miércoles, 1 de octubre de 2014

El “Otro Consolador” (PARTE I)

Son tantas las opiniones erróneas que han surgido en medio de la cristiandad actual referentes al Espíritu Santo y a su actividad en la tierra, que es necesario referirse sin cesar a las enseñanzas que guardan armonía con las Sagradas Escrituras. Nos ayudan a distanciarnos de tendencias malsanas y a examinarnos para saber si estamos abiertos a una real actividad del Espíritu o no.
Que el tema cuyo estudio vamos a emprender nos ayude a recordar las verdades conocidas de muchos creyentes, pero que son tan fácilmente perdidas de vista.

El Espíritu Santo es una persona de la Deidad
Cuando Jesús se hizo bautizar en el Jordán, Dios fue revelado en su Trinidad: el Hijo de Dios estaba allí como hombre en la tierra, y empezaba su servicio; la voz de Dios el Padre vino del cielo, diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”; el Espíritu de Dios descendió “como paloma” sobre el Hijo de Dios hecho hombre (Mateo 3:13-17). Cuando el Señor Jesús, antes de su ascensión al cielo, encomendó a sus discípulos la gran misión de llevar el Evangelio al mundo entero, les dio la siguiente orden: “Por tanto, id... bautizándolos (a las naciones) en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19): un carácter importante del bautismo cristiano.
Numerosos pasajes del Nuevo Testamento demuestran que el Espíritu Santo no es solamente una «influencia» indescriptible que dimana de Dios, ni una «influencia» sobrehumana que él generara. Es más bien una persona, autónoma en pensamiento, en palabras y en hechos. Las expresiones siguientes aparecen repetidas veces: “el Espíritu todo lo escudriña”, el Espíritu habla, da testimonio, enseña, ordena, guía; el Espíritu envía a Bernabé y Pablo, arrebata a Felipe, intercede por nosotros, etc.
En la cristiandad actual, ¡cuántas cosas cuyo origen es de hecho humano, impuro o aun demoníaco, son atribuidas al Espíritu de Dios! No se puede, pues, insistir suficientemente en la verdad de que el Espíritu tiene los mismos caracteres que los del Padre y del Hijo. Como Dios —el Padre y el Hijo— es santo (Juan 17:11), así también la Palabra lo llama expresa e intencionalmente el Espíritu Santo (Lucas 1:35), en contraste con el espíritu del hombre que no es santo, o bien con los espíritus maléficos. Permanece separado de la injusticia o de la impureza bajo todas sus formas. — Como el Señor Jesús dice de sí mismo: “Yo soy... la verdad” (Juan 14:6), de la misma manera el Espíritu es llamado repetidas veces “el Espíritu de verdad” (14:17). — Dios es amor y el Espíritu es igualmente un Espíritu de amor (2 Timoteo 1:7). — El fruto del Espíritu, todas sus manifestaciones en la vida del creyente están en perfecto acuerdo con el carácter de Dios (Gálatas 5:22-23).

El Espíritu Santo, el “otro Consolador”[1], iba a venir a la tierra
Dios no mandó a su Hijo al mundo para que se quedara en la tierra. Jesús sabía “que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre” (Juan 13:1). Esta hora llegó cuando Jesucristo hubo cumplido el mandato que Dios el Padre le había encomendado en su primera venida al mundo, y esto para Su plena gloria y Su entera satisfacción.
Pero ¿qué le pasó a la “manada pequeña” que creía en él y que él dejó en el mundo cuando partió? Hasta entonces, la había guardado y protegido de acuerdo con el nombre del Padre, de manera que ninguno de los suyos pereciese, salvo Judas, el hijo de perdición (Juan 17:12). Jesús se hallaba todo el tiempo cerca de sus discípulos; allí es donde se le podía ver. Estaban bien guardados en su mano y por su amor maravilloso. Les enseñaba, contestaba sus preguntas y resolvía sus problemas. Siempre podían llegarse a él con sus desamparos, sus angustias, sus dificultades y sus necesidades. En su proximidad, su corazón hallaba siempre sosiego, paz y gozo. El Señor era para ellos un Consolador perfecto. De esto los evangelios dan testimonio. Entonces comprendemos muy bien que la noticia de su regreso al Padre, donde ya no lo podrían ver, los llenara de tristeza (16:19-22).
Pero el Señor mismo sabía que, después de su partida, “otro Consolador” (14:16-17) vendría hacia los suyos y que estaría cerca de ellos por la eternidad. No solamente estaría cerca de la “manada pequeña” de aquellos días, sino también con la Iglesia entera que estaría en la tierra desde entonces y hasta su regreso. Este “otro Consolador” sería el Espíritu Santo que el Padre iba a enviarles en el nombre de Jesús (14:26)
Este cambio ¿les produciría una pérdida a los discípulos? Lo pensaban, porque ¡aún sabían tan pocas cosas sobre la persona del Espíritu Santo y su oficio! Pero el Señor Jesús conocía el cambio maravilloso que resultaría de la morada del Espíritu en los creyentes; por eso les dice: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; más si me fuere, os lo enviaré” (16:7).

