Dios glorificado en Cristo Juan 13:31-38
La negra sombra que
envolvía a la pequeña compañía se disipó con la salida de Judas. El agitado
espíritu del Señor respiró tranquilo y cesaron las preguntas de los discípulos.
Las palabras «luego que salió» son el punto de inflexión. Judas abandonaba la luz
del aposento alto y pasaba a las tinieblas del mundo exterior. La luz brilla
con tanta más intensidad una vez que ha salido, del mismo modo que las
tinieblas de afuera toman más cuerpo al notar su presencia. La puerta que se
cerró sobre el traidor rompió el último vínculo entre Cristo y el mundo. El
aire se vuelve más respirable, y en soledad con los discípulos el Señor tiene
libertad para revelarles los secretos de Su corazón.
vv. 31-32. El señor
parte para ir con el Padre, y los Suyos serán dejados como testigos de Cristo
en un mundo que le ha rechazado. En el curso de estos últimos discursos los
discípulos entrarán en contacto con el cielo (v.14); recibirán instrucción
acerca de cómo dar fruto en la tierra (v.15); y serán fortalecidos para
resistir la persecución del mundo (v. 16). Estos privilegios y honores tan
altos requieren una obra preliminar de parte de Cristo que ha de preparar
mientras sigue con ellos. El discurso se inicia con la presentación de Dios
glorificado en Cristo en la tierra, con Cristo glorificado como Hombre en el
cielo; y con los santos, como aquellos que son dejados en la tierra para
glorificar a Cristo. Estas grandes verdades preparan el camino para todas las
sucesivas revelaciones.
Todo tipo de
bendiciones dadas al hombre, al cielo y a la tierra a través de las edades
eternas descansan sobre las verdades fundamentales del comienzo de este
discurso. El Señor se presenta como Hijo del Hombre, y en relación a este
título anuncia tres verdades de una importancia vital. En primer lugar, «Ahora
ha sido glorificado el Hijo del Hombre»; después, «Dios ha sido glorificado en
Él»; y, por último, «Dios le glorificará en Sí mismo».
No nos daremos ninguna prisa en avanzar.
Antes conoceremos el profundo significado de estas verdades, y si tomamos
posesión de ellas por la fe formarán en el alma una base sólida que nos hará
crecer espiritualmente y seremos bendecidos.
«Ahora es glorificado el Hijo del
Hombre». Tenemos ante nosotros la perfección infinita del Hijo del Hombre, el
Salvador. Se hace referencia a su sufrimiento en la cruz, y se declara que en
estos sufrimientos el Hijo del Hombre es glorificado. Glorificar a una persona
es ver exhibidas todas las cualidades que le exaltan, y en la cruz se
exhibieron todas las infinitas perfecciones del Hijo del Hombre como nunca lo
habían sido.
En el capítulo 11 de Juan leemos que la
enfermedad de Lázaro era «para la gloria de Dios, y que el Hijo de Dios sea
glorificado por medio de ella». En aquel entonces, la gloria del Hijo de Dios
se exhibió cuando resucitó a un hombre de la muerte, y en el asunto que nos
ocupa la gloria del Hijo del Hombre avanza hacia la muerte. El poder sobre la
muerte hace exhibición de la gloria del Hijo de Dios, y el sometimiento a la
misma exhibe la gloria del Hijo del Hombre.
Como contestación al deseo que tenían
los gentiles de ver a Jesús, el Señor les dijo: «Ha venido la hora de que el
Hijo del Hombre sea glorificado». Allí el Señor anticipaba las glorias del
reino, pero aquí habla de las glorias de la cruz, mucho más profundas. En el
futuro, Él recibirá como Hijo del Hombre el dominio y la gloria y el reino
eterno, y en aquel día brillante toda la tierra será llena de su gloria (Dan.
