Este
salmo es, por excelencia, el salmo de Aquel que fue desamparado de Dios. En
esto es único. Ello no significa que otros salmos no hagan referencia a la hora
solemne de la cruz, o a la bendita Persona que se dirige aquí a Dios, sino que
este salmo nos habla más que todos los demás de ello.
Aquí
no encontramos solamente al Señor tomando lugar entre los hombres, como Aquel
que confiaba en Dios, tal como lo describe el salmo 16, en su inquebrantable
confianza, mirando a la resurrección a través de la muerte, a la gloria a la
diestra de Dios, sino que hallamos también un contraste. Es desamparado de
Dios, pero se aferra tenazmente a Él y lo reivindica plenamente. No son sus
enemigos los que afirman ahora que sea desamparado de Dios, aunque lo hayan
dicho también, sino que es el Señor mismo, y lo dice a Dios. Jamás un creyente
fue desamparado así, ni podría serlo. “En ti esperaron nuestros padres;
esperaron, y tú los libraste. Clamaron a ti, y no fueron librados; confiaron en
ti, y no fueron avergonzados. Mas yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los
hombres, y despreciado del pueblo. Todos los que me ven me escarnecen; estiran
la boca, menean la cabeza, diciendo: se encomendó a Jehová; líbrele él;
sálvele, puesto que en él se complacía” (v. 4-8).
Jamás
hubo semejante hora para Jesús, ni podrá haber nunca otra igual. El bien y el
mal, en esa hora, fueron puestos en presencia uno del otro en la única persona
que podía resolver el enigma. Ambos se encontraron en Aquel que era
perfectamente bueno, y que, no obstante, cargaba el mal de parte de Dios. Era
la expiación. Este pensamiento no es el único que encontramos en este salmo,
sino que Jesús hecho pecado es el primer y más profundo pensamiento. No hubo
dolor que no conociera, ni vergüenza de la que haya sido librado. Los toros de
Basán estaban allí, así como el león rapaz y rugiente; los perros lo rodearon
(v. 12-13, 16). Estas cosas no son naturalmente sino figuras, y el hombre fue
el más cruel de todos, el más vil e implacable, él solo por cierto fue el
verdadero culpable, conducido por un enemigo más poderoso y sutil. Pero, cosa
maravillosa, Dios estaba allí primero que todos; no podía no estar, ya que era
el juez del pecado, el que hizo que su Hijo, quien no conoció pecado, fuese
hecho pecado por nosotros.
En
primer lugar, pues, repito, está ese juicio misterioso del mal ejecutado sobre
la persona del Santo, de Cristo. Y no por ser simplemente lo primero en una
serie de eventos, sino porque permanece inconmovible por sí solo como lo único
y más solemne de todo para Dios y para el hombre, tanto en el tiempo presente
como en la eternidad, en la tierra, en el cielo o en el infierno. El salmo,
pues, empieza convenientemente con este gran hecho, porque ¿con qué otra cosa
podría compararse en el pasado, el presente o el futuro? El Señor Jesús había
encontrado a Satanás al principio en el desierto, y al final en Getsemaní.
Destruyó el poder que tenía tanto sobre la tierra como sobre el hombre, al
“saquear los bienes del hombre fuerte” (véase Mateo 12:29). Pero en este salmo
se trata de algo infinitamente más profundo. Era el pecado ante Dios. Ya no era
un simple combate, ni nada para destruir o ganar por el poder de la obediencia.
Durante su vida él fue la bondad misma, y tuvo el sello de Dios sobre ella.
Jesús glorificó al Padre durante toda su vida, pero entonces se trataba de
glorificar a Dios en su muerte, porque Dios es el juez del pecado. La cuestión
no era con el Padre como tal, sino con Dios, con Dios en relación con el
pecado. Aquel que había glorificado al Padre en una vida de obediencia,
glorificó a Dios en la muerte, en la cual precisamente esta obediencia fue
consumada; y no sólo esto, sino que el mal fue puesto sobre Él en quien todo
era bien. El mal y el bien se encontraron. ¡Qué encuentro!
