir, hubo muchos Faraones y muchos Abimelec. De la misma manera, entre los persas hubo varios que llevaron el nombre de «Asuero». A qué Asuero se refiere nuestro libro es una incógnita; no obstante, no es una cuestión de importancia; si lo fuera, Dios nos lo hubiera dicho. Presumo, empero, que se trató realmente de Jerjes, en parte por el carácter del hombre: un hombre de recursos prodigiosos, infinita riqueza, inmensa exuberancia y vanidad; un hombre, incluso, poseedor del carácter más caprichoso y arbitrario. Advertiremos estas cualidades en la conducta que observó para con su esposa, así como también en su conducta hacia los judíos. Veremos, pues, la historia de una parte notable del reinado de este caprichoso monarca; porque si hubo un rey persa que pudo haber sido supuestamente de mano dura para con los judíos, fue éste. Darío fue un gran admirador de Ciro y, por consiguiente, un gran amigo de los judíos. Jerjes no fue amigo de nadie, sino de sí mismo. Fue sencillamente un hombre que vivió para agradarse a sí mismo, para satisfacer sus gustos y pasiones conforme a los copiosos recursos que la providencia de Dios había colocado en sus manos y que él derrochó en su propia lujuria, tal como, lamentablemente, la mayoría de los hombres lo hacen.

 Desobediencia y destitución de Vasti
Este libro nos presenta, pues, a Jerjes en una época del Imperio Persa cuando el mismo se hallaba compuesto no solamente por 120 provincias, como sucedía en tiempos del reinado de Darío, el meda, y de Ciro, el persa. En el libro de Daniel encontramos que, a raíz de las conquistas, fueron anexionadas más tarde siete provincias. Jerjes reinó, pues, en un tiempo en el que el Imperio Persa se hallaba en la cima de su gloria y de sus recursos, y él tenía toda la pompa y circunstancias del Imperio a su alrededor, todas las grandezas y sátrapas de su vasto Imperio.




Bajo estas circunstancias él manda llamar a Vasti, quien se niega a acudir. Esto enfureció al arbitrario y caprichoso monarca. Vasti desobedeció al rey. Se negó conforme al singular deseo de retraimiento que caracterizaba a la mujer persa. Se negó a satisfacer sus deseos. Él quería exhibir su belleza ante todo el mundo, y ella no aceptó. La consecuencia fue que el rey procuró el consejo de sus nobles, y uno de ellos le sugirió, con audacia, la destitución de Vasti. Éste es, en efecto, el primer gran paso en la providencia de Dios que nos presenta este libro, a raíz del cual se desenvuelven todos los acontecimientos notables.

NINGUNA MIEL

Levítico Cap2; 6:14-18; 7:9-10

“Ninguna ofrenda que ofreciereis a Jehová será con levadura; porque de ninguna cosa leuda, ni de ninguna miel, se ha de quemar ofrenda para Jehová” (Levítico 2:11).
Los primeros capítulos del libro de Levítico desarrollan todo lo relativo a las diversas formas de ofrendas con las que un hijo de Israel, podía acercarse al altar de Jehová (Levítico Cap. 1 a 7). Así, tenemos el holocausto, las oblaciones, los sacrificios de paz y las ofrendas expiatorias (el sacrificio por el pecado y el sacrificio por la culpa). Y es notorio considerar que en cada una de estas formas, existían a la vez distintas variantes según el caso particular. Mas lo verdaderamente precioso para nosotros, es que las diversas clases de ofrendas con sus particularidades especiales en cada caso, así como la variedad de formas que adquiría el ritual que las presentaba, hablaban siempre de los diversos aspectos y glorias de la persona y de la obra del Señor Jesucristo. Hay una riqueza particular cuando adentramos en los detalles de estos sacrificios, pues nos ponen, de una forma muy especial, en contacto con la preciosa persona y la obra redentora de nuestro Salvador. Entonces, todo este libro de Levíticos, que a primera impresión aparece como un manual de interminables ritos y ceremonias del judaísmo, y que a simple vista pudiesen estimarse como irrelevantes para nosotros, se torna en un vasto y precioso mar de singular belleza que expresa la grandeza y el más variado abanico de glorias y dignidades de la persona de Jesucristo, y los más variados efectos, alcances y perfecciones de su obra en la cruz. En fin, todas las ofrendas levíticas son tipos que asombrosamente se cumplen de una u otra forma en Jesucristo y la cruz de Jesucristo. Dicho de otra manera, las diversas víctimas y ofrendas hablaban de las perfecciones y glorias de una sola persona y de un solo sacrificio: el Hijo de Dios y su magna obra de la cruz (Hebreos 9:23; 10:22).


