viernes, 2 de enero de 2015

NINGUNA MIEL

Levítico Cap2; 6:14-18; 7:9-10

“Ninguna ofrenda que ofreciereis a Jehová será con levadura; porque de ninguna cosa leuda, ni de ninguna miel, se ha de quemar ofrenda para Jehová” (Levítico 2:11).
Los primeros capítulos del libro de Levítico desarrollan todo lo relativo a las diversas formas de ofrendas con las que un hijo de Israel, podía acercarse al altar de Jehová (Levítico Cap. 1 a 7). Así, tenemos el holocausto, las oblaciones, los sacrificios de paz y las ofrendas expiatorias (el sacrificio por el pecado y el sacrificio por la culpa). Y es notorio considerar que en cada una de estas formas, existían a la vez distintas variantes según el caso particular. Mas lo verdaderamente precioso para nosotros, es que las diversas clases de ofrendas con sus particularidades especiales en cada caso, así como la variedad de formas que adquiría el ritual que las presentaba, hablaban siempre de los diversos aspectos y glorias de la persona y de la obra del Señor Jesucristo. Hay una riqueza particular cuando adentramos en los detalles de estos sacrificios, pues nos ponen, de una forma muy especial, en contacto con la preciosa persona y la obra redentora de nuestro Salvador. Entonces, todo este libro de Levíticos, que a primera impresión aparece como un manual de interminables ritos y ceremonias del judaísmo, y que a simple vista pudiesen estimarse como irrelevantes para nosotros, se torna en un vasto y precioso mar de singular belleza que expresa la grandeza y el más variado abanico de glorias y dignidades de la persona de Jesucristo, y los más variados efectos, alcances y perfecciones de su obra en la cruz. En fin, todas las ofrendas levíticas son tipos que asombrosamente se cumplen de una u otra forma en Jesucristo y la cruz de Jesucristo. Dicho de otra manera, las diversas víctimas y ofrendas hablaban de las perfecciones y glorias de una sola persona y de un solo sacrificio: el Hijo de Dios y su magna obra de la cruz (Hebreos 9:23; 10:22).


En esta oportunidad, nosotros solo nos referiremos a la oblación u ofrenda de presentes, u ofrenda vegetal. Y en especial, trataremos un aspecto muy singular de la misma: la prohibición absoluta de la miel en ella. Ésta ofrenda, era la única que era incruenta pues allí no había sangre; y era especialmente, una ofrenda de olor grato a Jehová (Levítico cap. 2; 6:14-22; 7:9-10). Los sacerdotes la hacían arder sobre el altar para memorial. “Ofrenda encendida es, de olor grato a Jehová” (Levítico 2:2,9). “Y lo que resta de la ofrenda será de Aarón y de sus hijos; es cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová” (Levítico 2:3,10). La misma ofrenda que deleitaba en olor grato a Dios, hacía acepto al oferente a la vez que era también alimento de la casa sacerdotal; pero por sobre todo, la ofrenda en sí, expresaba las perfecciones y glorias de la humanidad del Señor Jesucristo. La flor de harina, que era generalmente la base de todas las formas de oblaciones, era el punto de partida de estas diversas formas, ya se tratase del puño de harina, de la torta cocida en horno, en sartén o en cazuela. Las cuales, como hemos dicho, siempre expresaban la perfecta humanidad y consistencia[1] moral del Señor (Levítico 2:4-7). La flor de harina era el elemento básico de estas ofrendas, y como hemos dicho, expresión de la perfecta humanidad del Señor Jesucristo en todo guardando una armonía, delicadeza y consistencia moral que agrada perfectamente a Dios.
Esa flor de harina, finamente molida, homogénea, balanceada, delicada, consistente a la vez que suave, agradable al tacto, expresaba en todo esa humanidad sin tacha de Jesús. Mas había otros ingredientes que necesariamente entraban en la constitución de la oblación: el aceite, el incienso y la sal; como así también había otros elementos que estaban prohibidos de la manera más definitiva: la levadura y la miel. El aceite, figura del Espíritu Santo (1 Samuel 16:13), entraba en la oblación de dos formas: amasado juntamente con la harina, y ungido sobre la torta. El primer caso nos ilustra cómo el Espíritu Santo tiene que ver directamente con el engendramiento mismo de la humanidad del Señor (Lucas 1:35); y el segundo, tiene que ver con su ungimiento con el Espíritu Santo (Mateo 3:16-17; Hechos 10:38). El incienso representa todas las excelencias, perfecciones y glorias morales de Jesús, que particularizaron la perfección de su santa humanidad (Cantares 1:3); en tanto que la sal, expresa el poder intrínseco de su santidad que de ninguna manera podía ser corrompida, y expresa también la fidelidad divina (Levítico 2:13; Números 18:19; Mateo 5.13).
