lunes, 2 de enero de 2017

Doctrina: Cristología. (Parte XIII)

Jesús el Mesías


El termino Mesías proviene de la  palabra hebrea   Māšîaḥ (מָשִׁיחַ) y su correspondencia en griego es khristós (gr. χριστός, “Cristo”), y en castellano es “Ungido”. Tiene la idea de alguien que está consagrado, apartado, destinado para tal o cual función. Esta misma idea la encontramos en el acto de ungir todo el tabernáculo y sus utensilios, para santificarlo con el fin de separarlo,  y darle el uso para lo cual fue construido (Éxodo 40:9).
El acto de Ungir se realizaba con un aceite particular en el Antiguo Testamento (Éxodo 30:22-25). Podemos visualizarlo en el momento que Aarón es consagrado (Levítico 8:12; Salmo 133:2) o cuando David fue apartado para ser rey (así como lo fue Saúl) (1 Samuel 16:13; 10:1). Y en los profetas cuando se le consagra para ese ministerio (1 Reyes 19:16). Con estas figuras, el Espíritu Santo nos revela las funciones que Jesús el Mesías realizaría.
De estos, dos aspectos se dejan entrever  claramente en los evangelios, que corresponde al concepto de profeta y rey. Sin embargo, hay otro aspecto, que si no fuera por la carta a los Hebreos no nos daríamos cuenta tan fácilmente. El Espíritu Santo llevó al autor de esta carta a descubrir otra función que el Señor Jesucristo debía cumplir: el de sumo sacerdote. No importa que releamos y releamos la Biblia, no podríamos llegar fácilmente a este misterio sino por la interpretación que el autor de esta carta le da a ciertos pasajes del Antiguo Testamento.

El Mesías y el pueblo.
         Si bien es cierto, Jesús de Nazaret jamás reclamó para sí el título de Mesías cuando estuvo en su ministerio. Sin embargo, el pueblo que lo seguía veía en él al mesías prometido,  y no veían al rey prometido según Dios, veían a un profeta, ya que los milagros que  él hacía los llevaba a pensar hacerlos pensar que él era ese ser prometido que los sacaría de la esclavitud y que les daría el pan cada día (cf. Hechos 1:6; Juan 6:34).
         Vemos en varios pasajes que el Señor pudo haber reconocido esta dignidad, pero no lo hizo (cf. Juan 6:22-60), ya que sus objetivos eran otros: el hacer la voluntad del Padre (Juan 4:34; 17:4). El vino  más como profeta que como un mesías político, vino como el siervo sufriente profetizado por Isaías (Isaías 53).
         Si hubiese recibido del pueblo la dignidad, tal como ellos querían dársela, de seguro hubiera resultado en un enfrentamiento con Roma. Y, de una u otra forma, estaría recibiendo un reino de un modo que el Padre no quería dárselo;  ya que una vez concluida su obra, él volvería a la dignidad que había dejado (Juan 17:5; Filipenses 2:9) para venir a dar su vida por los pecadores. Y una vez concluido, todo, cuando volviese en Gloria y Majestad, él recibiría el reino que le corresponde.
         Vemos en algunos pasajes que este pueblo era muy voluble, ya que su acercamiento no era sincero, sino interesado; y ante la menor provocación cambiaba de ánimo y se ponía en contra de él (Juan 18:40).
Sin embargo, había algunos pocos que creyeron en él como el Mesías (Juan 1:41, 49; 11:27), y en estos contamos también a los pastores (Lucas 2:16–17); Simeón (v. 34); Ana (v. 38); Nicodemo (Juan 3:1-15; 19:38), José de Arimatea (Juan 19:38); etc. Siempre el número de verdaderos creyentes fue poco, aunque muchos creían en él, pero él no se fiaba de ellos porque sabía que había en ellos (Juan 2:23-25). En total, como 120 creyentes (Hechos 1:15) fueron los que realmente creyeron en él mientras  estuvo predicando.
Se podría pensar que en la entrada triunfal fue la culminación de la obra del Señor, ya que lo reconocían como el Hijo de David, el Mesías: “Hosanna al Hijo de David” (Mateo 21:9). Pero este hecho no fue más que una aparente excepción,   porque los hechos desencadenados días después, demostraron lo contrario.

