“Y pensando que estaba
entre la compañía, anduvieron camino de un día”
(Lucas 2:44).
Cuando Jesús tenía doce años, sus padres fueron de
Nazaret a Jerusalén para celebrar la Fiesta de la Pascua. Indudablemente
viajaron con una enorme multitud de peregrinos. Era inevitable que los niños de
la misma edad se hicieran amigos durante las festividades. Por lo tanto, en el
viaje de regreso a Nazaret, José y María asumieron que Jesús iba con los otros
jóvenes en algún lugar de la caravana. Pero él no estaba. Se había quedado en
Jerusalén. Viajaron todo un día antes de percatarse de Su ausencia. Entonces
volvieron a Jerusalén donde lo encontraron después de tres días.
Aquí hay una lección para
todos nosotros. Es posible que supongamos que Jesús está en nuestra compañía
cuando no lo está. Podemos pensar que estamos caminando en comunión con él
cuando en realidad el pecado se ha interpuesto entre nuestra alma y el
Salvador. La decadencia espiritual es muy sutil. No somos conscientes de nuestra
frialdad. Pensamos que somos los mismos que antes. Pero otras personas sí que
se dan cuenta. Con sólo escucharnos, pueden decirnos que hemos dejado nuestro
primer amor y que los intereses mundanales han tomado preferencia sobre lo
espiritual. Pueden detectar que nos hemos estado alimentando con los puerros,
las cebollas y los ajos de Egipto. Perciben que nos hemos vuelto criticones
cuando antes éramos amorosos y amables. Advierten que usamos mucho del lenguaje
de la calle en vez del lenguaje de Sion. Y, lo noten o no, hemos perdido
nuestro cántico. Somos infelices y miserables y hacemos miserables a los demás
también. Nada parece ir bien. El dinero se nos escurre de los bolsillos. Si
tratamos de dar testimonio del Salvador, tenemos poco impacto en los demás. No
ven mucha diferencia entre ellos y nosotros.
Generalmente se necesita de
una crisis especial que nos revele que Jesús no está en nuestra compañía. Puede
ser que escuchemos la voz de Dios hablándonos por medio de una predicación con
poder espiritual, o puede que un amigo ponga su brazo alrededor nuestro y nos
confronte con nuestra baja condición espiritual. Puede ser una enfermedad, la
muerte de un ser querido o alguna tragedia que nos sacuda y nos haga volver en
sí.
Cuando eso sucede, tenemos que hacer lo que hicieron
José y María: volver al lugar donde le vimos por última vez. Debemos regresar
al lugar donde algún pecado rompió nuestra comunión con él. Al confesar y
abandonar nuestro pecado, encontramos perdón y comenzamos a andar con Jesús en
nuestra compañía de nuevo.
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