Son tantas las opiniones
erróneas que han surgido en medio de la cristiandad actual referentes al Espíritu
Santo y a su actividad en la tierra, que es necesario referirse sin cesar a las
enseñanzas que guardan armonía con las Sagradas Escrituras. Nos ayudan a
distanciarnos de tendencias malsanas y a examinarnos para saber si estamos
abiertos a una real actividad del Espíritu o no.
Que el tema cuyo estudio
vamos a emprender nos ayude a recordar las verdades conocidas de muchos
creyentes, pero que son tan fácilmente perdidas de vista.
El Espíritu Santo es una persona de la Deidad
Cuando Jesús se hizo bautizar
en el Jordán, Dios fue revelado en su Trinidad: el Hijo de Dios estaba allí
como hombre en la tierra, y empezaba su servicio; la voz de Dios el Padre vino
del cielo, diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”; el
Espíritu de Dios descendió “como paloma” sobre el Hijo de Dios hecho hombre
(Mateo 3:13-17). Cuando el Señor Jesús, antes de su ascensión al cielo,
encomendó a sus discípulos la gran misión de llevar el Evangelio al mundo
entero, les dio la siguiente orden: “Por tanto, id... bautizándolos (a las
naciones) en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo
28:19): un carácter importante del bautismo cristiano.
Numerosos pasajes del Nuevo
Testamento demuestran que el Espíritu Santo no es solamente una «influencia» indescriptible
que dimana de Dios, ni una «influencia» sobrehumana que él generara. Es más
bien una persona, autónoma en pensamiento, en palabras y en hechos. Las
expresiones siguientes aparecen repetidas veces: “el Espíritu todo lo
escudriña”, el Espíritu habla, da testimonio, enseña, ordena, guía; el Espíritu
envía a Bernabé y Pablo, arrebata a Felipe, intercede por nosotros, etc.
En la cristiandad actual,
¡cuántas cosas cuyo origen es de hecho humano, impuro o aun demoníaco, son
atribuidas al Espíritu de Dios! No se puede, pues, insistir suficientemente en
la verdad de que el Espíritu tiene los mismos caracteres que los del Padre y
del Hijo. Como Dios —el Padre y el Hijo— es santo (Juan 17:11), así también la
Palabra lo llama expresa e intencionalmente el Espíritu Santo (Lucas 1:35), en
contraste con el espíritu del hombre que no es santo, o bien con los espíritus
maléficos. Permanece separado de la injusticia o de la impureza bajo todas sus
formas. — Como el Señor Jesús dice de sí mismo: “Yo soy... la verdad” (Juan
14:6), de la misma manera el Espíritu es llamado repetidas veces “el Espíritu
de verdad” (14:17). — Dios es amor y el Espíritu es igualmente un Espíritu de
amor (2 Timoteo 1:7). — El fruto del Espíritu, todas sus manifestaciones en la
vida del creyente están en perfecto acuerdo con el carácter de Dios (Gálatas
5:22-23).
El Espíritu Santo, el “otro Consolador”[1],
iba a venir a la tierra
Dios no mandó a su Hijo al
mundo para que se quedara en la tierra. Jesús sabía “que su hora había llegado
para que pasase de este mundo al Padre” (Juan 13:1). Esta hora llegó cuando
Jesucristo hubo cumplido el mandato que Dios el Padre le había encomendado en
su primera venida al mundo, y esto para Su plena gloria y Su entera satisfacción.
Pero ¿qué le pasó a la “manada
pequeña” que creía en él y que él dejó en el mundo cuando partió? Hasta
entonces, la había guardado y protegido de acuerdo con el nombre del Padre, de
manera que ninguno de los suyos pereciese, salvo Judas, el hijo de perdición
(Juan 17:12). Jesús se hallaba todo el tiempo cerca de sus discípulos; allí es
donde se le podía ver. Estaban bien guardados en su mano y por su amor
maravilloso. Les enseñaba, contestaba sus preguntas y resolvía sus problemas.
Siempre podían llegarse a él con sus desamparos, sus angustias, sus dificultades
y sus necesidades. En su proximidad, su corazón hallaba siempre sosiego, paz y
gozo. El Señor era para ellos un Consolador perfecto. De esto los evangelios
dan testimonio. Entonces comprendemos muy bien que la noticia de su regreso al
Padre, donde ya no lo podrían ver, los llenara de tristeza (16:19-22).