El Mesías y sus discípulos
         En Cambio, en un ámbito cerrado, sí reconoció explícitamente ante sus discípulos que él era el Mesías.  Para ello expresa una pregunta: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” (Mateo 16:13). Y los discípulos que habían escuchado del pueblo distintas opiniones, pero ninguna de las opciones expuestas o creían que él fuera el Mesías.  
Por tanto, si el pueblo pensaba que era cualquier persona menos el Mesías, entonces Jesús hace una pregunta para que la respuesta reflejara lo que ellos pensaban: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mateo 16:15). Pedro, en representación de los demás, dice: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”  (Mateo 16: 16-17, cf. Juan 6:68-69). Pero esta revelación  debía quedarse en el círculo de creyentes, por tanto prohibió que lo divulgasen (Mateo 16:20).
         Sin embargo, a pesar de la revelación Divina,  ellos seguían conservando las ideas del mesías que los rabinos tenían. Ellos pensaban que el Mesías que reinaría no podía morir. Por eso Pedro intenta reconvenir al Señor por lo dicho acerca de lo que le iba a suceder y  él lo reprende duramente (Mateo 16:21-23), porque se estaba oponiendo a los designios del Padre. Y a continuación, le indica que espera de los que le siguen a Él (Mateo 16:24-28).
         A pesar de la enseñanza del Señor, ellos no entendieron completamente la forma de Mesianazgo que le mostraba (Juan 3:14; 10:11-18; Mateo 16:21; 17:22-23; 20:17-19). No entendían porque tenía que morir y al tercer día resucitar. Pero con la llegada del Espíritu Santo pudieron comprenderlo (Juan 14:26).

El Mesías y los dirigentes judíos.
         Si bien el pueblo lo reconocía como un profeta (cf. Mateo 16:14; 21:11, 46), los dirigentes religiosos siempre trataron de desacreditarlo (Mateo 22:15 y ss.; Marcos 8:11) y no reconocerlo (Juan 7:47-48). Salvo casos “contados con la mano” (Nicodemo (Juan 3:1-15; 19:38), José de Arimatea (Juan 19:38), y quizás algunos otros), y otros casi lo reconocieron (cf. Juan 7:40-52); pero, en fin, nadie lo reconoció como Mesías.  Es más, a la más pequeña insinuación de que era Hijo de Dios, lo tildaban de blasfemo o querían matarlo (Juan 8:59; 10:31) y al que lo reconocía públicamente lo expulsaban de la sinagoga (Juan 9:22).
         Algunos ejemplos de rechazo los encontramos:
·        cuando hacía milagros o expulsaba demonios, negando que fuera hecho con el poder de Dios (Mateo 12:24);
·        cuando sanó al ciego de nacimiento y se declaraban discípulos de Moisés para diferenciarse completamente de la enseñanza del Maestro (Juan 9:1 y ss.);
·        cuando sanó al paralítico (Marcos 2:7);
·        cuando hizo la entrada triunfal, sus discípulos lo aclamaban y los jóvenes se agregaron al grupo (Lucas 19:39-40;);
·        cuando estaba ante el sanedrín y lo pusieron bajo juramento, él reconoció su Divinidad, ellos ni aun así lo reconocieron (Mateo 26:63-68; Lucas 22:66-71). No pudieron ver al Mesías que estaba ante ellos, al Siervo Sufriente que profetizó Isaías (cap. 53). Todos ellos tenían un velo religioso (cf. 2 Corintios 3:13-14) y dogmático que impedía reconocer al Hijo de Dios que tenían ante sí.
         Tal fue el grado de negación, que abusaron de él de una manera inmisericorde (Mateo 26:67; Marcos 14:65), estando  él “indefenso” y declarado reo de muerte siendo inocente, y ellos justificaron  la sentencia con la premisa que era mejor que uno muriera y no todo el pueblo (Juan 11:49-52). ¿Cuánta razón tenía?  Él iba a morir por todos, para que el  Juicio de Dios cayera sobre él (2 Corintios 5:21; Romanos 3:25; 1 Juan 2:2; 4:10).
Su ceguera espiritual fue tan tremenda que negaron al Santo de Israel. Ceguera, que fue profetizada por Isaías (6:9-10 cf. Mateo 13:13-15), y les impidió ver a quien tenían delante de ellos. No vieron su majestad, si no lo humildad con que andaba por la tierra (cf. Mateo 11:29); no vieron a quien estaba detrás de ese manto de humildad ni lo que encontraban en él. No vieron a su propio Dios, al que tanto esperaban, a aquel que de seguro los redimiría. Pero nada sucedió sin el previo conocimiento de Dios (Hechos 2:23; cf. 1 Pedro 1:11). Era necesario que pasase para que se mostrarse la misericordia Divina (Romanos 5:8; 1 Juan 4:9).

El Mesías y sus Obras.
Juan el Bautista mandó a dos de sus discípulos con una pregunta directa y que esperaba una respuesta igual: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?” (Mateo 11:3). La pregunta esperaba una respuesta formal, una respuesta que dejase en claro que él, Jesús, era el mesías prometido o simplemente era un profeta más y que Juan se había equivocado en su apreciación cuando lo bautizó en el Jordán. Juan había declarado públicamente, según el evangelio de Juan:
“El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí; porque era primero que yo. Y yo no le conocía; más para que fuese manifestado a Israel, por esto vine yo bautizando con agua. También dio Juan testimonio, diciendo: Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”  (Juan 1:29-34).
         En cambio el Señor Jesús no dio una respuesta directa  que afirmase o negase su mesaniazgo, sino que sus propias obras y sus palabras daban testimonio de él y eran la respuesta que debían los mensajeros de Juan llevarle:
“Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí” (Mateo 11:4-6).

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