Dios
estaba allí, no sólo como Aquel que aprobaba lo que era bueno, sino como Juez
de todo el mal que fue puesto sobre la bendita cabeza del Señor en la cruz. Era
Dios desamparando al Siervo fiel y obediente; sin embargo, era su Dios: esto no
debía ni podía jamás olvidarse; al contrario, aun allí lo proclama diciendo:
“Dios mío, Dios mío”. Pero debe agregar entonces: “¿Por qué me has
desamparado?” Era el Hijo del Padre que, como Hijo del hombre, clamó: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Entonces, y sólo entonces, Dios
desamparó a su Siervo fiel, al hombre Cristo Jesús. Nos inclinamos ante este
misterio de los misterios en su Persona: Dios manifestado en carne.
Si
no hubiese sido hombre ¿en qué nos habría servido? Si no hubiese sido Dios,
nada habría podido dar a sus sufrimientos por el pecado su valor infinito. Tal
es la expiación. Y la expiación tiene dos aspectos en su carácter y en su
alcance. Es la expiación ante Dios, y es también la sustitución por nuestros
pecados (Levítico 16:7-10, “una suerte por Jehová, y otra suerte por Azazel”:
el pueblo), aunque este último aspecto no sea el tema más desarrollado por el
salmista, y no nos detendremos en él en esta ocasión. Aunque todo es de
infinita importancia, el lado más importante de la expiación, el fundamento, es
la “suerte por Jehová”.
Aquí
vemos a Dios en su majestad y en su justo juicio del mal, a Dios desplegando su
ser moral para tratar con el pecado, allí donde solamente podía tener que ver
con él a fin de hacer salir bendición y gloria, en la persona de su propio
Hijo; Aquel que, cuando Dios lo desamparó, hecho pecado por nosotros en la
cruz, alcanzó el punto más bajo de la humillación, pero moralmente el más
elevado en el cual Dios pudo ser glorificado. La perfección misma de la manera
en que llevó el pecado hizo que no fuese oído. Allí, en el grado más elevado,
el dolor, la angustia y la amargura del rechazo tuvieron lugar; ¿acaso no lo
sentía? La gloria de su persona ¿acaso lo volvía incapaz de sufrir? Esta idea
negaría su humanidad. Y podemos agregar que su divinidad le hizo soportar y
sentir como ningún otro hubiese podido hacerlo. “He sido derramado como aguas,
y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derritiéndose en
medio de mis entrañas. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a
mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte. Porque perros me han
rodeado; me ha cercado cuadrilla de malignos; horadaron mis manos y mis pies.
Contar puedo todos mis huesos; entre tanto, ellos me miran y me observan.
Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes. Mas tú,
Jehová, no te alejes; fortaleza mía, apresúrate a socorrerme. Libra de la
espada mi alma, del poder del perro mi vida. Sálvame de la boca del león, y
líbrame de los cuernos de los búfalos” (v. 14-¬21).
No
obstante, el Señor Jesucristo reivindica perfectamente a Dios quien lo
desamparó. Otros habían clamado antes y todos habían sido librados. Pero no
debía ser así para él, porque el sufrimiento debía ir hasta lo sumo, el pecado
debía ser expiado justamente, y no por el poder sino por medio del sufrimiento.
Pero,
¿qué es lo que resuena en nuestros oídos cuando la última gota de la copa se ha
vaciado?: “Líbrame de los cuernos de los búfalos. Anunciaré tu nombre a mis
hermanos; en medio de la congregación te alabaré” (v.21- 22). Ahora que ha
resucitado de entre los muertos, dice: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos”. Ya
lo había anunciado: tal fue su ministerio aquí abajo, pero ahora era sobre un
fundamento completamente nuevo. La muerte, y solamente la muerte, podía
solucionar la cuestión del pecado; la muerte, pero sólo Su muerte, podía
hacerlo, a fin de que el pecador pudiese descansar en la justicia de Dios
referente a esto, y ser introducido sin pecado en la presencia de Dios. Esto lo
declara Dios mismo.