Como dijimos, así como había elementos necesariamente presentes en la oblación, había también aquellos que estaban absolutamente prohibidos: la levadura y la miel. La levadura es una conocida figura del pecado y la hipocresía (Lucas 12:1; 1 Corintios 5:6-8; Gálatas 5:9); por lo tanto, era cosa que debía ser excluida de aquello que expresa la perfección y santidad incólume del Señor Jesús. La miel, por su parte, habla de la dulzura natural; de aquello que puede ser sumamente grato al hombre, pero en lo que Dios de ninguna manera puede holgarse, pues representa la engañosa capacidad de dar deleite por medio de las gracias naturales del hombre en Adán. Cuando la torta era quemada en el altar, Dios entraba en el gozo del extasiante aroma del incienso (las glorias y perfecciones morales del Señor), pero no en la dulzura de una miel que corresponde al engañoso deleite del placer que genera todo lo que pertenece al hombre natural no regenerado.
Así como el incienso habla de las glorias morales de la perfecta humanidad del Señor Jesucristo, el hombre del cielo (1 Corintios 15:47), la miel habla de los deleites, gratificaciones y glorias naturales del ruinoso hombre en Adán. La naturaleza puede contener dignidad natural y presagiosas cualidades que agradan y embelesan, que cautivan y endulzan, que otorgan una gracia puramente humana que hacen confundir lo que es divino con lo que es puramente terreno; que hacen confundir la gracia de Dios con la dulzura que mana de la naturaleza de pecado. La miel, como expresión de la gratificación y dulzura del hombre natural, es el deleite que agrada al hombre con la misma intensidad que ofende a Dios. El gran engaño de “la miel” es aparecer como si se tratase de la dulzura de la gracia de Dios, pero siendo en verdad, lo que es puramente un sentimiento y un gozo de la humanidad en Adán, endulzando y complaciendo esa humanidad. Humanidad sesgada en todo vicio, y en la cual habita la misma naturaleza de pecado. Como hombres que somos, somos dados a sentir gran complacencia con todo lo que nos gratifica humanamente, y todo lo que supone un trato apacible, amoroso, dulce y cortés que nos hace sentir considerados y respetados; pero desde que esta amabilidad no es fruto del Espíritu Santo sino una pura miel de la astuta y engañosa humanidad adámica, el asunto queda al nivel de ese dulzor puramente humano y terrenal, al nivel del orden de lo que pertenece a la engañosa naturaleza no regenerada y vacía de Dios. En fin, al nivel de lo que agrada al hombre a la vez que excluye a Dios. Es por eso que tenemos entonces esa prohibición absoluta acerca de que ninguna miel debía endulzar la ofrenda de torta o las oblaciones. En el Señor Jesucristo no hallamos jamás esa forma de humanidad que engaña generando la complacencia del hombre al hombre, dejando a un lado la santidad, la verdad y los derechos de Dios. Generalmente cuando el hombre busca agradar y complacer al hombre, no solo está buscando detrás de ello un interés personal, sino que además tiene que dejar a Dios a un lado. La dulzura de la naturaleza nunca es la gracia de Dios, por más que a simple vista se le asemeje, y aun se le asemeje mucho. Y es sumamente interesante para nosotros, considerar cómo el Señor Jesucristo en su vida y ministerio, dejó toda miel natural a un lado, ya cuando se procuraba ver esa miel en Él mismo ya cuando se procuraba “untar” en su santa persona. Dicho a través del tipo que nos ocupa, ni la torta de la oblación era amasada con miel ni se permitía que fuese de alguna manera untada con ella. Ninguna miel tenía que ver con ella así como ninguna “gracia”, “cumplido” o “dignidad” natural podía ser aceptada en Jesucristo y por Jesucristo. Y esto queda en evidencia en el hecho de que cada vez que el hombre quiso hallarla allí o colocarla allí, Él no dejó pasar por alto tal pretensión sin reprenderla, aun cuando quien tenía frente a sí, procuraba enaltecerle. Es verdaderamente precioso observar que el Señor Jesucristo jamás dejó que el hombre le enalteciera como hombre; esto es, que su humanidad y las manifestaciones de su humanidad fuesen vistas como la virtud, dignidad y gracia de un hombre natural, de un hombre en Adán. Si en el elogio la naturaleza veía en Él la naturaleza, y no al Hijo de Dios o a Dios habitando su humanidad, Él siempre tuvo una palabra de represión a ello. Jamás calló cuando se le atribuyó “miel” a su persona, o se lo quiso “endulzar” o gratificar con tal influencia venida del hombre natural y dirigido al hombre natural.
