domingo, 29 de enero de 2023

El hombre Viejo y el Nuevo

 Hubo larga guerra entre la casa de Saúl y la casa de David; pero David se iba fortaleciendo, y la casa de Saúl se iba debilitando. 2 Samuel 3.1

 


Mientras Saúl estaba sobre el trono, David tenía que esconderse. La nación se hundía poco a poco en derrota y desastre bajo ese rey terco. Por fin le alcanzó el juicio divino en el oscuro Monte Gilboa y el rey desplazado llegó a su fin trágico. Pero aun con Saúl muerto, su casa sobrevivía. Existían aquellos que habían sido tan influenciados por él que estaban dispuestos a defender su causa y resistir las iniciativas justas de David como el gobernador ungido de Dios sobre la nación entera.

En las personalidades tan diferentes de Saúl y David encontramos ilustraciones del “hombre viejo”, o la carne en el creyente, y el “hombre nuevo”, o la naturaleza nacida de Dios que es nuestra en Cristo.

Saúl

Casi cada página de la historia de Saúl está manchada por las obras de la carne. Debajo de la chapa exterior del temor que profesaba ante Dios, motivos y ambiciones carnales gobernaban su vida: impaciencia, presunción, codicia, desobediencia, envidia, crueldad, celo carnal, perfidia y, al final, la brujería que él mismo había condenado. Al principio de su reinado Saúl había perdonado la vida de Amalec, un tipo de la carne; al final un amalecita le proporciona el golpe fatal para poner fin a su vida antes de robarle la corona. “El que siembra para su carne, de la carne segará corrupción”, Gálatas 6.8.

David

David, en cambio, era un varón conforme al corazón de Dios. El no justificaba su propia causa ni empleaba medios carnales para acelerar el cumplimiento de los propósitos divinos para sí. Su corazón estaba dispuesto, Salmo 108.1, y su voluntad sujeta. Pacientemente esperaba en Jehová, procurando siempre alabarle y agradecerle por cada manifestación de su bondad y misericordia.

Después de la muerte de Saúl, David pasó siete años en Hebrón con sólo una minoría del pueblo bajo su administración. Se prolongó la guerra, pero los que defendían la causa de Saúl la estaban perdiendo, mientras que el tiempo estaba a favor de los fieles de David. Los resultados se dejaban ver lentamente: “la casa de Saúl se iba debilitando” pero la de David se fortalecía.

En las tinieblas del Calvario Dios condenó el pecado en la carne, habiendo enviado a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”, Romanos 8.4. Siendo vencido, El venció.

Pero la guerra sigue. Como dijo el apóstol, “Veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros”, Romanos 7.23. Como la casa de Saúl, la carne en el creyente busca todavía simpatía y apoyo, y mientras el cristiano satisfaga la carne, él impide que el Hijo de David gobierne su vida conforme a la voluntad de Dios.

Abner

El general Abner era en un tiempo un simpatizante sobresaliente de la causa de Saúl, pero al presentarse la crisis él renunció claramente su servicio a éste y anunció su propósito de servir la causa justa de aquel que Dios había ungido. El discernió el propósito divino en David y resolvió participar con toda su fuerza en el establecimiento del reinado desde Dan hasta Beerseba. Este hombre no se conformó con algo a medias; tenía que ser sólo David a la cabeza de la nación.

Es cierto que a causa de la perfidia de su rival sin escrúpulo él terminó su vida de una manera nada loable, pero con todo Abner representa un reto para nosotros. Mientras sirvamos de cualquier manera las iniciativas de la carne, estamos favoreciendo “la casa de Saúl”. Al negar lo que pide la naturaleza vieja, pasamos en figura a Hebrón, el lugar de comunión, para llevar en alto la bandera de aquél cuyo nombre debemos ensalzar.

David era un líder digno y fue la devoción a él lo que aglutinaba el grupito que le sirvió. Al comienzo ellos tenían que compartir en su reproche y adversidad, pero más adelante entraron en

los frutos de su ensalzamiento, y sus nombres por fin fueron inscritos en el cuadro de honor.

Nuestra guerra

En esta larga guerra entre la carne y el Espíritu no hay atajo que nos conduzca a la victoria, pero el fin es seguro: “Es preciso que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies”, 1 Corintios 15.25. “Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”, 15.57. Que la experiencia del lector y del escritor sea la del fortalecimiento del “hombre nuevo” mientras el “viejo” vaya debilitándose más y más.

Vivimos en tiempos cuando muchos son amadores de sí mismos y malgastan vastas sumas de dinero en cosméticos, adornos y comodidades que no son más que medios para gratificar la carne. El creyente tiene que estar en alerta, acaso entre en su alma ese espíritu insidioso que predomina en el mundo. El rico insensato de Lucas 12 — el que resolvió construir los graneros — quería todo para sí pero no era rico para con Dios.

¿Nos favorecemos a nosotros mismos con tiempo y dinero que deben ser dedicados al Señor? Nuestro deber y privilegio no es el de extender un reino desde Dan hasta Beerseba, sino “hasta lo último de la tierra”, Hechos 1.8.

No nos entreguemos a la carne: “Vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne”, Romanos 13.14. ¡Glorioso será contar con una entrada abundante al reino eterno de nuestro Salvador y Señor, no habiendo sucumbido a las demandas del hombre viejo!

No hay comentarios:

Publicar un comentario