Notemos
aquí cuál es la consecuencia de esto: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos”. En
los evangelios, el Señor Jesús nos muestra la maravillosa adaptación de la
verdad del Antiguo Testamento. “Tu nombre”. ¿Qué nombre? Cuando lleva el pecado
en la cruz, Él habla de Dios. El israelita piadoso, cuando mira a la
liberación, o cuando goza de su relación con Dios, habla de Jehová. Pero en el
Nuevo Testamento, en el cual Dios subsiste como Dios y siempre debe ser el juez
del pecado, “Padre” es el término que caracteriza la relación conocida por el
Hijo de Dios desde la eternidad, relación que conocía también como hombre, pero
en la plenitud de verdad que le pertenecía sólo a él. Esta relación, en toda su
realidad e intimidad, fue la que el Señor tuvo a bien dar a sus discípulos, en
redención, y muchos de los lectores ya la conocen con gozo. Pero lo repito para
aquellos que no conocen el verdadero significado de ese bendito y tan dulce
nombre para sus almas. Jesús puede enseñárselos ahora.
“Anunciaré
tu nombre a mis hermanos”; y por eso dice: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre,
a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Nunca había hablado así antes.
Notemos bien que ya había pronunciado la palabra «Padre» antes, pero nunca lo
había presentado de esta manera.; y llamo particularmente la atención sobre
este hecho. Este término supone el amor, pero sobre el fundamento de la
justicia. Sin duda la gracia es la que dio a Jesús, y por él obró a favor del
hombre pecador. Pero aquí Él nos enseña que, cuando el pecado fue juzgado y
quitado de en medio, su Dios es el nuestro, y cuando la vida llevó mucho fruto
en resurrección, su Padre es nuestro Padre.
La gloria
del Padre y la naturaleza misma de Dios nos traen ahora la bendición con él,
mientras que tan sólo un instante antes, por decirlo así, la santa venganza de
Dios se ejecutó contra el pecado. Era la gloria en los lugares altísimos, la
gracia aquí abajo, pero todo estaba fundado sobre la justicia, sin la cual el
alma no haría más que enorgullecerse, quedando expuesta a ser arrastrada hacia
las peores profundidades. Esta base de la justicia de Dios es necesaria para el
pecador, y aquel que en sí mismo no era sino un pecador perdido, ahora tiene el
derecho de conocer a Dios no sólo como Dios, sino además como Padre. “Anunciaré
tu nombre a mis hermanos”. Ahora hay perdón y paz; y no solamente eso, sino
también asociación con Cristo mismo.
Veamos
ahora cómo es introducida la declaración de Su nombre. “Dios mío, Dios mío”,
dice Jesús en el momento en que es desamparado sobre la cruz, cuando es hecho
pecado, y cuando llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero. Ésta es
la verdadera respuesta, simple y rotunda, a aquellos que erróneamente sostienen
que él llevó nuestros pecados durante toda su vida aquí abajo. Si hubiese sido
así, Jesús habría tenido que ser desamparado por Dios durante todo ese tiempo,
a menos que se suponga que Dios habría podido complacerse entretanto juzgaba el
pecado. Esto sería negar el hecho de que Jesús gozaba perfectamente del amor y
de la comunión de su Padre durante su vida. El Hijo de Dios aquí abajo, anduvo
siempre en el conocimiento íntimo y perfecto de la presencia de su Padre y de
su relación con él, y, por consecuencia, sintió aún más el hecho de ser
desamparado.
Pero
ahora, el pecado que había sido puesto sobre él, fue quitado por su muerte; y,
como testimonio de que todo ha sido quitado, él resucitó de entre los muertos,
y entonces declara ese nombre, sin decir primero vuestro Padre o nuestro Padre
(esto no hubiese estado a la altura de su gloria, al margen de cuál haya podido
ser su amor), sino “a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”.
