domingo, 28 de enero de 2024

Las últimas palabras de Cristo (2)

 JUAN 14

Introducción


La escena solemne y las graves palabras de Juan 13 constituyen un buen preludio para el discurso de Juan 14. En el capítulo trece hemos visto cómo ha quedado expuesta la total corrupción de la carne, tanto en el falso discípulo como en el verdadero. Si el Judas carnal prefiere una insignificante suma de plata antes que, al Hijo de Dios, será capaz de traicionar al Señor con la más vil de las delaciones aprovechándose de Su prueba de amor. Con Pedro aprendemos que la carne del creyente busca la credibilidad profesando el amor y la devoción a Cristo. El hombre carnal no es otra cosa que simple barro en manos del diablo, y cuando la carne de los santos no es juzgada se convierte en un material muy maleable para él.

Un mal insospechado en el círculo de los doce, la sombra de una pérdida aun mayor que iban a experimentar, y la premonición de una negación anticiparon el desastre sobre la pequeña compañía. Uno de ellos, el que lo va a traicionar, ha salido a la noche. El Señor va adonde ellos no pueden ir. Pedro pronto negará a su Maestro, y la pena, por no decir la confusión que siente el alma acecha con fuerza en los atribulados corazones de los discípulos, como la sombra de sucesos venideros que avanza sigilosamente entre ellos.

Pedro, que hasta este punto había sido muy imprudente, está ahora callado. En estos últimos discursos no vamos a oír más su voz. Por ahora todos permanecen silenciosos en presencia de la partida del Señor que va a ser revelada, de la traición de Judas y de la negación

inminente de Pedro. Oímos en este punto la voz del Señor rompiendo el silencio con unas palabras que llegan al alma: «No se turbe vuestro corazón», y que debieron de ser un bálsamo de consuelo infinito para los corazones de esta compañía abatida por el dolor. Pero, aunque el Señor hable solo a once, recordemos lo que alguien dijo una vez: «la audiencia es más numerosa de lo que parece». En primer plano están los once, detrás la Iglesia universal. Los oyentes son hombres como nosotros que representan a otros. Son muy estimados

por el Señor como personas, como demuestra su lenguaje afectuoso, y son preciosos a sus ojos como representantes de todos «los que han de creer en mí por medio de la palabra de ellos».

Este discurso destaca de manera principal porque respira consuelo y aliento para los corazones turbados. Comienza con esas dulces palabras, que poco antes de terminar volvemos a escuchar enteras: «No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo». Los afanes de la vida diaria no son aquí el foco principal de estudio, aunque parezca que el Señor quiera aligerarla de ellos con estos delicados términos. Se trataba de la turbación del corazón que perdía a Aquel cuyo amor había ganado el afecto de ellos. Un poco más adelante, el Señor les dice: «Ahora voy al que me envió… porque os he dicho estas cosas, la tristeza ha llenado vuestro corazón». La turbación era la causante de que estos corazones satisfechos con la presencia de Cristo sintieran ahora, apenados por su ausencia, el dolor de la prueba al ver cómo eran dejados en un mundo malo.

Para curar esta turbación, el Señor nos eleva por encima del pecado de los hombres y del fracaso de los santos a la comunión de las Personas divinas, a las que nos une por medio de la fe con Aquel en el lugar adonde ha ido. Nos establece en unas relaciones con el Padre en el cielo y nos pone bajo el control del Espíritu Santo en la tierra. Para consolar nuestros corazones, somos establecidos en unas relaciones con cada una de las Personas divinas: el Hijo (1-3), el Padre (4-14) y el Espíritu Santo (15-26).

Mientras discurren los discursos veremos exhortaciones en cuanto a la manifestación de fruto y al testimonio en un mundo del que solo podemos esperar que nos aborrezca, nos persiga y nos cause problemas. Por eso mismo, somos llamados a hacer frente a la oposición de un mundo en el plano exterior y llevados a la comunión con las Personas divinas en una escena íntima. La comunión santa de ese hogar en nuestra intimidad nos da la preparación que necesitamos para hacer frente a las pruebas del mundo exterior.

Los discípulos en relación con Cristo Juan 14:1-3

El discurso se inicia con las delicadas y conmovedoras palabras «No se turbe vuestro corazón». Solo el Señor podía pronunciarlas en gracia ante la solemnidad del momento. Justo antes había predicho la triple negación de Pedro, y por cuanto esta predicción iba precedida por las palabras «me seguirás más tarde» va seguida poco después por estas otras: «No se turbe vuestro corazón». Conociendo de primera mano la traición que había cometido Judas y la negación de Pedro, los discípulos tenían todos los motivos para sentirse turbados.