En esta oportunidad, nosotros solo nos referiremos a la oblación u ofrenda de presentes, u ofrenda vegetal. Y en especial, trataremos un aspecto muy singular de la misma: la prohibición absoluta de la miel en ella. Ésta ofrenda, era la única que era incruenta pues allí no había sangre; y era especialmente, una ofrenda de olor grato a Jehová (Levítico cap. 2; 6:14-22; 7:9-10). Los sacerdotes la hacían arder sobre el altar para memorial. “Ofrenda encendida es, de olor grato a Jehová” (Levítico 2:2,9). “Y lo que resta de la ofrenda será de Aarón y de sus hijos; es cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová” (Levítico 2:3,10). La misma ofrenda que deleitaba en olor grato a Dios, hacía acepto al oferente a la vez que era también alimento de la casa sacerdotal; pero por sobre todo, la ofrenda en sí, expresaba las perfecciones y glorias de la humanidad del Señor Jesucristo. La flor de harina, que era generalmente la base de todas las formas de oblaciones, era el punto de partida de estas diversas formas, ya se tratase del puño de harina, de la torta cocida en horno, en sartén o en cazuela. Las cuales, como hemos dicho, siempre expresaban la perfecta humanidad y consistencia[1] moral del Señor (Levítico 2:4-7). La flor de harina era el elemento básico de estas ofrendas, y como hemos dicho, expresión de la perfecta humanidad del Señor Jesucristo en todo guardando una armonía, delicadeza y consistencia moral que agrada perfectamente a Dios.
Esa flor de harina, finamente molida, homogénea, balanceada, delicada, consistente a la vez que suave, agradable al tacto, expresaba en todo esa humanidad sin tacha de Jesús. Mas había otros ingredientes que necesariamente entraban en la constitución de la oblación: el aceite, el incienso y la sal; como así también había otros elementos que estaban prohibidos de la manera más definitiva: la levadura y la miel. El aceite, figura del Espíritu Santo (1 Samuel 16:13), entraba en la oblación de dos formas: amasado juntamente con la harina, y ungido sobre la torta. El primer caso nos ilustra cómo el Espíritu Santo tiene que ver directamente con el engendramiento mismo de la humanidad del Señor (Lucas 1:35); y el segundo, tiene que ver con su ungimiento con el Espíritu Santo (Mateo 3:16-17; Hechos 10:38). El incienso representa todas las excelencias, perfecciones y glorias morales de Jesús, que particularizaron la perfección de su santa humanidad (Cantares 1:3); en tanto que la sal, expresa el poder intrínseco de su santidad que de ninguna manera podía ser corrompida, y expresa también la fidelidad divina (Levítico 2:13; Números 18:19; Mateo 5.13).
Como dijimos, así como había elementos necesariamente presentes en la oblación, había también aquellos que estaban absolutamente prohibidos: la levadura y la miel. La levadura es una conocida figura del pecado y la hipocresía (Lucas 12:1; 1 Corintios 5:6-8; Gálatas 5:9); por lo tanto, era cosa que debía ser excluida de aquello que expresa la perfección y santidad incólume del Señor Jesús. La miel, por su parte, habla de la dulzura natural; de aquello que puede ser sumamente grato al hombre, pero en lo que Dios de ninguna manera puede holgarse, pues representa la engañosa capacidad de dar deleite por medio de las gracias naturales del hombre en Adán. Cuando la torta era quemada en el altar, Dios entraba en el gozo del extasiante aroma del incienso (las glorias y perfecciones morales del Señor), pero no en la dulzura de una miel que corresponde al engañoso deleite del placer que genera todo lo que pertenece al hombre natural no regenerado.
Así como el incienso habla de las glorias morales de la perfecta humanidad del Señor Jesucristo, el hombre del cielo (1 Corintios 15:47), la miel habla de los deleites, gratificaciones y glorias naturales del ruinoso hombre en Adán. La naturaleza puede contener dignidad natural y presagiosas cualidades que agradan y embelesan, que cautivan y endulzan, que otorgan una gracia puramente humana que hacen confundir lo que es divino con lo que es puramente terreno; que hacen confundir la gracia de Dios con la dulzura que mana de la naturaleza de pecado. La miel, como expresión de la gratificación y dulzura del hombre natural, es el deleite que agrada al hombre con la misma intensidad que ofende a Dios. El gran engaño de “la miel” es aparecer como si se tratase de la dulzura de la gracia de Dios, pero siendo en verdad, lo que es puramente un sentimiento y un gozo de la humanidad en Adán, endulzando y complaciendo esa humanidad. Humanidad sesgada en todo vicio, y en la cual habita la misma naturaleza de pecado. Como hombres que somos, somos dados a sentir gran complacencia con todo lo que nos gratifica humanamente, y todo lo que supone un trato apacible, amoroso, dulce y cortés que nos hace sentir considerados y respetados; pero desde que esta amabilidad no es fruto del Espíritu Santo sino una pura