lunes, 4 de julio de 2016

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte VII)

(Levítico 1 a 7)


"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).
(Continuación)


3. LOS SACRIFICIOS POR EL PECADO Y POR LA CULPA (Levítico 4 a 6:7; 6:24 a 7:7)
Los sacrificios por el pecado y por la culpa no eran librados al discernimiento del israelita; eran ofrendas obligatorias cuando se había cometido alguna falta: "Cuando alguna persona pecare... traerá por su ofrenda..." (Levítico 4:2, 28). No es cuestión, pues, de un adorador que viene al altar con el deseo de ser aceptado o dar gracias, gozar de la comunión con Dios y alimentarse con los sacrificios; sino que se trata de alguien culpable que se acerca a fin de ser perdonado.
No hay otro medio que el sacrificio para abolir el pecado. El Salmo 49:7 nos dice: "Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate". Ni nuestras lágrimas, ni nuestros hechos de contrición, ni los de nuestros hermanos por nosotros, pueden borrar el pecado a los ojos de Dios. "Sin derramamiento de sangre no se hace remisión... Pero ahora... (Cristo) se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado" (Hebreos 9:22, 26).
La confesión (Levítico 5:5-6) y la restitución (5:16; 6:4) no lo eran todo; eran necesarias en las faltas previstas en este capítulo, pero de ninguna manera sufi­cientes. Así pues, en el capítulo 6:6, además de la restitución al prójimo con el agregado de la quinta parte, debía traer "a Jehová" su sacrificio por la culpa.


La gravedad del pecado
Dios no deja pasar nada por alto. Puede perdonar y purificar todo, pero no puede dejar pasar nada. El pecado, escondido a los ojos de aquel que lo ha come­tido, no está oculto a los ojos de Dios. Moisés declara a las dos tribus y media que si no van a la conquista del país de Canaán: "Sabed que vuestro pecado os alcan­zará" (Números 32:23). Los hermanos de José creyeron durante veinte años que su padre ignoraría su crimen, pero Dios lo reveló. Acán creyó haber escondido bien en su tienda el manto babilónico y por debajo, la plata y el oro, pero fue descubierto por su pecado (Josué 7). Habacuc 1:13 declara: "Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio". Dios nada ignora, y el mal, por bien escondido que pueda estar entre nosotros, siempre es el mal para él. "Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta" (Hebreos 4:13).
«Dios no juzga el pecado según nuestra propia estimación, sino según lo que conviene ante él. Es necesario, para que él nos haga felices con su presencia, que juzgue el mal, todo el mal, según esta presencia, para excluirlo totalmente. ¿Hará falta que haga a otras personas infelices, que haga completamente imposible todo gozo santo, incluso en su presen­cia, para dejar perpetrarse el mal impunemente? No, eso es imposible; Dios juzga todo» (J.N.D.). En su gobierno, puede dejar las cosas sin castigo durante largo tiempo, pero en nuestras relaciones con él, ninguna comunión es posible si el mal no está juzgado, confesado y perdonado.

