Abel (Génesis
4.1 al 8)
Tenemos ante nosotros otro personaje bíblico para nuestro estudio: Abel, el
segundo hijo de Adán y Eva. Ambos hermanos nacieron después de la caída; ambos
nacieron fuera del Edén, y participaron de la herencia pecaminosa de sus
padres; “Eran por naturaleza hijos de la ira”. No debemos pues olvidar que
ambos tuvieron una misma procedencia, recibieron igual enseñanza, ocuparon
idéntica posición delante de Dios. No había diferencia alguna entre los dos.
Pero notamos con sorpresa en el desarrollo de esta historia la enorme distancia
que al fin separó a dos hermanos.
Caín y Abel son como el punto de donde parten dos grandes líneas de gentes,
en los cuales pueden fundirse todos los credos religiosos que llenan el mundo:
la una, el camino Caín (la justificación por obras), lanzándose en el error de
Balaam (la hipocresía), para perecer en la contradicción de Coré (la soberbia).
Véase Judas versículo 11. La otra, el camino de Abel, la justificación por la
fe, dirigiéndose a la cruz, regocijándose en la resurrección y remontándose
hasta la gloria donde “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”, para al
fin habitar eternamente en la Nueva Jerusalén. “La senda de los justos es como
la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto”. “El
camino de los impíos es como la oscuridad: no saben en qué tropiezan”.
Abel vio pasar a Caín llevando su atractivo y hermoso sacrificio, “el fruto
de la tierra”. Abel no imitó a su hermano mayor. El ojo escrutador de la fe
alcanzaba a mirar más allá de las simples apariencias, a la santidad de Dios y
sus justas demandas; y por eso Abel, despreciando el mal ejemplo de Caín,
“trajo de los primogénitos de sus ovejas, y de su grosura” una ofrenda a
Jehová, o, en otras palabras: “por la fe Abel ofreció a Dios más excelente
sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando
Dios testimonio de sus ofrendas”, Hebreos 11.5.
Abel vislumbró
la doctrina divina de que “sin derramamiento de sangre no hay remisión de
pecados”, y la verdad gloriosa de que por medio de un sustituto el pecado era
cubierto, la justicia y santidad de Dios satisfechas, y un camino abierto hasta
su misma presencia. Esta es la enseñanza que emana del Calvario, la doctrina de
la cruz: Cristo, el Cordero de Dios, la víctima inmaculada, cuya sangre “habla
mejor que la de Abel”. Él, por el Espíritu Eterno se ofreció a si mismo sin
mancha a Dios; fue entregado por nuestros delitos, y resucitado para nuestra
justificación. Ahora, ascendido a los cielos y sentado a la diestra del
Altísimo, Él “puede salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios”.
¿Qué le falta
por hacer al pobre pecador? ¿Tiene que continuar con sus ofrendas y sacrificios
diarios? No, pues Cristo, “una vez en la consumación de los siglos, para
deshacimiento del pecado se presentó por el sacrificio de sí mismo”, y “donde
hay remisión de pecados no hay más ofrenda por ellos”. Tan sólo tiene que
aceptar la salvación que gratuitamente le es ofrecida. “El que tiene sed,
venga: y el que quiere, tome del agua de vida de balde”, Apocalipsis 22.17.
Y ¿cómo puede
hacer suya esta salvación? Por la fe; porque “sin fe es imposible agradar a
Dios”, pues, aunque la salvación es por gracia, sin embargo es la fe el único
medio por el cual podemos entrar en posesión de ella. Y entonces “justificados
por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”.
La ofrenda de
Abel fue acepta por Dios. Probablemente le respondió con fuego del cielo
consumiendo el sacrificio, como sucedió después con Elías en el Carmelo. (1
Reyes 1) La fe y el proceder justo de Abel le ocasionaron la muerte. La
intolerancia armó el brazo de Caín, y la descargó sobre su hermano. San Juan
dice: “¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su
hermano justos”. Y agrega: “Hermanos míos, no os maravilléis si el mundo os
aborrece”. Pues está escrito: “Todos los que quieren vivir píamente en Cristo
Jesús, padecerán persecución. Más los malos hombres y los engañadores irán de
mal en peor, engañando y siendo engañados”, y el apóstol Pedro nos exhorta con
estas palabras: “Así que ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o
malhechor, o por meterse en negocios ajenos. Pero si alguno padece como
cristiano, no se avergüence; antes glorifique a Dios en esta parte”, 1 Pedro
4.15, 16.
El Mensajero Cristiano
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