domingo, 7 de julio de 2024

Centuriones Dignos

 


Israel en su conjunto, por lo menos en su parte más responsable, rechazó a su rey, diciendo: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). Sin embargo, publicanos, “hombres… del vulgo”, una mujer de mala vida, un ladrón y también centuriones romanos lo reconocieron como el Hijo de Dios, el Salvador.

Vamos a detenernos más especial-mente en algunos de estos últimos.

1) EL CENTURIÓN QUE TENÍA UN SIERVO ENFERMO (LUCAS 7)

Un centurión era un oficial romano que mandaba una centuria, constituida por unos cien soldados. En tierra de Palestina, el centurión era un extranjero que representaba un invasor, y en el aspecto religioso era un extranjero de los pactos de la promesa hecha al pueblo judío. No obstante, en estos versículos hallamos a un centurión que amaba a Israel y que había construido hasta una sinagoga en Capernaum. No se sabe si se había convertido al judaísmo, pero ciertamente había comprendido que el Dios de Israel era el gran Dios de los cielos y de la tierra.

Ahora bien, este centurión tenía un siervo a quien quería mucho, que estaba enfermo y a punto de morir.

Había oído hablar de Jesús y de los milagros que hizo. Entonces, con fe le envió unos ancianos de los judíos, quienes muy seguramente iban a suplicarle en su favor. Sabía por experiencia lo que significaba tener autoridad. Veía en Jesús a alguien que estaba revestido de una autoridad mucho mayor que la suya, alguien del cual se sentía indigno. Recurrió a esta autoridad, sabiendo que nada podía resistirle. Se colocó él mismo en una posición de esclavo y esperaba una sencilla palabra de Jesús en favor de su siervo. El centurión no se juzgaba digno de acercarse a Jesús, mientras que los ancianos de los judíos lo juzgaron digno de que su petición fuera contestada.

El resultado de su confianza fue inmediato; el siervo fue sanado. Aún más, Jesús se volvió hacia la gente que los seguía y les dijo: “Ni aun en Israel he hallado tanta fe” (v. 9). Este centurión tuvo el honor de recibir una aprobación pública de parte del Señor y de ser la única persona de la Palabra que fue admirada por Jesús.

He aquí cómo el Señor aprobó la fe y respondió. Que esto nos estimule a que sigamos tal ejemplo.

2) EL CENTURIÓN AL PIE DE LA CRUZ

Se le encargó a un centurión que guardara a Jesús. Estaba ahí porque su deber le obligaba, a fin de impedir que los discípulos de Jesús vinieran a liberar al crucificado. Se colocaba frente a Él. Al final de estas horas crueles, después de ver “lo que había acontecido”, es decir, que Jesús había expirado, clamando a gran voz, y mostrando así que tenía toda su energía, y luego de ver el temblor de tierra, afirmó: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mateo 27:54; Marcos 15:37-39), y “verdaderamente este hombre era justo” (Lucas 23:47).

Este soldado habituado a la guerra, al sufrimiento de los hombres, vio la maldad de todos hacia Jesucristo. Había seguido la crucifixión por obligación, pero Dios no le había puesto esta carga en vano. Vio las tinieblas extenderse sobre todo el país, así como el temblor de tierra. Oyó las siete palabras pronunciadas por Jesús en la cruz. Una vez que su obra fue consumada, le vio entregar Su espíritu al Padre y expirar. Frente a estos acontecimientos, su corazón fue tocado. Consideró a Jesús como el Hijo de Dios y, de su boca, hizo confesión para salvación (Romanos 10:10).

Este hombre fue transformado por la cruz de Cristo; un pagano se convirtió en un creyente.

3) CORNELIO, EL CENTURIÓN PIADOSO Y TEMEROSO DE DIOS

El capítulo 10 de los Hechos está enteramente dedicado a otro centurión, llamado Cornelio. Ciertamente convertido al judaísmo, este oficial romano era creyente y poseía la vida de Dios, como todos los que habían creído antes de la muerte de Cristo. Su vida estuvo caracterizada por su piedad, su generosidad y sus oraciones, cosas que “han subido para memoria delante de Dios”. Un día, “a la hora novena”, Dios le envió un ángel. Éste le pidió que hiciera venir a su casa a “Simón, el que tenía por sobrenombre Pedro”, para que le dijera cómo sería salvo, él y su casa.

Por otro lado, Dios preparó a Pedro para esta misión con un extranjero. El Señor le había confiado “las llaves del reino de los cielos” (Mateo 16:19), pero el apóstol tenía que aprender aún “que Dios no hace acepción de personas” y que concede la salvación a todo aquel que cree en Jesús. Esta lección era más difícil de comprender para un judío, puesto que, según la ley, consideraban a los extranjeros como impuros, y no debían tener trato con ellos. Sin embargo, dirigido por Dios, Pedro presentó a Cornelio —quien en tal circunstancia había “convocado a sus parientes y amigos más íntimos” (v. 24)— a quien es “Señor de todos” (v. 36), tanto de los judíos como de los gentiles. Habló de Jesús de Nazaret, del bien que hizo en todos los lugares, “porque Dios estaba con él” (v. 38), de su muerte en la cruz y de su resurrección al tercer día. Concluyó: “De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (v. 43). La predicación del apóstol fue plenamente recibida en estos corazones preparados de antemano.

En ese mismo instante, el Espíritu Santo vino a sellar a todos estos creyentes, lo que sorprendió a Pedro y a todos los judíos que lo estaban acompañando. Oficialmente, por decirlo así, las naciones formaron parte del círculo de la cristiandad. La pared intermedia de separación estaba derribada (Efesios 2:14), de manera que ahora “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre;” y todos son “uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28-29). No tardó en formarse una iglesia en Cesarea, y Pablo la visitó varias veces.

