La Escritura es muy clara en cuanto al
lugar de la mujer (véase 1.a Corintios 11:1-16) No creemos que sea
conforme a la naturaleza ni conforme a la revelación, que una mujer sea
prominente en la Iglesia ni en el mundo. Es nuestra profunda convicción que no
existe otra esfera en la cual la mujer se desenvuelva con tanta gracia y
dignidad, que en la privacidad y el retiro del círculo doméstico. Allí ella
puede demostrar que es la ayuda idónea del hombre, en toda buena obra. El hogar
es preeminentemente el lugar de la mujer. El Espíritu Santo le ha asignado muy
puntualmente su obra, cuando declara que ella debe “gobernar su casa” (1.a
Timoteo 5:14). Puede haber, según las circunstancias, casos excepcionales en
que la mujer cristiana, al no tener ningún deber hogareño particular, se
desempeñe en un trabajo exterior para el auténtico beneficio de muchos; pero
tales casos son más bien pocos y excepcionales. La regla general es tan clara
como el agua (véase 1.a Timoteo 5:14). En cuanto a la cuestión
acerca de «los derechos de la mujer», «la liberación de la mujer», etc. No
tenemos nada que ver con política. Es nuestro deseo el de ser enseñados
exclusivamente por las Escrituras. Y, de hecho, no encontramos nada en el Nuevo
Testamento acerca de que las mujeres ocupen un lugar en la legislatura. En la
historia de Israel, siempre que la mujer fue promovida a una posición de
prominencia, era una prueba de la baja condición espiritual de la nación. El
apocamiento y la dejadez de Barac fue lo que impulsó a Débora a la delantera.
De acuerdo con la idea normal divina, el hombre es la cabeza. Esto es visto, en
perfección, en Cristo y la Iglesia. He aquí el verdadero modelo sobre la base
del cual hemos de formar nuestros pensamientos. En lo que respecta a este pobre
mundo, todo en él es confusión. La marcha de éste se halla alejada de los
fundamentos. Dios ha dicho: “A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y esto no
será más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho, y yo se lo entregaré”
(Ezequiel 21:27). No puede haber nada derecho hasta que “los reinos del mundo
hayan venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo” (Apocalipsis 11:15). Hasta
entonces, el cristiano ha de estar contento con ser un “extranjero y peregrino”
en esta tierra (1.a Pedro 2:11) teniendo su “ciudadanía”, su hogar,
su porción, “en los cielos” (Filipenses 3:20). ¡Qué así sea con todos los que
pertenecen a Cristo! No podríamos esperar tal cosa, naturalmente, de aquellas
personas que se inclinan por llevar a cabo sus propios pensamientos; cuya
propia voluntad nunca ha sido quebrantada; que discuten y argumentan, en vez de
someterse a la autoridad de las Escrituras; que dicen: «Yo pienso», en vez de
buscar y ver «lo que Dios piensa». No esperamos que ninguna de tales personas
apruebe o aprecie lo que venimos escribiendo en respuesta a su pregunta. Pero
debemos inclinarnos ante la autoridad de Dios en esto, así como en todo lo
demás.
Compartimos plenamente todos los
ejercicios de corazón que Ud. está experimentando acerca de este tema. Creemos
que obra de una manera absolutamente correcta al rehusarse estar presente
cuando una mujer toma la palabra para hablar u orar en público. El espíritu y
la enseñanza del Nuevo Testamento están en contra de semejante práctica. A la
mujer se le manda el «silencio» en público o en presencia de un hombre (1.a
Timoteo 2:8- 11).
En cuanto a 1.a Corintios 11, no
encontramos nada acerca de la reunión de asamblea hasta el v. 17, donde se
introduce un nuevo tema; y, como bien Ud. lo hace notar, el Espíritu de Dios no
puede contradecirse. Éste no puede decirle a la mujer en un lugar que guarde
silencio, y, en otro pasaje, que rompa ese silencio. Es contrario a Dios, y
contrario a la naturaleza, que una mujer proceda como predicadora en público.