 “Una mujer de entre la multitud levantó la voz y le dijo: Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste. Y él dijo: Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan” (Lucas 11:27-28). Mientras el Señor enseñaba, una mujer grita de entre la multitud expresando un halago hacia su persona, pero haciéndolo al nivel de la naturaleza. Es como si esta mujer hubiese dicho: “qué dichosa será la madre de un hombre así”; o “que dichosa la madre de un maestro o profeta que enseña de tal manera”; o “qué gozosa la dignidad de este maestro que así honra y da gloria a su madre que le trajo al mundo”. Cualquiera de estas premisas suponía ver al Señor reducido a un hombre de mérito y sabiduría, o inclusive a un prestigioso profeta o maestro, pero perdiéndose totalmente de vista al Cristo y al Hijo de Dios. Esta mujer ve y honra un vínculo en la naturaleza, y nada más. Ella ve una madre que es dignificada por el mérito de su hijo, pero no ve al Hijo de Dios. Ella excluye a Dios para procurar dar deleite a la naturaleza. Ella ve “miel” donde no había “miel”, y pretende untar con “miel” a quien en verdad la aborrecía. Las palabras de esta mujer de entre la multitud honraban tanto al Señor como a su madre, pero de una forma totalmente equivocada. La honra del Señor es la honra del Hijo de Dios, es la honra de Aquel que es la perfecta expresión y revelación de Dios, y cuya palabra es la Palabra de Dios, y no la de un hombre distinguido con enseñanza meritoria. Su palabra no era la de un maestro más, sino la Palabra de Dios mismo. Mas Jesucristo no puede quedar callado ante tal pretensión de alabanza, ni puede recibirla como algo que le pertenece; entonces, Él la redarguye diciendo: “Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan”. El Señor reprende a ese corazón que pudiese estar bien intencionado pero sin inteligencia espiritual alguna. Esa mujer veía un vínculo gozoso en la naturaleza, un vínculo meritorio entre una madre con su hijo, pero dejaba de lado un vínculo muy superior: el de aquellos que gozan de comunión con Dios porque oyen y guardan su Palabra. ¡Qué bella es aquí la gloria moral de Jesús! Él no impone que se le reconozca como Hijo de Dios, pero redarguye esa visión equivocada que queda en la superficie e ingenuidad de la gratificación de un vínculo natural y una alabanza al hombre natural, para introducir en la escena una dicha y parte muy superior: la de los que oyen y guardan la Palabra de Dios. Así, la bienaventuranza es quitada de una relación en la naturaleza y reconocida en el precioso vínculo del hombre con su Dios.
Esas voces que se levantan para dar alabanza a nivel puramente humano, suelen resultarnos muy agradables y placenteras, pero son la miel del hombre buscando la miel en el hombre. Es interesante observar que el Señor nunca alabó a la naturaleza o a la humanidad como simplemente humanidad en Adán, ni dejó que en Él mismo se la alabase en tal calidad cuando así era visto por la miopía del mortal.