4) EL CENTURIÓN, GUARDA DE PABLO EN PRISIÓN

El capítulo 27 de los Hechos menciona a Julio, el centurión de la compañía Augusta, a quien se le encargó llevar a Pablo prisionero a Roma. En el comienzo del viaje, no confiaba en el apóstol, quien, habiendo sido advertido por un ángel de Dios, le había dicho, no obstante, que la navegación iba a ser “con perjuicio y mucha pérdida” (v. 10).

Lo consideraba como cualquier prisionero. Sin embargo, en el transcurso de la travesía y de la tempestad, este hombre tuvo que darse cuenta de su inexperiencia, a tal punto que los papeles se invirtieron: El que daba órdenes en la nave no estaba más como piloto, sino Pablo mismo, y el centurión le obedecía. Por fin, cuando a los soldados les parecía bien que los presos fuesen muertos por temor a que se escaparan, Julio protegió a Pablo, ese prisionero poco común.  Queremos pensar que este centurión fue salvo, no sólo del naufragio, sino de la condenación eterna. No obstante, su posición no era tan clara como la de los precedentes.

He aquí hombres cuya profesión era la guerra, y además no formaban parte de “las ovejas perdidas de la casa de Israel” hacia las cuales el Señor había enviado sus discípulos para predicarles acerca del reino de los cielos (Mateo 10:6). Vemos a algunos de ellos abrir su corazón a la soberana gracia del Señor. Creyeron y fueron salvos. Constituyen, con el conjunto de los rescatados, ese pueblo adquirido al precio de la sangre de Cristo. Imitemos su fe, su generosidad y su piedad.

B. Paquien

EL ALTAR DE ORO

 Es allí donde Dios espera recibir el culto de aquellos que justificó por la obra de Su Hijo unigénito. Dicho altar era de madera de acacia recubierta de oro (figura de Cristo, Dios y hombre a la vez). Tanto en el altar como en el santuario, el sacerdote no veía más que el oro (esto es, la excelencia, las glorias y la justicia del santo Hijo de Dios), y Dios, asimismo, no consideraba más que el oro.

Este es el carácter del verdadero culto: La persona de Cristo, único objeto del corazón de Dios y del afecto de sus redimidos. Mientras se limpiaban o se encendían las lámparas (Éxodo 30:7-8), era preciso quemar incienso aromático sobre aquel altar. Se trata de las mismas lamparillas de que nos habla el capítulo 25:37 de este libro del Éxodo. Las lámparas simbolizan la manifestación de la esencia de Dios, y solo el poder del Espíritu nos permite entenderlo; para nosotros la vida divina ha sido plenamente manifestada en Cristo, hombre perfecto sobre la tierra –al haberse visto a Dios en él. Del mismo modo debe serlo ahora en el creyente y en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. (Las siete asambleas de Asia –Apocalipsis 2 y 3– que simbolizan la historia de la Iglesia responsable sobre la tierra durante la ausencia del Señor, se comparan a “siete candeleros de oro”, Apocalipsis 1:12-13, 20). Cristo, el candelero (Éxodo 25:31-36), es la luz del mundo, y nosotros somos luz en el Señor. Para que el incienso se queme sobre el altar, es preciso que las lámparas ardan, y para ello es necesario aderezarlas. Dichos candeleros, alimentados por el aceite (figura del Espíritu Santo), a veces brillan muy poco, porque tienen ceniza. Para que la luz resplandezca, las cenizas deben caerse por sí mismas, es simbólicamente el resultado del enjuiciamiento personal (o juicio de sí mismo) al cual somos inducidos por el Espíritu Santo. Siempre que sea necesario, el Espíritu redarguye nuestra conciencia para que juzguemos todo cuanto es de la carne en nosotros; si le dejamos cumplir este servicio, las cenizas caerán por sí mismas. Sin embargo, nada debía manchar el santuario: las cenizas eran recogidas en vasos recubiertos de oro puro. Pero, ¿no ocurre, por desgracia, que oponemos nuestra propia voluntad a la obra del Espíritu, cuando este divino Huésped quiere cumplir el servicio que acabamos de mencionar? Entonces necesitamos las “despabiladeras” (Éxodo 25:38). Dios se vale de ellas para quitar las cenizas; nos disciplina para nuestro bien, “para que participemos de su santidad” (Hebreos 12:10). Así podemos reflejar la luz de Cristo en este mundo. Una vez que las lámparas han sido encendidas y aderezadas –¡y cuánto necesitamos a este respecto el servicio de nuestro sumo sacerdote, figura del cual es Aarón! – podemos quemar el incienso aromático sobre el altar de oro. Dicho incienso era consumido sobre el altar por el fuego de Dios que debía hacerlo arder. Tomando del altar de bronce, este fuego había sido encendido desde el cielo, “de delante de Jehová” (Levítico 9:24). Quemar el incienso mezclándolo con otro fuego es ofrecer un fuego extraño, y Dios no puede tolerarlo. Levítico 10 nos da muchas enseñanzas a este respecto.

