domingo, 21 de febrero de 2021

NUESTRO INCOMPARABLE SEÑOR (2)

 La deidad y humanidad de nuestro Señor

¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Mateo 22.41

Darás a luz un hijo. El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios. Lucas 1.31,35


            El tema es tan grande y el espacio reducido, así que será mejor limitarnos mayormente a lo que está escrito en los Evangelios acerca de la deidad y humanidad de nuestro Señor.

El Mesías

            No podemos comenzar mejor que reflexionando sobre lo que nuestro Señor y Cristo enseñó acerca de su propia persona. El Antiguo Testamento había predicho la venida de uno, el Mesías, la esperanza del mundo, y el pueblo judío aguardaba ansiosamente su llegada. Bien sabían que vendría de la casa de David, por cuanto muchas de sus escrituras ponían a descubierto que este sería su linaje humano.

            Pero nuestro Señor hace saber que esta creencia, siendo correcta, era sólo una parte de la verdad. “¿Qué pensáis del Cristo?” preguntó a los líderes; “¿De quién es hijo?” Su propósito era mostrarles que el Mesías no sería meramente hombre, sino que también Dios. Y esto, estoy seguro, era una idea que jamás había entrado en los pensamientos de aquellos señores.

            Miqueas el profeta había predicho el nacimiento del Señor: “Tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad”, 5.2.

            Claro era, entonces, que aquel que nacería en Belén no iba a comenzar allí su historia. Ciertamente, su llegada a Belén sería sólo una etapa en una secuencia eterna, ya que el Antiguo Testamento manifiesta que sería más que hombre el Mesías al cual los hombres fueron instruidos a esperar. Él uniría en su propia persona verdadera humanidad y verdadera deidad.

Renuevo y raíz

            El capítulo 11 de Isaías habla de un vástago que retoñará de las raíces de Isaí (padre de David), pero más adelante el mismo capítulo habla de la misma persona como la raíz de Isaí (versículos 1 y 10) y antes que cierra la Biblia encontramos el problema presentado una vez más, por cuanto Cristo afirma en el último capítulo del Libro: “Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana”.

            Nuestro Señor afirmaba a menudo su preexistencia, haciendo saber que su historia no comenzó aquí en el tiempo. Todos nos acordamos que en esa oración sacerdotal antes de ir a la cruz, una de sus primeras peticiones fue ésta: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú para contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. Él estaba refiriéndose a que volvería al lugar de gloria al lado de Dios, donde estaba aun antes de la creación.

            La deidad ha sido y es suya, y sin interrupción. Hay muchos que piensan que su descenso al asumir humanidad acarreó la renuncia de su divinidad, pero en ninguna parte toleran las Escrituras semejante idea. Es mucho más acorde con el testimonio bíblico decir que lo que sucedió en la Encarnación fue que nuestro Señor incorporó humanidad en su deidad.

El Eterno

            La deidad no admite cambio. Un hiato, una interrupción, en deidad es inconcebible; durante todo el período de la humanidad del Señor aquí sobre la tierra, siguió siendo verdadero Dios.

            Él se atribuye a sí cualidades y capacidades que son concebibles sólo en relación con Dios. Al parecer humano era un hombre de la clase obrera, un artesano criado en un pequeño pueblo de fama dudosa, pero hablaba de un día cuando todas las naciones de la tierra se presentarán delante de él para ser divididas al estilo que un pastor separa sus ovejas de las cabras. Sólo Dios, únicamente la deidad, podría afirmar legítima y seriamente que juzgará a la humanidad entera, discerniendo los secretos de todo hombre. Para semejante tarea se precisa de la omnisciencia, y la omnisciencia la tiene sólo Dios. Efectivamente, todo juicio ha sido dado al Hijo, Juan 5.22.

            Si hay una cosa clara en el Nuevo Testamento, es que nuestro Señor, estando aquí en humillación, hizo saber que era divino. Así fue que le entendieron aquellos que escucharon sus palabras. En una ocasión algunos de ellos tomaron piedras para lanzárseles porque afirmó ser igual a Dios. Ningún intento hizo para   sus experiencias le tocó todo lo que es típico de la verdadera humanidad. Pecado exceptuado, Él conoció los sucesos típicos de los hombres. La indignación entró en su alma: “... mirándolos alrededor con enojo”, Marcos 3.5. Sabía qué era lamentar una pérdida. Cansancio, sed, hambre: todo esto también. Sabía qué era obtener información por los procesos ordinarios que los hombres emplean para estar al tanto. También examinó una higuera para ver si tendría fruto. Preguntó una vez: “¿Dónde le pusisteis?” Sus experiencias eran las que evidencian una humanidad legítima.

            A la vez, había una diferencia enorme entre la humanidad suya y la de otros hombres, por cuanto la dé él era sin pecado. Sobre ella no había mancha alguna, ni la menor nota infamante.

            El pecado no es propio de la naturaleza humana; es un intruso, y un objetivo de la redención que es en Cristo Jesús es el de echar afuera ese intruso, llevando así a Dios una raza redimida; una raza de la cual ha sido proscrita para siempre toda consecuencia de mal. Por consiguiente, el Señor pudo enfrentar a aquellos que le perseguían paso tras paso, examinando con sentido crítico todas y cada una de las palabras de su boca, y retarles: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?”