Así, lo que Dios es como Padre para él, descansa ahora sobre aquellos por los
cuales murió, sobre aquellos cuyos pecados fueron borrados por la sangre de la
cruz.
Pero
esto no es todo. La aceptación perfecta y manifiesta del Hombre que Dios hizo
pecado, ahora les pertenece por completo; no sólo el amor del Padre, sino la
gloria y la luz de Dios. Es, pues, el amor, no solamente en cuanto a la
relación, sino en su misma naturaleza; sí, y más aún: todo lo que Dios siente
como Dios, todo lo relativo a él que fue reivindicado para siempre, no sólo
pertenece a Cristo, sino que, como consecuencia de su obra, pertenece también a
aquellos que descansan en esta persona y en esta obra. Tal es la fuerza y el
resultado de la expiación. Y no sólo es para el cielo, porque él mismo lo dijo
cuando estaba en la tierra. Iba al cielo; pero por sabias y serias razones,
esto expresamente estaba revelado aquí a las personas que más lo necesitaban: a
los pobres en espíritu, a los mansos, a sus discípulos a los cuales se dio a sí
mismo como ejemplo de dependencia y de obediencia, de gracia y de justicia, de
comunión feliz y apacible con su Padre. Pero si no los hubiese librado por
gracia, todo esto sólo habría agravado la condición de ellos, que era tan
inferior a la Suya.
¡Con
qué fuerza, pues, la bendita verdad irrumpe en sus corazones! Dios mismo, el
Padre del Señor Jesús, era el Padre de ellos, así como su Dios; todo lo que es
en Dios como tal, estaba, por la obra de la cruz, tan completamente a favor de
ellos, como todo lo que es en él como Padre. Y notemos que no es solamente
“como el Padre que se compadece de los hijos”, sino que ahora se trata de algo
incomparablemente superior a esto. Es el Padre tal como Cristo lo conoció.
“Anunciaré tu nombre a mis hermanos”, hermanos traídos —y traídos con justicia—
a la misma relación, de manera que toda la satisfacción y el gozo de Dios mismo
en Cristo (no sólo del Padre, relación que nos concedió gozar, sino de Dios),
son compartidos con nosotros, porque somos aceptos en Cristo nuestro Señor.
Sin
embargo, todavía tenemos más que escuchar. “En medio de la congregación te
alabaré”. No es simplemente: “te alabaré”, ni “en la congregación”, sino “en
medio de la congregación”. El apóstol Pablo cita este pasaje en la epístola a
los Hebreos (2:12), y encontramos su cumplimiento en la pequeña compañía
reunida ese día (Juan 20:19). El Señor se encuentra en medio de ellos. No les
reprocha la cobardía que acababan de demostrar, la incredulidad ni la
infidelidad, sin mencionar la falta de amor por Su persona y del padecimiento
por Su nombre. No digo que él no tuviera Sus caminos para con uno o para con
otro; pero él los lleva inmediatamente a la relación más elevada y a las
bendiciones más excelentes por Su sacrificio. Sabemos que se ocupó de varios de
entre ellos, pero Sus caminos para con cada uno no impidieron ni pospusieron en
absoluto la obra de su gracia.
“En
medio de la congregación te alabaré”. Pensemos un instante en lo que fue la
alabanza de Cristo en tal momento, en lo que debieron de ser sus sentimientos,
¡cuando salía de las tinieblas, del polvo de la muerte, del desamparo de Dios!
Él solamente podía estimar en su justo valor la inmensidad de estas cosas,
quien, habiendo sufrido una vez por los pecados, ahora descansa en una victoria
ganada a tan alto precio. Llevó nuestros pecados; aquel que no conoció pecado,
fue hecho pecado. Una vez que resucitó de entre los muertos, no lleva más los
pecados; ahora alaba, y no lo hace solo, sino “en medio de la congregación”.