P. Fuzier

¿LA DOCTRINA O ESPERANDO AL HIJO? AP. 1:5-7

 En días como los presente, cuando el conocimiento sobre la pregunta que encabeza este estudio es ampliamente difundido, se hace más necesario enfatizar sobre la conciencia del lector cristiano la gran distinción entre el sencillo mantenimiento de la doctrina de la Segunda Venida del Señor y la actual esperanza de su aparición (1Tes. 1:10). Pero ¡Ay de aquellos que sostienen una elocuente predicación sobre la doctrina del segundo advenimiento de quien realmente no conocen, advenimiento que ellos profesan creer y predicar! Estos malvados debían ser puestos fuera al tratar con ellos. La presente es una edad de conocimiento - o de conocimiento religioso, pero ¡Oh!, el conocimiento no es vida, el conocimiento no es poder, el conocimiento no será una liberación ni de Satanás, ni del mundo, ni de la muerte, ni del infierno. El conocimiento, según entiendo, es una muestra del conocimiento de Dios en Cristo. Uno puede saber un gran tema de las Escrituras, un gran tema de la profecía, un gran tema de la doctrina, y estar muerto en delitos y pecados.

Hay, sin embargo, una clase de conocimiento que necesariamente, incluye vida eterna y ese es el conocimiento de Dios, como Él es revelado en la faz de Jesucristo “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado” (Juan 17:3). Ahora, es imposible estar viviendo en la expectación del día y la hora de “la venida del Hijo del Hombre”, si el Hijo del Hombre no es conocido en la experiencia. Yo puedo concluir efectos proféticos por un mero estudio y en el ejercicio de mis facultades intelectuales, descubrir la doctrina de la Segunda Venida del Señor, y aún ser totalmente ignorante de Cristo, viviendo una vida de no pertenencia de Su corazón. ¡Cuan a menudo ha sido este el caso! Cuantos hemos sido sorprendidos con su vasto fundamento de conocimiento profético - un fundamento adquirido, el cual puede ser por años de laboriosa búsqueda y así al final se prueban ellos mismos de haber sido iluminados por una luz no santa - luz no adquirida por la espera en oración delante de Dios. Seguramente el pensamiento de esto afectará profundamente nuestros corazones y solemnizará nuestras mentes y nos instará a inquirir quiéralo o no, a conocer a aquella bendita persona, quien una y otra vez, anuncia Él mismo “viene pronto”; también, si no le conocemos, podemos hallarnos en el número de quienes son acusados por el profeta en las siguientes palabras introductorias: “¡Ay de los que desean el día de Jehová! ¿Para qué queréis este día de Jehová? Será de tinieblas, y no de luz, como el que huye de delante del león, y se encuentra con el oso; o como si entrare en casa y apoyare su mano en la pared, y le muerde una culebra. ¿No será el día de Jehová tinieblas, y no luz; oscuridad, que no tiene resplandor?” (Amos 5:18-20).

El capítulo dos de Mateo nos provee de una muy atractiva ilustración de la diferencia entre un mero conocimiento profético de Cristo -- mostrando en el ejercicio del intelecto sobre la letra de las Escrituras, y el designio del Padre en la persona de Cristo. Los sabios manifiestamente guiados por el dedo de Dios estaban en la verdadera y seria búsqueda de Cristo, y lo encontraron. En cuanto al conocimiento escritural ellos no podrían, por el momento, haber competido con los jefes de los sacerdotes y los escribas; ¿Qué había hecho el conocimiento escritural sobre estos últimos?, ¿Por qué se prestaron como instrumentos eficientes para Herodes, quien los llamó con el propósito de usar su conocimiento bíblico en su mortal oposición al Ungido de Dios? Ellos eran capaces de darle capítulo y versículo, como dijimos. Pero, mientras ellos estaban ayudando a Herodes a través de su conocimiento, los sabios estaban, por designio del Padre, efectuando su camino a Jesús. ¡Bendito contraste!, ¡Era mucho más feliz ser un escriba docto y tener un corazón frío, muerto y distante del Bendito!, ¡Cuánto mejor es tener el corazón lleno de un vivo afecto por Cristo que tener un cúmulo de intelecto con el más exacto conocimiento de la letra de la Escritura!

¿Cuál es la característica melancólica del tiempo presente? Una amplia difusión del conocimiento escritural con un amor pequeño por Cristo, una pequeña devoción por Su obra; abundante preparación para citar las Escrituras, como los escribas y los jefes de los sacerdotes, más con un pequeño propósito del corazón. A diferencia de los sabios que abren los tesoros y los presentan a Cristo como ofrendas voluntarias de corazones llenos de un sentido de lo que Él es. Lo que debemos desear es una devoción personal y no una mera exposición vacía de conocimiento. No es que desestimemos el conocimiento escritural, Dios nos libre si ese conocimiento no es hallado relación con una genuina disciplina. Pero si no es así, me pregunto ¿Qué valor tiene? Ninguno, en absoluto. El más extenso rango de conocimiento, si Cristo no es su centro, será solo algo vano; si; será con toda probabilidad más eficiente instrumento en las manos de Satán para sus nuevos propósitos de hostilidad a Cristo. Un hombre ignorante puede hacerlo, pero como una travesura, pero un hombre culto, sin Cristo, puede hacer un gran negocio.

