Las aguas amargas
Cuando hemos salido de una dificultad, ¡cuántas veces damos con otra! Los
israelitas habían escapado de la esclavitud de Egipto, pero no habían llegado
al Canaán. Por el medio encontraron un terrible desierto, yermo y desconocido.
El apóstol Pablo escribió a los gálatas: “Lejos esté de mí gloriarme, sino
en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”, 6.14. La dulce historia del Cristo de
Dios, crucificado por el pobre pecador, había endulzado la vida de aquel
apóstol cuando él comprendió la magnitud de sus pecados y confesó que de los
pecadores era el primero.
Al reflexionar sobre el justo castigo que merecían sus culpas y en la
amargura del arrepentimiento por haber perseguido a los verdaderos cristianos
que con sencilla fe habían aceptado al Salvador, se acordaba de que la ley
dice: “No codiciarás”. ¿Cuánto no se endulzaba el dolor de su alma al recordar
que una vez para siempre Cristo sufrió por el pecado en la cruz?
No es la cruz material de madera que puede endulzar nuestras vidas, sino la
gloriosa verdad de una redención hecha a perfecta satisfacción de Dios. Cuando
el alma afligida por su culpa acude por fe a Cristo, cuán dulce es oír las
palabras que Él pronunció, por ejemplo, a la mujer pecadora: “Tus pecados te
son perdonados”.
Amigo mío, ¿gozas de este dulce perdón divino? Ningún hombre, ni aun el
sacerdote, pueden perdonar tus culpas. Has pecado contra Dios y debes acudir a
él en confesión. Por amor de tu pobre alma, manchada del pecado, Él ha mandado
a su eterno Hijo a este mundo a morir, no la muerte de un mártir, sino una de
expiación. En la cruz cruel Él pagó todo por ti y ahora espera que bebas del
agua del perdón, endulzada por sus terribles penas en el Calvario.
Varias veces el Señor Jesús habló de la salvación bajo la figura del agua.
Al tratar con la mujer samaritana que encontró junto al pozo, dijo: “Cualquiera
que bebiere de esta agua volverá a tener sed, más el bebiere del agua que yo le
daré, no tendrá sed jamás; el agua que yo le daré será en él una fuente que
salte para vida eterna”, Juan 4.13, 14.
Otra vez, cuando el pueblo había estado varios días en su fiesta religiosa,
el Señor Jesús en el postrer día de aquellas ceremonias se levantó en medio y
clamó: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”, Juan 7.37. Bien sabía el
Salvador que las formas y ritos de la religión en que se habían ocupado durante
la semana no habían satisfecho la sed espiritual de aquel pueblo, porque en
ellos no alcanzaron a tener una conciencia limpia delante del pecado.
Sólo en el sacrificio de Cristo hay una perfecta redención y por tanto sólo
por él una perfecta paz. Toda la tradición de una religión no pueden salvar,
pero la sangre de Cristo sí.
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