miel de la astuta y engañosa humanidad adámica, el asunto queda al nivel de ese dulzor puramente humano y terrenal, al nivel del orden de lo que pertenece a la engañosa naturaleza no regenerada y vacía de Dios. En fin, al nivel de lo que agrada al hombre a la vez que excluye a Dios. Es por eso que tenemos entonces esa prohibición absoluta acerca de que ninguna miel debía endulzar la ofrenda de torta o las oblaciones. En el Señor Jesucristo no hallamos jamás esa forma de humanidad que engaña generando la complacencia del hombre al hombre, dejando a un lado la santidad, la verdad y los derechos de Dios. Generalmente cuando el hombre busca agradar y complacer al hombre, no solo está buscando detrás de ello un interés personal, sino que además tiene que dejar a Dios a un lado. La dulzura de la naturaleza nunca es la gracia de Dios, por más que a simple vista se le asemeje, y aun se le asemeje mucho. Y es sumamente interesante para nosotros, considerar cómo el Señor Jesucristo en su vida y ministerio, dejó toda miel natural a un lado, ya cuando se procuraba ver esa miel en Él mismo ya cuando se procuraba “untar” en su santa persona. Dicho a través del tipo que nos ocupa, ni la torta de la oblación era amasada con miel ni se permitía que fuese de alguna manera untada con ella. Ninguna miel tenía que ver con ella así como ninguna “gracia”, “cumplido” o “dignidad” natural podía ser aceptada en Jesucristo y por Jesucristo. Y esto queda en evidencia en el hecho de que cada vez que el hombre quiso hallarla allí o colocarla allí, Él no dejó pasar por alto tal pretensión sin reprenderla, aun cuando quien tenía frente a sí, procuraba enaltecerle. Es verdaderamente precioso observar que el Señor Jesucristo jamás dejó que el hombre le enalteciera como hombre; esto es, que su humanidad y las manifestaciones de su humanidad fuesen vistas como la virtud, dignidad y gracia de un hombre natural, de un hombre en Adán. Si en el elogio la naturaleza veía en Él la naturaleza, y no al Hijo de Dios o a Dios habitando su humanidad, Él siempre tuvo una palabra de represión a ello. Jamás calló cuando se le atribuyó “miel” a su persona, o se lo quiso “endulzar” o gratificar con tal influencia venida del hombre natural y dirigido al hombre natural.
 “Una mujer de entre la multitud levantó la voz y le dijo: Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste. Y él dijo: Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan” (Lucas 11:27-28). Mientras el Señor enseñaba, una mujer grita de entre la multitud expresando un halago hacia su persona, pero haciéndolo al nivel de la naturaleza. Es como si esta mujer hubiese dicho: “qué dichosa será la madre de un hombre así”; o “que dichosa la madre de un maestro o profeta que enseña de tal manera”; o “qué gozosa la dignidad de este maestro que así honra y da gloria a su madre que le trajo al mundo”. Cualquiera de estas premisas suponía ver al Señor reducido a un hombre de mérito y sabiduría, o inclusive a un prestigioso profeta o maestro, pero perdiéndose totalmente de vista al Cristo y al Hijo de Dios. Esta mujer ve y honra un vínculo en la naturaleza, y nada más. Ella ve una madre que es dignificada por el mérito de su hijo, pero no ve al Hijo de Dios. Ella excluye a Dios para procurar dar deleite a la naturaleza. Ella ve “miel” donde no había “miel”, y pretende untar con “miel” a quien en verdad la aborrecía. Las palabras de esta mujer de entre la multitud honraban tanto al Señor como a su madre, pero de una forma totalmente equivocada. La honra del Señor es la honra del Hijo de Dios, es la honra de Aquel que es la perfecta expresión y revelación de Dios, y cuya palabra es la Palabra de Dios, y no la de un hombre distinguido con enseñanza meritoria. Su palabra no era la de un maestro más, sino la Palabra de Dios mismo. Mas Jesucristo no puede quedar callado ante tal pretensión de alabanza, ni puede recibirla como algo que le pertenece; entonces, Él la redarguye diciendo: “Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan”. El Señor reprende a ese corazón que pudiese estar bien intencionado pero sin inteligencia espiritual alguna. Esa mujer veía un vínculo gozoso en la naturaleza, un vínculo meritorio entre una madre con su hijo, pero dejaba de lado un vínculo muy superior: el de aquellos que gozan de comunión con Dios porque oyen y guardan su Palabra. ¡Qué bella es aquí la gloria moral de Jesús! Él no impone que se le reconozca como Hijo de Dios, pero redarguye esa visión equivocada que queda en la superficie e ingenuidad de la gratificación de un vínculo natural y una alabanza al hombre natural, para introducir en la escena una dicha y parte muy superior: la de los que oyen y guardan la Palabra de Dios. Así, la bienaventuranza es quitada de una relación en la naturaleza y reconocida en el precioso vínculo del hombre con su Dios.