Los versículos que encabezan este estudio nos presentan las bases divinas sobre las cuales se funda todo el conocimiento escritural, más especialmente el conocimiento profético. Antes que alguien pueda pronunciar su sincero amén al anuncio “He aquí él viene con las nubes”, él tiene que ser capaz, sin duda, de agregar un arrebato bendito de adoración: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre”. El creyente conoce a Aquel que viene, porque Él lo ha amado, y lo ha lavado de sus pecados. El creyente espera el amor eterno que es derramado en su alma. Aquel que es manso y humilde es quién sirvió, sufrió y fue humillado, pronto vendrá en las nubes del cielo, con poder y gran gloria, y todo aquel que le conoce lo recibirá con alegres alabanzas y será capaz de decir: “Este es el Señor, le hemos esperado, nos regocijaremos y nos alegraremos en su salvación”. Pero, ¡ay! Existen muchos quienes esperan y discuten acerca de la venida del Señor los cuales no le esperan completamente, quienes están viviendo para ellos mismos en el mundo, y cuya mente está ocupada en las cosas terrenales. ¡Cuán temible es estar hablando acerca de la venida del Señor y cuando el venga tengan que ser alejados! ¡Oh! Piense en esto, y si Ud. Realmente está consciente de no conocer al Señor, entonces le ruego que contemple al Señor derramando su preciosa sangre para lavarle a usted de sus pecados, y aprender a confiar en Él, apoyarse en Él, regocijarse en Él y sólo en Él.

Pero si usted puede mirar los cielos y decir: “Gracias Dios, yo le conozco y estoy esperándolo”, permítame recordarle lo que dice el apóstol Juan como el resultado práctico de esta bendita esperanza. “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro”. Si, ésta debe ser el resultado de la espera por el Hijo desde de los cielos y no sólo la mera doctrina profética. Mucho de los caracteres más impuros, profanos e impíos que ha hecho su aparición en el mundo, han sostenido en teoría, el segundo advenimiento de Cristo; pero ellos no estaban esperando al Hijo, por lo tanto, no eran ni podían purificarse ellos mismos. Es imposible que cualquiera pueda estar esperando por la aparición de Cristo, y no hacer esfuerzos para ir creciendo en santidad, separación y un corazón devoto. “He aquí yo vengo pronto, bienaventurado aquel que halle velando así”. Aquellos que conocen al Señor Jesucristo y aman su venida, buscarán diariamente de sacudirse cualquier cosa contraria a la mente de su Maestro; buscarán llegar a ser más y más en conformidad a Él, en todas las cosas. Los hom bres pueden sostener la doctrina de la Segunda Venida de Cristo y aún mantenerse unidos al mundo y a las cosas inherentes a un gran afán, pero el verdadero siervo de corazón mantendrá sus ojos en el retorno de su Maestro, recordando sus palabras benditas: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”. (Juan 14:3).

C.H. MACKINSTOSH


JESÚS, EL HOMBRE PERFECTO

 


Todo Él codiciable (Cantar de los Cantares 5:16).

Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios (Salmo 45:2)


La hermosura de Cristo reside en su perfecta humanidad. Él es semejante a nosotros en todo, excepto en nuestros pecados y en nuestra naturaleza pecaminosa. Cuando niño, Él crecía en sabiduría y estatura (Lc. 2:52). Trabajó, lloró, oró y amó. Además, él "fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (He, 4:15)

¡Él es perfecta y completamente humano! Marta lo retó; Juan, que había visto de cerca sus obras poderosas, no dudó en recostarse sobre su pecho. Sus discípulos le formularon preguntas necias, lo reprendieron, lo veneraron y lo adoraron. ¡En todo esto Él es todo codiciable! Recibió todo tipo de pecadores; siempre lleno de compasión (Mt. 9:36; 14:14; Mr. 1:41). No se fijaba solamente en aquellos que «merecían» ser sanados, sino que sanaba a todos (Mt. 8:16), Él era perfectamente humilde—podría haber escogido cómo y dónde nacer, pero entró en este mundo como uno más.

La hermosura del Señor Jesucristo se manifiesta de la forma más admirable y dulce en su modo de actuar con los pecadores. Por ejemplo, le hizo ver a Nicodemo cuán ignorante era sin utilizar ninguna palabra dura, sin ninguna expresión que dañara la autoestima de aquel que era considerado maestro en Israel. Y cuando lo vemos hablar con la mujer samaritana, ¡con qué paciencia le desplegó las verdades más profundas! ¡con cuánta gentileza, y al mismo tiempo con total fidelidad, confrontó su pecado!

En un carácter perfecto, todos los rasgos tienen un equilibrio armonioso. No hay debilidad en su gentileza. Su valentía nunca es despiadada ni cruel. Contémplenlo desde su arresto hasta su crucifixión: nunca perdió la calma ni su gran dignidad. Véanlo en la cargando nuestros pecados sobre su cuerpo (1 P 2:24) para pudiésemos ser justificados (Gá. 3:24) y tuviésemos vida eterna 3:36). ¿No es el más hermoso de los hijos de los hombres?

C.I. Scofield

Las últimas palabras de Cristo (7)

 JUAN 15

Introducción.

El final del discurso en Juan trece sirve para establecer a los discípulos en unas nuevas relaciones con Cristo y unos con otros, a fin de que gocen de la comunión con Cristo, o tengan parte con Él en el lugar nuevo que ha ido a ocupar como Hombre en la casa del Padre. En el siguiente discurso de Juan quince se nos permite contemplar el gozo que obtienen los creyentes de esta comunión con las

Personas divinas: con Cristo en la casa del Padre, con el Padre revelado en el Hijo y con el Espíritu Santo enviado por el Padre.

Estos dos discursos se dividen de los que vienen después de las palabras del Señor: «Levantaos, vámonos de aquí» (Juan 14:31). Con ellas, el Señor sale con los discípulos del aposento alto al mundo de fuera. Los discursos que vienen a continuación revisten un carácter que se corresponde con el lugar donde fueron pronunciados, pues ahora los discípulos son vistos en el mundo que rechazó a Cristo, donde llevan fruto para el Padre y dan testimonio del Hijo. Como alguien dijo acertadamente: «en el anterior discurso la pieza clave es el aliento que reciben en vista de la partida; el último discurso contiene la enseñanza para el estado que vendrá después, donde, al igual que aquí, el Orador instruye, y aquí, al igual que allí, ofrece consuelo».

