Hubo larga guerra entre la casa de Saúl y la casa de David; pero David se iba fortaleciendo, y la casa de Saúl se iba debilitando. 2 Samuel 3.1
Mientras
Saúl estaba sobre el trono, David tenía que esconderse. La nación se hundía
poco a poco en derrota y desastre bajo ese rey terco. Por fin le alcanzó el
juicio divino en el oscuro Monte Gilboa y el rey desplazado llegó a su fin
trágico. Pero aun con Saúl muerto, su casa sobrevivía. Existían aquellos que
habían sido tan influenciados por él que estaban dispuestos a defender su causa
y resistir las iniciativas justas de David como el gobernador ungido de Dios
sobre la nación entera.
En las
personalidades tan diferentes de Saúl y David encontramos ilustraciones del
“hombre viejo”, o la carne en el creyente, y el “hombre nuevo”, o la naturaleza
nacida de Dios que es nuestra en Cristo.
Saúl
Casi cada página
de la historia de Saúl está manchada por las obras de la carne. Debajo de la
chapa exterior del temor que profesaba ante Dios, motivos y ambiciones carnales
gobernaban su vida: impaciencia, presunción, codicia, desobediencia, envidia,
crueldad, celo carnal, perfidia y, al final, la brujería que él mismo había
condenado. Al principio de su reinado Saúl había perdonado la vida de Amalec,
un tipo de la carne; al final un amalecita le proporciona el golpe fatal para
poner fin a su vida antes de robarle la corona. “El que siembra para su carne,
de la carne segará corrupción”, Gálatas 6.8.
David
David,
en cambio, era un varón conforme al corazón de Dios. El no justificaba su
propia causa ni empleaba medios carnales para acelerar el cumplimiento de los
propósitos divinos para sí. Su corazón estaba dispuesto, Salmo 108.1, y su
voluntad sujeta. Pacientemente esperaba en Jehová, procurando siempre alabarle
y agradecerle por cada manifestación de su bondad y misericordia.
Después
de la muerte de Saúl, David pasó siete años en Hebrón con sólo una minoría del
pueblo bajo su administración. Se prolongó la guerra, pero los que defendían la
causa de Saúl la estaban perdiendo, mientras que el tiempo estaba a favor de
los fieles de David. Los resultados se dejaban ver lentamente: “la casa de Saúl
se iba debilitando” pero la de David se fortalecía.
En
las tinieblas del Calvario Dios condenó el pecado en la carne, habiendo enviado
a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, “para que la
justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la
carne, sino conforme al Espíritu”, Romanos 8.4. Siendo vencido, El venció.
Pero la guerra
sigue. Como dijo el apóstol, “Veo otra ley en mis miembros, que se rebela
contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está
en mis miembros”, Romanos 7.23. Como la casa de Saúl, la carne en el creyente
busca todavía simpatía y apoyo, y mientras el cristiano satisfaga la carne, él
impide que el Hijo de David gobierne su vida conforme a la voluntad de Dios.
Abner
El
general Abner era en un tiempo un simpatizante sobresaliente de la causa de
Saúl, pero al presentarse la crisis él renunció claramente su servicio a éste y
anunció su propósito de servir la causa justa de aquel que Dios había ungido.
El discernió el propósito divino en David y resolvió participar con toda su
fuerza en el establecimiento del reinado desde Dan hasta Beerseba. Este hombre
no se conformó con algo a medias; tenía que ser sólo David a la cabeza de la
nación.
Es cierto que a
causa de la perfidia de su rival sin escrúpulo él terminó su vida de una manera
nada loable, pero con todo Abner representa un reto para nosotros. Mientras
sirvamos de cualquier manera las iniciativas de la carne, estamos favoreciendo
“la casa de Saúl”. Al negar lo que pide la naturaleza vieja, pasamos en figura
a Hebrón, el lugar de comunión, para llevar en alto la bandera de aquél cuyo
nombre debemos ensalzar.
David era un líder digno y fue la devoción a él lo
que aglutinaba el grupito que le sirvió. Al comienzo ellos tenían que compartir
en su reproche y adversidad, pero más adelante entraron en
los frutos de su ensalzamiento, y sus nombres por
fin fueron inscritos en el cuadro de honor.
Nuestra guerra
En esta larga guerra entre la carne
y el Espíritu no hay atajo que nos conduzca a la victoria, pero el fin es
seguro: “Es preciso que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos
debajo de sus pies”, 1 Corintios 15.25. “Gracias sean dadas a Dios, que nos da
la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”, 15.57. Que la experiencia
del lector y del escritor sea la del fortalecimiento del “hombre nuevo”
mientras el “viejo” vaya debilitándose más y más.
Vivimos en
tiempos cuando muchos son amadores de sí mismos y malgastan vastas sumas de
dinero en cosméticos, adornos y comodidades que no son más que medios para
gratificar la carne. El creyente tiene que estar en alerta, acaso entre en su
alma ese espíritu insidioso que predomina en el mundo. El rico insensato de
Lucas 12 — el que resolvió construir los graneros — quería todo para sí pero no
era rico para con Dios.
¿Nos favorecemos
a nosotros mismos con tiempo y dinero que deben ser dedicados al Señor? Nuestro
deber y privilegio no es el de extender un reino desde Dan hasta Beerseba, sino
“hasta lo último de la tierra”, Hechos 1.8.
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