Y
agrego algo más todavía. Viene el día en el cual esta tierra no estará más
llena de gemidos, sino de aleluyas, día en el cual toda criatura tendrá parte
en el coro de bendiciones, en el cual el cielo y la tierra estarán llenos de
gozo y de gloria. Pero jamás vendrá un día en el cual irrumpa una alabanza como
la que Él comenzó aquel día. No es posible que aquellos que alaban con Cristo,
habiendo sido llevados a tal asociación de bendición, puedan perderla —jamás la
perderán—; pero si la alabanza comenzó con él, entonces ella será la de ellos
para siempre, pero solamente será suya con Él en medio de ellos; y este salmo
lo prueba de una manera tanto más llamativa por cuanto fue escrito
especialmente en vista del pueblo terrenal. La alabanza del día de la resurrección
es particular, porque es la de Cristo en medio de la congregación, es decir, en
medio de sus hermanos.
¿Quién
podría anunciarlo como Él? ¿Cuándo habría podido anunciarlo, sino cuando
resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, y después de haber
estado en el polvo de la muerte por el pecado? Nadie más que él podía sentir
hasta lo más profundo lo que fue ser desamparado por Dios y no ser oído cuando
clamaba a él. Pero ahora, habiendo sido oído “desde los cuernos de los
búfalos”, entra como el hombre resucitado en la luz y la gloria de Dios,
brillando para siempre en virtud de su propio sacrificio aceptado por Dios, y
anuncia a sus hermanos el nombre (y nosotros mismos podemos decirlo ahora) de
su Padre y el de ellos, de su Dios y el de ellos. Así, en medio de la Iglesia
librada para siempre por él y en él, canta la alabanza. ¡Oh, qué alabanzas las
de Cristo, ahora librado de tan grande muerte! ¿Pero acaso no son también las
nuestras? ¿Y no las canta acaso “en medio de” nosotros? ¡Qué carácter le
imprime esta comunión a la adoración de la Iglesia! Ahora que el pecado fue
juzgado como no podrá serlo nunca más, que Aquel que fue crucificado en
debilidad, vive por el poder de Dios, la alabanza de Cristo solamente da una
justa y completa idea de lo que conviene a la Iglesia de Dios.
Queridos
lectores, ¿están sus pensamientos a tono con esto? ¿Es ésta la medida con la
cual prueban sus corazones y sus labios cuando presentan sus sacrificios
espirituales a su Dios y Padre? Estemos seguros de que él no estima ninguno de
los sacrificios más que aquellos del Cristo resucitado, de Aquel que se digna a
ser el conductor de los que se unen a él en este tiempo en que aún es
rechazado, aunque esté, como lo sabemos, glorificado en lo alto.
Lo
que Cristo canta es ciertamente, en el sentido más elevado, un cántico nuevo.
Él solo sufrió así; pero en la alabanza no está solo; está en medio del coro de
los redimidos. ¡Qué cosa maravillosa que aquí no sólo cante la alabanza “en” la
congregación, sino “en medio de” ella! En el día de su poder, no será así para
“la gran congregación” (v. 25). No significa que su alabanza haya de faltar en
aquel día, ni que los grandes y pequeños no lo vayan a alabar en la tierra
cuando todas las obras de Dios lo alaben y todos sus redimidos lo bendigan. Sin
embargo, no es menos cierto que entre Él y aquellos que, desde su resurrección,
son llamados y reunidos, hay una asociación revelada por él, que sobrepasa en
intimidad el gozo de aquellos que participarán en ese hermoso día. Él no
anuncia a la gran congregación el nombre de Su Dios y Padre. Es cierto que
alabará a Dios en ella, pero no en medio de ella como en el día de la
resurrección.
Pues
lo que se dice de ese jubileo para Israel y para la tierra sería todavía cierto
si él alabara solo por su lado, y ellos lo hicieran por el suyo. Tampoco los
llama sus hermanos como ahora, aunque pague sus votos (otra señal distintiva en
sí misma) delante de aquellos que temen a Dios (v. 25), cuando toda rodilla se
doble y “toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios
Padre” (Filipenses 2:10-11), hasta los confines de la tierra, y entre todas las
familias de las naciones.