Las divisiones de este nuevo discurso son sencillas:

1.       De los versículos 1 al 8, el tema es la aportación de fruto para el Padre.

2.       Luego, entre los versículos 7 al 9 tenemos una presentación de la compañía cristiana, el círculo del amor en donde puede hallarse fruto para el Padre.

3.       De los versículos 18 al 35 pasa ante nosotros el mundo pagano, el círculo de odio que rodea a la compañía cristiana.

4.       Y para acabar, en los versículos 26 a 27, el Consolador —el Espíritu Santo— es presentado ante nosotros testificando del Señor en gloria y capacitando a los discípulos para que lleven fruto para Cristo.

 


Los frutos (Juan 15:1-8)

El Señor introduce la cuestión de llevar fruto: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador». Unas palabras que habrían resonado un tanto extrañas en los oídos de los once, acostumbrados como estaban por los salmos y los profetas a pensar que Israel era la vid. El Salmo 80 hablaba de Israel como una vid sacada de Egipto. Isaías, en el cántico del Amado tocante a su viña, pone de manifiesto, bajo la figura de una vid, el amor y cuidados que Jehová ha dispensado a Israel. Jeremías habla de Israel como «la vid noble», pero desgraciadamente Israel no había producido fruto para Dios. Isaías se lamenta de que solo habían producido «uvas silvestres», y Jeremías se muestra quejumbroso porque la «noble vid» se había convertido en «la planta degenerada de una viña extraña». De igual modo nos habla Oseas de Israel como una «viña vacía» que solo produjo fruto para sí y ninguno para Dios (Is. 5:1-7; Jer. 2:21; Os. 10:1).

Durante muchos años de sufrida paciencia, Dios había probado a Israel mirando si había fruto en ellos, pero solo encontró uvas silvestres. La última y definitiva prueba fue la presencia del Hijo amado, por lo que el rechazo deliberado que hicieron de Él fue la prueba final de que Israel era realmente una planta degenerada y una vid estéril.

El momento había llegado para revelar a los discípulos que Israel era desechado, y si ellos habían de llevar fruto para Dios no lo harían desde su filiación con Israel, la vid degenerada, sino con Cristo, con la vid verdadera. Cristo y los discípulos reemplazarán a Jerusalén y a sus hijos.

Si bien el discurso del Señor introduce lo que está reemplazando a Israel en la tierra, apenas nos presenta al cristianismo en sus relaciones celestiales. Aquí no se contempla la relación con Cristo en el cielo como miembros de su cuerpo por la acción del Espíritu Santo —una relación vital que no puede romperse— sino una relación con Cristo en la tierra mediante la confesión del discipulado. Esta confesión puede ser real o ser meramente eso, una confesión, por lo que el Señor habla de dos clases de ramas, de aquellas que tienen vida y demuestran su vitalidad produciendo fruto, y de las que carecen de vida y son echadas al fuego.

Qué oportuno es entonces que la vid sea utilizada como una figura de entre todas las plantas, siendo que el fruto es el gran tema del discurso como evidencia del verdadero discipulado. Otros árboles podrán tener su utilidad aparte del fruto que produzcan, pero con la vid no ocurre lo mismo. Hablando de esta, Ezequiel hace la siguiente pregunta: «¿Sacarán de él madera para hacer alguna obra? ¿Harán de él una estaca para colgar en ella alguna cosa?» Si la vid no produce ningún fruto deviene infructuosa.

¿Cuál es entonces el significado espiritual del fruto? ¿No diremos que el fruto es la expresión de Cristo en el creyente? En Gálatas 5:22,23 leemos que «el fruto del espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio». Si este es, pues, el fruto que se ve en los creyentes, el resultado será Cristo reproducido en ellos. Cristo se ha ido de forma personal de esta escena, pero la intención de Dios es que las características de Cristo sean plasmadas en aquellos que son de Él. Cristo en Persona ha ido a la casa del Padre, pero su carácter sigue representado en su pueblo en la Tierra.

El fruto no es exactamente el ejercicio del don, ni tampoco el servicio ni la obra. Somos exhortados, desde luego, a «vivir de manera digna del Señor, agradándole en todo. Esto implica dar fruto en toda buena obra» (Col. 1:10, NVI). Este pasaje, en tanto que nos enseña lo estrechamente unidos que están la aportación de fruto y las buenas obras, hace una clara distinción entre ellos. Las buenas obras deben hacerse en una semejanza lo más parecida a Cristo para que en el hombre pueda existir fruto agradable a Dios. El hombre natural podrá hacer muy buenas obras, pero estas no llevarán fruto para Dios. ¿Acaso no nos avisa el apóstol en 1ª Cor. 13 que nuestro servicio activo en realizar buenas obras puede llevarnos a descuidar el amor como expresión excelente del fruto? Si el servicio y las obras fueran en sí fruto, estarían limitados prácticamente a quienes poseen un don y una capacidad, pero si de lo que se trata es que el fruto es el carácter mismo de Cristo entonces es posible, al igual que un privilegio, que cada creyente, desde el más anciano al más joven, pueda dar fruto.

