domingo, 31 de marzo de 2024

¿Cómo puedo testificar a otros?

 


¿Cómo puedo testificar a otros?


                El otro día, mientras leía de nuevo un conocido relato triste de los acontecimientos en cierto lugar cristiano, narrados por un hijo que rechazó al Salvador, fui sacudido por el trozo que describe el celo incansable que caracterizaba a su madre: “Apenas entraba en un vagón de tren o en un autobús, ella ofrecía tratados gratuitos a todas las personas a su alcance, o anhelaba entrar en conversación con alguien acerca de la suficiencia de la sangre de Jesús para limpiar de pecado al corazón humano”,

                ¡Ojalá nosotros fuéramos tan fervientes! No solamente algunos sino todos los pecadores salvados son comisionados para difundir la más vital e importante de las noticias que el mundo jamás ha oído y puede oir. Somos “embajadores en nombre de Cristo” (2 Corintios 5:20), “carta de Cristo” (3:3), “real sacerdocio ... para que anunciáis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). Sí, el evangelismo ataña a todos (Marcos 5:19).

                Así que, si bien la mayoría de los creyentes reconocen hasta cierto punto su responsabilidad personal como testigos del Salvador, no todos parecen darse cuenta de lo que las Escrituras dicen acerca de la naturaleza de nuestro mensaje o la forma de presentarlo. Es necesario, pues, trazar primeramente las líneas de los fundamentos del evangelio. La importancia de presentar el evangelio en forma absolutamente correcta se evidencia no meramente en la imagen que Pablo nos presenta del embajador (porque ningún diplomático tiene autoridad para alterar las instrucciones de su gobierno) sino también en el lenguaje macizo de Gálatas 1:8, “Si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema”.

                Nada que ver con el nuevo vocabulario de la componenda ecuménica o de la tolerancia pacifista. Pues, entonces, si la salvación está solamente en los términos de Dios, ¿Pablo no hace bien al insistir en que esos términos sean presentados correctamente? No nos equivoquemos, es asunto de vida o muerte. La más mínima alteración en una sustancia química puede convertir una medicina salvadora en un veneno mortal, y cualquier alteración en los fundamentos del “evangelio de Dios” (Romanos 1:1) neutralizará su poder divino.

Sir Robert Anderson cuenta del ministro de guerra francés que justificó el despido de un oficial con estas palabras: “Cometió una ofensa y lo destituí; él parafraseó una orden cuando su deber era únicamente leerla”. Dios ha confiado a su pueblo un mensaje específico ¾su oferta de paz a un mundo rebelde¾ y somos responsables de su correcta y segura difusión. El reto de Ezequiel 33:2 al 9 es un memorable ejemplo de esto; y, habido cuenta que es el mensaje del Señor, las mismas palabras que se usan son cruciales (2 Corintios 2:17, 1 Corintios 15:1,2).

Hoy nos enfrentamos al error en sus dos extremos. Unos predican lo que podríamos llamar el evangelio de Dios “con algo más”. O sea, añaden al evangelio, afirmando que el Calvario no es suficiente y tiene que ser complementado con sacramentos, obras, rituales, experiencias carismáticas o lo que sea. Sólo así, dicen, se puede garantizar la salvación. Pero Efesios 2:8, 9 contradice esto e insiste en que la salvación es por gracia, por medio de la fe, sin añadidura alguna.

Todo celo vano es, vanas son mis lágrimas.

Tú, oh Jesús, mi Salvador, sólo puedes perdonar.

En tu cruz está el perdón, sólo en ti hay salvación.

En el otro extremo de la balanza está el evangelista condescendiente que proclama el evangelio de Dios “con algo menos”. O sea, resta del evangelio, caracterizándose por la ausencia de ciertas verdades que podrían resultar incómodas, tal como la indecible santidad de Dios, la entera pecaminosidad del hombre y la realidad del infierno. Tal clase de evangelio acomodaticio, a menudo acompañado de entretenimiento que tiene más del mundo que de la Iglesia de Dios, resulta muy superficial cuando la comparamos con la regia exposición de la verdad de la salvación que Pablo nos dejó registrada en la Epístola a los Romanos. La Palabra de Dios es tan preciosa que, al proclamarla, el creyente debe asegurarse de que está entregando “la verdad, todo la verdad y nada más que la verdad”.

