Existen pocos ejercicios más valiosos y saludables para el cristiano que el de juzgarse a sí mismo. Con esto no me refiero a la desdichada práctica de buscar en uno mismo pruebas de vida y de seguridad en Cristo, pues sería terrible estar ocupados en esto. Yo no podría concebir ninguna otra ocupación más deplorable que la de estar mirando a un yo vil en vez de contemplar a un Cristo resucitado. La idea que muchos cristianos parecen abrazar con respecto a lo que se conoce como «autocrítica» —esto es, un examen de sí mismos— es por cierto deprimente. Ellos lo consideran como un ejercicio que puede terminar haciéndolos descubrir que no son cristianos en absoluto. Esto, lo repetimos, es una labor terrible.
Sin duda es bueno que
aquellos que han estado edificando sobre un fundamento arenoso tengan abiertos
sus ojos para ver el grave error que ello configura. Es bueno que aquellos que
con satisfacción han estado envueltos en ropajes farisaicos se despojen de los
mismos. Es bueno que aquellos que han estado durmiendo en una casa en llamas
despierten de sus sueños. Es bueno que aquellos que han estado caminando con
los ojos vendados al borde de un terrible precipicio se saquen la venda de sus
ojos para que vean el peligro y retrocedan. Ninguna mente inteligente y
ordenada pensaría en poner en duda la propiedad de todo esto. Pero entonces,
admitiendo plenamente lo antedicho, la cuestión del verdadero juicio propio
permanece completamente intacta. En la Palabra de Dios no se le enseña ni una
vez al cristiano a examinarse a sí mismo con la idea de que descubra que no es
cristiano, sino —y trataremos de demostrarlo— precisamente lo contrario.
Hay dos pasajes en el
Nuevo Testamento que son tristemente mal interpretados. El primero tiene que
ver con la celebración de la cena del Señor: “Por tanto, pruébese (o examínese)
cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come
y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para
sí” (1.a Corintios 11:28-29). Ahora bien; es común, en este pasaje,
que el término “indignamente” se lo aplique a las personas que participan,
cuando, en realidad, se refiere a la manera de participar. El apóstol nunca
pensó en cuestionar el cristianismo de los corintios; es más, en las palabras
de apertura de su epístola él se dirige a ellos en estos términos: “a la
iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús,
llamados a ser santos” (en rigor, «santos por llamamiento»). ¿Cómo podía él emplear
este lenguaje en el capítulo 1 y poner en tela de juicio, en el capítulo 11, la
dignidad de esos santos para participar de la cena del Señor? ¡Imposible! Él
los consideraba santos y, como tales, los exhortó a celebrar la cena del Señor
de una manera digna. Jamás se planteó la cuestión de que estuviera presente
allí alguno que no fuese verdadero cristiano; de modo que era absolutamente
imposible que la palabra “indignamente” se pudiera aplicar a personas. Su
aplicación correspondía únicamente a la manera. Las personas eran dignas, pero
su manera no; y entonces fueron exhortadas, como santas, a juzgarse a sí mismas
en lo que respecta a su proceder, pues, de lo contrario, el Señor habría de
juzgarlas en sus personas, como ya había sido hecho (1 Corintios 11:30). En una
palabra, habían sido exhortados a juzgarse a sí mismos en su calidad de
cristianos. Si ellos hubiesen tenido dudas de esa condición, no habrían sido
capaces de juzgar absolutamente nada. Yo nunca pensaría en hacer que mi hijo
juzgase si es hijo mío o no, pero sí esperaría que él se juzgara a sí mismo en
cuanto a sus hábitos, pues, de lo contrario, yo tendría que hacer, mediante la
disciplina, lo que él debió haber hecho mediante el enjuiciamiento propio.
Precisamente porque lo considero mi hijo no lo dejaría sentarse a mi mesa con
ropas sucias y malos modales.
El segundo pasaje se
encuentra en 2.a Corintios 13: “pues buscáis una prueba de que habla
Cristo en mí... examinaos a vosotros mismos” (v. 3-5). El resto del pasaje es
un paréntesis. El punto esencial es éste: el apóstol apela a los mismos
corintios como la clara prueba de que su apostolado era divino; de que Cristo
hablaba en él, de que su comisión provenía del cielo. Él los consideraba como
verdaderos cristianos, a pesar de toda la confusión que reinaba en la asamblea;
pero, puesto que ellos constituían el sello de su ministerio, ese ministerio
debía ser divino, y, por ende, no debían oír a los falsos apóstoles que
hablaban en contra de él. El cristianismo de los corintios y el apostolado de
Pablo estaban tan íntimamente relacionados que poner en duda el uno implicaba
poner en duda el otro. Resulta claro, pues, que el apóstol no exhortaba a los
corintios a examinarse a sí mismos con la idea de que dicho examen pudiera
resultar en el triste descubrimiento de que no eran cristianos en absoluto.