7:13,14; Sal. 72:19). Aun así, las glorias excelentes del reino venidero no
superarán, ni mucho menos igualarán, sus más profundas glorias como el Hijo del
Hombre en la cruz. La gloria de su trono terrenal es superada por la gloria de
la vergonzosa cruz. El reino exhibirá sus glorias oficiales, mientras que la
cruz es un testimonio de sus glorias morales. En el tiempo de su reinado «todos
los imperios le servirán y obedecerán», siendo sometidas todas las cosas a Él
como Hijo del Hombre. En el tiempo de su sufrimiento, fue el Hombre obediente y
sujeto. Cada huella de su camino testificó de sus glorias morales, que no
podían ser ocultadas, pero en la cruz estas glorias resplandecieron con un
lustre total. Aquel que aprendió la obediencia en cada paso del camino fue
finalmente probado por la muerte, y fue hallado «obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz». La perfecta sujeción a la voluntad de su Padre, que fue lo que
distinguió su camino, no puede menos que exhibirse en toda su plenitud en medio
de las cercanas sombras de la cruz, momento en que Él dijo: «Hágase tu
voluntad». Cada una de sus pisadas fue un testimonio del perfecto amor al
Padre, pero el testimonio supremo de su amor lo vemos cuando, al tener en vista
la cruz, dijo: «Para que el mundo conozca que amo al Padre, actúo como el Padre
me mandó». Su naturaleza santa no fue mancillada porque el mundo de pecado que
atravesó no la pudo mancillar, y brilla en toda su perfección en el momento en
que anticipaba ya la agonía de tener que ser hecho pecado: «Si es posible, pase
de mí esta copa».
Con toda razón, sus
glorias morales, obediencia, sujeción, amor, santidad y toda otra perfección
tienen su manifestación más brillante en la cruz, donde recibieron cumplimiento
las palabras del Señor: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre».
Esta primera afirmación nos da la
seguridad de la infinita perfección del Hijo del Hombre, de nuestro Salvador,
de Aquel que glorificó a Dios como el gran sacrificio propiciatorio. Cuanto más
nos apropiemos del significado de dicha afirmación, que nos habla de las
perfecciones de Jesús, nos daremos más cuenta de cuánto se merece que pongamos
nuestra confianza en Él. Al tener ante nosotros dicha perfección, nadie podrá
decir que tuviera siquiera la mínima imperfección que hiciera imposible poder
confiar en Él. Cuando sus perfecciones se muestran plenamente a la luz, le
revelan como alguien totalmente hermoso y con cada uno de los rasgos que le
hacen merecedor de nuestra confianza.
Al dirigir nuestra mirada al Hijo del
Hombre en la cruz, y verle glorificado por causa de todas las infinitas
perfecciones que exhibe, nos hallamos preparados para la segunda afirmación:
«Dios es glorificado en Él». Todos los demás habían deshonrado a Dios, pero al
final hay quien no lo hizo: el Hijo del Hombre. Moralmente perfecto y capaz de
llevar a cabo una obra que glorificara a Dios, debía por ello ser hecho pecado
y bajar al lugar de la muerte. Los cielos declaran la gloria de Dios como
Creador, de todo su poder y sabiduría infinitos, pero no pueden declarar la
gloria de su Ser moral. Para que esto fuera así, el Hijo del Hombre debía
sufrir y hacer llegar a Dios con sus sufrimientos la exaltación de sus
atributos. Con la cruz es vindicada la majestad de Dios, la verdad de Dios es
mantenida, y se ve la justicia divina en el juicio sobre el pecado. La santidad
que demandaba dicho sacrificio, y el amor que hizo provisión de él, brillan con
todo su lustre. El Hijo del Hombre ha glorificado a Dios con sus sufrimientos.
Esta obra magna nos
dirige a la verdad de la tercera afirmación: «Si Dios ha sido glorificado en
él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará». Si
Dios ha sido glorificado en Cristo, Dios nos dará una prueba eterna de su satisfacción
con lo que Cristo ha hecho. Cristo glorificado como Hombre en la gloria es la
única respuesta adecuada a su obra en la cruz, y constituye la prueba eterna de
la satisfacción de Dios con esa obra.
En la primera
afirmación ahora es glorificado el Hijo del Hombre vemos la perfección del Hijo
del Hombre. En la segunda afirmación Dios ha sido glorificado en Él la
perfección de su obra., y en la tercera afirmación Dios le glorificará en Sí
mismo vemos la perfecta satisfacción de Dios con esa obra. Nosotros tenemos un
Salvador perfecto que ha hecho una obra perfecta para la perfecta satisfacción
de Dios. Otros pasajes de las Escrituras nos dicen que este Salvador perfecto,
su obra perfecta y la perfecta satisfacción de Dios están a disposición de
todos, por cuanto leemos: «Se dio a sí mismo en rescate por todos». La perfecta
satisfacción de Dios en Cristo y su obra le permiten a Dios decir: «Por medio
de este Hombre se os anuncia perdón de pecados».
v. 33. La
glorificación del Hijo del Hombre implica separarse de sus discípulos. El
Señor, con una perfecta comprensión, entra en el dolor que llena sus corazones
frente al pensamiento de que van a ser privados de Aquel a quien han aprendido
a amar. Una y otra vez le hará referencia a la inevitable partida con un tacto
humanamente tierno, y preparará sus corazones ante Su venidera separación de
aquella comunidad terrenal (cp. Juan 14:4,28,29; Juan 16:4-7,16,28).