La mujer debe ilustrar el lugar propio de la Iglesia —la sujeción—, no la
enseñanza. La Iglesia no enseña —no debiera hacerlo—, y si lo hiciera, sería
falsa. “Toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe”
(Apocalipsis 2:20). Éste es el espíritu y el genio del papado. Decir que la
iglesia tiene poder para decretar, estatuir y enseñar, es apostasía. La iglesia
es enseñada por la Palabra de Dios. Ella ha de obedecer y estar en sujeción.
Debiera ser “columna y baluarte de la verdad” (1.a Timoteo 3:15), es
decir, debería sostener y mantener la verdad, pero nunca enseñar. Tal es la
invariable enseñanza del Nuevo Testamento en cuanto a la Iglesia, de la cual la
mujer debiera ser la imagen.
Puede que en respuesta de esto se diga
que Dios utiliza la predicación y la oración de las mujeres para la bendición
de las almas. Pues bien, ¿qué prueba esto? ¿Acaso que sea correcto que las
mujeres prediquen? No; sino la soberana bondad de Dios. ¿Vamos a argüir,
basados en el hecho de la bendición divina, lo que no deberíamos ser llevados a
aprobar? Dios es soberano, y puede obrar donde y mediante quien le plazca;
nosotros somos siervos, y debemos hacer lo que él nos dice que hagamos. En el
tiempo del avivamiento de Ulster en 1859, fueron alcanzadas muchas almas en
capillas católicas romanas, en presencia del sacrificio de la misa. ¿Demuestra
eso que el catolicismo romano es correcto? No; sólo prueba que Dios es bueno.
Razonar a partir de los resultados, puede conducirnos al más craso error.
Debería ser suficiente, para todo aquel que se inclina bajo la autoridad de las
Escrituras, saber que el Espíritu Santo manda estrictamente a la mujer a que
guarde silencio en la asamblea pública (1.a Corintios 14:34-35). Y
ciertamente podemos decir: “La naturaleza misma ¿no os enseña” lo moralmente
inapropiado que es el hecho de que una mujer aparezca en un púlpito o sobre una
plataforma? Incuestionablemente lo es. Hay muchas y diversas maneras en que las
mujeres pueden “combatir juntamente en el Evangelio” (Filipenses 4:3) sin lo
indecoroso de la predicación en público. No se nos dice cómo “ellas combatieron
juntamente” con el bienaventurado apóstol; pero con toda seguridad, que no lo
hicieron hablando en público.
En
cuanto a las cuatro hijas de Felipe el evangelista “que profetizaban” (Hechos
21:9), falta que los defensores de la predicación de las mujeres demuestren que
ellas ejercían ese don en público. Creemos que lo hacían en la privacidad y el
retiro de la casa de su padre.
En conclusión, pues, querido amigo,
sólo quisiéramos expresar nuestra siempre profunda convicción de que el hogar
es, preeminentemente, la esfera de actividad de la mujer. Ella puede moverse
allí con gracia y dignidad moral. Puede brillar allí ya como esposa, como madre
o como dama, para gloria de Aquel que la ha llamado a ocupar esas santas
relaciones. Allí se desarrollan los más bellos rasgos del carácter femenino,
rasgos que son completamente desfigurados cuando ella abandona su trabajo
doméstico y usurpa el dominio de predicador público.
Ya en varias otras ocasiones hemos
desarrollado el tema de las hermanas enseñando y predicando (véase «Nueve años
de respuestas a los lectores» [*]). Creemos que es claramente opuesto a las
Escrituras que una mujer hable en la Iglesia, o que enseñe, o que usurpe de una
u otra manera autoridad sobre el hombre (1.a Timoteo 2:8-14). Pero
si hubiese una reunión de carácter privado, social, entonces, a nuestro juicio,
hay libertad para la libre comunicación de pensamiento, siempre que la mujer
guarde el lugar que le ha sido asignado por la voz de la naturaleza y por la
Palabra de Dios.
