¿Cómo
puedo testificar a otros?
El otro día,
mientras leía de nuevo un conocido relato triste de los acontecimientos en
cierto lugar cristiano, narrados por un hijo que rechazó al Salvador, fui
sacudido por el trozo que describe el celo incansable que caracterizaba a su
madre: “Apenas entraba en un vagón de tren o en un autobús, ella ofrecía
tratados gratuitos a todas las personas a su alcance, o anhelaba entrar en
conversación con alguien acerca de la suficiencia de la sangre de Jesús para
limpiar de pecado al corazón humano”,
¡Ojalá nosotros fuéramos tan
fervientes! No solamente algunos sino todos los pecadores salvados son
comisionados para difundir la más vital e importante de las noticias que el
mundo jamás ha oído y puede oir. Somos “embajadores en nombre de Cristo” (2 Corintios
5:20), “carta de Cristo” (3:3), “real sacerdocio ... para que anunciáis las
virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro
2:9). Sí, el evangelismo ataña a todos (Marcos 5:19).
Así que, si bien la mayoría de
los creyentes reconocen hasta cierto punto su responsabilidad personal como
testigos del Salvador, no todos parecen darse cuenta de lo que las Escrituras
dicen acerca de la naturaleza de nuestro mensaje o la forma de presentarlo. Es
necesario, pues, trazar primeramente las líneas de los fundamentos del
evangelio. La importancia de presentar el evangelio en forma absolutamente
correcta se evidencia no meramente en la imagen que Pablo nos presenta del
embajador (porque ningún diplomático tiene autoridad para alterar las
instrucciones de su gobierno) sino también en el lenguaje macizo de Gálatas
1:8, “Si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio
diferente del que os hemos anunciado, sea anatema”.
Nada que ver con el nuevo
vocabulario de la componenda ecuménica o de la tolerancia pacifista. Pues,
entonces, si la salvación está solamente en los términos de Dios, ¿Pablo no
hace bien al insistir en que esos términos sean presentados correctamente? No
nos equivoquemos, es asunto de vida o muerte. La más mínima alteración en una
sustancia química puede convertir una medicina salvadora en un veneno mortal, y
cualquier alteración en los fundamentos del “evangelio de Dios” (Romanos 1:1)
neutralizará su poder divino.
Sir
Robert Anderson cuenta del ministro de guerra francés que justificó el despido
de un oficial con estas palabras: “Cometió una ofensa y lo destituí; él
parafraseó una orden cuando su deber era únicamente leerla”. Dios ha confiado a
su pueblo un mensaje específico ¾su oferta de
paz a un mundo rebelde¾ y somos responsables de su
correcta y segura difusión. El reto de Ezequiel 33:2 al 9 es un memorable
ejemplo de esto; y, habido cuenta que es el mensaje del Señor, las mismas
palabras que se usan son cruciales (2 Corintios 2:17, 1 Corintios 15:1,2).
Hoy
nos enfrentamos al error en sus dos extremos. Unos predican lo que podríamos
llamar el evangelio de Dios “con algo más”. O sea, añaden al evangelio,
afirmando que el Calvario no es suficiente y tiene que ser complementado con
sacramentos, obras, rituales, experiencias carismáticas o lo que sea. Sólo así,
dicen, se puede garantizar la salvación. Pero Efesios 2:8, 9 contradice esto e
insiste en que la salvación es por gracia, por medio de la fe, sin añadidura
alguna.
Todo celo vano
es, vanas son mis lágrimas.
Tú,
oh Jesús, mi Salvador, sólo puedes perdonar.
En tu cruz está
el perdón, sólo en ti hay salvación.
En
el otro extremo de la balanza está el evangelista condescendiente que proclama
el evangelio de Dios “con algo menos”. O sea, resta del evangelio,
caracterizándose por la ausencia de ciertas verdades que podrían resultar
incómodas, tal como la indecible santidad de Dios, la entera pecaminosidad del
hombre y la realidad del infierno. Tal clase de evangelio acomodaticio, a
menudo acompañado de entretenimiento que tiene más del mundo que de la Iglesia
de Dios, resulta muy superficial cuando la comparamos con la regia exposición
de la verdad de la salvación que Pablo nos dejó registrada en la Epístola a los
Romanos. La Palabra de Dios es tan preciosa que, al proclamarla, el creyente
debe asegurarse de que está entregando “la verdad, todo la verdad y nada más
que la verdad”.