Anteriormente, el
Señor nunca se ha dirigido a los discípulos como «hijitos». En el idioma
original es una palabra de cariño y de compasión. Así, con tierna solicitud
aborda la cuestión de la cercana partida. Todavía un poco y Él estaría con
ellos. El Señor regresaba a la gloria por un camino que nadie más podía
recorrer. Más adelante sí iban a poder recorrerlo, incluso mediante el
padecimiento de la muerte como mártires, pero no podían ir a la muerte en el
modo que el Señor la experimentaría, es decir, como el castigo por el pecado.
Era un camino del que el Señor dice: «Adonde yo voy, vosotros no podéis venir».
vv. 34-35. Esta
partida significaba que los discípulos serían privados del lazo fuerte de la
presencia de Aquel que ellos amaban. Por ello, el Señor les da un mandamiento
nuevo: «Que os améis unos a otros; como yo os he amado». Se ha dicho que el
Señor habla aquí de este mandamiento que era nuevo, en contraste con el viejo
mandamiento que tan bien conocían estos discípulos judíos: «Amarás a tu prójimo
como a ti mismo». El mandamiento nuevo es: «Que os améis unos a otros; como yo
os he amado». Cristo amó con un amor que, aunque nunca fue indiferente al mal,
triunfó sobre todo su poder. Si nosotros nos amamos unos a otros conforme al
modelo del gran amor de Cristo, no sufriremos ver el mal en el otro, sino que
hallaremos la manera de tratar con este sin dejar de amarnos. Nada que no sea
el lazo del amor, y que se ajuste al modelo divino, podrá mantener unida una
compañía de gente que tiene personalidades tan distintas, rasgos bien
diferenciados de carácter y distintos temperamentos. Una compañía que destaca
por este amor pasaría de manera tan desapercibida en una escena gobernada por
la ambición y el egoísmo que el mundo se daría cuenta de que alguien así debía
de ser discípulo del Señor. El mundo no sabe apreciar la fe y la esperanza que
tiene el círculo cristiano, pero al menos puede ver y admirar, si no imitar, su
amor divino y sus resultados. Una compañía que se ama con un amor tan notable,
conforme al modelo de Cristo, se convertirá en su testigo en un mundo del que
Él está ausente, para que Cristo, que está glorificado con el Padre en el
cielo, sea glorificado en los santos en la tierra.
vv. 36-38. La escena
concluye centrándose en Pedro, pero con una advertencia para toda la compañía.
Si los discípulos se quedaban para glorificar a Cristo, no debían olvidar que
todos y cada uno de ellos tenía la carne siempre dispuesta a negar a Cristo.
Simón Pedro parece hacer caso omiso del nuevo mandamiento, y pensando en la
partida del Señor le pregunta en un tono que se resistía a comprenderle:
«Señor, ¿adónde vas?» El Señor le contesta: «Adonde yo voy, no me puedes seguir
ahora; más me seguirás más tarde». El Señor tenía que sufrir la muerte como
mártir en manos de hombres malvados, pero algo más terrible para su alma santa
era que tenía que ir a la muerte como la Víctima bajo la mano de Dios. Este
era, en efecto, el camino que solo Él podía emprender, y por el que Pedro no
podía seguirle. Pero con el paso del tiempo iba a tener el honor de seguir al
Señor en el camino del martirio.
Confiado en su amor
por el Señor, Pedro afirma autocomplaciente: «Mi vida pondré por ti»; y recibe
la solemne advertencia: «De cierto, de cierto te digo, no cantará el gallo
antes que me hayas negado tres veces». Si la carne de un falso discípulo puede
traicionarle, la carne del verdadero discípulo puede negarle. No olvidemos que
el amor del Señor triunfó por encima de la negación de Pedro. Como hemos leído:
«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin».
Nosotros podemos negar al Señor engañados por nuestra confianza en el yo, pero
seguimos siendo amados por Él con un amor que nunca nos abandonará.
Hamilton Smith