Al
que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con Su sangre...a Él sea gloria e
imperio por los siglos de los siglos. Amén (Apocalipsis 1:5-6). Vi...en medio
del trono...un Cordero. (Apocalipsis 5:6)
¡Bendito Señor!
No tengo nada sino tu amor, un amor que me lleva directo a la casa del Padre
para estar contigo donde se manifiesta la plena expresión de aquel amor. Tal
amor es algo tan poderoso cuando entra en el corazón, que conduce los pies a
caminar de una forma muy diferente a la de un hombre que no lo posee. Puedo
mirar a aquel Cristo y decir que nada me puede perturbar; Cristo glorificado
en la presencia de Dios es el terreno de mi paz. Lo conozco como Aquel que
llevó mis pecados en la cruz y me reveló la gloria de Dios; estoy en relación
con Él como el Hombre de dolores, con Él, quién descendió a la tumba, que
resucitó y vive para siempre a la diestra de Dios. Y allí, en Él, encontramos
nuestro lugar ante Dios.
A medida que pasan
los años nos damos cuenta que estas cosas mantienen su valor; ¿pero qué
estimación del valor de esa sangre puede tener un pobre pecador? ¿Cómo será
cuando lleguemos al hogar, y nos demos cuenta que estamos allí dentro, llevados
por aquella sangre a la comunión de lo que Dios es? Y mientras caminemos a
través de la casa del Padre y entremos en la plenitud de gozo reservada para
nosotros, veremos que todo está relacionado con los mismos elementos con los
que nos otorgó gozo aquí, mientras nos conducía a través del desierto.
¿Cuáles serán
las primeras y dulces expresiones que oiremos cuando entremos en el cielo? ¡La
dignidad del Cordero y la sangre del Cordero! ¡Qué terrible debe ser el pecado
como para necesitar la sangre del mismo Hijo de Dios! Allí arriba, en la
presencia de Dios, aprendo algo acerca de la infinidad del pecado, y solamente
la sangre del Hijo de Dios puede sacar la mancha de aquel pecado, y ella lo ha
hecho completamente.
G. V. Wigram
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