Al principio de nuestra
era (es decir, de la era cristiana), un emperador romano había contratado a un
arquitecto griego para que le construyera un anfiteatro que superara en
grandeza y amplitud a todos aquellos que existían en esa época. El ingenio de
este arquitecto concibió el famoso Coliseo de Roma.
El día de la
inauguración, el Coliseo estaba abarrotado de espectadores. El emperador en
persona presidía el acto y el arquitecto estaba sentado a su lado. La puerta
del circo se abrió para dejar pasar a un pequeño grupo de cristianos que
estaban dispuestos a morir antes que renegar de su Salvador. Cuando éstos aparecieron,
el emperador se levantó y dijo: «¡El Coliseo está terminado! Hoy estamos aquí
para festejar este acontecimiento y rendir homenaje al arquitecto que ha
construido este inmenso edificio. Vamos a celebrar el triunfo de su ingenio
consagrando a estos cristianos a los leones».
De repente, en medio
de los aplausos que se iban apagando, el arquitecto se puso de pie y gritó con
fuerza: «¡Yo también soy cristiano!»
Durante un instante,
los espectadores se callaron, sorprendidos, mudos de sorpresa, pero, de pronto,
a ese silencio impresionante le sucedió un impetuoso torrente de odio al que
nada habría podido contener. El arquitecto fue cogido y echado en la misma
arena en la que el noble grupo de cristianos esperaba la muerte.
Entonces la puerta
de la jaula se abrió lentamente y los leones hambrientos se abalanzaron a la
matanza. Así, este arquitecto griego prefirió morir con el pueblo de Dios antes
que gozar de los deleites temporales del pecado (véase Hebreos 11 :25-26), pues
tenía puesta la mirada en el galardón celestial (Cristo).
Amigo lector, ¿puede
usted decir: «Yo también soy cristiano?». Quizá responderá usted: «Oh, sí,
somos todos cristianos en nuestro país». Sentimos decirle que todos aquellos
que se dicen cristianos, muy a menudo no lo son más que de nombre.
Primeramente, un
auténtico cristiano es aquel que ha hecho la feliz experiencia del nuevo
nacimiento del cual habla la Biblia, es decir, que su vida y sus fines han
cambiado. Desde entonces sigue al Señor Jesucristo, su nuevo Maestro para todas
las cuestiones de su vida cotidiana.
En segundo lugar, un
cristiano es un ser humano que ha sido convencido de su culpabilidad y de su
estado de perdición ante Dios y que ha aceptado el perdón, ofrecido como
consecuencia de la muerte de Jesús. Ha encontrado en Jesús su Salvador y Señor.
Posee la seguridad de su salvación eterna. Obtiene su fuerza y su gozo mediante
la lectura cotidiana de la Biblia —la Palabra de Dios— y la oración, y su vida,
desde aquel momento, es dirigida por su nuevo Maestro: Jesús mismo.
Amigo lector, ¿puede
decir usted que es cristiano por fe en el amor de Cristo, quien se ofreció a sí
mismo para morir por usted a fin de rescatarle de su pecado? ¿Le ha entregado
usted su vida?
Si no fuera así, no
se contente con ser un cristiano sólo de nombre y con profesar una religión sin
haber "nacido de Dios" y haber sido verdaderamente cautivado por el
Salvador. Una religión, la obediencia a sus preceptos —incluso escrupulosamente
observados— no pueden asegurarle la salvación eterna. ¡Sólo Jesucristo salva —y
por la eternidad— a todos aquellos que se confían a Él!
Así sea usted un
«gran» pecador o, por el contrario, posea una sólida moralidad, en cualquier
caso, tiene necesidad del Salvador. Sin Jesús, está usted perdido.
La salvación sólo
está en Cristo, porque Jesús dijo: "Yo soy el camino, y la verdad, y la
vida; nadie viene al Padre, sino por mí" (Juan 14:6).
Le invitamos, pues,
a mirar a Jesús, a creer su Palabra y a recibirle como su Salvador personal, a
fin de que en todas las circunstancias sea capaz de decir valerosamente, como
aquel arquitecto griego: «¡Yo también soy cristiano!»
Creced, 1989
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