viernes, 2 de enero de 2015

EL LIBRO DE ESTER (Parte I)

Dios no es nombrado en este libro
El libro de Ester es una de las pocas porciones dispersas en la Palabra de Dios que son notables por la ausencia del nombre de Dios. Esto ha sorprendido con frecuencia a muchos; los judíos mismos no fueron capaces de entenderlo, y buen número de cristianos no está mucho mejor; tanto es así, que no ha faltado la costumbre —sobre todo en estos últimos tiempos— de tratar al libro con cierta medida de desconfianza, como si la ausencia del nombre del Señor fuese una razón justificada de que el libro no puede ser de Dios.
Ahora bien, espero demostrar que el hecho de que el nombre de Dios no figure allí es parte de la excelencia del libro; porque hay ocasiones en las que Dios vela su gloria. No hay ocasión en la cual Él no obre, pero no siempre permite que su nombre sea oído o que sus caminos sean advertidos.
Veremos que el hecho de que el nombre de Dios esté ausente es precisamente lo que el carácter del libro requiere; y ello, en lugar de debilitar el derecho de Ester a ocupar su lugar en el santo Volumen, más bien mostrará la perfección de los caminos de Dios, hasta en un hecho tan excepcional como la ausencia de su nombre en todo un libro.
Debemos comprender, entonces, qué es lo que Dios tiene en vista: Él aquí está hablando de su antiguo pueblo bajo circunstancias en las cuales no podía pronunciar Su nombre en relación con ellos, debido a que el pueblo se hallaba en una posición totalmente irregular. Propiamente hablando, en el libro de Ester ellos no tienen ninguna posición en absoluto. No podríamos decir exactamente lo mismo con respecto a aquellos judíos que subieron desde Babilonia de acuerdo con el permiso que les otorgó Ciro, el persa, conforme a las profecías. Lo cierto es que ni siquiera en lo que respecta al remanente Dios le llama "pueblo mío" (véase Oseas 1:9, 10). Al permitir a Nabucodonosor que arrasara las tierras de la casa de David y de las tribus que todavía continuaban siendo fieles a su compromiso, Dios les quitó su título por un corto tiempo, y ese título aún no les ha sido restituido. No obstante, está a buen resguardo. Dios tiene el propósito de restablecerlos en la tierra de su heredad; pero el título de propiedad, por de pronto, ha desaparecido. Esto no significa que se haya perdido, sino que está reservado. Dios lo guarda en secreto para ellos.

Reintegración futura del pueblo
Cuando llegue el día en que Israel sea reintegrado, Dios los introducirá gradualmente en el lugar que les corresponde y en la relación debida, y entonces vendrán los días del cielo en la tierra.
Pero estaba lejos todavía de ser así, ni siquiera con el remanente que subió desde Jerusalén. Allí, como sabemos, el libro de Esdras los muestra centrados en torno al altar de Dios y construyendo Su casa; y el libro de Nehemías los presenta realzando su distinción. Si bien ellos habían perdido su título, no habían perdido a su Dios. Aun cuando Dios no los había de llamar "pueblo mío", ellos, al menos, lo llamarían a Él "nuestro Dios". La fe podía apropiarse de lo que Dios era para ellos cuando Él no podía llamarlos "pueblo mío". Por consiguiente, ellos construyeron los muros de Jerusalén para que su pueblo pudiera tener, aun en su debilidad, el sentido de su separación para Él. Esto caracterizó toda su vida; no solamente su vida religiosa, sino su vida entera. En el libro de Esdras se considera la vida religiosa del pueblo. En Nehemías se tiene en vista toda su vida consagrada a Jehová. Pero el libro de Ester presenta un aspecto completamente diferente: ¿Qué fue de los judíos que no subieron a Jerusalén? ¿Qué fue de aquellos que permanecieron sordos al permiso de Ciro o no valoraron la libertad de subir a la tierra en la cual los ojos de Dios se posaron y en la que todavía Él, de acuerdo con sus propósitos, habrá de exaltar Su nombre, a su Hijo, el Mesías, así como también al pueblo de su elección, entonces en verdad para ser manifiestamente reconocidos por Él?
El libro de Ester es la respuesta a tal pregunta. Nos muestra que, aun cuando Dios no podía reconocerlos de ninguna manera, y que ellos tampoco le reconocían públicamente; aun cuando no había ninguna señal de parte de Dios ni de parte del pueblo, y el nombre de Dios, por consecuencia, permanece enteramente en secreto —pues no se lo menciona ni una sola vez en todo el libro—, aun cuando ocurre todo esto se ve la mano y la actuación secreta de Dios en favor de su pueblo, por más que este último se hallara en la condición más irregular. Ésta es la naturaleza del libro, y la solución, creo yo, de la dificultad en cuanto al hecho de que el nombre de Dios no se mencione ni una sola vez en él. Veremos abundante confirmación de lo que acabo de afirmar cuando examinemos el libro. Hasta ahora no he hecho más que una somera alusión a su carácter para poder considerarlo con más detenimiento a medida que los varios incidentes se desarrollen ante nosotros.