Pero el Señor mismo sabía
que, después de su partida, “otro Consolador” (14:16-17) vendría hacia los
suyos y que estaría cerca de ellos por la eternidad. No solamente estaría cerca
de la “manada pequeña” de aquellos días, sino también con la Iglesia entera que
estaría en la tierra desde entonces y hasta su regreso. Este “otro Consolador”
sería el Espíritu Santo que el Padre iba a enviarles en el nombre de Jesús
(14:26)
Este cambio ¿les produciría
una pérdida a los discípulos? Lo pensaban, porque ¡aún sabían tan pocas cosas
sobre la persona del Espíritu Santo y su oficio! Pero el Señor Jesús conocía el
cambio maravilloso que resultaría de la morada del Espíritu en los creyentes; por
eso les dice: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador
no vendría a vosotros; más si me fuere, os lo enviaré” (16:7).
Jesús describe la obra del Espíritu entre los suyos
Antes de subir al cielo, el
Resucitado dijo a sus discípulos: “Así está escrito, y así fue necesario que el
Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase
en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones,
comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí,
yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la
ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas
24:46-49; compárese con Hechos 1:8). Tenemos el privilegio de ser testigos
suyos en un mundo que ha despreciado a Cristo y que lo ha desechado con odio.
Por eso se necesita la fuerza divina que es dada a los suyos en el poder del
Espíritu Santo. Los doce discípulos no iban a tardar en ver lo que esta fuerza
era capaz de hacer: los mismos que, en los días que siguieron la resurrección,
habían cerrado las puertas por miedo de los judíos (Juan 20:19, 26), se
mostraron llenos de valor frente a la multitud en el día de Pentecostés. Pedro
mismo, el que había tenido miedo de confesar a Cristo en el patio del sumo
sacerdote, anunciaba entonces, lleno del Espíritu Santo, el Evangelio de Cristo
resucitado con gran poder a los judíos reunidos en Jerusalén de entre numerosas
naciones, de manera que este día “tres mil personas” fueron agregadas (véase
Hechos 2:38-41). Y desde estos primeros días de la historia de los apóstoles,
siempre se ha comprobado que el “poder desde lo alto” se halla allí donde hay
creyentes que buscan cumplir con la misión del Señor con dedicación y confianza
en Él.
En Juan 14 a 16, el Señor
describe muy especialmente la misión que, al llegar a este mundo, el Espíritu
Santo iba a cumplir para los creyentes que están aquí abajo. Notemos algunas
expresiones:
“El Consolador, el Espíritu
Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y
os recordará todo lo que yo os he dicho” (14:26). Esto se refiere primeramente
al hecho de que, después de la venida del Espíritu, los apóstoles entendieron
el significado de las palabras que habían oído de la boca de su maestro. Les
recordó también a los autores de los evangelios todo lo que había acontecido
durante el ministerio del Señor y los dirigió de tal manera que cada uno de sus
escritos llevara un carácter particular.
Aparte de eso, el deseo del
Espíritu de verdad es el de guiar a los creyentes “a toda la verdad” (16:13),
en todo lo que nos es dado en Cristo resucitado y glorificado para el tiempo
actual y para la eternidad. Así como fue con el Señor Jesús en este mundo, el
Espíritu “no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere”.
Al principio utilizó a los apóstoles para esto, especialmente al apóstol Pablo;
hizo que comprendieran toda la verdad, y los hizo capaces de enseñar a los
creyentes verbalmente y por carta. Por medio de sus escritos inspirados del
Nuevo Testamento (la Palabra de Dios está completa; ya no hay nada que
agregarle; Colosenses 1:25), nos enseña a nosotros, los creyentes de los
tiempos actuales, y no cesa de recordarnos lo que en ellos está escrito. El
Espíritu Santo da fuerza y dirección para el servicio de la Palabra (1 Pedro
4:11; 1 Corintios 12:4), y es “la unción” (1 Juan 2:27) que capacita aun a los
“hijitos” en la fe para recibir la enseñanza que es conforme a la verdad.
En relación con la gloria del Señor, y con su
venida para establecer su reino, el Espíritu iba a anunciar “las cosas que
habrán de venir” (Juan 16:13) por medio de los escritos del Nuevo Testamento.
Una de las metas
principales de la obra de este “otro Consolador” consiste en colocar frente al
corazón de los creyentes a la persona del Hijo de Dios, nuestro Señor y
Redentor. En efecto, “el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por
su Espíritu” (Efesios 3:16-17) halla su realización con la morada de Cristo,
por la fe, en nuestros corazones. Así, el Señor Jesús dice del Espíritu: “él
dará testimonio acerca de mí” (Juan 15:26). “Él me glorificará; porque tomará
de lo mío, y os lo hará saber” (16:14).