Yo sé que me oyes

            Es más: su humanidad no sólo era legítima, real, sino que encerraba una actitud de dependencia, y aquella es la actitud que todo humano debe tener para con Dios. Se nos dice que la palabra adán —hombre— tiene como sentido subyacente la idea de mirar hacia arriba. El hombre fue hecho para recibir todo su bien de Dios y andar en el reconocimiento de que toda bendición le viene de la mano de un Hacedor benéfico. El hombre fue hecho para depender de ese Dios.

            En todo momento nuestro Señor man-tuvo esa actitud. Le escuchamos relatar que las palabras que Él hablaba eran las palabras que el Padre le había dado para que las hablara, y que las obras que Él hacía eran las que el Padre le había dado para que las hiciese. Él esperaba la dirección del Padre, sin tolerar estorbo alguno en su senda. Paso a paso andaba en conformidad con todas las directrices que Dios le dio, y ésta es la actitud acertada que el hombre debería asumir siempre ante su Creador.

Un hombre en la gloria

            Y, su humanidad permanece. El ser humano fue hecho para la eternidad. Cuando Dios dio el soplo de vida en las narices de su criatura, la humanidad recibió en el acto la calidad de existencia eterna. Nuestro Señor, habiendo asumido humanidad, será hombre para siempre jamás; aún ahora, allá sobre el trono, glorificado, Él es hombre.

            En el primer versículo del Salmo 110 se enseña esta verdad: “Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. David fue trasladado, como si fuera, al momento cuando Cristo regresaría de sus triunfos terrenales para asumir su puesto a la derecha del Padre, y a David le es dado escuchar el saludo que recibe el Triunfante: “Siéntate”. La humanidad, sepamos, está levantada y exaltada en la persona de Cristo, allá en el pináculo del poder, sobre el trono de Dios.

            Dios, pues, le ha dicho: “Entrónate”. Prudente es el hombre que está de acuerdo con Dios en esto. Sabio el hombre que, en lo que se refiere a su propia vida, ha dicho al Cristo que se hizo hombre, que vivió en dependencia de Dios, que obedeció hasta la muerte y muerte de cruz, que está tan sublimemente exaltado a la diestra de Dios. Sabio, repetimos, el que le ha dicho a éste: “Entrónate en mí; sé Tú el soberano de la humanidad mía”.

¡Oh qué triunfo más brillante! ¡En el cielo un hombre entró,

Y es allá representante de su pueblo a quien salvó.

Santo amor fue revelado por el hecho de la cruz,

Y Jesús ha demostrado su justicia en plena luz

 

Sí, descansan los creyentes viendo en gloria a su Señor.

Paz y gozo permanentes tienen por su fiel amor.

Y los fuertes eslabones —simpatía y comunión—

Unen ya sus corazones con los que de Cristo son.

Escrito por “R.D.E”.

Señor, creo

¿Cómo moran la humanidad y la deidad en una misma Persona a una misma vez? ¿Cómo puede Cristo ser Dios y todavía hombre de veras? ¿Cómo moran los atributos divinos con aquellos que son propios de los humanos? ¿Cómo es que aprende, siendo Dios omnisciente?

            No sé.

            Es una revelación para la fe; no es tema a ser indagado. Es uno ante el cual está establecido que nos paremos con corazones latiendo en adoración, sin que sea permitido que averigüemos con nuestro microscopio tan inadecuado. No; es revelación: el perfecto Dios es el perfecto Hombre, es el Cristo.

            La personalidad es profunda, honda, en todos nosotros. “Hombre, conócete”, dijo el filósofo antiguo, y no hemos logrado mayor cosa siquiera en este estudio. Si es así en cuanto a nuestra propia personalidad, consideremos el misterio infinitamente mayor: el misterio de Uno que abarca en su propia y sola persona la deidad y la humanidad. ¡Hondo misterio! ¡Dios manifestado en carne!

            Es un reto a la fe. La Biblia está llena de verdades que no pueden ser reconciliadas por capacidades intelectuales. En nuestro Señor Jesucristo mora deidad; en él mora humanidad a la vez. Cómo pueden morar juntas y en armonía, no comprendemos. Pero baste que la fe se arrodille a sus pies y magnifique la gracia que trajo Aquel al rescatarnos, adorando a la vez nuestra fe la santidad de Dios que le ha dado el puesto de honor y poder a su derecha.

 

Él era coigual con Dios, el centro de la adoración,

Pero, en su incomparable amor, al miserable pecador,

Para buscar y rescatar —dejando su celeste hogar—

Buscóme. ¡Al Señor load!

 

Fue solo Él en su senda aquí, sin simpatía en derredor,

Y sólo el Padre en gloria allí del Hijo supo el amargor.

 Mas no cedió ni vaciló. Y estando yo sumido en mal,

Hallóme. ¡Al Señor load!

 G. M. J. Lear; Argentina

            Que seamos guardados en la viva creencia de estos fundamentos de la fe. Nuestro Señor Jesucristo no es sólo Hijo de David; Él es también Señor de David.

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