(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a
éste crucificado" (1 Corintios 2:2).
(Continuación)
Encontramos en estos capítulos cuatro sacrificios principales (según
Hebreos 10:8) en Levítico 1, 2, 3, 4 -5:13, 5:14-6:7:
El holocausto, La
ofrenda vegetal, El sacrificio de paz, El sacrificio por el pecado, que está
íntimamente unido a El sacrificio por la culpa.
En los capítulos 6, versículos 8 a 30, y 7, tenemos la "ley",
es decir las ordenanzas relativas a estos sacrificios.
Estos diversos sacrificios se dividen en dos clases:
a) Los
sacrificios voluntarios, de olor grato a Jehová: el holocausto, la ofrenda
vegetal y el sacrificio de paz. Éstos, en su totalidad o en parte, eran quemados
sobre el altar (aquí el verbo quemar es, en el original, el mismo que se
emplea para quemar el incienso). Estos tres sacrificios nos hablan de la
excelencia de Cristo y de su devoción hasta la muerte.
b) Los
sacrificios obligatorios: el sacrificio por el pecado y el sacrificio por la
culpa. Si alguien había pecado, debía ofrecer este sacrificio para ser perdonado:
"Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel
que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna" (Juan 3:14-15). Las
víctimas no estaban puestas sobre el altar —salvo la sangre y la grosura—, sino
que eran quemadas fuera del campamento (en el original se emplea un verbo
diferente de aquel que se usa para los sacrificios de olor grato), y comidas
por el sacerdote.
Significado
Indicaremos brevemente el significado esencial de estos cuatro
sacrificios.
El holocausto era todo quemado sobre el altar; es Cristo entregando su vida,
ofreciéndose para la gloria de Dios, víctima perfecta, que cumple así toda Su
voluntad: "He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad"
(Hebreos 10:7).
La ofrenda vegetal no incluía sangre ni víctima degollada; es la perfección de la
naturaleza y de la vida del Hombre Jesucristo que sufre y es puesto a prueba.
Una parte de la
ofrenda era quemada sobre el altar para Dios, otra parte era comida por el
sacerdote.
El sacrificio de paz tenía como particularidad que sólo una parte (la grosura) era ofrecida
a Dios sobre el altar; otra parte (la espalda y el pecho) era comida por los
sacerdotes. Lo que quedaba era para el adorador y sus invitados ("Toda
persona limpia podrá comer la carne", Levítico 7:19). Éste recuerda, pues,
que Jesús hizo "la paz mediante la sangre de su cruz" (Colosenses
1:20), de manera que tenemos plena comunión con Dios en el sacrificio de su
Hijo. Este privilegio es particularmente puesto en evidencia en la Cena:
comunión de la sangre de Cristo, comunión del cuerpo de Cristo (1 Corintios
10:16).
El sacrificio por el
pecado y por la culpa era ofrecido obligatoriamente
por el culpable a fin de ser perdonado. Los pecados específicos, además,
debían ser confesados (Levítico 5:5); en lo que se había causado perjuicio,
debía restituirse (5:16; 6:5).
Estos diversos sacrificios son, pues, diversos aspectos de la obra de
Cristo. De hecho, están íntimamente unidos unos a otros: el holocausto y el
sacrificio por el pecado eran degollados en el mismo lugar (6:25; 7:2); la
grosura del sacrificio de paz era quemada sobre el holocausto (3:5); el
holocausto y la ofrenda vegetal casi siempre eran ofrecidos juntos.