A juzgar por el tono
de su carta, estamos persuadidos de que el Señor le guiará en la senda de
servicio correcta. No se nos dice de manera específica cómo aquellas mujeres
“combatieron en el evangelio” juntamente con Pablo, pero sabemos que hay miles
de maneras en que una mujer puede servir en el Evangelio sin jamás dar un paso
afuera de esa esfera de actividad que propiamente le pertenece. En cuanto a las
mujeres casadas, cada vez estamos más persuadidos de que el hogar es
preeminentemente su lugar. Ella tiene allí una sagrada y elevada esfera de
actividad en la cual puede servir estando plenamente consciente de que se
encuentra exactamente en el lugar donde la mano de Dios la colocó, y donde su
Palabra la dirige. ¡Quiera el Señor bendecirla y guardarla!
La Escritura es muy
clara en cuanto a la manera en que la mujer cristiana se ha de vestir, no sólo
ante la Mesa del Señor, sino en todo momento (1.a Timoteo 2, etc.).
Seguramente que, en esto, como en todas las demás cosas, existe la urgente
necesidad de tener una conciencia dócil y ejercitada; una piadosa sujeción a la
autoridad de la Palabra de Dios. Si los creyentes no quieren prestar atención a
la exhortación del Espíritu Santo, lo más probable es que tampoco presten
demasiada atención a las páginas de una revista. Una de las especiales
necesidades del momento presente, es una completa sumisión a las verdaderas
enseñanzas de las Escrituras. Cuando el corazón está bajo el directo gobierno
de la Palabra, todo estará bien; más cuando no lo está, nada estará bien.
[*] Preguntas sobre la predicación de
las mujeres (Respuestas a los lectores):
Ya en nuestros
primeros números de la revista «Things New and Old» hemos tratado el tema de
las mujeres que hablan o que enseñan en público. Creemos que la enseñanza del
Nuevo Testamento es claramente contraria a ello. Cualquiera que sea el
significado de Hechos 21:9 y 1.- Corintios 11:5, es imposible que estos textos
puedan contradecir a 1.- Corintios 14:34-35 y 1.- Timoteo 2:11- 12. Estos
últimos pasajes son claros y formales, y no admiten absolutamente la menor
sombra de duda. Los primeros pueden presentar dificultades cuando consideramos
la cuestión de su aplicación. Pero la Escritura no puede contradecir la
Escritura.
A juzgar por el
considerable número de preguntas que desde hace mucho tiempo se nos vienen
formulando acerca del tema de la predicación y la enseñanza de las mujeres,
concluimos que debe de haber una fuerte dosis de duda sobre esta cuestión en
las mentes incluso de aquellos que están comprometidos en la obra. Una y otra
vez hemos dado expresión a nuestro juicio sobre este asunto. Creemos que el
espíritu y la enseñanza del Nuevo Testamento, así como la voz de la naturaleza
misma, están completamente en contra de la idea de que una mujer tome el lugar
de predicadora o enseñadora en público. El hogar es preeminentemente la esfera
de actividad de la mujer, ya sea que la consideremos como hija, como esposa o
como madre. ¡Y qué santa, dichosa y elevada esfera de actividad es éste para
una mujer que se conduce rectamente allí! El corazón más devoto, puede hallar
en esa esfera, un amplio radio de acción para el ejercicio de cada don. No
conocemos nada más bello ni atractivo, nada que adorne mejor el evangelio de Cristo
y la doctrina de Dios, que una mujer cristiana que ocupa como corresponde el
lugar en que la providencia de Dios la ha colocado. Si consideramos toda la
Escritura, y miramos a través de toda la historia de la Iglesia de Dios, y
veremos quiénes fueron las que rindieron el servicio más eficaz para la causa
de Cristo, veremos que, sin excepción, aquellas que mostraron piedad en el
hogar, que anduvieron en santidad y gracia en medio del círculo doméstico,
aquellas que encomendaron la verdad a sus padres, que vivieron en piadosa
sujeción a sus propios maridos; aquellas que educaron a sus hijos en el temor
de Dios, que gobernaron la casa conforme a la autoridad de la santa Escritura,
éstas fueron las mujeres que más efectivamente sirvieron a su generación, que
dejaron la más sagrada impresión en su tiempo, y que anduvieron en la más plena
armonía con la mente del cielo.
