lunes, 2 de enero de 2017

LOS PROPOSITOS DE SU VENIDA

LOS CREYENTES PERTENECEN al Señor Jesús. Son de Él. Le han sido dados por el Padre del mundo (Juan 17:6) y los ha ganado por su sangre (Hch. 20:28). Así el apóstol les recuerda que no se pertenecen ya porque comprados sois por precio (1 Cor. 6: 19-20). Los ha adquirido a tan inmenso costo porque los ama y porque los ama, es su deseo tenerlos consigo mismo. El Señor se sujetaba siempre a la voluntad de su Padre y hacia lo que a Dios agradaba, pero tenemos en una oración suya la expresión de la voluntad de El mismo en cuanto a los suyos: Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, ellos estén también conmigo (Juan 17:24). Su segunda venida es para satisfacer este anhelo de su corazón. Al mismo tiempo que hace la promesa "vendré otra vez," que ha encendido una luz inextinguible de esperanza en cada alma creyente que le aguarda, fija el propósito de su venida: “y os tomaré a mí mismo: para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3).
El destino bendito de la iglesia es el de serle acompañante del Señor Jesús, y así las Escrituras anuncian como epílogo de su rapto al aire, que estaremos siempre con el Señor (1 Tes. 4:17). Desde el primer tipo de Cristo y su iglesia que encontramos en la Palabra de Dios, que es el de Adam y Eva (Gen. 2) a través de otras muchas figuras y sombras del Antiguo Testamento y hasta las enseñanzas directas apostólicas, siempre se descubre el mismo propósito divino y se percibe la misma intención en cuanto a ella: de que fuese la compañera del Señor; y cuando El proclamó la edificación de este cuerpo místico, dejó establecido que sería "mi iglesia" (Mat. 16:18).
A su segunda venida se realizará en toda su extensión este propósito ense­ñado y manifestado y la iglesia redi­mida, perfeccionada y glorificada, "sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante” (Ef. 5:27), será tomada a El mismo, para nunca más separarse.
El estar con Cristo presupone que su hogar celestial será el nuestro, y es en razón a esta verdad que viene otra vez, no solamente para tomarnos, sino para que donde yo estoy, vosotros también estéis. ”Vamos a conocer a nuestro hogar en los cielos. El Señor dijo a sus discípulos: “Voy, pues a preparar lugar para vosotros" (Juan 14:2). No dijo que iba a crear un lugar, sino a preparar lugar. La potencia y la sabiduría y la ciencia divinas, desplegadas en la creación del universo, estarán al servicio de su corazón amoroso mientras prepara con solicitud cariñosa el lugar para su iglesia.
Girando hoy en los cielos, manteni­dos y dirigidos por Cristo y sujetos a Él, hay millones y millones de galaxias de estrellas, y en cada galaxia hay millones y aún cientos de miles de millones de estrellas. La estrella más cercana a la tierra de la galaxia conocida con el nombre de Vía Láctea, de acuerdo con lo que informa una autoridad en la materia, se halla a cuatro años luz de distancia. ¡Un año luz en medida astronómica equivale a la distancia que recorre la luz durante un año, siendo su velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo! ¡Las distancias entre las estrellas que componen esta galaxia son parecidas! No podemos concebir semejante inmensidad y grandeza, y menos aun cuando tenemos presente que los instrumentos más potentes que existen en manos de los astrónomos, abarcan aparentemente tan solo una parte ínfima de la expansión de los cielos. El Hijo de Dios hizo el universo y sostiene "todas las cosas por la palabra de su potencia” (Heb. 1:2-3). ¡El mismo Hijo de Dios que prepara el lugar para su esposa espiritual, la iglesia! Durante casi dos mil años está entregado a es­ta tarea de amor, la preparación del lugar de nuestra habitación eterna con El, y jamás "ojo... vio, ni oreja oyó, ni han subido en corazón de hombre lo que Dios a ha preparado para aquellos que le aman" (1 Cor. 2:9). Solamente sabemos que la ocuparemos juntamente con El, siempre con el Señor, y que le veremos como Él es en toda su her­mosura incomparable (1 Juan 3:2).