Esas voces que se levantan para dar alabanza a nivel puramente humano, suelen resultarnos muy agradables y placenteras, pero son la miel del hombre buscando la miel en el hombre. Es interesante observar que el Señor nunca alabó a la naturaleza o a la humanidad como simplemente humanidad en Adán, ni dejó que en Él mismo se la alabase en tal calidad cuando así era visto por la miopía del mortal.
“Un hombre principal le preguntó, diciendo: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo Dios” (Lucas 18:18-19). En el conocido pasaje de la plática del joven rico con Jesucristo, el Señor es considerado como un “maestro bueno”. Y si bien es cierto que Él era Maestro, de ninguna manera lo era en la forma en que este principal lo veía y vertía su cumplido. El Señor podía admitir el título de Maestro porque en verdad lo era, pero no podía recibirlo con el cumplido que lo asociaba a un “hombre bueno”, pues la bondad natural del hombre para nada es la bondad de Dios. La bondad humana y natural es cosa completamente opuesta a la bondad divina. Este joven rico veía al Señor desde una óptica completamente equivocada, desde la naturaleza; y entonces, podía apreciar bondad, pero una bondad que Él entendía como cosa puramente humana. Y el Señor de ninguna manera calla ante este cumplido, sino que lo reprende. Si es que hay que hallar bondad en lo que es por naturaleza, entonces solo hay que verla en la perfecta naturaleza increada y eterna de Dios. “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo Dios”. ¡Qué preciosa reprensión! El Señor no reconoce la bondad natural del hombre; ella nada vale ante los ojos de Dios. La bondad natural del hombre en Adán se halla contaminada y en relación a la vieja naturaleza de pecado. Y si es que hay que reconocer bondad, es en Dios. Jesús le responde conforme la visión corta de este joven, pues si éste en Él hubiese visto a Dios, también hubiese aceptado ser bueno; pero si ve a un hombre bueno, no puede de ninguna manera recibir el cumplido. Así, desde un primer momento el Señor toma una posición de separación de con la alabanza del hombre hacia el hombre.
Muchas veces un cumplido que honra esconde el deseo de obtener una respuesta que honre. Pero el Señor para nada tiene miramientos con el corazón avaro de éste rico lleno de justicia propia, al cual entristece poniendo en evidencia su avaricia (Lucas 18:22-24). Posiblemente este rico pensaría causar admiración y obtener gloria por su supuesta obediencia a los mandamientos, para finalmente marcharse con la dulce aprobación de Jesucristo. Mas jamás se halló en el Señor ni la aceptación de la miel que otro le atribuyera, ni Él mismo contestó con la miel que otro desearía, pues Él jamás enalteció al hombre en Adán, por más que este asuma una forma piadosa y religiosa. En nuestro diario vivir, podemos hallar personas naturalmente buenas pero ello no es la obra ni la regeneración divina. La bondad puramente humana es engañosa tanto en nosotros como en otros.
Tomemos ahora otro episodio. Los fariseos “consultaron cómo sorprenderle en alguna palabra. Y le enviaron los discípulos de ellos con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito dar tributo a César, o no? Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas?” (Mateo 22:15-18). No estamos ahora considerando la cuestión del tributo a César sino ese extenso cumplido, lleno de adulaciones, con que se procuró “endulzar con miel la santa oblación”. Notemos que este cumplido dice cosas completamente ciertas, pues el Señor enseñaba la verdad sin miramientos a lo que el hombre pudiese decir o cuestionar; mas Él reprende a los herodianos diciéndoles: “¡hipócritas!” El cumplido sin fe, la alabanza que se da al hombre con el deliberado y oculto propósito de conseguir aquello que el corazón caído anhela, fue despreciado de cuajo y reprendido duramente por Jesucristo. Jamás una adulación, jamás una alabanza, jamás una zalamería, jamás una honra fue aceptada y recibida en tanto que viniese del hombre natural en su pretensión de “volcar miel sobre la santa oblación”. Nosotros solemos toparnos con personas que tienen una artera capacidad para hacernos sentir bien por medio de adulaciones, que tienen una verba gratificante, notables consideraciones especiales, e incluso un trato distinguido y respetuoso; que tienen esa artera capacidad de comprar con afectos o con maneras y formas que trasmiten gozo; pero todo esto puede provenir de la artificial maquinaria del hombre agradando al hombre. Nos encanta que nos traten bien, que nos respeten, que nos agasajen, que nos adulen, que nos reconozcan y consideren, pero todo este “endulzamiento” es falsa gracia cuando tiene su inicua fuente en esa “miel” puramente natural y adámica, que esconde y busca propósitos puramente humanos. El Espíritu Santo sin duda que produce en nosotros un espíritu afable y lleno de gracia, y un trato gentil para con los demás, pero es cosa bien distinta