Quisiéramos
preguntarle, querido amigo, ¿de qué sirve que nos señale a esta o a aquella que
pueda predicar elocuente e imponentemente a miles convocados para oírla? La
pregunta que realmente vale es: “¿Qué dice la Escritura?” (Romanos 4:3). ¿Es
ésta la tarea de una mujer? Y ¿no sucede a veces que, mientras una mujer parece
estar logrando los más espléndidos y excitantes resultados en una esfera
prohibida, sus simples, obvios y divinamente asignados deberes domésticos son
crasamente descuidados? Sus padres no están siendo recompensados, su marido es
descuidado, o sus hijos son dejados al cuidado de niñeras impías o
inconscientes, que contaminan su imaginación, los inician en prácticas viles, los
educan en el engaño y la mentira, y les inculcan hábitos y vicios que los
arruinarán para toda la vida. Es vano decir que Dios bendice la predicación de
las mujeres. No constituye ningún justificativo. ¿Qué es lo que Dios no bendice
o deja de gobernar? Esta misma semana oímos de dos jóvenes que se convirtieron
mediante una de esas predicadoras, en completa burla, en una reunión pública de
oración. Dios hizo uso de la espantosa conducta de una, para traer convicción a
los dos. Así es Su soberana bondad. Pero usar esta bondad como argumento para
justificar lo que es claramente contrario a las Escrituras, es un error fatal.
Puede que se pregunte,
sin embargo, ¿qué es lo que aprendemos entonces de Hechos 21:9 y de 1.a
Corintios 11:5?
El primer pasaje
simplemente nos enseña que las cuatro hijas de Felipe poseían el don de
profecía, en tanto que el otro pasaje enseña que el don debía ser ejercitado
únicamente con la cabeza cubierta. Resta por ser demostrado que el don de
profecía era ejercitado en la asamblea. No lo creemos. Al contrario, está claro
que el apóstol, en 1.a Corintios 11, no habla de la asamblea reunida
hasta el versículo 17. Es muy importante notar esto. En el capítulo 14, la
enseñanza es categórica, formal e inequívoca: “Como en todas las iglesias de
los santos, vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es
permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si
quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso
que una mujer hable en la congregación” (v. 34-35). Y leemos asimismo en 1.a
Timoteo 2:11-12: “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no
permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en
silencio.”
Pero se esgrime también el argumento de
que predicar el Evangelio a los inconversos, no es «enseñar en la Iglesia». A
ello respondemos que el Espíritu Santo manda a la mujer a estar en silencio, y
a ser “cuidadosas de su casa” (Tito 2:5). Qué tanta obediencia a estos santos
mandamientos es compatible con ir de un lugar a otro, y predicar a numerosos
auditorios, queda en manos de otros juzgar. Puede, no obstante, preguntarse:
¿No hay ninguna forma en que una mujer pueda tomar parte en la obra del Señor? Seguramente
que sí. En Lucas 8:2-3 leemos de ciertas mujeres que gozaban del elevado
privilegio de ministrar directamente al mismo Señor; y en Filipenses 4:3,
leemos de otras mujeres que trabajaron o combatieron junto con el apóstol en el
Evangelio. Hay un sinnúmero de formas en que una mujer puede colaborar en la
obra del Señor sin salir de la esfera de actividad que le ha sido divinamente
asignada y actuar en oposición a la voz de la naturaleza y a la autoridad de
las santas Escrituras.
C.H. MACKINSTOSH
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