Todo
esto, ¿no es acaso la gracia para con nosotros, quienes nada merecíamos, “la
verdadera gracia de Dios, en la cual estamos”? ¡Que podamos apreciar los
consejos y los caminos del “Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria
eterna en Jesucristo! ¡A él sea la gloria y el imperio por los siglos de los
siglos!” (1 Pedro 5:10-12). ¡Que nuestras alabanzas abunden! ¡Pero que sean las
alabanzas de Cristo en medio de nosotros, de Aquel que se digna a estar allí en
medio de dos o tres congregados en su nombre! (Mateo 18:20). Él está con
nosotros cuando somos llevados por alguna circunstancia a defender la verdad o
la santidad de Dios: ¿Podría estar ausente acaso cuando nos reunimos para
adorar a su Dios y a nuestro Dios, a su Padre y a nuestro Padre? “Así que,
ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir,
fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).
Los
versículos siguientes del salmo 22 contienen un llamamiento fundado en la
resurrección del Mesías sufriente: “Los que teméis a Jehová, alabadle;
glorificadle, descendencia toda de Jacob, y temedle vosotros, descendencia toda
de Israel. Porque no menospreció ni abominó la aflicción del afligido, ni de él
escondió su rostro; sino que cuando clamó a él, le oyó” (v. 23-24). Podemos notar,
de paso, que el Señor anticipó estas palabras cuando pronunció al morir:
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Cuando Dios lo
resucitó de entre los muertos hallamos la respuesta pública a su clamor.
Así,
encontramos al Mesías, ya no sufriendo, sino siendo librado (“oído”), anunciado
el nombre de su Dios y Padre a sus hermanos, y alabando él mismo en medio de la
congregación. Y luego hay un llamamiento dirigido a todos aquellos que temen a
Dios, para que lo alaben sobre la base de la expiación. Porque por la cruz de
Cristo, toda la cuestión del pecado y de los pecados, delante de Dios y para el
creyente, está resuelta para siempre.
Esto nos
lleva a una nueva escena, en los versículos siguientes, que nos ayudará a
comprender mejor lo que ya he tratado de explicar. El Mesías dice aquí: “De ti
será mi alabanza en la gran congregación” (v. 25). Así pues, la “gran
congregación” se distingue de “la congregación” del versículo 22 en la cual
vemos claramente que es la Iglesia la que lo rodea a Él, cuando ha resucitado
de entre los muertos; mientras que en el versículo 25 leemos: “De ti será mi
alabanza en la gran congregación”. Nótese que aquí no es “en medio de ellos”;
no se habla aquí de ninguna asociación con Cristo.
En
el capítulo 20 del Evangelio de Juan 20 encontramos también lo que corresponde
a la gran congregación. Este capítulo ya nos dio la ilustración y también el
cumplimiento del anuncio de su nombre a sus hermanos, y de la congregación en
medio de la cual Él alaba. En efecto, Tomás vino ocho días después y, cuando su
incredulidad fue puesta de manifiesto, exclamó: “Señor mío, y Dios mío”. No se
insinúa ni una palabra acerca de “mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro
Dios”. Ya no se describe más aquí la asociación de Cristo con sus discípulos,
sino otra confesión que la gracia sacará de la “gran congregación”, como lo
hizo de Tomás, cuando el remanente del pueblo de Israel se arrepienta y
confiese a su Mesías despreciado y rechazado durante tan largo tiempo. Este
remanente también dirá entonces: “¡Señor mío, y Dios mío!”. Es una sorprendente
imagen de lo que Israel conocerá y confesará en aquel día (compárese con
Zacarías 12:10-14).