La grandeza de Asuero y de su imperio
De repente nos encontramos en un notable banquete ofrecido por el rey Asuero, quien, supongo, es aquel conocido en la historia profana como Jerjes. No tiene mayor importancia saber si este rey fue Jerjes o Artajerjes, o siquiera otro que haya sido propuesto como la verdadera posibilidad. Debemos recordar que el título de «Asuero» era de aplicación general, así como el de «Faraón» fue de uso general en Egipto y «Abimelec» entre los filisteos; es decir, hubo muchos Faraones y muchos Abimelec. De la misma manera, entre los persas hubo varios que llevaron el nombre de «Asuero». A qué Asuero se refiere nuestro libro es una incógnita; no obstante, no es una cuestión de importancia; si lo fuera, Dios nos lo hubiera dicho. Presumo, empero, que se trató realmente de Jerjes, en parte por el carácter del hombre: un hombre de recursos prodigiosos, infinita riqueza, inmensa exuberancia y vanidad; un hombre, incluso, poseedor del carácter más caprichoso y arbitrario. Advertiremos estas cualidades en la conducta que observó para con su esposa, así como también en su conducta hacia los judíos. Veremos, pues, la historia de una parte notable del reinado de este caprichoso monarca; porque si hubo un rey persa que pudo haber sido supuestamente de mano dura para con los judíos, fue éste. Darío fue un gran admirador de Ciro y, por consiguiente, un gran amigo de los judíos. Jerjes no fue amigo de nadie, sino de sí mismo. Fue sencillamente un hombre que vivió para agradarse a sí mismo, para satisfacer sus gustos y pasiones conforme a los copiosos recursos que la providencia de Dios había colocado en sus manos y que él derrochó en su propia lujuria, tal como, lamentablemente, la mayoría de los hombres lo hacen.

 Desobediencia y destitución de Vasti
Este libro nos presenta, pues, a Jerjes en una época del Imperio Persa cuando el mismo se hallaba compuesto no solamente por 120 provincias, como sucedía en tiempos del reinado de Darío, el meda, y de Ciro, el persa. En el libro de Daniel encontramos que, a raíz de las conquistas, fueron anexionadas más tarde siete provincias. Jerjes reinó, pues, en un tiempo en el que el Imperio Persa se hallaba en la cima de su gloria y de sus recursos, y él tenía toda la pompa y circunstancias del Imperio a su alrededor, todas las grandezas y sátrapas de su vasto Imperio.




Bajo estas circunstancias él manda llamar a Vasti, quien se niega a acudir. Esto enfureció al arbitrario y caprichoso monarca. Vasti desobedeció al rey. Se negó conforme al singular deseo de retraimiento que caracterizaba a la mujer persa. Se negó a satisfacer sus deseos. Él quería exhibir su belleza ante todo el mundo, y ella no aceptó. La consecuencia fue que el rey procuró el consejo de sus nobles, y uno de ellos le sugirió, con audacia, la destitución de Vasti. Éste es, en efecto, el primer gran paso en la providencia de Dios que nos presenta este libro, a raíz del cual se desenvuelven todos los acontecimientos notables.

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