Pecados y culpas
Levítico 4 nos habla de los pecados contra uno de los mandamientos de Dios. Podía tratarse del sacerdote ungido (v. 3-12), de toda la congregación (v. 13-21), de un jefe (v. 22-26) o de alguna persona del pueblo (v. 27-35).
En los dos primeros casos, los cuales interrumpían el servicio de Dios, era necesario llevar un becerro y la sangre de la víctima era presentada en el lugar santo, la cual se rociaba siete veces ante Dios, hacia el velo del santuario; la sangre también estaba puesta sobre los cuernos del altar de oro, donde se ofrecía el incienso, y todo lo demás era vertido al pie del altar del holo­causto. El animal entero era quemado, no sobre el altar del holocausto, sino que (después de haberle quitado la grosura, la cual sólo se hacía quemar sobre el altar del holocausto) la piel del becerro, toda su carne con su cabeza y sus piernas con sus intestinos y su estiércol, eran quemados fuera del campamento. Jesús padeció fuera de la puerta; no había en el campamento (Jerusalén) sitio para él, incluso como sacrificio por el pecado.
Por eso los creyentes deben salir hacia él, fuera del campamento (véase Hebreos 13:15), fuera de todo lo que, religiosamente, reniega de su sacrificio por el pecado.
Cuando un jefe o alguna persona del pueblo habían pecado, debían llevar un macho cabrío o una cabra. La sangre era puesta sobre los cuernos del altar del holocausto y el sacrificio era comido por el sacerdote.
En el libro del Levítico encontramos tres clases de sacrificios por el pecado:
1)   El sacrificio del día de la expiación (cap. 16), el cual establecía el fundamento de las relaciones de Dios con su pueblo, lo que le permitía ejercer su paciencia y soportar los pecados de un año entero. La sangre era llevada al lugar santísimo, sobre el propiciatorio. En virtud de este sacrificio, Dios moraba en medio de ellos. Es una figura del sacrificio de Cristo, ofrecido una vez para siempre, pero que conserva eter­namente su valor ante Dios. También, en cierto sentido, es figura de una persona que ha sido llevada al Señor y que comprende que Cristo ha quitado sus pecados. El nuevo nacimiento o la conversión no se efectúan dos veces. Es cierto que nuestro conocimiento del valor de la obra de Cristo irá en aumento, pero sólo una vez somos hechos hijos de Dios. Si pecamos después de haber creído, no es necesario restablecer la relación, sino la comunión con Dios. Un hijo desobediente sigue siendo Su hijo, pero ya no goza de la relación que lo une a Dios.
           2) El sacrificio por el pecado del sacerdote ungido o de todo el pueblo: el servicio de Dios era interrumpido, la comunión de todo el pueblo. Por eso la sangre debía ser llevada hacia el velo, donde era rociada, no una vez, sino siete veces, y sobre el altar del incienso aromático. La víctima era quemada fuera del campamento. Sólo así podía restablecerse el servi­cio del santuario.
3) El sacrificio por el pecado de un individuo, jefe o simple israelita: la comunión personal era interrumpida. La sangre era puesta sobre los cuernos del altar del holocausto y rociada al pie de este altar; la misma víctima era comida por el sacerdote. Es el caso de un creyente, de un hijo de Dios, que ha pecado, y cuya comunión con el Señor ha sido interrumpida. Esta comunión es restablecida por el servicio fiel del Señor como Abogado, quien hace que la Palabra actúe en la conciencia; el culpable es así llevado a confesar su pecado; llegado el caso, él reparará el daño causado a su prójimo; y, sobre todo, volverá a tener conciencia del valor del sacrificio de Cristo, la propiciación por nuestros pecados, siempre eficaz delante de Dios.
En todos los casos (nueve veces seguidas en estos capítulos) está declarado expresamente que tendrán perdón.
En efecto, si el sacerdote ungido o toda la congre­gación habían pecado, era necesario llevar un becerro. Un jefe presentaba un macho cabrío; una persona del pueblo llevaba una cabra; en otros casos, si los medios no alcanzaban para adquirir un cordero, se llevaban dos aves o incluso la décima parte de un efa de flor de harina. Cuanto mayor es la responsabilidad —por haber recibido más del Señor, o por haber hecho pro­gresos en las cosas de Dios —, tanto mayor es la apre­ciación de la obra de Cristo que trae consigo la restauración. Un "jefe" es alguien que había tomado a pecho el orden en el pueblo de Dios, o que ha estado ocupado con el servicio del Señor. De inmediato com­prendemos que su responsabilidad es mayor que la de un simple creyente. Pero este ejemplo de ninguna manera debe ser un motivo para que un hijo de Dios se mantenga atrás cuando se trata de los intereses del Señor, ya sea en el servicio o en la iglesia. Si el Señor llama, su gracia proveerá y responderá a la creciente responsabilidad.
No se trata de tener previamente un largo período de arrepentimiento. No se nos dice que el sumo sacer­dote debía llorar a causa de sus faltas durante seis meses, un jefe durante tres meses, o alguna persona del pueblo durante un mes, y después llevar la ofrenda. No, desde el momento que uno se siente culpable, se debe venir con el sacrificio. El verdadero juicio de sí mismo consiste, no en el hecho de pasar mucho tiempo pensando en el propio pecado (aunque esto también tenga su lugar, según el Salmo 51:3), sino en considerar delante de Dios cuánto le ha costado a Cristo tomarlo sobre sí y quitarlo. El apóstol Juan nos habla en su epístola de tres clases de creyentes: los hijitos, los jóve­nes y los padres; un padre, cuando ha faltado, tendrá una percepción más profunda de la obra de Cristo, acompañada de un verdadero juicio de sí mismo, per­cepción que un hijito no podrá tener.
En el caso de un jefe o de un simple israelita, el sacrificio no era quemado fuera del campamento, sino comido por el sacerdote. «En un sentido, es el corazón de Cristo el que toma nuestra causa cuando caemos. Él se ocupa de sus ovejas. El sacerdote no había cometido el pecado, pero se identificaba completamente con él. Cristo hizo suyo nuestro pecado; el sacrificio y la sangre rociada son hechos cumplidos, que jamás se repetirán; pero constituyen el fundamento de su servicio actual de intercesión como nuestro abogado delante del Padre» (1 Juan 2); (J.N.D.).

En otro sentido, también es la porción «de los suyos como sacerdotes, por la comunión del corazón y por la simpatía, identificarse con el pecado de otro, o antes con la obra de Cristo por el pecado. Sólo pode­mos hacerlo bajo el carácter de sacerdotes y con el sentimiento de la gravedad del pecado, puesto frente a la obra para lo cual fu e cumplida» (J.N.D.). ¡Cuánto ha costado a Cristo quitar el pecado! Y el pecado de mi hermano puede producirse también en mí, fruto de lo que yo mismo soy en la carne: "Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado" (Gálatas 6:1).

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