Jeremías
y las imágenes
Desde tiempos antiguos los hombres han hecho para sí objetos de veneración
y culto. Algunos son de madera, otros de oro o plata, cada uno según su cultura
y concepto propio de lo que debían representar. El rico los tiene grandes y
lujosos, el pobre según sus circunstancias y ambiciones permitan. Los más
ilustrados los llaman imágenes, mientras que los ignorantes los consideran
dioses, haciéndoles peticiones y oraciones, con le fe de ser oídos y atendidos.
Parece increíble que seres
dotados de razón pudiesen hacer con sus propias manos alguna cosa con el fin de
pedir a ella y aun doblarse ante ella. ¿Cómo puede ser más potente el producto
que su hacedor?
Pero, ¿qué del argumento
de tantos, que ellos no adoran ni piden a la imagen, sino que la tienen como
medio que les ayuda a recordar al que representa?
Me trae a la mente un
diálogo que tuve con cierto individuo aquí en Puerto Cabello, Venezuela, que
porfiaba que sus imágenes no eran más que un recordatorio para los devotos.
“Explíqueme, entonces, le dije, cómo usted le hace un voto al Cristo de
Borburata, llamado el Cristo de
“Oh”, dijo, “ésa no puede
sanar como puede la otra”.
“Pero usted acaba de
decirme que no es la imagen a que se dirige el devoto, sino a un determinado
santo en el cielo. Entonces, ¿por qué no sirve una imagen de Cristo, el Santo
Ser, tanto como la otra? La verdad es, caballero, que usted se dirige a la
imagen, y esto es idolatría”.
En el capítulo 10 de su
profecía, Jeremías describe la idolatría que había en su tiempo: “Las
ordenanzas de los pueblos son vanidad: porque leño del monte cortaron, obra de
manos con azuela. Con plata y oro lo engalanan; con clavos y martillo lo
afirman, para que no se salga. Como palma lo igualan, y no hablan; son
llevados, porque no pueden andar. No tengáis temor de ellos; porque ni pueden
hacer mal, ni para hacer bien tienen poder”.
Por causa de la idolatría vino la
maldición sobre los judíos, resultando en que fueron llevados a Babilonia.
Habían dejado al Dios vivo, fuente de aguas vivas, para cavarse cisternas que
no detienen aguas. Hacen peor los que en estos tiempos dejan al Dios vivo, el
Salvador, por las imágenes muertas e inútiles. Es el pecado de la idolatría que
conduce a la corrupción ahora y la muerte eterna más adelante.
Jeremías el profeta protestaba
enérgicamente en su día contra la introducción de la idolatría, y en nuestra
generación serán conocidos los que representan al Dios vivo por su constante
protesta contra la misma tendencia. Si viviera Jeremías ahora, seguramente
sería conocido llamado un protestante. Si a nosotros nos llaman así por el
hecho que protestamos contra este y otros males, tengámoslo por honra.
Pero no por ser un protestante está
uno en paz con Dios. Amigo lector, usted carece de un nuevo santo para algún
nicho, ni de una imagen en un centro de adoración (o de hechicería, según el
caso) por milagrosa que la dicen ser. Carece de un Salvador, el único mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre. No hay otro nombre bajo el cielo,
dado a los hombres, en que puede ser salvo.
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