lo que es del Espíritu respecto de todo lo que es la miel natural del hombre adámico (Gálatas 5:16-26). Estos hipócritas podían decir: “Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres...”, sin que ello para nada tuviese que ver con Dios y con el Espíritu de Dios. El trato amoroso, las consideraciones y alabanzas con que se busca agradar a otros, suelen esconder por detrás, el premeditado propósito de captar almas para que me sigan, que respondan a mí mismo, que se sujeten a mi persona, o que me aprueben y concedan lo que yo quiero. Es sin duda una distinguida gloria moral en el Señor, el hecho de que Él jamás dejó sin reprender, o al menos objetar, esa miel o dulzura de la naturaleza caída. Él estaba lleno de gracia (Juan 1:14), pero la gracia de Dios no es la dulzura de la miel humana. Cuando nosotros damos sanción de aprobación a la dulzura puramente humana, estamos introduciendo esa venenosa influencia de la miel natural. Sin duda que debemos cultivar la gracia en el trato con todo hombre, pero no la dulzura de la naturaleza. Aun como creyentes, debemos juzgar nuestro propio carácter y conducta cuando utilizamos nuestra naturaleza para agradar. Después de haber creído y renacido por la Palabra y el Espíritu, podemos conservar aspectos de nuestro trato con otros que aplican esa indeseable “miel” de la naturaleza, y es por eso que debemos ejercer continuamente el juicio propio.
La falsa compasión del hombre hacia el hombre, esos sentimientos de piedad puramente humana y natural, aunque pudiesen ser bienintencionados, también fueron despreciados por el Señor. Notemos: “Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?” (Lucas 23:27-31). Cualquiera pensaría que el Señor, cuando iba camino a la cruz, aceptaría la compasión de las mujeres que le seguían llorando y haciendo lamentación por Él. El hombre, bajo ciertas circunstancias puede ser sensible y conmoverse por la injusticia y el dolor que padece un prójimo o un inocente, más por lícito que esto parezca, todo queda a nivel del hombre y de los sentimientos del hombre. Si en Jesús camino a la cruz estas mujeres solo podían conmoverse y llorar por uno que ya flagelado iba al cruel tormento, y aunque ello fuese en el más puro sentimiento de toda la simpatía y sinceridad humana, el asunto era reducir al Señor a un hombre que, como muchos otros, han padecido injustamente. “La miel” de la naturaleza nunca puede entrar en el discernimiento de los caminos de Dios. Jesús no podía recibir de estas mujeres un compadecimiento que se redujese a la visión que un hombre tiene de otro. Él no podía aceptar miel que procedía de la naturaleza; y entonces dice a estas mujeres: “no lloréis por mí”. Si tenían que llorar algo a nivel humano, era por sí mismas y por sus hijos en vista del terrible juicio que caería sobre la Jerusalén que despreciaba y vomitaba a su Mesías. Toda la miel o compasión puramente natural que un hombre o una mujer pudiesen tener para con el Señor, le era cosa aborrecible. La lástima humana, el compadecimiento del mortal, el lamento y las lágrimas de los sentimientos adámicos de la criatura, no son la fe ni lo que el Espíritu produce en el sentir de la gracia. Son simplemente movimientos de los pensamientos, afectos y voluntad del hombre natural. Pensamientos y afectos que no condenamos en tanto que surgen de la buena intencionalidad de otro, pero que sí discernimos cómo de la naturaleza y no del Espíritu. Distinta cosa sería si estas mujeres hubiesen reconocido en Jesucristo, al Hijo de Dios que padecía la injusticia del hombre. ¡Qué distinta fue la honra que el Señor recibió de María y aprobó en María! (Juan 12:1-8).
              La miel de la consideración, del halago, de la refinada cortesía, de los modales de la cultura y de la alabanza afectada, que dan tan buen resultado en la vida y convivencia social del hombre natural que habita este mundo, no podían jamás agradar al Señor Jesús ni modificar su santa apreciación de cada cosa tal como Dios mismo la estimaba. La oblación no tenía miel de ningún tipo, ni en su masa ni en su superficie. No era ni amasada ni ungida con miel. Cuando nuestro objeto es Dios y solo buscamos honrar y agradar a Dios, agradaremos al hombre si ello agrada a Dios, pero le desagradaremos si ello agrada a Dios. Si lo que verdaderamente me importa es agradar a Dios, no temeré si ello importa desagradar al hombre. Dudemos siempre de ese trato zalamero, de esas alabanzas afectadas, de esa dulzura artificial y esas grandes consideraciones y cortesías tras las que el hombre busca sus propios y egoístas propósitos. La verdadera adoración a Jesucristo no es la de la miel de la naturaleza, sino la del “incienso puro” que se quema para su honra y gloria; es la del perfume fino que se derrama sobre Él en el pleno reconocimiento y exaltación de lo que es su persona y su obra(Juan 12:3; Lucas 7:37-38; Mateo 26:7).


