La deidad y humanidad de nuestro Señor
¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Mateo 22.41
Darás a luz un hijo. El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de
Dios. Lucas 1.31,35
El
tema es tan grande y el espacio reducido, así que será mejor limitarnos
mayormente a lo que está escrito en los Evangelios acerca de la deidad y
humanidad de nuestro Señor.
El Mesías
No
podemos comenzar mejor que reflexionando sobre lo que nuestro Señor y Cristo
enseñó acerca de su propia persona. El Antiguo Testamento había predicho la
venida de uno, el Mesías, la esperanza del mundo, y el pueblo judío aguardaba
ansiosamente su llegada. Bien sabían que vendría de la casa de David, por
cuanto muchas de sus escrituras ponían a descubierto que este sería su linaje
humano.
Pero nuestro Señor hace saber que
esta creencia, siendo correcta, era sólo una parte de la verdad. “¿Qué pensáis
del Cristo?” preguntó a los líderes; “¿De quién es hijo?” Su propósito era
mostrarles que el Mesías no sería meramente hombre, sino que también Dios. Y
esto, estoy seguro, era una idea que jamás había entrado en los pensamientos de
aquellos señores.
Miqueas el profeta había predicho el
nacimiento del Señor: “Tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias
de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde
el principio, desde los días de la eternidad”, 5.2.
Claro
era, entonces, que aquel que nacería en Belén no iba a comenzar allí su
historia. Ciertamente, su llegada a Belén sería sólo una etapa en una secuencia
eterna, ya que el Antiguo Testamento manifiesta que sería más que hombre el
Mesías al cual los hombres fueron instruidos a esperar. Él uniría en su propia
persona verdadera humanidad y verdadera deidad.
Renuevo y raíz
El capítulo 11 de Isaías habla de un
vástago que retoñará de las raíces de Isaí (padre de David), pero más adelante
el mismo capítulo habla de la misma persona como la raíz de Isaí (versículos 1
y 10) y antes que cierra la Biblia encontramos el problema presentado una vez
más, por cuanto Cristo afirma en el último capítulo del Libro: “Yo soy la raíz
y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana”.
Nuestro Señor afirmaba a menudo su
preexistencia, haciendo saber que su historia no comenzó aquí en el tiempo.
Todos nos acordamos que en esa oración sacerdotal antes de ir a la cruz, una de
sus primeras peticiones fue ésta: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú para
contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. Él estaba
refiriéndose a que volvería al lugar de gloria al lado de Dios, donde estaba
aun antes de la creación.
La
deidad ha sido y es suya, y sin interrupción. Hay muchos que piensan que su
descenso al asumir humanidad acarreó la renuncia de su divinidad, pero en
ninguna parte toleran las Escrituras semejante idea. Es mucho más acorde con el
testimonio bíblico decir que lo que sucedió en la Encarnación fue que nuestro
Señor incorporó humanidad en su deidad.
El Eterno
La deidad no admite cambio. Un
hiato, una interrupción, en deidad es inconcebible; durante todo el período de
la humanidad del Señor aquí sobre la tierra, siguió siendo verdadero Dios.
Él se atribuye a sí cualidades y
capacidades que son concebibles sólo en relación con Dios. Al parecer humano
era un hombre de la clase obrera, un artesano criado en un pequeño pueblo de
fama dudosa, pero hablaba de un día cuando todas las naciones de la tierra se
presentarán delante de él para ser divididas al estilo que un pastor separa sus
ovejas de las cabras. Sólo Dios, únicamente la deidad, podría afirmar legítima
y seriamente que juzgará a la humanidad entera, discerniendo los secretos de
todo hombre. Para semejante tarea se precisa de la omnisciencia, y la
omnisciencia la tiene sólo Dios. Efectivamente, todo juicio ha sido dado al
Hijo, Juan 5.22.
Si hay una cosa clara en el Nuevo
Testamento, es que nuestro Señor, estando aquí en humillación, hizo saber que
era divino. Así fue que le entendieron aquellos que escucharon sus palabras. En
una ocasión algunos de ellos tomaron piedras para lanzárseles porque afirmó ser
igual a Dios. Ningún intento hizo para sus experiencias le tocó todo lo que es típico
de la verdadera humanidad. Pecado exceptuado, Él conoció los sucesos típicos de
los hombres. La indignación entró en su alma: “... mirándolos alrededor con
enojo”, Marcos 3.5. Sabía qué era lamentar una pérdida. Cansancio, sed, hambre:
todo esto también. Sabía qué era obtener información por los procesos
ordinarios que los hombres emplean para estar al tanto. También examinó una
higuera para ver si tendría fruto. Preguntó una vez: “¿Dónde le pusisteis?” Sus
experiencias eran las que evidencian una humanidad legítima.
A
la vez, había una diferencia enorme entre la humanidad suya y la de otros
hombres, por cuanto la dé él era sin pecado. Sobre ella no había mancha alguna,
ni la menor nota infamante.
El
pecado no es propio de la naturaleza humana; es un intruso, y un objetivo de la
redención que es en Cristo Jesús es el de echar afuera ese intruso, llevando
así a Dios una raza redimida; una raza de la cual ha sido proscrita para
siempre toda consecuencia de mal. Por consiguiente, el Señor pudo enfrentar a
aquellos que le perseguían paso tras paso, examinando con sentido crítico todas
y cada una de las palabras de su boca, y retarles: “¿Quién de vosotros me redarguye
de pecado?”
