Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. (Isaías 53:4)
Jesús
no suspiró y lloró por sí mismo, sino por los demás. Él hubiera querido quitar
todo dolor de sus corazones, y se habría regocijado grandemente en hacerlo,
pero no quisieron; eran ciegos a las bendiciones recibidas, se complacían en
sus pecados y lo rechazaron.
Él lloró por ellos. En medio de los
hombres, y a causa de lo cue ellos eran (amantes del pecado, engañados por el
diablo, con odio a Dios), Él fue el Varón de dolores. Sin embargo, su enemistad
no varió Su amor. ¡Con qué amor los amó! Él los sirvió con incansable
misericordia hasta el último día. Sanó a sus enfermos; tocó sus labios con sus
manos bondadosas y poderosas; dio vista a sus ciegos; y libertó a multitudes
del poder tiránico de los demonios. Y cue nadie suponga que estos fueron actos
de poder ejecutados como cuando creó los mundos. No, Él sintió la miseria y
esclavitud de ellos; con un corazón bondadoso, llevó sus cargas; fue afligido
en medio de ellos porque eran ellos los que estaban afligidos; virtud salió de
Él para sanarlos, y su espíritu se abrumó por el peso cue descargó de ellos.
Sintió todas estas cosas sobre su espíritu, porque su santo e inmaculado cuerpo
no podía ser alterado o contaminado por la enfermedad—aunque sus enemigos
dijeron; “Tiene alguna enfermedad fatal” (Sal. 41:8 NTV).
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