sábado, 6 de junio de 2020

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (45)


Absalón

La hermosura de parecer es cosa muy deseada de los hombres, por lo que es admirada de los demás. Lo que de natural embellece la persona, sea hombre o mujer, es tantas veces el tema de comentarios, y a veces lo que no es natural también. Pero, esa hermosura exterior algunas veces cubre una notable fealdad de carácter y hasta un espíritu perverso y cruel.        
            Entre los hijos de David había uno llamado Absalón que nos sirve de ejemplo y de advertencia a los que sólo se cuidan de su parecer exterior. Su hermosa apariencia no le impidió premeditar y consumar el crimen de matar a su hermano en venganza de una cosa que le hirió profundamente su orgullo.
            Como era de esperarse, él huyó, pensando escapar el juicio que merecía su crimen. Pero Absalón se había olvidado de la regla divina que “todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”. No conocía el temor de Dios, y pensaba que con el tiempo su padre se olvidaría de lo sucedido.
            Pasados los días un oficial del ejército, muy interesado por Absalón, consiguió permiso del rey de hacerle volver a su casa en Jerusalén, pero sin ver durante dos largos años el rostro de su padre. Esta falta de popularidad le picó mucho el orgullo de este malvado, quien continuó maquinando intrigas. Llamó a su amigo de influencia, Joab, y demandó que fuese reconciliado públicamente a su padre. Y, en cuanto a David, su corazón de padre hizo que lo recibiera sin haber en el hijo arrepentimiento alguno.
            ¡Cuán ingrato el corazón de aquel hermoso de parecer, pero perverso de corazón! Empieza una conspiración en contra del rey, y con besos y palabras dulces Absalón roba el corazón de sus súbditos. Llegado cierto día, salió de Jerusalén bajo el pretexto de ir a la población de Hebrón a pagar un voto de gratitud a Dios por su reconciliación a su padre. ¡Hipócrita! ¡Mentiroso! Él había convenido con un gran número de personas para encontrarle allí, y que le hicieran rey.
            La conspiración fue grande y le sobrevino a David desprevenido. No podría esperar sostener la plaza de Jerusalén, y de carrera tuvo que escapar al llano con un ejército pequeño, cruzando el río Jordán. Parecía que el malvado designio de Absalón tendría éxito, pero él se olvidaba de Dios y del hecho de que la maldad tiene su paga.
            Absalón, seguido por una gentuza desordenada, fue en persecución de su padre, hasta los llanos de Mahanaín. Allí David ordenó su ejército en tres divisiones bajo generales expertos, y al salir a la batalla dio orden a todos de tratar bien a su hijo Absalón.
            El mal tiene su colmo y su castigo. La paciencia de Dios se agota. La soberbia le había llevado a Absalón a su ruina. Por no conocer el temor de Dios él se atrevía dañar al ungido de Dios, el rey su padre.
            Pronto fueron vencidos sus secuaces, y huían por un bosque. El mismo Absalón montaba una mula que corría desbocada, hasta que, pasando por debajo de un árbol alcornoque, le dejó al miserable colgado a una rama de su largo y llamativo cabello. Allí le hallaron sus enemigos; haciendo poco caso del mandato del rey, le traspasaron con dardos. Echaron su cuerpo en un hoyo y lo taparon con piedras. Así terminó la vida de uno que dejó que su hermosura natural le engañara, y que no tuvo en cuenta el precepto seguro de la retribución.
            “Los necios se mofan del pecado”, Proverbios 14.9. Pero con todo Dios lo castiga; si no ahora, en la eternidad.

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