[1] En esta ocasión no nos referiremos a las oblaciones que eran ofrendas de primicias (Levítico 2:12-16).

Oí la voz del Salvador

Oí la voz del Salvador 
Decir con tierno amor: 
“¡Oh, ven a mí, no temas más, 
Cargado pecador!” 
Tal como fui, a mi Jesús 
Cansado acudí, 
Y luego, dulce alivio y paz 
Por fe de él recibí.


Oí la voz del Salvador 
Decir: “Venid, bebed; 
Yo soy la fuente de salud 
Que apaga toda sed.” 
Con sed de Dios, del vivo Dios, 
Buscando a Emanuel, 
Lo hallé; mi sed él apagó, 
Y ahora vivo en él.



Oí su dulce voz decir: 
“Del mundo soy la luz; 
Miradme a mí y salvos sed, 
Hay vida por mi cruz.” 
Mirando a Cristo, luego en él 
Mi norte y sol hallé; 
Y en esa luz de vida, yo 
Feliz siempre andaré.

Horatius Bonar
(19 Diciembre de 1808- 31 de Mayo de 1889)

Doctrina: El pecado (Parte IV)

IV. TERMINOS USADOS.
En español como en el griego y en el hebreo no existe una sola palabra para indicar el concepto de pecado. Si bien es cierto que usamos  esta palabra para identificar en forma primaria una acción contra alguien. Para esta palabra encontramos que proviene del latín  posiblemente de dos palabras muy similares. Una es “pecca” (mácula, mancha) que significa mancha y de ahí la nace la expresión “inmaculada” en la religión tradicional; pero también puede provenir “peccatum” que expresa una falta o acción culpable; en su raíz, ésta palabra indica tropiezo, pues proviene de la palabra “pod”, que significa pies. 
Por lo tanto,  ya sea que la palabra “pecado” provenga de la primera expresión como de la segunda, ambas denotan la acción negativa en el alma de la persona que comete una acción contra la Majestad de las alturas.

