martes, 2 de febrero de 2016

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte II)

(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).
(Continuación)


Encontramos en estos capítulos cuatro sacrificios principales (según Hebreos 10:8) en Levítico 1, 2, 3, 4 -5:13, 5:14-6:7:
El holocausto, La ofrenda vegetal, El sacrificio de paz, El sacrificio por el pecado, que está íntimamente unido a El sacrificio por la culpa.
En los capítulos 6, versículos 8 a 30, y 7, tenemos la "ley", es decir las ordenanzas relativas a estos sacri­ficios.
Estos diversos sacrificios se dividen en dos clases:
a)   Los sacrificios voluntarios, de olor grato a Jehová: el holocausto, la ofrenda vegetal y el sacrificio de paz. Éstos, en su totalidad o en parte, eran quema­dos sobre el altar (aquí el verbo quemar es, en el origi­nal, el mismo que se emplea para quemar el incienso). Estos tres sacrificios nos hablan de la excelencia de Cristo y de su devoción hasta la muerte.
b)   Los sacrificios obligatorios: el sacrificio por el pecado y el sacrificio por la culpa. Si alguien había pecado, debía ofrecer este sacrificio para ser perdo­nado: "Es necesario que el Hijo del Hombre sea levan­tado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna" (Juan 3:14-15). Las víctimas no estaban puestas sobre el altar —salvo la sangre y la grosura—, sino que eran quemadas fuera del campa­mento (en el original se emplea un verbo diferente de aquel que se usa para los sacrificios de olor grato), y comidas por el sacerdote.

Significado
Indicaremos brevemente el significado esencial de estos cuatro sacrificios.
El holocausto era todo quemado sobre el altar; es Cristo entregando su vida, ofreciéndose para la gloria de Dios, víctima perfecta, que cumple así toda Su voluntad: "He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Hebreos 10:7).
La ofrenda vegetal no incluía sangre ni víctima degollada; es la perfección de la naturaleza y de la vida del Hombre Jesucristo que sufre y es puesto a prueba.
Una parte de la ofrenda era quemada sobre el altar para Dios, otra parte era comida por el sacerdote.
El sacrificio de paz tenía como particularidad que sólo una parte (la grosura) era ofrecida a Dios sobre el altar; otra parte (la espalda y el pecho) era comida por los sacerdotes. Lo que quedaba era para el adorador y sus invitados ("Toda persona limpia podrá comer la carne", Levítico 7:19). Éste recuerda, pues, que Jesús hizo "la paz mediante la sangre de su cruz" (Colosenses 1:20), de manera que tenemos plena comunión con Dios en el sacrificio de su Hijo. Este privilegio es parti­cularmente puesto en evidencia en la Cena: comunión de la sangre de Cristo, comunión del cuerpo de Cristo (1 Corintios 10:16).
El sacrificio por el pecado y por la culpa era ofre­cido obligatoriamente por el culpable a fin de ser per­donado. Los pecados específicos, además, debían ser confesados (Levítico 5:5); en lo que se había causado perjuicio, debía restituirse (5:16; 6:5).
Estos diversos sacrificios son, pues, diversos aspectos de la obra de Cristo. De hecho, están íntima­mente unidos unos a otros: el holocausto y el sacrificio por el pecado eran degollados en el mismo lugar (6:25; 7:2); la grosura del sacrificio de paz era quemada sobre el holocausto (3:5); el holocausto y la ofrenda vegetal casi siempre eran ofrecidos juntos.

El orden de los sacrificios
¿Por qué se nos presenta primero el holocausto, mientras que, naturalmente, nosotros habríamos puesto el sacrificio por el pecado y por la culpa en primer lugar? Cuando Dios nos revela su pensamiento, pro­cede desde el interior hacia el exterior. Para el taberná­culo, él no nos presenta primero el atrio, luego el lugar santo y el lugar santísimo; sino que pone ante nosotros primeramente el arca, luego los objetos del lugar santo, después el mismo tabernáculo y por fin el atrio (véase Éxodo 25 a 27). De la misma manera, en los sacrifi­cios, el holocausto viene en primer lugar, seguido de la ofrenda vegetal, del sacrificio de paz y del sacrificio por el pecado. La perfección de la víctima, su devoción a Dios, tienen el primer lugar. Además, que él haya sido hecho pecado por nosotros es una consecuencia de su dedicación a la voluntad de Dios. Era necesario que ante todo fuese puesto ante nuestros ojos la perfección de Cristo para Dios, algo que sólo él puede apreciar plenamente.
Un sacerdote es una persona espiritual (1 Corin­tios 2:15) que primeramente considera lo que es debido a Dios. Sólo en la medida en que conozcamos la gran­deza del sacrificio de Cristo podremos comprender la gravedad del pecado. A nuestros ojos, un pecado cuenta por sus consecuencias, ya sea para nosotros mismos, para nuestra familia o según su impacto social. Pero cuando contemplamos el inmenso sacrifi­cio que fue necesario para quitar el pecado, compren­demos mejor la seriedad de éste. El hecho de que Dios haya debido ser manifestado en carne y que haya morado entre nosotros, y que después de haber hecho brillar su perfección como Hombre en la tierra, el Hijo de Dios se ofreciera sí mismo en sacrificio porque no había ningún otro medio para quitar los pecados, nos hace comprender mejor y más profundamente «que un solo pecado es más horrible para Dios que para lo que nosotros puedan serlo mil, e incluso que todos los pecados del mundo» (J. N. Darby).
Pero si es cuestión del camino que nos lleva a Dios, el sacrificio por el pecado viene en primer lugar. Su valor es infinito y, sin embargo, es importante el hecho de no quedarse ahí. Saber que la sangre de Jesu­cristo nos purifica de todo pecado es la base de nuestra fe, pero no es todo saber que uno ha sido purificado; se trata de saber que tenemos la paz con Dios y, por lo tanto, comunión con él en lo que respecta a su Hijo. Hace falta cavar más profundamente y discernir las perfecciones de Aquel que vivió en este mundo y se ofreció en sacrificio. En fin, es importante comprender que sólo Él ha respondido a toda la voluntad de Dios. Ahora Dios nos ve en él, "aceptos en el Amado" (Efesios 1:6).
En la "ley" de los sacrificios (Levítico 6 y 7), des­pués de haber hablado del holocausto y de la ofrenda vegetal, el Espíritu de Dios pone ante nosotros el sacri­ficio por el pecado antes del sacrificio de paz. En efecto, ya no necesitamos ocuparnos de nosotros mis­mos o de los perjuicios ocasionados a nuestros herma­nos para gozar sin trabas de la comunión con Dios y con los demás. Es el orden que seguiremos en nuestro estudio.
Si bien las páginas del Antiguo Testamento, y especialmente estos sacrificios del Levítico, ponen ante nosotros repetidas veces la muerte de Cristo, raramente hacen alusión a su resurrección (segunda avecilla en la purificación del leproso, Levítico 14:6-7; gavilla por primicia, Levítico 23:10). Pero hoy, si bien podemos recordar a un Salvador que murió, conocemos a un Señor vivo: "Estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 1:18). Y no sólo Jesús resucitado, sino ¡Jesús ascendido al cielo, sen­tado a la diestra de Dios! En el tabernáculo, no había asiento: el servicio jamás terminaba y los sacerdotes no podían sentarse. Pero el Señor Jesús, habiendo cum­plido una obra perfecta, que jamás será repetida, pudo sentarse en el santuario: así es como lo consideramos ahora; más todavía, esperamos su regreso para que nos tome a sí mismo, perspectiva ignorada por los creyen­tes de antaño.