¿Cuál, pues, es el evangelio que debemos predicar si nos encontramos en una plataforma o sencillamente conversando con amigos? Encontramos cuatro elementos básicos en Romanos 5:1 al 11:

1. Pecado; a saber, ruina (v. 8) 

Pablo deja sentado que sin Cristo nuestra condición es desesperada. Observa la terminología que emplea: “débiles” (v. 6), es decir, sin fuerza; “impíos” (v. 6), categóricamente contrarios a todo lo que es de Dios y deliberadamente opuestos en desobediencia; “pecadores” (v. 8), disparando de un todo el blanco divino de la perfección que se podría considerarnos absolutamente descarriados; y, finalmente, “enemigos” (v. 10), contrarios al Dios vivos y en pie de guerra con nuestro Creador.

Todo esto significa la ruina absoluta. No es una falta menor, o un problema de poca consecuencia, sino un desastre total. Debemos exponerlo clara, fiel y amorosamente, porque sólo un pecador necesita un Salvador, y Romanos capítulos 1 al 3 nos sacuden instantáneamente con la desagradable verdad de que todos, no importa cuán respetables seamos, estamos “bajo pecado” (3:9).

2. Ira; a saber, retribución (v. 9) 

Esta palabra importante se refiere a la justa cólera de un Dios santo contra todo aquello que contamina su universo; esto es parte indispensable del evangelio. Cuán trágico es cuando los evangelistas permanezcan delictivamente silenciosos acerca de la realidad del infierno o, todavía peor, trivialicen el asunto. Compara esta actitud con el ejemplo que se nos da del más grande de los predicadores, quien, antes de hablar acerca de la certeza del juicio, lloró sobre aquellos a quienes se dirigía cariñosamente (Lucas 19:41 al 44).

El “no se pierde” de Juan 3:16 nos recuerda que el evangelio no puede ser predicado sin mencionar el juicio. No entendamos mal; creemos firmemente en el amor de Dios, tan gloriosamente puesto de manifiesto en el Calvario. Pero nunca se puede apreciar cabalmente ese amor si no entendemos que Dios es a la vez el santo y recto Juez, y que nosotros no merecemos sino el infierno eterno. Pablo nos muestra la ira de Dios (Romanos 1:16 al 18, 2:5,6) antes de proclamar su amor (Romanos 5:8).

3. Sangre; a saber, remedio (v. 9) 

El remedio de Dios para el pecado ¾el único remedio¾ es la preciosa sangre de Cristo. “Infierno” y “sangre” son palabras impopulares pero ambas están en el Libro. Por supuesto, para entender qué significa la sangre en las Escrituras, hemos de estudiar el Antiguo Testamento y llegaremos a esta conclusión de que en el contexto de Romanos esto significa un sacrificio cruento que permite a Dios perdonar en justicia a los pecadores (Hebreos 9:22).

Predicar tan sólo que Jesús murió no es suficiente; debemos explicar por qué murió y qué significa esa muerte para Dios. Se ha notado ya que el mensaje de Pablo es que “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3). Sin la explicación doctrinal no tenemos evangelio. No temes predicar que el perdón sólo se consigue por la sangre vertida de Cristo. Después de todo, ese será nuestro cántico por la eternidad (Apocalipsis 5:1).

4. Fe; a saber, responsabilidad (v. 1) 

Toda religión humana desde Caín se anula con esta única palabra “fe”. Ella no da oportunidad al esfuerzo humano para “obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho” (Tito 3:5), para reformas, lágrimas o el cumplimiento con rituales. Dios sólo quiere que mi confianza para la eternidad se base en el sacrificio del Señor Jesucristo por mí. Dios lo dice, yo creo y esto lo resuelve.

Cristiano, repasa tu mensaje cuidadosamente; asegúrate que es “el evangelio de Dios”, nada más y nada menos. Entonces, como Pablo, tan abnegadamente dedicado a la verdad, estarás en condiciones de llamarlo “mi evangelio” (2 Timoteo 2:8).

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