¡Todo lo contrario! En realidad, es como si yo fuera a mostrarle un auténtico
reloj a una persona y le dijese: «Ya que usted busca pruebas de que el hombre
que fabricó este reloj es un verdadero relojero, examine el aparato».
Resulta claro, pues,
que ninguno de los pasajes citados aporta garantía alguna que apoye la idea de
ese tipo de «examen de conciencia» o «autocrítica» que algunos sostienen, el
cual se basa en un sistema de dudas y temores y carece de todo respaldo en la
Palabra de Dios. El juicio propio, sobre el cual deseo llamar la atención del
lector, es algo totalmente diferente. Es un sagrado ejercicio cristiano del más
saludable carácter. Tiene por base la más inquebrantable confianza respecto de
nuestra salvación y aceptación en Cristo. El cristiano es exhortado a juzgarse
a sí mismo por cuanto es cristiano, y no para ver si lo es. Esto marca toda la
diferencia. Si estuviera mil años haciendo un examen de conciencia, una
autocrítica, y buceara en el yo, no hallaría otra cosa que miseria, ruinas e
iniquidad, cosas todas a las que Dios hizo a un lado y a las que yo tengo la
responsabilidad de considerarlas “muertas”. ¿Cómo podría esperar obtener
pruebas consoladoras mediante tal examen? ¡Imposible! Las pruebas del cristiano
no han de hallarse en su corrompido yo, sino en el resucitado Cristo de Dios; y
cuanto más logre olvidarse de lo primero y ocuparse en lo segundo, tanto más
feliz y santo será. El cristiano se juzga a sí mismo, juzga sus hábitos, sus
pensamientos, sus palabras y sus actos porque cree que es cristiano, no porque
dude que lo sea. Si él duda, no es apto para juzgar nada. El verdadero creyente
se juzga a sí mismo estando plenamente consciente y gozoso de la eterna
seguridad de la gracia de Dios, de la divina eficacia de la sangre de Jesús,
del poder de Su intercesión que prevalece, sobre todo, de la inquebrantable
autoridad de la Palabra, de la divina seguridad de la más débil oveja de
Cristo; sí, entrando en estas realidades inapreciables por la enseñanza de Dios
el Espíritu Santo, el creyente verdadero se juzga a sí mismo. La idea humana de
la «autocrítica» se basa en la incredulidad. La idea divina del juicio propio,
en cambio, se basa en la confianza.
Pero nunca olvidemos
que somos exhortados a juzgarnos a nosotros mismos. Si perdemos esto de vista,
la vieja naturaleza no tardará en aflorar de nosotros y ganará la delantera;
entonces tendremos que ocuparnos tristemente en ello. Los cristianos más devotos
tienen un sinnúmero de cosas que necesitan ser juzgadas, y, si no se juzgan
habitualmente, seguramente acumularán abundante y amargo trabajo para sí. Si
hubiese enojo o ligereza, orgullo o vanidad, desidia natural o impetuosidad
natural, cualquier cosa que pertenezca a la naturaleza caída, nuestro deber
como cristianos es juzgar y avasallar todas estas cosas. Todo lo que sea
juzgado de forma permanente nunca se hallará en la conciencia. El
enjuiciamiento propio mantendrá todos nuestros asuntos de forma correcta y en
orden; pero, si la vieja naturaleza no es juzgada, no sabemos cómo, cuándo o
dónde brotará, provocando un agudo dolor del alma y trayendo deshonra al nombre
del Señor. Los más graves casos de fracaso y decadencia generalmente se deben
al descuido en el juicio de uno mismo respecto de cosas pequeñas. Hay tres
diferentes niveles de juicio: el juicio propio, el juicio de la iglesia y el
juicio divino. Si un hombre se juzga a sí mismo, la asamblea se conserva pura.
Pero si no lo hace, el mal brotará de alguna forma, y entonces la asamblea se
verá comprometida. Y si la asamblea deja de juzgar el mal, entonces Dios habrá
de tratar con la asamblea. Si Acán hubiese juzgado sus pensamientos ambiciosos,
la congregación no se habría visto implicada (Josué 7). Si los corintios se
hubiesen juzgado en privado, el Señor no habría tenido que juzgar a la asamblea
en público (1.a Corintios 11).
Todo esto es sumamente práctico y
humillante para el alma. ¡Ojalá que todo el pueblo del Señor aprenda a andar en
el despejado día de Su favor, en el santo gozo de sus mutuas relaciones y en el
habitual ejercicio de un espíritu de juicio propio!
C.H.
MACKINSTOSH