JUDAS 3
No hay otro cuadro más bello de fe y piedad, antes
de la llegada del Evangelio, que el que encontramos en los dos primeros
capítulos del evangelio de Lucas. En medio de toda la iniquidad de los judíos,
vemos a Zacarías, a María, a Simeón, a Ana y a otros del mismo sentir. Y se
conocieron los unos con los otros, y Ana “hablaba del niño a todos los que
esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2:38), así como nosotros debemos
esperarla en otro sentido.
Pero en cuanto al presente estado de cosas ─si tomamos el lado de la responsabilidad
del hombre─, el hombre se desvía en seguida de lo que Dios establece, y se hace
luego presente una corrupción creciente, hasta que se hace necesario el juicio.
Juan habló de los últimos tiempos que ya habían llegado, porque ya habían
surgido muchos anticristos; pero la paciencia de Dios ha continuado, hasta que
al final vengan los tiempos peligrosos.
Ahora quiero agregar unas palabras en cuanto a cómo
debemos andar en medio de este estado de cosas. Es evidente que debemos
recurrir directamente a la Palabra de Dios como guía. No digo que Dios no use
el ministerio (pues el ministerio es su propia ordenanza), pero, en procura de
la autoridad, debemos dirigirnos a la misma Palabra de Dios. Allí se
encuentra la directa autoridad de Dios que lo determina todo, y contamos,
además, con la actividad de su Espíritu para comunicarnos las cosas. Sin
embargo, es poco feliz si alguien va solamente a las Escrituras rehusando la
ayuda de los demás; como tampoco es bueno mirar a los hombres como guías
directos, negando así el lugar del Espíritu.
Una madre habrá de ser bendecida en el cuidado de
sus hijos, y así también lo debiera ser un ministro entre los santos. Tal es la
actividad del Espíritu de Dios en una persona: ella es instrumento de Dios.
Pero si bien reconocemos eso plenamente, debemos acudir a la Palabra de Dios de
forma directa, y en eso debemos insistir. Todos afirmamos que la Palabra de
Dios es la autoridad, pero debemos insistir en el hecho de que Dios habla por
la Palabra. Una madre no es inspirada, y ningún hombre lo es; pero sí lo es la
Palabra de Dios; y ella es directa: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu
dice a las iglesias.” Nunca encuentro en la Palabra que la iglesia enseñe. La
iglesia recibe enseñanza, pero no enseña. Las personas sí enseñan. Los
apóstoles y otros a quienes Dios utilizó para ese propósito fueron los
instrumentos de Dios para comunicar directamente la verdad divina a los santos,
pues como está escrito: “Os conjuro por el Señor, que esta carta se lea a todos
los santos hermanos” (1 Tesalonicenses 5:27). Esto es de primordial
importancia, porque es el derecho de Dios hablar a las almas directamente. Él
puede usar cualquier instrumento que le plazca, y nadie puede formular
objeciones. “Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito” (1 Corintios
12:21). Pero cuando se trata de autoridad directa, es algo sumamente solemne
acercarse a aquella. Tampoco hablo de juicio privado en las cosas de Dios; no
lo admito como principio. Es menester discernir acerca de otras cosas; pero tan
pronto como se trata de las cosas de Dios, ¿podríamos hablar de juzgar la
Palabra de Dios? Ésta es una señal que pone en evidencia la maldad de los
tiempos en que nos encontramos.
Cuando reconozco la Palabra de Dios, traída por su
Espíritu, me siento a oír lo que Dios me quiere decir, y entonces es la Palabra
la que me juzga, y no yo a ella. Es la Palabra divina traída a mi conciencia y
a mi corazón: ¿Cómo, pues, habré de juzgar yo a Dios cuando es Él el que me
habla a mí? Si lo hiciera, negaría con eso que Él me habla. Para que tenga
verdadero poder, es menester reconocerla como la Palabra de Dios para mi alma,
y entonces no pensaría jamás en juzgarla, sino que, al contrario, me sentaría
ante ella para que sondee mi corazón y ejercite mi conciencia. Luego debo
recibirla como la fuente que me proporciona “lo que era desde el principio”.
¿Por qué? Simplemente porque Dios la dio. Al principio no encontramos las cosas
tal como fueron corrompidas, sino lo que Dios estableció.
De nada servirá presentarme la iglesia
primitiva; lo que preciso es tener lo que fue desde el principio. Y lo que
tengo entonces es la Palabra inspirada y la unidad del cuerpo. Pero después del
principio, lo que sucedió en seguida en la historia eclesiástica fue toda una
desgraciada división. Dice el apóstol Juan: “Si lo que habéis oído desde el
principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en
el Padre” (1 Juan 2:24). Uno pierde su lugar en el Hijo y en el Padre si se
aparta de aquello que fue desde el principio. Es evidente, pues, al aplicar
este principio, que debemos tomar en cuenta las circunstancias en que estamos,
pues en ellas vemos, no “lo que fue desde el principio”, sino lo que el hombre
ha hecho de lo que Dios estableció al principio. Se dice que la iglesia es esto
o aquello, pero si tomo lo que Dios estableció, veo la unidad del cuerpo, y a
Cristo la Cabeza, y eso es lo que la Iglesia era manifiestamente sobre la
tierra. Pero ¿lo encontramos ahora?
Tenemos,
por el contrario, una advertencia. Pablo, como perito arquitecto, puso el
fundamento, y advierte a aquellos que van a edificar, que no usen materiales
malos, tales como madera, heno, hojarasca, que serán destruidos (1 Corintios
3:12). La obra de edificación fue confiada a la responsabilidad del hombre y,
como tal, quedó sujeta al juicio. “Sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mateo
16:18), nos muestra el lado de la edificación que Cristo lleva a cabo, la cual
prosigue, pues todavía no está terminada. En Pedro leemos también: “Acercándoos
a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, más para Dios
escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed (lit.: “sois”)
edificados como casa espiritual” (1 Pedro 2:4-5). Allí se presenta todavía en
construcción. Y leemos de nuevo en Efesios 2:21 que “el edificio, bien
coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor”. Ahora bien,
todo esto es la obra de Cristo, lo que los hombres llaman «la iglesia
invisible», y por cierto que lo es. Pero, por otro lado, leemos: “Cada uno
mire cómo sobreedifica” (1 Corintios 3:10), esto es, sobre el fundamento que
había sido puesto por Pablo. Aquí tenemos la obra del hombre como instrumento
responsable.