¡Qué
grande será la alabanza! Pero, lo repito, en el versículo 25 del salmo 22 no se
trata de la asociación con Cristo, pues no lo vemos alabando en medio de la
congregación. No hay allí esa bendita comunión con él. De Cristo en aquel día
se dice: “Mis votos pagaré delante de los que le temen”. ¿Qué otra cosa podría
mostrar más claramente que esto se halla sobre un terreno judío? Y más
adelante, no es tanto lo que se dice de ellos lo que los distingue de aquellos
de los cuales se habla en el versículo 22, sino lo que no se dice. Aquí no se
trata de anunciar el nombre de su Dios y Padre, tampoco son llamados sus
hermanos. Habrá un pueblo bendecido, pero como pueblo, alrededor de Aquel que
es al mismo tiempo el Mesías que reina y Jehová su Dios. En aquel día, Él
también alaba y paga sus votos.
Vimos
la alabanza de Cristo en medio de la congregación de sus hermanos, Jefe de
ellos, cuando resucitó de entre los muertos; luego, el testimonio de Dios para
los que le temen (compárese Hechos 10:35), así como a toda la simiente de Jacob
o de Israel. El día cuando la gracia reúne a los hijos de Dios es también un
día de Buenas Nuevas para toda criatura, judío o gentil, para que crean. Pero
ahora hay más que un testimonio. Las alabanzas del Mesías vienen de Jehová en
la gran congregación; el Mesías paga sus votos delante de aquellos que le
temen. Éste es el cumplimiento cierto y público de todas las promesas. Toda la
profecía concerniente a la gloria venidera para la tierra y las naciones se
cumple. Así “comerán los humildes, y serán saciados; alabarán a Jehová los que
le buscan; vivirá vuestro corazón para siempre. Se acordarán, y se volverán a
Jehová todos los confines de la tierra, y todas las familias de las naciones
adorarán delante de ti. Porque de Jehová es el reino, y él regirá las naciones”
(v. 26-28).
Ni
una palabra de todo esto se encuentra en el pasaje precedente. No solamente
invita a todos los confines de la tierra a acordarse, sino que realmente “se
acordarán”. No será el Evangelio de la gracia, como hoy, ni la Iglesia, sino el
despliegue del reino en todo su poder. Todos se volverán hacia Jehová, como
aquí se nos asegura: “Y todas las familias de las naciones adorarán delante de
ti”. Ya no se trata más del lugar del cristiano (éste nos fue presentado ya en
el v. 22); en el versículo 23 está el testimonio; el fundamento de la fe está
puesto en el versículo 24. Luego, los versículos 25-31 exponen lo que
caracterizan los días del milenio. Cuando Cristo pide y obtiene la tierra
(Salmo 2) se encuentra en la “gran congregación”.
Hoy
día, por el contrario, la suya es tan sólo una “manada pequeña”, y todo lo que
es grande entre los hombres es contrario a Dios. No será así en el futuro.
Cristo tendrá la “gran congregación”, y él mismo dominará sobre todas las
naciones. Entonces “comerán y adorarán todos los poderosos de la tierra; se
postrarán delante de él todos los que descienden al polvo”. Será un día en el
cual confesarán su dependencia, a pesar de la más rica bendición, porque nadie
podrá “conservar la vida a su propia alma”. Él es la vida y la fuerza de todos,
por cuanto es exaltado entre todos. “La posteridad le servirá; esto será
contado de Jehová hasta la postrera generación”. La antigua generación que
rechazó a Cristo pasó, pero el remanente vuelto, después de haber pasado por el
juicio, será una simiente santa y una vid nueva. “Vendrán, y anunciarán su
justicia” (despojados ahora de toda presunción) “a pueblo no nacido aún,
anunciarán que él hizo esto” (v. 29-31). No se trata del cielo ni de la
eternidad, como tampoco del presente siglo malo, sino del santo y magnífico
siglo venidero, cuando el Señor Jehová haya de ser bendecido y bendecirá: el
Dios de Israel que sólo obra maravillas; y en aquel día su nombre glorioso será
bendito para siempre, y toda la tierra será llena de su gloria. Amén.
C.H. MACKINSTOSH
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