martes, 1 de marzo de 2016

Escenas del Antiguo Testamento (Parte III)

Abel (Génesis 4.1 al 8)

“Decid al justo que le irá bien: ¡Ay del impío! mal le irá” (Isaías 3.10, 11).
Tenemos ante nosotros otro personaje bíblico para nuestro estudio: Abel, el segundo hijo de Adán y Eva. Ambos hermanos nacieron después de la caída; ambos nacieron fuera del Edén, y participaron de la herencia pecaminosa de sus padres; “Eran por naturaleza hijos de la ira”. No debemos pues olvidar que ambos tuvieron una misma procedencia, recibieron igual enseñanza, ocuparon idéntica posición delante de Dios. No había diferencia alguna entre los dos. Pero notamos con sorpresa en el desarrollo de esta historia la enorme distancia que al fin separó a dos hermanos.
Caín y Abel son como el punto de donde parten dos grandes líneas de gentes, en los cuales pueden fundirse todos los credos religiosos que llenan el mundo: la una, el camino Caín (la justificación por obras), lanzándose en el error de Balaam (la hipocresía), para perecer en la contradicción de Coré (la soberbia). Véase Judas versículo 11. La otra, el camino de Abel, la justificación por la fe, dirigiéndose a la cruz, regocijándose en la resurrección y remontándose hasta la gloria donde “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”, para al fin habitar eternamente en la Nueva Jerusalén. “La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto”. “El camino de los impíos es como la oscuridad: no saben en qué tropiezan”.
Abel tuvo la desventaja de tener delante de sí un mal ejemplo; Caín fue primero en llevar ofrenda a Jehová. Por naturaleza somos propensos a imitar a otros. Son muy contados los que obran por propia iniciativa. En las artes, en la industria y en las ciencias la mayoría sigue el camino trillado, la rutina; muy pocos los que se detienen para examinar, estudiar y comparar. En religión acontece lo mismo. Cuán comunes son las palabras: “Yo sigo la religión de mis mayores, la religión en que nací”.
Abel vio pasar a Caín llevando su atractivo y hermoso sacrificio, “el fruto de la tierra”. Abel no imitó a su hermano mayor. El ojo escrutador de la fe alcanzaba a mirar más allá de las simples apariencias, a la santidad de Dios y sus justas demandas; y por eso Abel, despreciando el mal ejemplo de Caín, “trajo de los primogénitos de sus ovejas, y de su grosura” una ofrenda a Jehová, o, en otras palabras: “por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas”, Hebreos 11.5.
Abel vislumbró la doctrina divina de que “sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados”, y la verdad gloriosa de que por medio de un sustituto el pecado era cubierto, la justicia y santidad de Dios satisfechas, y un camino abierto hasta su misma presencia. Esta es la enseñanza que emana del Calvario, la doctrina de la cruz: Cristo, el Cordero de Dios, la víctima inmaculada, cuya sangre “habla mejor que la de Abel”. Él, por el Espíritu Eterno se ofreció a si mismo sin mancha a Dios; fue entregado por nuestros delitos, y resucitado para nuestra justificación. Ahora, ascendido a los cielos y senta­do a la diestra del Altísimo, Él “puede sal­var eternamente a los que por él se allegan a Dios”.
¿Qué le falta por hacer al pobre pecador? ¿Tiene que continuar con sus ofrendas y sacrificios diarios? No, pues Cristo, “una vez en la consumación de los siglos, para deshacimiento del pecado se presentó por el sacrificio de sí mismo”, y “donde hay remisión de pecados no hay más ofren­da por ellos”. Tan sólo tiene que aceptar la salvación que gratuitamente le es ofrecida. “El que tiene sed, venga: y el que quiere, tome del agua de vida de balde”, Apocalipsis 22.17.
Y ¿cómo puede hacer suya esta salvación? Por la fe; porque “sin fe es imposible agradar a Dios”, pues, aunque la salvación es por gracia, sin embargo es la fe el único medio por el cual podemos entrar en posesión de ella. Y entonces “justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”.
La ofrenda de Abel fue acepta por Dios. Probablemente le respondió con fuego del cielo consumiendo el sacrificio, como sucedió después con Elías en el Carmelo. (1 Reyes 1) La fe y el proceder justo de Abel le ocasionaron la muerte. La intolerancia armó el brazo de Caín, y la descargó sobre su hermano. San Juan dice: “¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justos”. Y agrega: “Hermanos míos, no os maravilléis si el mundo os aborrece”. Pues está escrito: “Todos los que quieren vivir píamente en Cristo Jesús, padecerán persecución. Más los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados”, y el apóstol Pedro nos exhorta con estas palabras: “Así que ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por meterse en negocios ajenos. Pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence; antes glorifique a Dios en esta parte”, 1 Pedro 4.15, 16.

El Mensajero Cristiano

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