miércoles, 3 de enero de 2018

VIDA DE AMOR (Parte I)

I.                 EL AMOR

Antes de considerar en detalle el contenido de este maravilloso pasaje, hay dos importantes cuestiones pre­liminares que merecen nuestra atención, a saber, el marco de este capítulo y el significado de “amor”.
Primeramente, el marco de este capítulo: los capí­tulos 12, 13 y 14 de esta Epístola forman una sección bien definida de ella, que trata del tema de los dones es­pirituales; el capítulo 12 habla de la abundancia de los dones repartidos; el 13 habla de su energía vital; y el 14 habla de su digno ejercicio.
Así que, entre la dotación del capítulo 12 y el ejer­cicio del capítulo 14, está colocado este sublime cántico, demostrando que solamente el amor puede garantizar el buen uso en el capítulo 14 de lo que ha sido otorgado en el capítulo 12.
Se ha observado que “a cada lado de este capítulo aun brama el tumulto de argumento y reconvención. Pero dentro del capítulo todo es calma; sus frases se des­envuelven en una melodía casi rítmica, las figuras se des­arrollan con una exactitud casi retórica”. Nos podemos imaginar cómo el amanuense del apóstol debe haberse detenido para observar el rostro de su maestro, al notar el cambio repentino en el estilo de su dictado, y habrá visto iluminarse su faz como si hubiera sido el rostro de un ángel, al representársele esta visión de perfección divina. Esta es la primera descripción detallada que te­nemos de este elemento de virtud y no podemos me­nos que extrañamos que haya sido Pablo y no Juan que nos la ha dado. Para las mentes de ambos grandes após­toles, a pesar de todas sus otras divergencias, el amor re­presentaba la principal verdad y la principal doctrina del Cristianismo y no dudamos que ambos lo derivaban de una misma fuente —el carácter y ejemplo de Cristo.
A la Iglesia de Corinto “no le faltaba nada en nin­gún don”, pero era muy deficiente en cuanto al amor, según parece por la lectura de la epístola. Pero el Espí­ritu Santo aquí declara que, si uno no tiene amor, no tiene nada; y si tiene amor, por mucho que le falte tiene lo que más vale. Esto, naturalmente, nos lleva a la consideración del otro punto preliminar: el significado de amor
La Versión Hispano Americana ha hecho bien en substituir la palabra “amor” por la palabra “caridad” de la Versión Cipriano de Valera, porque esta expresión ha cambiado de significado. Generalmente significa el dar limosna, como en la frase “un acto de caridad”, o “una persona caritativa”; y el amor se contrasta con esta idea en el versículo 3. Pero se puede dar limosna sin amor, de manera que la palabra “caridad” como ahora la entendemos es una versión del todo inadecuada de la palabra en este capítulo, y en cualquier otro lugar que ocurre en el Nuevo Testamento.
Es bien que observemos al principio que el amor aquí no está definido, sino tan sólo exhibido. “Hay oca­siones cuando la definición es destrucción”. ¿Quién ja­más puso en duda la belleza de la puesta del sol? ¿Pero quién la puede definir? El astrónomo nos puede dar las matemáticas del hecho, y no dudo que entren las mate­máticas en la puesta del sol, pero no hay la gloria del ocaso en las matemáticas. La belleza definida es la be­lleza destruida. Pero, aunque el amor no puede ser defi­nido, puede ser descrito y demostrado, y prestando bue­na atención a las expresiones del amor, llegaremos a com­prender y apreciar su verdadera naturaleza.
Sea dicho, primeramente, pues, que el amor es espi­ritual. Hay tres palabras en el idioma griego que se tra­ducen “amor”. Una de ellas se refiere al amor pasional, a la lujuria, al deseo sensual. La palabra se encuentra en el Antiguo Testamento en Esther, Ezequiel, Oseas y Proverbios, pero nunca en el Nuevo Testamento. La idea que encierra es tan vil, que el Cristianismo no halló uso para ella.
La segunda de estas palabras habla del amor de im­pulso, de afecto o cariño, de inclinación natural. La ha­llamos en palabras tales como “filosofía” y “Filadelfia”. Se encuentra en ambos Testamentos y habla generalmen­te de nuestro amor mutuo, de afecto entre parientes y amigos.
Pero la tercera palabra, la que se emplea en este ca­pítulo y tan a menudo en el Nuevo Testamento, expresa el carácter determinado por la voluntad, y no la espon­tánea emoción natural. Denota el amor que elige su ob­jeto con decisión de la voluntad, de manera que llega a ser una devoción abnegada o compasiva para y en favor del mismo. La palabra se emplea en todos los casos don­de la dirección de la voluntad es el punto que debe con­siderarse. Así que “amor” y no “afecto” o “cariño” se emplea para la actitud cristiana hacia los enemigos. El Cristianismo tomó esta palabra y le infundió un signifi­cado enteramente nuevo, que lo distingue de todo lo que sea sensual o meramente emotivo, esta palabra es, pues, absolutamente libre de mancha de ninguna idea vil.
Así que lo primero que debe aprenderse es la cua­lidad espiritual del amor. Ahora, sea dicho en segundo lugar, que el amor es divino. Esta tercera palabra tiene el singular honor de ser el único sustantivo que denota un atributo moral que se emplea como predicado de Dios mismo de una manera simple y sin explicación o imitación alguna: “Dios es amor”.
Por lo tanto, no estamos cantando un concepto abs­tracto cuando cantamos el himno conmovedor de Jorge Matheson:

“¡Oh! Amor que no me dejarás,
Descansa mi alma siempre en Tí;”

pero estamos adorando a Aquel que no solamente ama, pero es amor, cuyo carácter es santo amor.
Es este hecho, que Dios es amor, que da a la pala­bra “amor”, como se emplea en el Nuevo Testamento su cualidad celestial. De estos escritos aprendemos que este amor se descubre esencialmente tan sólo en Dios, se demuestra perfectamente tan sólo por Dios, y se de­riva mediatamente tan sólo de Dios.
Y porque es espiritual y divino, debe agregarse, en tercer lugar, que el Amor es indestructible. El apóstol dice aquí que mientras que otras cosas se acabarán, el amor permanece, nunca fenece. No depende de, ni es afectado por, nada fuera de sí. Se complace en derra­marse tanto sobre los dignos como sobre los indignos y, en el corazón humano, se mueve hacia arriba y hacia afuera, hacia arriba a Dios, hacia afuera a los hombres. En el capítulo que estamos estudiando se nos presenta la segunda de estas acciones.
Kagawa ha ido al fondo del asunto cuando dice que “El Amor es la ley de la vida. Es el principio básico de la salud espiritual; la suprema fuerza constructora de la vida; el formador del carácter, el revelador de la verdad, el secreto del desarrollo y la prenda del cumplimiento”.
La distinción entre el amor natural y el sobrenatu­ral, entre el afecto humano y el amor que es espiritual, divino e indestructible, está bien demostrada en la con­versación que tuvo el Cristo resucitado con Pedro, sobre la playa del Lago de Galilea, una mañana al amanecer. Esta es, en substancia, la conversación:
Jesús preguntó a Pedro: “¿Me amas más que és­tos?” Pedro respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”.
Jesús le preguntó por segunda vez, “¿Me amas?” y Pedro respondió. “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”.
Por tercera vez Jesús preguntó, “¿Me quieres?” y entristecióse Pedro de que le hubiese dicho la tercera vez: “¿me quieres?” No se entristeció porque Jesús le preguntó tres veces, sino porque la tercera vez Jesús des­cendió a su palabra, como él no se había elevado a la palabra que empleó Jesús. Y le respondió: “Señor, tú sabes todas las cosas, tú conoces que te quiero”.

Este pasaje notable demuestra que la fe de Pedro en sí mismo había sido tan severamente sacudida por sus negaciones de su Señor, que no se atrevía ahora a pro­fesar este amor espiritual e indestructible hacia Él, pero puede confesar su afecto humano. Pero después de Pen­tecostés el apóstol se elevó al nivel más alto y comprobó su amor con su muerte.

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