¿Quiénes de los que amamos a Cristo y admiramos las perfecciones de Aquel que causa tanta atracción, no deseamos exhibir en alguna medida Sus gracias y llevar fruto para Él? Si esto es lo que desea el corazón, existen tres maneras que nos ayudarán en el cumplimiento de nuestro deseo. A fin de poder llevar fruto están, en primer lugar, los tratos en gracia del Padre; luego viene el lavamiento práctico por el poder de la palabra de Cristo, y por último está la responsabilidad del creyente de permanecer en Él.

Los tratos del Padre están representados por los métodos que emplea el labrador. En primer lugar, existe la triste posibilidad de que algunas ramas que tienen un vínculo con la vid no lleven ningún fruto. Estas son las que el Padre quitará. Estas ramas son diferentes de las ramas del versículo 6, que son echadas al fuego. Aquí estamos hablando de que es el Padre quien las quita, pero en el ejemplo anterior son los hombres los que las echan al fuego. Lo que sucedió con algunos santos en Corinto cuyo andar reprochable traía deshonra al nombre de Cristo y que el Padre no quiso que continuaran por ese camino fue que se los llevó: «Y algunos duermen» (1ª Cor. 11:30). Después tenemos la acción en gracia del Padre con aquellos que sí llevan fruto, para que puedan llevar mucho más, y gracias a la cual los purga. El castigo y la disciplina del Padre sirven para quitar todo lo que entorpece la expresión del carácter de Cristo, una acción ciertamente dolorosa, pues «es verdad que ninguna disciplina parece al presente ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que han sido ejercitados por medio de ella» (Heb. 12:11). Si llevamos nuestro ejercicio delante del Padre al considerar sus tratos con nosotros, la adversidad que nos amarga producirá el efecto contrario al amansar y dulcificar nuestro carácter, para que se vea en nosotros el carácter de Cristo y no seamos infructuosos.

 

v. 3. En segundo lugar, está el trato de favor del Señor hacia nosotros para conseguir que llevemos fruto. Nos dice: «Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado». Esta es la separación práctica producida por su palabra de todo lo que es contrario a Cristo. En ese momento los discípulos estaban limpios, ya que el Señor había lavado sus pies. El agua que le aplicaron sus manos había hecho eficaz la obra del lavamiento, por lo que si conociéramos algo de este lavamiento práctico de la palabra haremos bien en sentarnos a sus pies como María y escuchar su palabra. Todos sabemos lo que significa llevarle a Él nuestras confesiones, nuestros problemas y ejercicios, y qué bueno es que Él escuche nuestras torpes palabras, pero también es verdad que raras veces ocurre que vayamos a Él con el solo deseo de estar en su compañía y escuchar lo que tiene que decirnos. ¿Qué puede ser más purificador y producir más fruto que estar sentados a sus pies y escucharle? María escogió la buena parte y llevó un precioso fruto para Cristo, que le instó a decirle: «Dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, en recuerdo de ella» (Mat. 26:13).

 

vv. 4-5. El tercer medio por el que la vida del discípulo puede llegar a dar fruto es decisión suya. Todo se resume en las palabras «permaneced en mí». El permanecer en Cristo es la presentación de nuestro privilegio y responsabilidad de andar constantemente en dependencia de Cristo. Como alguien dijo: «permanecer en Cristo es experimentar habitualmente la proximidad de nuestro corazón al suyo». Si hemos aprendido que el fruto es la reproducción del carácter de Cristo expresado por el amor, el gozo y el dominio propio, comprenderemos que un ideal de este tipo no puede ser alcanzado con nuestras propias fuerzas. La comprensión de la excelencia moral del fruto, por un lado, y la de nuestra propia debilidad por otro, nos convencerán de las palabras del Señor: «Separados de mí, nada podéis hacer». Su fruto puede ser dulce a nuestro paladar, pero solo cuando permanecemos bajo su sombra podemos participar del mismo. Sin la luz y el calor del sol la vid natural no podría dar fruto, y a menos que permanezcamos en la luz y en el amor de la presencia de Cristo nosotros también experimentaremos una falta de fruto. Si permanecemos en Cristo, entonces Él estará en nosotros, y luego exhibiremos su hermoso carácter. Está claro que no se produce fruto teniéndolo solo como meta. Es como consecuencia de que poseemos a Cristo como objeto de nuestros pensamientos lo que produce fruto. Cristo viene antes que el fruto.

 

v. 6. En el versículo seis tenemos un caso solemne de la rama muerta, el mero profesante que lleva el nombre de Cristo y no tiene ningún vínculo vital con Él. Estos son los que no pueden llevar fruto. En la figura que utilizamos, la rama muerta no se halla bajo el trato personal del labrador, sino que son otros los que tratan con ella. El Padre no tiene ningún trato con el confesor infructuoso y desprovisto de vida, pero bajo el gobierno de Dios sí es tratado por quienes ejecutan Su juicio. Aquí la rama no es quitada, sino echada al fuego, secada y quemada. Judas fue el ejemplo solemne y aterrador de una rama marchita. En el caso de aquellos a los que el Señor habla, el vínculo con Él es vital, pues ¿no les había dicho poco antes «ya todos estáis limpios»? Por esta misma razón el Señor no les dice «si no permanecéis», sino «el que en mí no permanece». Aquí se cambian los términos para excluir el pensamiento de que un discípulo pueda jamás ser echado al fuego y quemado.