¿Cuál,
pues, es el evangelio que debemos predicar si nos encontramos en una plataforma
o sencillamente conversando con amigos? Encontramos cuatro elementos básicos en
Romanos 5:1 al 11:
1. Pecado; a
saber, ruina (v. 8)
Pablo
deja sentado que sin Cristo nuestra condición es desesperada. Observa la
terminología que emplea: “débiles” (v. 6), es decir, sin fuerza; “impíos” (v.
6), categóricamente contrarios a todo lo que es de Dios y deliberadamente
opuestos en desobediencia; “pecadores” (v. 8), disparando de un todo el blanco
divino de la perfección que se podría considerarnos absolutamente descarriados;
y, finalmente, “enemigos” (v. 10), contrarios al Dios vivos y en pie de guerra
con nuestro Creador.
Todo esto significa la ruina absoluta.
No es una falta menor, o un problema de poca consecuencia, sino un desastre
total. Debemos exponerlo clara, fiel y amorosamente, porque sólo un pecador
necesita un Salvador, y Romanos capítulos 1 al 3 nos sacuden instantáneamente
con la desagradable verdad de que todos, no importa cuán respetables seamos,
estamos “bajo pecado” (3:9).
2. Ira; a
saber, retribución (v. 9)
Esta palabra importante se refiere a la
justa cólera de un Dios santo contra todo aquello que contamina su universo;
esto es parte indispensable del evangelio. Cuán trágico es cuando los
evangelistas permanezcan delictivamente silenciosos acerca de la realidad del
infierno o, todavía peor, trivialicen el asunto. Compara esta actitud con el
ejemplo que se nos da del más grande de los predicadores, quien, antes de
hablar acerca de la certeza del juicio, lloró sobre aquellos a quienes se
dirigía cariñosamente (Lucas 19:41 al 44).
El “no se pierde” de Juan 3:16 nos
recuerda que el evangelio no puede ser predicado sin mencionar el juicio. No
entendamos mal; creemos firmemente en el amor de Dios, tan gloriosamente puesto
de manifiesto en el Calvario. Pero nunca se puede apreciar cabalmente ese amor
si no entendemos que Dios es a la vez el santo y recto Juez, y que nosotros no
merecemos sino el infierno eterno. Pablo nos muestra la ira de Dios (Romanos
1:16 al 18, 2:5,6) antes de proclamar su amor (Romanos 5:8).
3. Sangre; a
saber, remedio (v. 9)
El
remedio de Dios para el pecado ¾el único remedio¾ es la preciosa
sangre de Cristo. “Infierno” y “sangre” son palabras impopulares pero ambas
están en el Libro. Por supuesto, para entender qué significa la sangre en las
Escrituras, hemos de estudiar el Antiguo Testamento y llegaremos a esta
conclusión de que en el contexto de Romanos esto significa un sacrificio
cruento que permite a Dios perdonar en justicia a los pecadores (Hebreos 9:22).
Predicar tan sólo que Jesús murió no es
suficiente; debemos explicar por qué murió y qué significa esa muerte para
Dios. Se ha notado ya que el mensaje de Pablo es que “Cristo murió por nuestros
pecados, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3). Sin la explicación
doctrinal no tenemos evangelio. No temes predicar que el perdón sólo se
consigue por la sangre vertida de Cristo. Después de todo, ese será nuestro
cántico por la eternidad (Apocalipsis 5:1).
4. Fe; a saber,
responsabilidad (v. 1)
Toda religión humana desde Caín se
anula con esta única palabra “fe”. Ella no da oportunidad al esfuerzo humano
para “obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho” (Tito 3:5), para
reformas, lágrimas o el cumplimiento con rituales. Dios sólo quiere que mi
confianza para la eternidad se base en el sacrificio del Señor Jesucristo por
mí. Dios lo dice, yo creo y esto lo resuelve.
Cristiano, repasa tu mensaje
cuidadosamente; asegúrate que es “el evangelio de Dios”, nada más y nada menos.
Entonces, como Pablo, tan abnegadamente dedicado a la verdad, estarás en
condiciones de llamarlo “mi evangelio” (2 Timoteo 2:8).
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