En esta primera parte del discurso el Señor habla de tres cosas que pueden quitar del corazón nuestra turbación. En primer lugar, se

sitúa ante nosotros como el Objeto de fe en la gloria: «Creéis en Dios… (creemos en el Dios que jamás hemos visto y ahora el Señor se apartará de la vista de ellos para pasar a la gloria), …creed también en mí». Como Hombre en la gloria, Cristo viene a ser nuestro recurso y nuestra áncora del corazón. Todo lo que es terrenal nos decepcionará y el mundo no dejará de tentarnos, como la carne, que mirará de traicionarnos, pero Cristo en la gloria seguirá siendo el recurso inagotable de nuestra fe. Como alguien ha dicho: «no existe consuelo duradero fuera de Cristo». Unos leales amigos cristianos y una familia que nos quiera, unas circunstancias favorables, una buena salud y unas óptimas perspectivas de futuro son todo producto de esta tierra, y por este mismo motivo están abocados al fracaso, pero solo Cristo en la gloria es en quien la fe descansa y encuentra el recurso inagotable para su pueblo mientras dure la dilatada noche de su ausencia.

v. 2. Acto seguido, y a fin de consolar nuestros corazones, el Señor nos revela el nuevo hogar: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, ya os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros». Además de tenerlo a Él como único recurso en la gloria, tenemos la casa del Padre como nuestro hogar de residencia. Tomemos nota de que la palabra mansiones significa realmente moradas, es decir, un hogar del que nunca más saldremos una vez hayamos entrado, y allí es donde moraremos. En la tierra no tenemos ninguna residencia duradera, somos peregrinos y extranjeros aquí. Nuestro hogar de morada está en la casa del Padre, donde hay muchas habitaciones. En la Tierra no hubo sitio para Cristo, y dispusieron de muy poco aquellos que eran de Él, pero en la casa del

Padre hay sitio para todos los que son de Cristo, grandes y pequeños. Si no fuera así, Él se lo habría dicho a los discípulos. No los habría reunido apartándolos de este mundo si en realidad no los estuviera guiando a una escena de felicidad bien conocida por Él, como era la casa del Padre. En la cruz preparó a su pueblo para dicho lugar, y hacia allí iba, a fin de preparar con Su presencia en la gloria el lugar para su pueblo. Somos transportados de esta evanescencia terrenal hasta las escenas cambiantes del tiempo para entrar en espíritu en un mundo mejor y encontrarnos con un hogar preparado en la casa del Padre.

v. 3. Después, el Señor pone ante nosotros, para consuelo de nuestros corazones, su venida para recibirnos en el hogar. Cuando sea oportuno veremos otros pasajes que nos revelarán el orden de los acontecimientos en relación a su venida, pero ahora veremos lo que significa el gozo supremo de que Él venga y dé por terminado nuestro peregrinaje en este desierto. Su venida curará todos los cismas del pueblo de Dios y reunificará a los santos dispersados y divididos. Pondrá fin al sufrimiento, a las pruebas y a las labores denodadas de su pueblo. Nos sacará de una escena de tinieblas y muerte para mostrarnos la entrada a un hogar de luz, vida y amor. Y por encima de todo, nos introducirá en la compañía de Jesús para que gocemos de ella: «Os tomaré conmigo, para que donde yo estoy vosotros también estéis». ¿Qué sería el cielo si no estuviera Jesús? Sin ninguna duda, será algo muy bendito hallarnos en una escena donde «nunca más habrá muerte, ni dolor ni llanto», donde abundarán la santidad y la perfección, pero si Jesús no estuviera presente el corazón no estaría satisfecho. La felicidad suprema de su venida es que nosotros estaremos con Él. Mientras tanto nos acompaña por este tenebroso mundo de muerte, y en la casa del Padre estaremos con Él en un hogar de vida eternal.

El más noble aspecto de su venida es el que también nos revela los anhelos secretos de su corazón. De las palabras del Señor se desprende un profundo deseo de querer tener a su pueblo consigo para su gozo y satisfacción. Si tenemos nuestro tesoro en el cielo, su tesoro lo tiene Él en esta tierra. Cristo se ha ido, pero el corazón de Cristo sigue aquí. Como alguien dijo una vez: «si su corazón está aquí Él no puede estar lejos». Con qué consuelo llenan estos primeros versículos los corazones turbados. Cristo es en la gloria nuestro recurso inagotable. Allí tenemos un hogar que nos espera y un Hombre que nos está aguardando.

Veamos también qué bendición se desprende de las enseñanzas del Señor, y lo poco que se asemejan a las maneras de enseñar del hombre. En breve nos instruirá en cuanto al viaje a través de este mundo y nos avisará acerca de las pruebas y persecuciones, pero antes que nada nos revela su fin glorioso. Deberíamos esperar hablar de estos temas tan elevados al final de este discurso; sin embargo,

el Señor utiliza una manera mejor y más perfecta de revelárnoslos. No dejará que hagamos el viaje solos a través de un mundo hostil hasta no haber dado la seguridad a nuestros corazones de que tenemos un hogar de residencia con Él en la casa del Padre, ya que

quiere que transitemos bajo la luz del hogar al cual conduce. Bien cierta es la afirmación que «la travesía por este valle muda de color cuando más allá se ve el horizonte».

Estas revelaciones trascendentales del mundo invisible nos son presentadas con palabras sencillas y familiares. Unas verdades que dejan en su asombro a los más inteligentes y que cualquier niño creyente en Jesús puede llegar a entender.

Continuará D.M.

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