ANTIGUO TESTAMENTO
En el Antiguo Testamento encontramos las siguientes palabras que se han traducido como pecado o en relación a alguna falta[1]:

Chata: En todas sus formas esta palabra básica para designar el pecado ocurre cerca de 522 veces en el Antiguo Testamento. Su significado básico es errar el blanco y equivale a la palabra griega hamartano. Pero errar el blanco también implica dar en algún otro lugar; i.e., cuando uno yerra la marca correcta, y por ello peca, también le da a la marca incorrecta. La idea no es solamente una acción pasiva de fallar el golpe, sino también una activa de dar donde no debe. Se emplea acerca de mal moral, idolatría, y pecados ceremoniales. Algunas referencias importantes incluyen Éxodo 20:20; Jueces 20:16; Proverbios 8:36; y 19:2.

Ra: Esta palabra equivale a kakos o poneros, lleva en sí la idea básica de romper o arruinar. A menudo significa calamidades, y se traduce por la palabra mal” muchas veces. Puede indicar algo injurioso tanto como algo moralmente incorrecto (Génesis 3:5; 38:7; Jueces 11:27). En Isaías 45:7 se dice de Dios que forma la luz y crea las tinieblas, la paz y el ra. Algunos entienden que esto significa calamidades y otros, el mal. Si es esto último, entonces solamente puede indicar que todas las cosas, aun el mal, están incluidos en el plan de Dios, aunque la responsabilidad de cometer los pecados la carga la criatura, no el Creador.

Pasha: La idea básica de esta palabra es rebelarse, aunque generalmente se traduce “transgresión”. Nótese 1 Reyes 12:19; 2 Reyes 3:5; Proverbios 28:21; e Isaías 1:2.

Awon: Esta palabra incluye a la vez las ideas de iniquidad y culpabilidad las cuales estaban muy relacionadas en el pensamiento hebreo (1 Samuel 3:13). Note su uso en conexión con el Siervo Sufrido (Isaías 53:6), y en relación con el pecado desafiante (Números 15:30–31).

Shagag: La palabra significa errar o descarriarse como lo hiciera una oveja o un borracho (Isaías 28:7). Se refiere al error del cual fue responsable el que lo cometió. Así que en la ley implica que el que se descarría tenía la responsabilidad de conocer lo que la ley mandaba (Levítico 4:2; Números 15:22).

Asham: Casi todos los usos de esta palabra están relacionados con el rito del tabernáculo y el templo en Levítico, Números y Ezequiel. Culpabilidad delante de Dios es la idea principal. Designa las ofrendas por la culpa y el pecado y, por lo tanto, incluye tanto la culpa intencional como la no intencional (Levítico 4:13; 5:2–3).

Rasha: Rara vez usada antes del Exilio, ocurre con frecuencia en los Salmos, Ezequiel, y en la literatura sapiencial. Significa lo malo, lo opuesto a lo justo (Éxodo 2:13; Salmo 9:16; Proverbios 15:9; Ezequiel 18:23).

Taah: Esta palabra significa extraviarse, descarriarse, en el sentido premeditado, no accidental, aunque la persona no se dé cuenta de la extensión de su pecado. (Números 15:22; Salmos 58:3; 119:21; Isaías 53:6; y Ezequiel 44:10, 15)

Del estudio de las palabras podemos llegar a ciertas conclusiones respecto a la enseñanza del Antiguo Testamento sobre el pecado.

(1) El pecado puede tomar muchas formas, y a causa de la variedad de palabras usadas, un israelita podía estar consciente de la forma particular que tomaba su pecado.
(2) El pecado es aquello que va contrario a una norma, y en definitiva es desobediencia a Dios.
(3) Mientras que la desobediencia incluía tanto la idea de lo positivo como la de lo negativo, el énfasis está sobre la comisión positiva del mal y no meramente en la omisión negativa del bien. El pecado no era solamente errar el blanco, sino dar donde no debía.

NUEVO TESTAMENTO.
El Nuevo Testamento emplea por lo menos una docena de palabras para describir el pecado. Muchas de estas tienen referencia a las que encontramos en el Antiguo Testamento

Kakos: Con la connotación de malo, el adverbio se usa algunas veces en alusión al mal físico, es decir enfermedad (Marcos 1:32), pro el adjetivo usualmente indica mal moral (Mateo 21:41; 24:48; Marcos 7:21; Hechos 9:13; Romanos 12:17; 13:3–4, 10; 16:19; 1 Timoteo 6:10).