El orden de los sacrificios
¿Por qué se nos presenta primero el holocausto, mientras que,
naturalmente, nosotros habríamos puesto el sacrificio por el pecado y por la
culpa en primer lugar? Cuando Dios nos revela su pensamiento, procede desde el
interior hacia el exterior. Para el tabernáculo, él no nos presenta primero el
atrio, luego el lugar santo y el lugar santísimo; sino que pone ante nosotros
primeramente el arca, luego los objetos del lugar santo, después el mismo
tabernáculo y por fin el atrio (véase Éxodo 25 a 27). De la misma manera, en
los sacrificios, el holocausto viene en primer lugar, seguido de la ofrenda
vegetal, del sacrificio de paz y del sacrificio por el pecado. La perfección de
la víctima, su devoción a Dios, tienen el primer lugar. Además, que él haya
sido hecho pecado por nosotros es una consecuencia de su dedicación a la
voluntad de Dios. Era necesario que ante todo fuese puesto ante nuestros ojos
la perfección de Cristo para Dios, algo que sólo él puede apreciar plenamente.
Un sacerdote es una persona espiritual (1 Corintios 2:15) que
primeramente considera lo que es debido a Dios. Sólo en la medida en que
conozcamos la grandeza del sacrificio de Cristo podremos comprender la gravedad
del pecado. A nuestros ojos, un pecado cuenta por sus consecuencias, ya sea
para nosotros mismos, para nuestra familia o según su impacto social. Pero
cuando contemplamos el inmenso sacrificio que fue necesario para quitar el
pecado, comprendemos mejor la seriedad de éste. El hecho de que Dios haya
debido ser manifestado en carne y que haya morado entre nosotros, y que después
de haber hecho brillar su perfección como Hombre en la tierra, el Hijo de Dios
se ofreciera sí mismo en sacrificio porque no había ningún otro medio para
quitar los pecados, nos hace comprender mejor y más profundamente «que un solo
pecado es más horrible para Dios que para lo que nosotros puedan serlo mil, e
incluso que todos los pecados del mundo» (J. N. Darby).
Pero si es cuestión del camino que nos lleva a Dios, el sacrificio por
el pecado viene en primer lugar. Su valor es infinito y, sin embargo, es
importante el hecho de no quedarse ahí. Saber que la sangre de Jesucristo nos
purifica de todo pecado es la base de nuestra fe, pero no es todo saber que uno
ha sido purificado; se trata de saber que tenemos la paz con Dios y, por lo
tanto, comunión con él en lo que respecta a su Hijo. Hace falta cavar más
profundamente y discernir las perfecciones de Aquel que vivió en este mundo y
se ofreció en sacrificio. En fin, es importante comprender que sólo Él ha
respondido a toda la voluntad de Dios. Ahora Dios nos ve en él, "aceptos
en el Amado" (Efesios 1:6).
En la "ley" de los sacrificios (Levítico 6 y 7), después de
haber hablado del holocausto y de la ofrenda vegetal, el Espíritu de Dios pone
ante nosotros el sacrificio por el pecado antes del sacrificio de paz. En
efecto, ya no necesitamos ocuparnos de nosotros mismos o de los perjuicios
ocasionados a nuestros hermanos para gozar sin trabas de la comunión con Dios
y con los demás. Es el orden que seguiremos en nuestro estudio.
Si bien las páginas
del Antiguo Testamento, y especialmente estos sacrificios del Levítico, ponen
ante nosotros repetidas veces la muerte de Cristo, raramente hacen alusión a su
resurrección (segunda avecilla en la purificación del leproso, Levítico 14:6-7;
gavilla por primicia, Levítico 23:10). Pero hoy, si bien podemos recordar a un
Salvador que murió, conocemos a un Señor vivo: "Estuve muerto; mas he aquí
que vivo por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 1:18). Y no sólo Jesús
resucitado, sino ¡Jesús ascendido al cielo, sentado a la diestra de Dios! En
el tabernáculo, no había asiento: el servicio jamás terminaba y los sacerdotes
no podían sentarse. Pero el Señor Jesús, habiendo cumplido una obra perfecta,
que jamás será repetida, pudo sentarse en el santuario: así es como lo
consideramos ahora; más todavía, esperamos su regreso para que nos tome a sí
mismo, perspectiva ignorada por los creyentes de antaño.
