Todo cristiano fiel encuentra en la Palabra de Dios las instrucciones
necesarias para las diversas circunstancias de su vida, a fin de que pueda
glorificar a su Dios y Padre:
La conducta individual de los niños, de los jóvenes y de los adultos.
La manera en que nos comportamos en nuestros hogares: los hijos con los
padres, cada cual entre sí o con aquellos que estén a nuestro servicio.
Nuestro trato con
las autoridades, con la gente del mundo o con nuestros propios hermanos en la
fe.
Entre las
exhortaciones respecto a nuestras relaciones mutuas en la iglesia, el amor
ocupa en la Biblia un lugar eminente. Al acordarse el apóstol Pablo de la obra
de fe de los tesalonicenses, de su trabajo de amor y de su constancia en la
esperanza, pidió al Señor que los hiciera “abundar en amor unos para con
otros”. A lo que tuvo la libertad de añadir: “Pero acerca del amor fraternal no
tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismos habéis aprendido de
Dios que os améis unos a otros; y también lo hacéis así con todos los hermanos
que están por toda Macedonia. Pero os rogamos, hermanos, que abundéis en ello
más y más” (1 Tesalonicenses 1:3; 3:12; 4:9-10). Al dirigirse a los amados de
Dios que estaban en Roma, escribió: “Amaos los unos a los otros con amor
fraternal”. “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros” (Romanos
12:10; 13:8). Que todos, en cada iglesia local, de todo corazón hagamos
nuestras estas recomendaciones, dejándonos instruir por Dios al respecto.
Consideremos más al Señor en su marcha por esta tierra, para que aprendamos a
amarnos los unos a los otros tal como él nos amó.
“Vestíos, pues, como
escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad,
de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y
perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que
Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros”. “Antes sed benignos unos con
otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó
a vosotros en Cristo” (Colosenses 3:12-13; Efesios 4:32). Estas diversas
manifestaciones del amor que brillaron con puro esplendor en el Señor Jesús a
lo largo de su peregrinaje, deberían verse en cada uno de nosotros. Sólo el
amor hacia el Señor y hacia los suyos nos conduce a soportar todo, teniendo
paciencia en todas las cosas. Por naturaleza, somos propensos a buscar nuestros
propios intereses, a irritarnos, a inculpar de mal a otros, y somos lentos para
perdonar.
Se nos llama a
seguir “siempre lo bueno unos para con otros, y para con todos” y a tener paz
entre nosotros (1 Tesalonicenses 5:15, 13). Ojalá sepamos enseñarnos, animarnos
y exhortarnos unos a otros con un espíritu de gracia, estimulándonos al amor y
a las buenas obras (Colosenses 3:16; Hebreos 10:24). ¡Qué bendición es para la
iglesia si seguimos “lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación”!
Siendo “mutuamente confortados por la fe que nos es común”, seremos capaces de
sobrellevar los unos las cargas de los otros y de servirnos recíprocamente por
amor (Romanos 14:19; 1:12; Gálatas 5:13; 6:2).
También con nuestras
palabras hemos de velar para no deshonrar al Señor. “Hablad verdad cada uno con
su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros”. “No mintáis los unos
a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos” (Efesios
4:25; Colosenses 3:9).
Dado que la vieja
naturaleza está siempre activa en nosotros, si no vigilamos tendremos necesidad
de la exhortación del apóstol Pablo respecto de no irritarnos unos a otros, ni
tenernos envidia, ni juzgarnos (Gálatas 5:26; Romanos 14:13). Cuán prontos
somos a hablar y aun a murmurar unos contra otros en vez de actuar con gracia,
reconocer nuestras faltas y, sobre todo, orar unos por otros (Santiago 4:11;
5:9, 16). Lo que necesitamos —tanto en nuestros hechos como en nuestras
palabras— es “el amor fraternal no fingido”, amarnos “unos a otros
entrañablemente, de corazón puro” y purificar nuestras “almas por la obediencia
a la verdad” (1 Pedro 1:22).
Respecto de nuestros
mutuos pensamientos y sentimientos, debemos seguir igualmente el ejemplo que el
Señor Jesús nos dejó. Estemos sumisos unos a otros, revestidos de humildad,
“estimando cada uno a los demás como superiores a sí mismo, no mirando cada uno
por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros”. Si obramos con
este espíritu, todos tendremos naturalmente un mismo sentimiento, una misma
mente, un mismo amor y nada será hecho por contienda o por vanagloria (1 Pedro
5:5; Filipenses 2:2-4).
Que no pensemos en
cosas elevadas, sino humildes, sometiéndonos “unos a otros en el temor de Dios”
(Efesios 5:21). Conviene que cada uno de nosotros procure agradar a su prójimo
en lo que es bueno para edificación, pues demasiado a menudo no buscamos más
que agradarnos a nosotros mismos. Necesitamos que el Dios de la paciencia y de
la consolación nos dé entre nosotros un mismo sentir según Cristo Jesús, para
que unánimes, a una voz, glorifiquemos al Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo (Romanos 15:2, 5-6).
¡Ojalá prevalezca en
todos nosotros esta disposición hasta que el Señor venga a buscarnos para estar
a su lado, donde todo será perfecto!
Creced 1995
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