Poneros: Este es un término básico para el mal y casi siempre indica mal moral (Mateo 7:11; 12:39; 15:19; Hechos 17:5; Romanos 12:9; 1 Tesalonicenses 5:22; Hebreos 3:12; 2 Juan 11). También se le aplica a Satanás (Mateo 13:19, 38; 1 Juan 2:13–14; 5:18; y posiblemente Mateo 6:13 y Juan 17:15) y a los demonios, que son llamados espíritus malos (Lucas 11:26; Hechos 19:12).

Asebes: Con el significado de impío, esta palabra aparece mayormente en 2 Pedro y Judas referente a los apóstatas impíos. A los no salvos se les denomina impíos (Romanos 4:5; 5:6). Ocasionalmente aparece con otras palabras que denotan pecado (1:18; 1 Timoteo 1:9; 1 Pedro 4:18).

Enochos: La palabra significa culpable y usualmente se refiere a alguien cuyo crimen merece la muerte (Mateo 5:21–22; Marcos 14:64; 1 Corintios 11:27; Santiago 2:10).

Hamartia: Cuando un escritor quería una palabra inclusiva para el pecado, usaba esta. La metáfora tras la palabra es errar el blanco, pero, como en el Antiguo Testamento, esta no es solamente una idea negativa sino que también incluye la idea positiva de darle a la marca equivocada. Cuando se usa en los Evangelios casi siempre ocurre en un contexto que habla del perdón o la salvación (Mateo 1:21; Juan 1:29). Otras referencias instructivas incluyen Hechos 2:38; Romanos 5:12; 6:1; 1 Corintios 15:3; 2 Corintios 5:21; Santiago 1:15; 1 Pedro 2:22; 1 Juan 1:7; 2:2; Apocalipsis 1:5.

Adikia: Esta se refiere a cualquier conducta injusta en el sentido más amplio. Se le aplica a personas no salvadas (Romanos 1:18), al dinero (Lucas 16:9), a las partes del cuerpo humano (Romanos 6:13; Santiago 3:6), y de las acciones (2 Tesalonicenses 2:10).

Anomos: Muchas veces traducida “iniquidad”, la palabra significa sin ley. Se refiere al quebrantamiento de la ley en su sentido más amplio (Mateo 13:41; 24:12; 1 Timoteo 1:9). Escatológicamente, se refiere al anticristo, el inicuo (2 Tesalonicenses 2:8).

Parabates: Con el significado de transgresor, esta palabra usualmente se relaciona a violaciones específicas de la ley (Romanos 2:23; 5:14; Gálatas 3:19; Hebreos 9:7).

Agnoein: Esto puede referirse a la adoración ignorante de otro que no sea el Dios verdadero (Hechos 13:27; Romanos 2:4), pero tal ignorancia hace a uno culpable y necesitado de un pago por el pecado (Hebreos 9:7).

Planao: El extraviarse en un sentido de culpa es el significado de esta palabra (1 Pedro 2:25). Las personas pueden engañar a otras (extraviarlas) (Mateo 24:5–6); las personas se pueden engañar a sí mismas (1 Juan 1:8); y Satanás guía al mundo entero a extraviarse (Apocalipsis 12:9; 20:3, 8).

Paraptoma: La idea de esta palabra es ofender, y en la mayoría de los casos a propósito. Pablo usa esta palabra seis veces en Romanos 5:15–20. Véase También Mateo 6:14; 18:35; 2 Corintios 5:19; Gálatas 6:1; Efesios 2:1; y Santiago 5:16.

Hypocrisis: La palabra incorpora tres ideas: el interpretar falsamente como un oráculo pudiera hacerlo; aparentar, como lo hace un actor; y seguir una interpretación que se sabe que es falsa. Estas ideas parecen unirse en el relato de la defección de Pedro en Gálatas 2:11–21. Los maestros falsos de los últimos tiempos interpretarán falsamente, aparentarán ser lo que no son, y muchos seguirían sus enseñanzas (1 Timoteo 4:2). Los hipócritas, primero se engañan a sí mismos al aceptar como bueno lo malo; después engañan a otros. Esta es la naturaleza terrible de este pecado.
Varias conclusiones se pueden sacar del estudio, de las palabras en el Nuevo Testamento.

(1) Siempre existe una norma clara contra la cual se comete el pecado.
(2) En definitiva todo pecado es rebelión positiva contra Dios y transgresión de Sus normas.
(3) El mal puede asumir una variedad de formas.
(4) La responsabilidad del hombre es definida y claramente comprendida.




[1] Tomados y adaptados de la Teología Básica, C. H. Ryrie, página