(Romanos 14 y 15: 1-7)
Estos versículos de
la epístola a los Romanos tratan un tema que originó problemas muy difíciles en
los primeros años de la historia de la Iglesia en la tierra. Los judíos
convertidos traían, naturalmente, sus ideas y sus sentimientos a la Iglesia,
por ejemplo en materia de alimentos o de bebidas, o en cuanto a los días que
tenían por costumbre respetar, o aun en lo tocante a sus costumbres y otras
cosas de ese género. Se apoyaban en parte sobre la ley de Dios, pero también
sobre la tradición de los ancianos. En todos los casos, estaban profundamente
aferrados a sus convicciones. Por el contrario, los creyentes que provenían de
las naciones no se sentían supeditados a esas formalidades. Por eso tenían
tendencia a estimar que todo no era más que el fruto de una obstinación
insensata de parte de sus hermanos de origen judío. De ahí resultaban
permanentes fricciones.
En los versículos a que nos referimos, toda esta cuestión es examinada y
solucionada con la admirable sencillez de la sabiduría divina. Y este tema
conserva toda su actualidad para nosotros. Los problemas que llegaron a agitar
e incluso a dividir a los cristianos al principio, hoy parecen haber
desaparecido en gran parte. Pero otras cuestiones comparables las han reemplazado.
Y si nosotros no observamos las instrucciones contenidas en esos versículos,
ello provocará toda clase de males y peligros.
No es nuestra
intención estudiar esos versículos uno por uno, sino resumir su enseñanza.
Encontramos tres principios, cada uno acompañado por una exhortación práctica.
El primer principio se encuentra en el capítulo 14: 4. Podríamos
llamarlo la libertad cristiana. Todo lo que concierne a nuestra conducta y a un
servicio consagrado al Señor no depende de la autoridad de nuestros hermanos,
sino de una mucho más eminente: la del Señor. No se trata de saber si nuestro
juicio es bueno o malo, sino de que cada uno, mirando con ojo sencillo al
Señor, se aplique a hacer lo que está persuadido de que es la voluntad de Él.
La exhortación que se desprende es la siguiente: "Cada uno esté plenamente
convencido en su propia mente" (14: 5). Dios quiere que cada uno sea
ejercitado por aquel dilema. Cada vez que hay un mandamiento explícito en la
Palabra, tal ejercicio no es necesario. En ese caso, obedecer simplemente es la
única manera de satisfacer a Dios. Pero se presentan muchas situaciones en las
cuales el camino correcto no se ve con claridad. Por ejemplo: ¿Tengo la
libertad de ir aquí o allá, de participar de esto o aquello, de participar en
esta o aquella distracción? Enérgicas y perjudiciales controversias han sido
provocadas al plantearse esa clase de preguntas. ¡Que toda discusión cese y
cada uno procure discernir de rodillas —en tanto eso dependa de él— la voluntad
de su Señor! Cuando hayamos comprendido en su presencia lo que creemos que es
su voluntad, hagámosla con la simplicidad de la fe. Ciertamente, debe ser la
fe la que nos dirija, y no nuestra propia voluntad. No debemos ir más allá ni
quedarnos más acá de nuestra fe, si no nuestra conciencia nos condenará, así
como lo muestran los dos últimos versículos del capítulo 14.
2) La responsabilidad individual
Algunos dirán: « Pero hay quienes van a abusar de ese principio de la
libertad cristiana». Es indudable. Los versículos 10 a 12 previenen tales
abusos introduciendo un segundo principio: el de la responsabilidad individual
frente a Dios. Yo no puedo imponer ese principio a mi hermano y, si procuro
hacerlo, puede ser que él no preste ninguna atención, pero debe recordar conmigo
el Tribunal de Cristo. Cristo murió y resucitó, de forma que domina sobre los
muertos y los vivos (v. 9). Desde entonces, sea por vida o por muerte, Él debe
dirigir todos nuestros movimientos. Nosotros le rendiremos cuenta de nuestros
actos. Un hecho tan solemne debe hablar a cada uno de nuestros corazones,
mantenernos atentos a lo que nosotros mismos hacemos. La exhortación vinculada
a ese principio se encuentra en el versículo 13: "No nos juzguemos más
los unos a los otros". Es el lado negativo de la exhortación, pero también
hay un lado positivo: "Sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión
de caer al hermano". Pensemos en el Tribunal de Cristo y, en cuanto a
nuestros hermanos, velemos para no hacerlos caer.
Este último punto está expuesto de una manera muy práctica más adelante
en este mismo capítulo. El apóstol usa expresiones muy fuertes y habla incluso
de la posibilidad de destruir a "aquel por quien Cristo murió" (v.
15). Y añade: "No destruyas la obra de Dios" (v. 20). La soberana
obra de Dios no puede ser aniquilada, las verdaderas ovejas del Señor jamás
perecerán. Pero en la práctica, alguno puede naufragar. El caso considerado es
el de un cristiano proveniente de las naciones, espiritualmente fuerte, sin
prejuicio alguno, que hace ostentación de su libertad ante su hermano de origen
judío que está firmemente aferrado a la ley y se muestra débil en su fe frente
al Evangelio. Este hermano débil es así tentado a hacer cosas que su conciencia
le reprochará enseguida amargamente y puede ocurrir que su estado espiritual se
oscurezca por todo el resto de su vida.