Jesús describe la obra del Espíritu entre los suyos
Antes de subir al cielo, el Resucitado dijo a sus discípulos: “Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:46-49; compárese con Hechos 1:8). Tenemos el privilegio de ser testigos suyos en un mundo que ha despreciado a Cristo y que lo ha desechado con odio. Por eso se necesita la fuerza divina que es dada a los suyos en el poder del Espíritu Santo. Los doce discípulos no iban a tardar en ver lo que esta fuerza era capaz de hacer: los mismos que, en los días que siguieron la resurrección, habían cerrado las puertas por miedo de los judíos (Juan 20:19, 26), se mostraron llenos de valor frente a la multitud en el día de Pentecostés. Pedro mismo, el que había tenido miedo de confesar a Cristo en el patio del sumo sacerdote, anunciaba entonces, lleno del Espíritu Santo, el Evangelio de Cristo resucitado con gran poder a los judíos reunidos en Jerusalén de entre numerosas naciones, de manera que este día “tres mil personas” fueron agregadas (véase Hechos 2:38-41). Y desde estos primeros días de la historia de los apóstoles, siempre se ha comprobado que el “poder desde lo alto” se halla allí donde hay creyentes que buscan cumplir con la misión del Señor con dedicación y confianza en Él.
En Juan 14 a 16, el Señor describe muy especialmente la misión que, al llegar a este mundo, el Espíritu Santo iba a cumplir para los creyentes que están aquí abajo. Notemos algunas expresiones:
“El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (14:26). Esto se refiere primeramente al hecho de que, después de la venida del Espíritu, los apóstoles entendieron el significado de las palabras que habían oído de la boca de su maestro. Les recordó también a los autores de los evangelios todo lo que había acontecido durante el ministerio del Señor y los dirigió de tal manera que cada uno de sus escritos llevara un carácter particular.
Aparte de eso, el deseo del Espíritu de verdad es el de guiar a los creyentes “a toda la verdad” (16:13), en todo lo que nos es dado en Cristo resucitado y glorificado para el tiempo actual y para la eternidad. Así como fue con el Señor Jesús en este mundo, el Espíritu “no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere”. Al principio utilizó a los apóstoles para esto, especialmente al apóstol Pablo; hizo que comprendieran toda la verdad, y los hizo capaces de enseñar a los creyentes verbalmente y por carta. Por medio de sus escritos inspirados del Nuevo Testamento (la Palabra de Dios está completa; ya no hay nada que agregarle; Colosenses 1:25), nos enseña a nosotros, los creyentes de los tiempos actuales, y no cesa de recordarnos lo que en ellos está escrito. El Espíritu Santo da fuerza y dirección para el servicio de la Palabra (1 Pedro 4:11; 1 Corintios 12:4), y es “la unción” (1 Juan 2:27) que capacita aun a los “hijitos” en la fe para recibir la enseñanza que es conforme a la verdad.
En relación con la gloria del Señor, y con su venida para establecer su reino, el Espíritu iba a anunciar “las cosas que habrán de venir” (Juan 16:13) por medio de los escritos del Nuevo Testamento.
Una de las metas principales de la obra de este “otro Consolador” consiste en colocar frente al corazón de los creyentes a la persona del Hijo de Dios, nuestro Señor y Redentor. En efecto, “el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16-17) halla su realización con la morada de Cristo, por la fe, en nuestros corazones. Así, el Señor Jesús dice del Espíritu: “él dará testimonio acerca de mí” (Juan 15:26). “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (16:14).