“Un hombre principal le preguntó, diciendo: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo Dios” (Lucas 18:18-19). En el conocido pasaje de la plática del joven rico con Jesucristo, el Señor es considerado como un “maestro bueno”. Y si bien es cierto que Él era Maestro, de ninguna manera lo era en la forma en que este principal lo veía y vertía su cumplido. El Señor podía admitir el título de Maestro porque en verdad lo era, pero no podía recibirlo con el cumplido que lo asociaba a un “hombre bueno”, pues la bondad natural del hombre para nada es la bondad de Dios. La bondad humana y natural es cosa completamente opuesta a la bondad divina. Este joven rico veía al Señor desde una óptica completamente equivocada, desde la naturaleza; y entonces, podía apreciar bondad, pero una bondad que Él entendía como cosa puramente humana. Y el Señor de ninguna manera calla ante este cumplido, sino que lo reprende. Si es que hay que hallar bondad en lo que es por naturaleza, entonces solo hay que verla en la perfecta naturaleza increada y eterna de Dios. “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo Dios”. ¡Qué preciosa reprensión! El Señor no reconoce la bondad natural del hombre; ella nada vale ante los ojos de Dios. La bondad natural del hombre en Adán se halla contaminada y en relación a la vieja naturaleza de pecado. Y si es que hay que reconocer bondad, es en Dios. Jesús le responde conforme la visión corta de este joven, pues si éste en Él hubiese visto a Dios, también hubiese aceptado ser bueno; pero si ve a un hombre bueno, no puede de ninguna manera recibir el cumplido. Así, desde un primer momento el Señor toma una posición de separación de con la alabanza del hombre hacia el hombre.
Muchas veces un cumplido que honra esconde el deseo de obtener una respuesta que honre. Pero el Señor para nada tiene miramientos con el corazón avaro de éste rico lleno de justicia propia, al cual entristece poniendo en evidencia su avaricia (Lucas 18:22-24). Posiblemente este rico pensaría causar admiración y obtener gloria por su supuesta obediencia a los mandamientos, para finalmente marcharse con la dulce aprobación de Jesucristo. Mas jamás se halló en el Señor ni la aceptación de la miel que otro le atribuyera, ni Él mismo contestó con la miel que otro desearía, pues Él jamás enalteció al hombre en Adán, por más que este asuma una forma piadosa y religiosa. En nuestro diario vivir, podemos hallar personas naturalmente buenas pero ello no es la obra ni la regeneración divina. La bondad puramente humana es engañosa tanto en nosotros como en otros.
Tomemos ahora otro episodio. Los fariseos “consultaron cómo sorprenderle en alguna palabra. Y le enviaron los discípulos de ellos con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito dar tributo a César, o no? Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas?” (Mateo 22:15-18). No estamos ahora considerando la cuestión del tributo a César sino ese extenso cumplido, lleno de adulaciones, con que se procuró “endulzar con miel la santa oblación”. Notemos que este cumplido dice cosas completamente ciertas, pues el Señor enseñaba la verdad sin miramientos a lo que el hombre pudiese decir o cuestionar; mas Él reprende a los herodianos diciéndoles: “¡hipócritas!” El cumplido sin fe, la alabanza que se da al hombre con el deliberado y oculto propósito de conseguir aquello que el corazón caído anhela, fue despreciado de cuajo y reprendido duramente por Jesucristo. Jamás una adulación, jamás una alabanza, jamás una zalamería, jamás una honra fue aceptada y recibida en tanto que viniese del hombre natural en su pretensión de “volcar miel sobre la santa oblación”. Nosotros solemos toparnos con personas que tienen una artera capacidad para hacernos sentir bien por medio de adulaciones, que tienen una verba gratificante, notables consideraciones especiales, e incluso un trato distinguido y respetuoso; que tienen esa artera capacidad de comprar con afectos o con maneras y formas que trasmiten gozo; pero todo esto puede provenir de la artificial maquinaria del hombre agradando al hombre. Nos encanta que nos traten bien, que nos respeten, que nos agasajen, que nos adulen, que nos reconozcan y consideren, pero todo este “endulzamiento” es falsa gracia cuando tiene su inicua fuente en esa “miel” puramente natural y adámica, que esconde y busca propósitos puramente humanos. El Espíritu Santo sin duda que produce en nosotros un espíritu afable y lleno de gracia, y un trato gentil para con los demás, pero es cosa bien distinta lo que es del Espíritu respecto de todo lo que es la miel natural del hombre adámico (Gálatas 5:16-26). Estos hipócritas podían decir: “Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres...”, sin que ello para nada tuviese que ver con Dios y con el Espíritu de Dios. El trato amoroso, las consideraciones y alabanzas con que se busca agradar a otros, suelen esconder por detrás, el premeditado propósito de captar almas para que me sigan, que respondan a mí mismo, que se sujeten a mi persona, o que me aprueben y concedan lo que yo quiero. Es sin duda una distinguida gloria moral en el Señor, el hecho de que Él jamás dejó sin reprender, o al menos objetar, esa miel o dulzura de la naturaleza caída. Él estaba lleno de gracia (Juan 1:14), pero la gracia de Dios no es la dulzura de la miel humana. Cuando nosotros damos sanción de aprobación a la dulzura puramente humana, estamos introduciendo esa venenosa influencia de la miel natural. Sin duda que debemos cultivar la gracia en el trato con todo hombre, pero no la dulzura de la naturaleza. Aun como creyentes, debemos juzgar nuestro propio carácter y conducta cuando utilizamos nuestra naturaleza para agradar. Después de haber creído y renacido por la Palabra y el Espíritu, podemos conservar aspectos de nuestro trato con otros que aplican esa indeseable “miel” de la naturaleza, y es por eso que debemos ejercer continuamente el juicio propio.