En 1 Crónicas 21:24, David indica que no quiere ofrecer a Dios
"holocausto que nada me cueste". Los "sacrificios
espirituales" que hoy ofrecemos ¿nos cuestan algo?
Aquí no se trata de traer su dedicación, su servicio o su dinero; cada
una de estas cosas tiene su lugar, pero no en la alabanza rendida a Dios. ¿Qué
puede costarnos ese "fruto de labios que confiesan su nombre"
(Hebreos 13:15)? "Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te
damos" (1 Crónicas 29:14), dice David. Cristo lo hizo todo por nosotros,
pero en la medida en que lo apreciemos, en que lo comprendamos por la fe, en
que penetremos en la grandeza de su obra y de su Persona, podremos luego hablar
a Dios inteligentemente y según él. Se necesita un ejercicio personal de
corazón para apropiarse de estas cosas, o, como lo dice Pedro, para
"crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo" (2 Pedro 3:18).
En Israel, unos llevaban becerros, otros, que tenían menos medios,
podían ofrecer sólo ovejas o cabras, y aquellos que eran demasiado pobres,
aves. Cada uno de estos holocaustos representaba a Cristo; cada uno de ellos
era de olor grato; pero ¿hubiera aceptado Dios a aquel que, pudiendo traer un
becerro, se contentara con traer un ave? Más de una vez había dicho:
"Ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías"; y más
tarde, instruyó a su pueblo a llenar sus canastas para venir al santuario
(Deuteronomio 16:16; 26:2).
Es importante, pues, estar en la condición moral adecuada y hacer el
esfuerzo de buscar el tiempo para la meditación de estas cosas, de
considerarlas a la luz de la Palabra en la presencia de Dios. Así, particularmente
en el culto, no vendremos con corazones vacíos o que sólo tengan una confusa
idea en lo que respecta al Señor Jesús, sino más bien con corazones llenos de
su amor, capaces de ofrecer verdaderos sacrificios espirituales. Conducidos
por el Espíritu de Dios, aquellos que serán la boca de la iglesia, darán
expresión a las acciones de gracias y a las alabanzas de las cuales todos
estarán llenos. Y Dios, que lee en los corazones, apreciará todo lo que él verá
de su Hijo.
Dos peligros nos amenazan: el adorador que debería traer un becerro
(Hebreos 5:12) y se contenta con un ave, muestra el poco aprecio que hace del
Señor Jesús y de su sacrificio. Pero aquel que tiene en su corazón sólo lo
equivalente a un ave y se da la apariencia de llevar un becerro, pronunciando
frases y utilizando expresiones que sobrepasan la medida de su fe y la realidad
de sus afectos, falta más gravemente.
Pero ¡qué decir del hombre que, según Malaquías 1:8, trajera un animal
ciego o cojo! Por ejemplo, pensamientos en cuanto al Señor y a su obra, que
fuesen el fruto de su propia imaginación o tachados de error. Estemos atentos,
particularmente en lo que concierne a la persona de Cristo y a su sacrificio,
de estar exclusivamente enseñados por la Palabra de Dios.
Es una cuestión de corazón. En Jeremías 30:21, Dios hace esta pregunta:
"¿Quién es aquel que se atreve a acercarse a mí?" Al ocuparnos de
estos capítulos, sentimos que hay profundidades y alturas que sobrepasan en
gran medida todo lo que podemos concebir, pero ¿esto nos desanimará? ¿No
haremos un esfuerzo? ¿No pagaremos el precio necesario, conducidos por el
Espíritu de Dios, para entrar en estas cosas y tener una comunión más real con
el Padre, quien dijo: "Éste es mi Hijo amado; a él oíd" (Marcos 9:7)?
"Considera lo que digo, y el Señor te dé entendimiento en todo. Acuérdate
de Jesucristo" (2 Timoteo 2:7-8).
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