La venida del Espíritu Santo
Diez días después de la ascensión del Señor al cielo, su promesa se cumplió: el Padre envió al “otro Consolador” para morar con los suyos y estar en ellos a fin de cumplir con todo lo que Jesús había dicho (Juan 14:16-17).
Este poderoso acontecimiento no pasó inadvertido (Hechos 2:1-21). En este día, los creyentes “estaban todos unánimes juntos”; oyeron de repente “un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos ellos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen”.
El rumor de esto se propagó por toda Jerusalén. Todo el pueblo de los judíos tenía que saber que la palabra del profeta Joel se acababa de cumplir (Joel 2:28-32).
Luego Pedro, con el poder del Espíritu, llamó a los “varones israelitas” al arrepentimiento y les anunció el Evangelio de Jesucristo.
Millares de judíos creyeron al Evangelio y fueron salvos. Pero los dirigentes y la gran masa del pueblo que habían crucificado al Señor rechazaron también el testimonio del Espíritu Santo, persiguieron a la Iglesia y acabaron por dispersarla. En consecuencia, Dios abandonó a su pueblo terrenal. Pero, por su transgresión vino la salvación a los gentiles (Romanos 11:11).
Detengámonos ahora, y tomemos el tiempo para preguntarnos: ¿Qué significa para el creyente individualmente la presencia del “otro Consolador” en la tierra? ¿Y qué significa para la Iglesia del Señor? Las respuestas a estas preguntas son familiares a varios de nuestros lectores, pero estas verdades ¿no se nos escapan muy fácilmente en nuestra vida cristiana, a pesar de su importancia práctica fundamental? ¡Cuántas dificultades tenemos para hacerlas volver siempre a nuestros corazones y para examinarnos, para ver si nuestro comportamiento está conforme a ellas! Ya hemos hablado de la manera en que el Señor describe la acción del Espíritu entre los suyos. Para contestar a nuestras dos preguntas, refirámonos a los escritos inspirados del apóstol Pablo; conservan toda su vigencia hoy en día.

Nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo
En Romanos 8, que citaremos repetidas veces en relación con este tema, se dice expresamente en el versículo 9: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”. Poseer el Espíritu no es, pues, el privilegio de algunos cristianos adelantados. Cuando el hombre cree en el Evangelio y se vuelve a Dios, es nacido “de agua y del Espíritu” (Juan 3:5). Al creer es también “sellado con el Espíritu Santo de la promesa” (Efesios 1:13).
Ahora mora en el corazón purificado por la fe (1 Corintios 3:16). El cuerpo con el cual el redimido servía hasta entonces al pecado es hecho ahora el templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19).
Esto tiene consecuencias maravillosas y de gran alcance: el creyente es llevado a una nueva posición. Estaba “en la carne”, pero ahora está “en el Espíritu” (Romanos 8:9, V.M.). Ya no es “deudor” (Romanos 8:12) o esclavo de la carne para obedecer a sus concupiscencias, sino que ahora pertenece a Dios, al Espíritu de Dios, a fin de que esté lleno del pensamiento del Espíritu que “es vida y paz” (8:9, 6).
“El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (nos hace captar esto). Ya no somos esclavos bajo la ley, sino que hemos recibido “el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (8:15-16). Esto caracteriza ahora nuestra relación con Dios. Y en los que son hechos “hijos”, el Espíritu logra producir fruto y obras para la gloria del Padre, no por obligación, sino suscitando y manteniendo en sus corazones los sentimientos e intereses apropiados.
Además, para cada creyente individualmente, el Espíritu Santo de la promesa es “las arras de nuestra herencia”, dadas a los que son coherederos con Jesucristo, hasta la redención futura de la posesión adquirida por Cristo (Efesios 1:14). La morada del Espíritu es pues también la prueba segura del derecho de los gentiles a la herencia, mientras que anteriormente no tenían ninguna promesa.
(Continuará)



[1] N. del E.: Esta expresión “otro Consolador” está tomada de Juan 14:16, y es importante como prueba de la personalidad distintiva del Espíritu, puesto que el empleo de un pronombre personal en relación con él —“otro”—, lo compara con la persona misma del Señor. “Otro” Consolador, aparte del Señor mismo en la tierra, de modo que, si el Señor tiene su propia personalidad, se puede deducir que el Espíritu también la tiene.

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