La falsa compasión del hombre hacia el hombre, esos sentimientos de piedad puramente humana y natural, aunque pudiesen ser bienintencionados, también fueron despreciados por el Señor. Notemos: “Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?” (Lucas 23:27-31). Cualquiera pensaría que el Señor, cuando iba camino a la cruz, aceptaría la compasión de las mujeres que le seguían llorando y haciendo lamentación por Él. El hombre, bajo ciertas circunstancias puede ser sensible y conmoverse por la injusticia y el dolor que padece un prójimo o un inocente, más por lícito que esto parezca, todo queda a nivel del hombre y de los sentimientos del hombre. Si en Jesús camino a la cruz estas mujeres solo podían conmoverse y llorar por uno que ya flagelado iba al cruel tormento, y aunque ello fuese en el más puro sentimiento de toda la simpatía y sinceridad humana, el asunto era reducir al Señor a un hombre que, como muchos otros, han padecido injustamente. “La miel” de la naturaleza nunca puede entrar en el discernimiento de los caminos de Dios. Jesús no podía recibir de estas mujeres un compadecimiento que se redujese a la visión que un hombre tiene de otro. Él no podía aceptar miel que procedía de la naturaleza; y entonces dice a estas mujeres: “no lloréis por mí”. Si tenían que llorar algo a nivel humano, era por sí mismas y por sus hijos en vista del terrible juicio que caería sobre la Jerusalén que despreciaba y vomitaba a su Mesías. Toda la miel o compasión puramente natural que un hombre o una mujer pudiesen tener para con el Señor, le era cosa aborrecible. La lástima humana, el compadecimiento del mortal, el lamento y las lágrimas de los sentimientos adámicos de la criatura, no son la fe ni lo que el Espíritu produce en el sentir de la gracia. Son simplemente movimientos de los pensamientos, afectos y voluntad del hombre natural. Pensamientos y afectos que no condenamos en tanto que surgen de la buena intencionalidad de otro, pero que sí discernimos cómo de la naturaleza y no del Espíritu. Distinta cosa sería si estas mujeres hubiesen reconocido en Jesucristo, al Hijo de Dios que padecía la injusticia del hombre. ¡Qué distinta fue la honra que el Señor recibió de María y aprobó en María! (Juan 12:1-8).
              La miel de la consideración, del halago, de la refinada cortesía, de los modales de la cultura y de la alabanza afectada, que dan tan buen resultado en la vida y convivencia social del hombre natural que habita este mundo, no podían jamás agradar al Señor Jesús ni modificar su santa apreciación de cada cosa tal como Dios mismo la estimaba. La oblación no tenía miel de ningún tipo, ni en su masa ni en su superficie. No era ni amasada ni ungida con miel. Cuando nuestro objeto es Dios y solo buscamos honrar y agradar a Dios, agradaremos al hombre si ello agrada a Dios, pero le desagradaremos si ello agrada a Dios. Si lo que verdaderamente me importa es agradar a Dios, no temeré si ello importa desagradar al hombre. Dudemos siempre de ese trato zalamero, de esas alabanzas afectadas, de esa dulzura artificial y esas grandes consideraciones y cortesías tras las que el hombre busca sus propios y egoístas propósitos. La verdadera adoración a Jesucristo no es la de la miel de la naturaleza, sino la del “incienso puro” que se quema para su honra y gloria; es la del perfume fino que se derrama sobre Él en el pleno reconocimiento y exaltación de lo que es su persona y su obra(Juan 12:3; Lucas 7:37-38; Mateo 26:7).


[1] En esta ocasión no nos referiremos a las oblaciones que eran ofrendas de primicias (Levítico 2:12-16).

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