Jesús el Mesías
El termino Mesías proviene de la palabra hebrea Māšîaḥ (מָשִׁיחַ) y su correspondencia en griego es khristós (gr. χριστός, “Cristo”), y en castellano es “Ungido”. Tiene la
idea de alguien que está consagrado, apartado, destinado para tal o cual
función. Esta misma idea la encontramos en el acto de ungir todo el tabernáculo
y sus utensilios, para santificarlo con el fin de separarlo, y darle el uso para lo cual fue construido (Éxodo 40:9).
El acto de Ungir se realizaba con un aceite particular en el Antiguo
Testamento (Éxodo 30:22-25). Podemos visualizarlo en el momento que Aarón es
consagrado (Levítico 8:12; Salmo 133:2) o cuando David fue apartado para ser
rey (así como lo fue Saúl) (1 Samuel 16:13; 10:1). Y en los profetas cuando se
le consagra para ese ministerio (1 Reyes 19:16). Con estas figuras, el Espíritu
Santo nos revela las funciones que Jesús el Mesías realizaría.
De estos, dos aspectos se dejan entrever claramente en los evangelios, que corresponde
al concepto de profeta y rey. Sin embargo, hay otro aspecto, que si no fuera
por la carta a los Hebreos no nos daríamos cuenta tan fácilmente. El Espíritu
Santo llevó al autor de esta carta a descubrir otra función que el Señor
Jesucristo debía cumplir: el de sumo sacerdote. No importa que releamos y
releamos la Biblia, no podríamos llegar fácilmente a este misterio sino por la
interpretación que el autor de esta carta le da a ciertos pasajes del Antiguo
Testamento.
El Mesías y el pueblo.
Si bien es cierto, Jesús de Nazaret
jamás reclamó para sí el título de Mesías cuando estuvo en su ministerio. Sin
embargo, el pueblo que lo seguía veía en él al mesías prometido, y no veían al rey prometido según Dios, veían
a un profeta, ya que los milagros que él
hacía los llevaba a pensar hacerlos pensar que él era ese ser prometido que los
sacaría de la esclavitud y que les daría el pan cada día (cf. Hechos 1:6; Juan
6:34).
Vemos en varios pasajes que el Señor pudo
haber reconocido esta dignidad, pero no lo hizo (cf. Juan 6:22-60), ya que sus
objetivos eran otros: el hacer la voluntad del Padre (Juan 4:34; 17:4). El
vino más como profeta que como un mesías
político, vino como el siervo sufriente profetizado por Isaías (Isaías 53).
Si hubiese recibido del pueblo la
dignidad, tal como ellos querían dársela, de seguro hubiera resultado en un
enfrentamiento con Roma. Y, de una u otra forma, estaría recibiendo un reino de
un modo que el Padre no quería dárselo; ya que una vez concluida su obra, él volvería
a la dignidad que había dejado (Juan 17:5; Filipenses 2:9) para venir a dar su
vida por los pecadores. Y una vez concluido, todo, cuando volviese en Gloria y
Majestad, él recibiría el reino que le corresponde.
Vemos en algunos pasajes que este
pueblo era muy voluble, ya que su acercamiento no era sincero, sino interesado;
y ante la menor provocación cambiaba de ánimo y se ponía en contra de él (Juan
18:40).
Sin embargo, había algunos pocos que creyeron en él como el Mesías (Juan
1:41, 49; 11:27), y en estos contamos también a los
pastores (Lucas 2:16–17); Simeón (v. 34); Ana (v. 38); Nicodemo (Juan
3:1-15; 19:38), José de Arimatea (Juan 19:38); etc. Siempre el número de
verdaderos creyentes fue poco, aunque muchos creían en él, pero él no se fiaba
de ellos porque sabía que había en ellos (Juan 2:23-25). En total, como 120
creyentes (Hechos 1:15) fueron los que realmente creyeron en él mientras estuvo predicando.
Se podría pensar que en la entrada triunfal fue la culminación de la
obra del Señor, ya que lo reconocían como el Hijo de David, el Mesías: “Hosanna
al Hijo de David” (Mateo 21:9). Pero este hecho no fue más que una aparente excepción,
porque
los hechos desencadenados días después, demostraron lo contrario.
El Mesías y sus discípulos
En
Cambio, en un ámbito cerrado, sí reconoció explícitamente ante sus discípulos
que él era el Mesías. Para ello expresa
una pregunta: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
Hombre?” (Mateo 16:13). Y los discípulos que habían escuchado del pueblo
distintas opiniones, pero ninguna de las opciones expuestas o creían que él
fuera el Mesías.
Por tanto, si el pueblo pensaba que era
cualquier persona menos el Mesías, entonces Jesús hace una pregunta para que la
respuesta reflejara lo que ellos pensaban: “Y vosotros, ¿quién decís que soy
yo?” (Mateo 16:15). Pedro, en representación de los demás, dice: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado
eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi
Padre que está en los cielos” (Mateo 16:
16-17, cf. Juan 6:68-69). Pero esta revelación
debía quedarse en el círculo de creyentes, por tanto prohibió que lo
divulgasen (Mateo 16:20).