Yo sé que me oyes
Es más: su humanidad no sólo era
legítima, real, sino que encerraba una actitud de dependencia, y aquella es la
actitud que todo humano debe tener para con Dios. Se nos dice que la palabra adán —hombre— tiene como sentido
subyacente la idea de mirar hacia arriba. El hombre fue hecho para recibir todo
su bien de Dios y andar en el reconocimiento de que toda bendición le viene de
la mano de un Hacedor benéfico. El hombre fue hecho para depender de ese Dios.
En
todo momento nuestro Señor man-tuvo esa actitud. Le escuchamos relatar que las
palabras que Él hablaba eran las palabras que el Padre le había dado para que
las hablara, y que las obras que Él hacía eran las que el Padre le había dado
para que las hiciese. Él esperaba la dirección del Padre, sin tolerar estorbo
alguno en su senda. Paso a paso andaba en conformidad con todas las directrices
que Dios le dio, y ésta es la actitud acertada que el hombre debería asumir
siempre ante su Creador.
Un hombre en la gloria
Y, su humanidad permanece. El ser
humano fue hecho para la eternidad. Cuando Dios dio el soplo de vida en las
narices de su criatura, la humanidad recibió en el acto la calidad de
existencia eterna. Nuestro Señor, habiendo asumido humanidad, será hombre para
siempre jamás; aún ahora, allá sobre el trono, glorificado, Él es hombre.
En el primer versículo del Salmo 110
se enseña esta verdad: “Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta
que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. David fue trasladado, como
si fuera, al momento cuando Cristo regresaría de sus triunfos terrenales para
asumir su puesto a la derecha del Padre, y a David le es dado escuchar el
saludo que recibe el Triunfante: “Siéntate”. La humanidad, sepamos, está
levantada y exaltada en la persona de Cristo, allá en el pináculo del poder,
sobre el trono de Dios.
Dios,
pues, le ha dicho: “Entrónate”. Prudente es el hombre que está de acuerdo con
Dios en esto. Sabio el hombre que, en lo que se refiere a su propia vida, ha dicho
al Cristo que se hizo hombre, que vivió en dependencia de Dios, que obedeció
hasta la muerte y muerte de cruz, que está tan sublimemente exaltado a la
diestra de Dios. Sabio, repetimos, el que le ha dicho a éste: “Entrónate en mí;
sé Tú el soberano de la humanidad mía”.
¡Oh qué triunfo más brillante! ¡En el
cielo un hombre entró,
Y es allá representante de su pueblo a
quien salvó.
Santo amor fue revelado por el hecho de
la cruz,
Y Jesús ha demostrado su justicia en
plena luz
Sí, descansan los creyentes viendo en
gloria a su Señor.
Paz y gozo permanentes tienen por su
fiel amor.
Y los fuertes eslabones —simpatía y
comunión—
Unen ya sus corazones con los que de
Cristo son.
Escrito por “R.D.E”.
Señor, creo
¿Cómo moran la
humanidad y la deidad en una misma Persona a una misma vez? ¿Cómo puede Cristo
ser Dios y todavía hombre de veras? ¿Cómo moran los atributos divinos con
aquellos que son propios de los humanos? ¿Cómo es que aprende, siendo Dios
omnisciente?
No sé.
Es una revelación para la fe; no es
tema a ser indagado. Es uno ante el cual está establecido que nos paremos con
corazones latiendo en adoración, sin que sea permitido que averigüemos con
nuestro microscopio tan inadecuado. No; es revelación: el perfecto Dios es el
perfecto Hombre, es el Cristo.
La personalidad es profunda, honda,
en todos nosotros. “Hombre, conócete”, dijo el filósofo antiguo, y no hemos
logrado mayor cosa siquiera en este estudio. Si es así en cuanto a nuestra
propia personalidad, consideremos el misterio infinitamente mayor: el misterio
de Uno que abarca en su propia y sola persona la deidad y la humanidad. ¡Hondo
misterio! ¡Dios manifestado en carne!
Es un reto a la fe. La Biblia está
llena de verdades que no pueden ser reconciliadas por capacidades
intelectuales. En nuestro Señor Jesucristo mora deidad; en él mora humanidad a
la vez. Cómo pueden morar juntas y en armonía, no comprendemos. Pero baste que
la fe se arrodille a sus pies y magnifique la gracia que trajo Aquel al
rescatarnos, adorando a la vez nuestra fe la santidad de Dios que le ha dado el
puesto de honor y poder a su derecha.
Él era coigual con Dios, el centro de la
adoración,
Pero, en su incomparable amor, al miserable
pecador,
Para buscar y rescatar —dejando su celeste
hogar—
Buscóme. ¡Al Señor load!
Fue solo Él en su senda aquí, sin simpatía en
derredor,
Y sólo el Padre en gloria allí del Hijo supo
el amargor.
Mas no
cedió ni vaciló. Y estando yo sumido en mal,
Hallóme. ¡Al Señor load!
G. M. J. Lear; Argentina
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