 

vv. 7-8. Habiéndonos revelado con su gracia la manera en que la vida del creyente llega a dar fruto, el Señor procede a presentarnos los resultados que surgen de una actividad productiva. En lo que se refiere a los discípulos, si su corazón andaba de manera activa y constante en dependencia de Cristo, y como efecto las palabras de Cristo daban forma a sus pensamientos y amor, esto los capacitaría para pedir y orar conforme a la mente del Señor y obtener, mediante la oración, una respuesta a sus peticiones. Otro resultado es el que hace referencia a la producción de fruto que glorifica al Padre. Cristo fue siempre la expresión perfecta del Padre, de modo que en la medida que nosotros exhibamos el carácter de Cristo también manifestaremos la verdad en cuanto al Padre y le glorificaremos.


Finalmente, cuando demos fruto seremos testigos de Cristo, y al exhibir su carácter se hará evidente para todos que somos sus discípulos.
H. Smith

Nuestro Señor Jesucristo Mayor que Adán

 Hebreos capítulo 2


El Salmo 8 en su significado es todo referente a Adán y encierra un simbolismo tan exacto que se desarrolla y tiene todo su cumplimiento en Cristo, tal como está explicado en el capítulo 2 de la Epístola a los Hebreos. Aquí hallamos que por siete motivos Cristo es mayor que Adán.

El Señor por su obediencia alcanzó que el mundo venidero se sujete a Él. (2:6-8)

Es pertinente cuando la Escritura dice: “Así como por la obediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos”. (Romanos 5:19) Todas las dispensaciones, empezando desde la conciencia, comenzaron y se desarrollaron en desobediencia, hasta la dispensación de gracia, donde sobresale en la cúspide más alta la obediencia de nuestro Señor Jesucristo.

En el Libro de Dios estaba escrito de la obediencia del Hijo para hacer la voluntad de su Padre. (Salmo 40:7,8) Por su obediencia padeció la muerte en la cruz. (Hebreos 5:8, Filipenses 2:8) El sacrificio que más enternece a Dios es el de la obediencia. Pablo alaba la obediencia de los creyentes en Roma, que vino a ser notoria en todos los romanos. (16:19) Pedro empieza con exhortación a la obediencia de los hijos a los padres, y continúa presentando la obediencia como un altar donde el amor es purificado por el Espíritu Santo. (1 Pedro 1:14,22)

Cristo fue perfeccionado por aflicciones para ser autor de la salvación. (2:10)

Me ha dado mucho pensar la palabra “perfeccionarse”, pues Cristo era perfecto en todo: Pero he sacado esta conclusión, que un autor, inventor, explorador o libertador tiene que pasar por muchas pruebas, desengaños y aflicciones. La defección no está en el autor sino en la ora que él se propone sacar perfecta. Pregúntele a un químico cuántas quemadas y dolores pasa; cuántos materiales rechazados para el fin sacar la fórmula perfecta. Le costó muchas lágrimas y oración a Ana para recibir un Samuel, le costó muchas privaciones y aflicciones a José para llegar a reinar, le costó mucho ejercicio y penas a Pablo para recibir con gozo la noticia del arrepentimiento con los corintios y la firmeza de la fe de los tesalonicenses.

La obediencia es relativa; sea del Señor Jesús a su Padre, la Iglesia a Cristo, la esposa al marido, el hijo a sus padres, el siervo a su señor, el ciudadano a las leyes, los jóvenes a los ancianos.

Él es el santo y el que tiene el poder para santificar. (2:11)

Él no es la carne que santifica la ropa; él no es el sacerdote que santifica la carne. (Hageo 2:12) Éramos “hombres” pecadores, como el leproso en “carne viva” (Levítico 13:14), hasta que oímos de los labios del sacerdote su simpatía, “quiero”; sé limpio, y al instante la lepra se fue de él. (Lucas 5:13) Entonces purificados somos hechos sacerdotes santos en el Nuevo Testamento para ofrecer sacrificios espirituales en la casa de Dios. (1 Pedro 2:5) En cuanto a nuestro futuro, tenemos mayores privilegios que los levitas, porque nuestro sacerdocio es real, de un linaje escogido en la eternidad.

Cristo es profeta, sacerdote y rey. (2:12,13)

“Anunciaré a mis hermanos tu nombre”, como profeta. “En medio de la congregación te alabaré”, como sacerdote. “He aquí yo, y los hijos que Dios me dio”, como rey.

En las Escrituras se acumulan testimonios de Cristo como el único digno de llevar estos tres títulos. Como rey llevó la corona de espinas y el título sobre la cruz; le ofreció el lugar en su reino al ladrón arrepentido, y en su cabeza llevará muchas diademas. Como profeta anunció el juicio sobre Jerusalén. Ante el concilio denunció la exaltación del Hijo del Hombre a la diestra del poder de Dios. Prometió la honra del Padre para los que le siguen y le sirven. Como sacerdote, “yo he rogado por ti, que tu fe no falte”. “Mujer, he ahí tu hijo”. “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”. “Y alzando sus manos los bendijo”.

Él es el pariente cercano. (2:14)

Es el valiente y victorioso. “Así que por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo”. Por más de cuatro mil años el diablo usó esa arma invencible, la muerte. Pero el Señor le arrebató el poder por medio de su misma arma. Por la muerte de Cristo el imperio del diablo ha sido derribado: “el cual quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”. (2 Timoteo 1:10) Ahora los creyentes tenemos vida, porque lo que Adán cosechó ¾cautiverio y servidumbre por la desobediencia¾ Cristo por su obediencia lo destruyó.

Cristo puede socorrer a los que pecaron, los que son de la fe de Abraham. (2:16)

Los ángeles en su esfera son más inteligentes y poderosos que los hombres, de modo que los ángeles que pecaron cayeron de una manera más grave que Adán. Eva y su marido fueron engañados y seducidos, fascinados como los gálatas por los legalistas. (Gálatas 3:1) Pero los ángeles pecaron voluntariamente a toda la luz de su dignidad. Pecaron en el cielo, pero Adán en la tierra; pecaron por soberbia, pero Adán por seducción. Por tanto, nuestro Salvador se inclinó a socorrer aquellos que humildemente reconocen su pecado y aceptan la remisión por la sangre de Jesucristo.