La venida del Espíritu Santo
Diez días
después de la ascensión del Señor al cielo, su promesa se cumplió: el Padre
envió al “otro Consolador” para morar con los suyos y estar en ellos a fin de
cumplir con todo lo que Jesús había dicho (Juan 14:16-17).
Este poderoso
acontecimiento no pasó inadvertido (Hechos 2:1-21). En este día, los creyentes
“estaban todos unánimes juntos”; oyeron de repente “un estruendo como de un
viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y
se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada
uno de ellos. Y fueron todos ellos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a
hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen”.
El rumor de
esto se propagó por toda Jerusalén. Todo el pueblo de los judíos tenía que
saber que la palabra del profeta Joel se acababa de cumplir (Joel 2:28-32).
Luego Pedro,
con el poder del Espíritu, llamó a los “varones israelitas” al arrepentimiento
y les anunció el Evangelio de Jesucristo.
Millares de
judíos creyeron al Evangelio y fueron salvos. Pero los dirigentes y la gran masa
del pueblo que habían crucificado al Señor rechazaron también el testimonio del
Espíritu Santo, persiguieron a la Iglesia y acabaron por dispersarla. En
consecuencia, Dios abandonó a su pueblo terrenal. Pero, por su transgresión
vino la salvación a los gentiles (Romanos 11:11).
Detengámonos
ahora, y tomemos el tiempo para preguntarnos: ¿Qué significa para el creyente
individualmente la presencia del “otro Consolador” en la tierra? ¿Y qué
significa para la Iglesia del Señor? Las respuestas a estas preguntas son
familiares a varios de nuestros lectores, pero estas verdades ¿no se nos
escapan muy fácilmente en nuestra vida cristiana, a pesar de su importancia
práctica fundamental? ¡Cuántas dificultades tenemos para hacerlas volver siempre
a nuestros corazones y para examinarnos, para ver si nuestro comportamiento
está conforme a ellas! Ya hemos hablado de la manera en que el Señor describe
la acción del Espíritu entre los suyos. Para contestar a nuestras dos
preguntas, refirámonos a los escritos inspirados del apóstol Pablo; conservan
toda su vigencia hoy en día.
Nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo
En Romanos 8,
que citaremos repetidas veces en relación con este tema, se dice expresamente
en el versículo 9: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”. Poseer
el Espíritu no es, pues, el privilegio de algunos cristianos adelantados.
Cuando el hombre cree en el Evangelio y se vuelve a Dios, es nacido “de agua y
del Espíritu” (Juan 3:5). Al creer es también “sellado con el Espíritu Santo de
la promesa” (Efesios 1:13).
Ahora mora en el corazón purificado por
la fe (1 Corintios 3:16). El cuerpo con el cual el redimido servía hasta
entonces al pecado es hecho ahora el templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19).
Esto tiene
consecuencias maravillosas y de gran alcance: el creyente es llevado a
una nueva posición. Estaba
“en la carne”, pero ahora está “en el Espíritu” (Romanos 8:9, V.M.). Ya no es
“deudor” (Romanos 8:12) o esclavo de la carne para obedecer a sus concupiscencias,
sino que ahora pertenece a Dios, al Espíritu de Dios, a fin de que esté lleno
del pensamiento del Espíritu que “es vida y paz” (8:9, 6).
“El Espíritu
mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (nos hace
captar esto). Ya no somos esclavos bajo la ley, sino que hemos recibido
“el espíritu de adopción,
por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (8:15-16). Esto caracteriza ahora nuestra
relación con Dios. Y en los que son hechos “hijos”, el Espíritu logra producir
fruto y obras para la gloria del Padre, no por obligación, sino suscitando y
manteniendo en sus corazones los sentimientos e intereses apropiados.
Además, para
cada creyente individualmente, el Espíritu Santo de la promesa es “las arras de nuestra herencia”, dadas
a los que son coherederos con Jesucristo, hasta la redención futura de la
posesión adquirida por Cristo (Efesios 1:14). La morada del Espíritu es pues
también la prueba segura del derecho de los gentiles a la herencia, mientras
que anteriormente no tenían ninguna promesa.
(Continuará)
[1] N. del E.: Esta expresión
“otro Consolador” está tomada de Juan 14:16, y es importante como prueba de la
personalidad distintiva del Espíritu, puesto que el empleo de un pronombre
personal en relación con él —“otro”—, lo compara con la persona misma del
Señor. “Otro” Consolador, aparte del Señor mismo en la tierra, de modo que, si
el Señor tiene su propia personalidad, se puede deducir que el Espíritu también
la tiene.
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