En 1 Crónicas 21:24, David indica que no quiere ofrecer a Dios "holocausto que nada me cueste". Los "sacrificios espirituales" que hoy ofrecemos ¿nos cues­tan algo?
Aquí no se trata de traer su dedicación, su servi­cio o su dinero; cada una de estas cosas tiene su lugar, pero no en la alabanza rendida a Dios. ¿Qué puede costarnos ese "fruto de labios que confiesan su nom­bre" (Hebreos 13:15)? "Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos" (1 Crónicas 29:14), dice David. Cristo lo hizo todo por nosotros, pero en la medida en que lo apreciemos, en que lo comprenda­mos por la fe, en que penetremos en la grandeza de su obra y de su Persona, podremos luego hablar a Dios inteligentemente y según él. Se necesita un ejercicio personal de corazón para apropiarse de estas cosas, o, como lo dice Pedro, para "crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo" (2 Pedro 3:18).
En Israel, unos llevaban becerros, otros, que tenían menos medios, podían ofrecer sólo ovejas o cabras, y aquellos que eran demasiado pobres, aves. Cada uno de estos holocaustos representaba a Cristo; cada uno de ellos era de olor grato; pero ¿hubiera aceptado Dios a aquel que, pudiendo traer un becerro, se contentara con traer un ave? Más de una vez había dicho: "Ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías"; y más tarde, instruyó a su pueblo a llenar sus canastas para venir al santuario (Deuteronomio 16:16; 26:2).
Es importante, pues, estar en la condición moral adecuada y hacer el esfuerzo de buscar el tiempo para la meditación de estas cosas, de considerarlas a la luz de la Palabra en la presencia de Dios. Así, particular­mente en el culto, no vendremos con corazones vacíos o que sólo tengan una confusa idea en lo que respecta al Señor Jesús, sino más bien con corazones llenos de su amor, capaces de ofrecer verdaderos sacrificios espi­rituales. Conducidos por el Espíritu de Dios, aquellos que serán la boca de la iglesia, darán expresión a las acciones de gracias y a las alabanzas de las cuales todos estarán llenos. Y Dios, que lee en los corazones, apreciará todo lo que él verá de su Hijo.
Dos peligros nos amenazan: el adorador que debe­ría traer un becerro (Hebreos 5:12) y se contenta con un ave, muestra el poco aprecio que hace del Señor Jesús y de su sacrificio. Pero aquel que tiene en su corazón sólo lo equivalente a un ave y se da la apariencia de llevar un becerro, pronunciando frases y utilizando expresiones que sobrepasan la medida de su fe y la realidad de sus afectos, falta más gravemente.
Pero ¡qué decir del hombre que, según Malaquías 1:8, trajera un animal ciego o cojo! Por ejemplo, pensa­mientos en cuanto al Señor y a su obra, que fuesen el fruto de su propia imaginación o tachados de error. Estemos atentos, particularmente en lo que concierne a la persona de Cristo y a su sacrificio, de estar exclusi­vamente enseñados por la Palabra de Dios.

Es una cuestión de corazón. En Jeremías 30:21, Dios hace esta pregunta: "¿Quién es aquel que se atreve a acercarse a mí?" Al ocuparnos de estos capítu­los, sentimos que hay profundidades y alturas que sobrepasan en gran medida todo lo que podemos con­cebir, pero ¿esto nos desanimará? ¿No haremos un esfuerzo? ¿No pagaremos el precio necesario, conduci­dos por el Espíritu de Dios, para entrar en estas cosas y tener una comunión más real con el Padre, quien dijo: "Éste es mi Hijo amado; a él oíd" (Marcos 9:7)? "Con­sidera lo que digo, y el Señor te dé entendimiento en todo. Acuérdate de Jesucristo" (2 Timoteo 2:7-8).

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