Si no tenemos cuidado, tanto usted como yo podemos causarle daño a
nuestro hermano. Estemos, pues, atentos y mantengamos nuestros ojos fijos en el
Tribunal de Cristo.
Al hablar así, prácticamente hemos anticipado el tercer gran principio
de ese pasaje de la Escritura: el de la solidaridad cristiana, como podríamos
llamarlo. Está establecido claramente en el versículo 15: "Aquel por quien
Cristo murió". Si Cristo murió verdaderamente por ese débil hermano que es
mi hermano, debe serle a Él muy querido. ¿Cómo no lo amaremos tiernamente,
incluso aunque a veces se muestre difícil de soportar y hasta torpe? No
olvidemos que nosotros también podemos ser compañeros difíciles de soportar y
torpes para los demás.
La exhortación del versículo 19 se desprende de ese principio. Como
somos hermanos, debemos procurar las cosas que tiendan "a la paz y a la
mutua edificación". Si nos sentimos tentados a transgredir esta enseñanza,
hagámonos esta pregunta de Moisés: "Varones, hermanos sois, ¿por qué os
maltratáis el uno al otro?" (Hechos 7: 26). Desgraciadamente, nuestros
pensamientos pueden extraviarse hasta el punto de decir, al ver a un hermano
más débil: « Mirad, he aquí uno que vacila. Démosle un empujoncito y veamos si
cae». Y, efectivamente, ese pobre amigo cae. Entonces decimos: « Siempre
habíamos pensado que terminaría por caer. Ahora veis bien que no sirve para
nada y nos lo hemos quitado de encima». Pero cuando estemos ante el Tribunal de
Cristo, ¿qué nos dirá Él, quien murió por ese hermano? Si pudiésemos oírlo
ahora, nuestros oídos zumbarían. Ante ese Tribunal habrá tanto pérdidas como
recompensas.
Subrayemos todavía que todas esas instrucciones se relacionan con
circunstancias de la vida individual, de la marcha o del servicio. No debemos
hacer entrar en su esfera de aplicación verdades divinas esenciales y perdonar
la indiferencia que se manifiesta en cuanto a esas verdades. El versículo 17
eleva nuestros pensamientos a un plano superior: Dios estableció su autoridad y
su gobierno sobre los suyos por medio de una relación de amor. Ya no se trata
más de detalles sobre el comer o el beber, sino de aspectos de orden moral y
espiritual, según el deseo de su voluntad. Si vivimos en orden a una justicia
práctica y en paz, con gozo santificado, con el poder del Espíritu Santo, es
para gloria de Dios. Estamos bajo su autoridad y su Espíritu nos es dado con
ese fin.
Como formamos parte del Reino de Dios, los principios que deben
regirnos son, como acabamos de verlo: libertad personal, responsabilidad ante
Dios y solidaridad con nuestros hermanos. Sí, estemos atentos para observar
estos tres principios. Contribuirán a establecer en nosotros la justicia, la paz
y el gozo.
Cristo es nuestro gran ejemplo
El primer párrafo
del capítulo 15 resume y completa el estudio de este tema. Los santos que
están afirmados en la fe deben soportar las flaquezas de sus hermanos más
débiles. En lugar de querer agradarse a sí mismos, deben procurar lo que
conviene para el bien espiritual de los demás. La actitud que consiste en
decir: «Tengo derecho a obrar así y voy a hacerlo, esto no le concierne a nadie
más que a mí, poco importa lo que otros piensen», no es obrar según el
pensamiento de Cristo, sino que es exactamente lo que Él jamás hacía.
"Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo" (15:3). Los profetas y
los evangelistas dan testimonio de ello. Era el único en la tierra que tenía
absoluto derecho a satisfacerse a sí mismo. Y, no obstante, vivió enteramente
en la dependencia de Dios. Se identificó tan completamente con Él que los
vituperios de los que vituperaban a Dios cayeron naturalmente sobre su cabeza
(Salmo 69:9).
Él es nuestro gran
ejemplo. Tenemos necesidad de contemplar sus glorias morales como las
Escrituras nos las hacen conocer. Y así, si lo seguimos, recibiremos la
paciencia y el sostén necesarios.
Debemos manifestar,
pues, la gracia de Cristo en la conducta del uno para con el otro y actuar de
modo que refleje un mismo pensamiento en Cristo Jesús. Para ello tenemos
necesidad de la guía de las Escrituras, pero también de todo el poder de Dios.
Él es el Dios de la paciencia y de la consolación. Fortalecidos así, llegaremos
a ser capaces de glorificarlo juntos.
En lugar de que el
débil tenga su espíritu y su boca llenos de críticas en cuanto al fuerte y que
el fuerte desprecie al débil (véase 14: 3), cada uno estará lleno de alabanzas
hacia Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Este conjunto ¿no forma un
cuadro de lo más armonioso? Pues bien, por encima de las diferencias que puedan
existir, recibámonos el uno al otro con la perfecta felicidad de la comunión
cristiana. Así este feliz cuadro podrá ser una realidad para gloria de Dios.
F. B. Hole
Jesús dice: "Un
mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que
también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos,
si tuviereis amor los unos con los otros" (Juan 13: 34-35).
Creced, 1990
No hay comentarios:
Publicar un comentario