Como la reina de Seba ante la realidad de la sabiduría de Salomón, y la casa que había edificado, hemos de quedar enajenados y con ella hemos de clamar y “mis ojos han visto, ni aún la mitad fue lo que se me dijo... bienaventurados tus varones, dichosos estos tus siervos, que están continuamente delante de ti, y oyen tu sabiduría" (l Reyes 10:4-8). Mas nuestra enajenación y deslumbramiento serán tanto más que los de esta reina del austro, cuanto "más que Salomón estará en ese lugar" (Mat. 12:42). Nuestras imagi­naciones, aun cuando estimuladas por las seguras promesas de la Palabra de Dios, jamás podrán abarcar las maravillas inefables del lugar que se prepara para la iglesia junto a su Señor; ni subirán nunca en su corazón las cosas sobremanera admirables, ajenas a la experiencia de los hombres, que se aprontan para aquellos que le aman. No obstante las maravillas y las bellezas del hogar celestial que espera a los suyos al segundo advenimiento de Cristo, habrá un encanto superior que cautivará a todo corazón y arrobará a todo ojo: ¡Jehová Shamma; el Señor estará allí! La hermosura de su Persona, la fragancia de su presencia y el sabor de su amor inmutable, arrancará desde el fondo de su alma rendida el tributo de su embelesamiento con las palabras de amor de la antigüedad: “todo El codiciable" (Cant. 5:16) y se cumplirán en toda su amplitud las palabras del Salvador: otra vez os veré, y se gozará vuestro corazón, y nadie quitará de vuestro gozo (Juan 16:22).
Otros de los propósitos de la segunda venida de Cristo es que conozcamos su gloria. En su oración ya menciona­da, decía que quería que los suyos es­tuvieran con El para que vean mi gloria que me has dado" (Juan 17:24). Las Escrituras hablan mucho de la gloria del Señor, y de una manera tal que despiertan un temor reverencial y una santa expectativa. Moisés quiso verla y pedía: “te ruego que me muestres tu gloria” (Ex. 33:1'8) pero solamente le fue concedido contemplarla en parte, porque "el parecer de la gloria de Jehová era como un fuego abrasador." (Ex. 24:17), y es imposible para el hombre en su cuerpo mortal verla y vivir. Cuando el Salvador estaba transfigurado en gloria delante de sus tres discípulos, aun cuando estuvieron bajo la protección de Él, cayeron sobre sus rostros, y temieron en gran manera. (Mat. 17:6).
Salvados por su gracia y regenera­dos por su Espíritu, los suyos ahora en la tierra pueden mirar como en un espejo la gloria del Señor (2 Cor. 3: 18) pero solamente por espejo, en oscuridad (1 Cor. 13:12) empero cuando Cristo viene otra vez veremos su gloria en el lugar de su habitación, en su plenitud deslumbradora; esa magnífica gloria de la cual escribe el apóstol (2 Pedro 1:17). Entonces, si, ante esa visión radiante y sublime, seremos transformados de gloria en gloria (2 Cor. 3:18), porque el Señor también dice que, la gloria que me diste les he dado (Juan 17:22). No solamente nuestros cuerpos de bajeza serán transformados a la semejanza de su cuerpo de gloria a su venida, sino que seremos participantes de la gloria que ha de ser revelada (1 Pedro 5:1) y esta gloria venidera... en nosotros ha de ser manifestada (Rom. 8:18). Es imposible para los creyentes penetrar el miste­rio, la excelencia y la potencia de esa gloria inefable que es de Cristo y que será suya, y que Pablo califica como un sobremanera alto y “eterno peso de gloria” (2 Cor. 4:17). Esa gloria también constituye una parte integrante de su esperanza bienaventurada (Col. 1: 27) y han sido llamados por nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo 2. Tes. 2: 14). Se alcanzará cuando El venga a recogerlos a su Presencia.
Senda de Luz 1969

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