Sin embargo, a pesar de la revelación
Divina, ellos seguían conservando las
ideas del mesías que los rabinos tenían. Ellos pensaban que el Mesías que
reinaría no podía morir. Por eso Pedro intenta reconvenir al Señor por lo dicho
acerca de lo que le iba a suceder y él
lo reprende duramente (Mateo 16:21-23), porque se estaba oponiendo a los
designios del Padre. Y a continuación, le indica que espera de los que le
siguen a Él (Mateo 16:24-28).
A pesar de la enseñanza del Señor,
ellos no entendieron completamente la forma de Mesianazgo que le mostraba (Juan
3:14; 10:11-18; Mateo 16:21; 17:22-23; 20:17-19). No entendían porque tenía que
morir y al tercer día resucitar. Pero con la llegada del Espíritu Santo
pudieron comprenderlo (Juan 14:26).
El Mesías y los dirigentes judíos.
Si bien el pueblo lo reconocía como un
profeta (cf. Mateo 16:14; 21:11, 46), los dirigentes religiosos siempre
trataron de desacreditarlo (Mateo 22:15 y ss.; Marcos 8:11) y no reconocerlo
(Juan 7:47-48). Salvo casos “contados con la mano” (Nicodemo (Juan 3:1-15; 19:38), José de Arimatea (Juan 19:38), y
quizás algunos otros), y otros casi lo reconocieron (cf. Juan 7:40-52); pero, en
fin, nadie lo reconoció como Mesías. Es
más, a la más pequeña insinuación de que era Hijo de Dios, lo tildaban de
blasfemo o querían matarlo (Juan 8:59; 10:31) y al que lo reconocía
públicamente lo expulsaban de la sinagoga (Juan 9:22).
Algunos ejemplos de rechazo los
encontramos:
·
cuando
hacía milagros o expulsaba demonios, negando que fuera hecho con el poder de
Dios (Mateo 12:24);
·
cuando
sanó al ciego de nacimiento y se declaraban discípulos de Moisés para
diferenciarse completamente de la enseñanza del Maestro (Juan 9:1 y ss.);
·
cuando
sanó al paralítico (Marcos 2:7);
·
cuando
hizo la entrada triunfal, sus discípulos lo aclamaban y los jóvenes se
agregaron al grupo (Lucas 19:39-40;);
·
cuando
estaba ante el sanedrín y lo pusieron bajo juramento, él reconoció su
Divinidad, ellos ni aun así lo reconocieron (Mateo 26:63-68; Lucas 22:66-71).
No pudieron ver al Mesías que estaba ante ellos, al Siervo Sufriente que
profetizó Isaías (cap. 53). Todos ellos tenían un velo religioso (cf. 2
Corintios 3:13-14) y dogmático que impedía reconocer al Hijo de Dios que tenían
ante sí.
Tal fue el grado de negación, que
abusaron de él de una manera inmisericorde (Mateo 26:67; Marcos 14:65), estando
él “indefenso” y declarado reo de muerte
siendo inocente, y ellos justificaron la
sentencia con la premisa que era mejor que uno muriera y no todo el pueblo (Juan
11:49-52). ¿Cuánta razón tenía? Él iba a
morir por todos, para que el Juicio de
Dios cayera sobre él (2 Corintios 5:21; Romanos 3:25; 1 Juan 2:2; 4:10).
Su ceguera espiritual fue tan tremenda que negaron al Santo de Israel.
Ceguera, que fue profetizada por Isaías (6:9-10 cf. Mateo 13:13-15), y les
impidió ver a quien tenían delante de ellos. No vieron su majestad, si no lo
humildad con que andaba por la tierra (cf. Mateo 11:29); no vieron a quien
estaba detrás de ese manto de humildad ni lo que encontraban en él. No vieron a
su propio Dios, al que tanto esperaban, a aquel que de seguro los redimiría.
Pero nada sucedió sin el previo conocimiento de Dios (Hechos 2:23; cf. 1 Pedro
1:11). Era necesario que pasase para que se mostrarse la misericordia Divina
(Romanos 5:8; 1 Juan 4:9).
El Mesías y sus Obras.
Juan el Bautista mandó a dos de sus discípulos con una pregunta directa
y que esperaba una respuesta igual: “¿Eres tú aquel que
había de venir, o esperaremos a otro?” (Mateo 11:3). La pregunta esperaba una
respuesta formal, una respuesta que dejase en claro que él, Jesús, era el
mesías prometido o simplemente era un profeta más y que Juan se había
equivocado en su apreciación cuando lo bautizó en el Jordán. Juan había
declarado públicamente, según el evangelio de Juan:
“El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a
él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es
aquel de quien yo dije: Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí;
porque era primero que yo. Y yo no le conocía; más para que fuese manifestado a
Israel, por esto vine yo bautizando con agua. También dio Juan testimonio,
diciendo: Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció
sobre él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me
dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es
el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo le vi, y he dado testimonio de que
éste es el Hijo de Dios” (Juan 1:29-34).
En cambio el Señor Jesús
no dio una respuesta directa que
afirmase o negase su mesaniazgo, sino que sus propias obras y sus palabras
daban testimonio de él y eran la respuesta que debían los mensajeros de Juan
llevarle:
“Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a Juan las cosas que
oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los
sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el
evangelio; y bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí” (Mateo 11:4-6).
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