Siendo tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado, Él vino a ser fiel sumo sacerdote. (2:17,18, 4:15)

Hallamos en el sacerdocio levítico mucha imperfección, empezando desde el sumo sacerdote Aarón, pero el Señor Jesús es fiel Sumo Sacerdote, Apóstol y Sumo Sacerdote. (Hebreos 2:17, 3:1). Es un gran Sumo Sacerdote, declarado Sumo Sacerdote, hecho Sumo Sacerdote. (Hebreos 4:14, 5:10. 6:20) “Tal Sumo Sacerdote nos conviene”, y tenemos tal Sumo Sacerdote”. (Hebreos 7:26, 8:1)

José Naranjo

UNA FAMILIA VALIENTE PARA DIOS

 En 2 Crónicas leemos de Joiada, un fiel sacerdote de Dios, su esposa Josabet y el hijo de ese matrimonio, Zacarías. Ellos están en 22.10 al 12 y 24.15 al 25.


La mujer

Era una época en la historia de la nación como una noche tenebrosa, pero vemos a tres valientes testigos del Señor como estrellas alumbrando una escena lúgubre. Cuando la mujer pagana Atalía vio su oportunidad de apoderarse del trono mediante el asesinato de toda la descendencia real, hubo en cambio una mujer santa que tuvo el valor de entrar y rescatar al más pequeño de los príncipes, Joás, y esconderlo con su ama en la casa de Dios. Lo hizo en perfecto acuerdo con su marido. Ella era el vaso escogido por Dios para salvar la nación de la ruina.

Nos hace pensar en otras mujeres santas que Dios pudo usar en tiempos críticos para la nación, como la madre de Moisés y la de Samuel; y en el Nuevo Testamento hay María, madre de nuestro Señor. El apóstol Juan dirige su segunda carta “a la señora elegida”, y le felicita por sus hijos que estaban andando en la verdad. Seguramente, como en el caso de Timoteo, esos hijos debían mucho a su madre por su fidelidad con ellos en enseñarles el camino en el cual debían andar.

El sacerdote

Cuando el niño Joás andaba en siete años, el sacerdote Joiada organizó a los levitas, jefes del ejército y príncipes, e hicieron los preparativos para coronar al heredero legítimo del trono. En todo esto fueron apoyados por Dios y llevaron a cabo el propósito. Fue un momento dramático cuando la reina usurpadora Atalía entró y, rasgando sus vestidos, gritó: “¡Traición! ¡Traición!” El juicio de Dios le alcanzó y fue muerta a filo de espada.

En su edad tierna el rey joven mostró mucha devoción a las cosas de Dios. El país fue limpiado de todo culto a los baales y un gran trabajo se empezó para reparar el templo de Dios y establecer el culto verdadero. Todo iba marchando bien mientras Joás estaba bajo la buena influencia del sacerdote Joiada. Dios prolongó maravillosamente la vida de éste hasta los 130 años, sin duda para que el rey pudiera estar más y más afirmado en los caminos del Señor.

La nación

Pero ¡qué desenlace fatal tiene la historia de Joás! No tenía convicción propia ese hombre, ni agradecimiento por las bondades de Josabet y Joiada. Después de la muerte de éste, él se dejó llevar por completo de los príncipes impíos, abandonando la casa de Dios y volviendo a la idolatría pagana.

Ellos no quisieron escuchar a los profetas que Dios les envió, y por fin el Espíritu de Dios vino sobre Zacarías, hijo de Joiada. Con mucho valor él denunció el gran pecado de Joás y sus compañeros, alertándoles que si no se arrepentían Dios los abandonaría. En lugar de humillarse delante de la palabra de Dios, se ensoberbecieron, haciendo conspiración contra Zacarías, “y por mandato del rey lo apedrearon hasta matarlo, en el patio de la casa de Jehová”. La última palabra de aquel fiel mártir fue: “Jehová lo vea y lo demande”.

Dios no perdió tiempo en cobrar la cuenta. Ya su paciencia estaba agotada, y “a la vuelta del año” los sirios con un ejército pequeño vinieron a Jerusalén. Dios entregó en sus manos las tropas más numerosas de Judá, quienes destruyeron a todos los principales cómplices de Joás, y enviaron el botín al rey de Siria. Dejaron a Joás agobiado por sus dolencias y sus mismos siervos le mataron en la cama.

Nosotros

Hay el peligro en estos postreros días que una generación nueva se levante con la intención de apartar al pueblo del Señor de las sendas antiguas, como hicieron aquellos príncipes de Joás. Leemos en Jueces 2.10 de una situación de esta índole: “Se levantó después de ellos [aquellos ancianos que sobrevivieron a Josué] otra generación que no conocía a Jehová”. El resultado lamentable fue la apostasía, cuando Dios los entregó a ladrones que los despojaron, y los vendió en manos de sus enemigos de alrededor.

Gracias a Dios por las hermanas fieles, al estilo de Josabet, que hay entre nosotros, quienes no se dejan llevar por las cosas del mundo y son consagradas en sus asambleas como madres en Israel, asistiendo a las reuniones y cuidando de sus hijos. Las bendiciones del Señor sean para las tales.

También gracias al Señor por los ancianos fieles como Joiada que se empeñan en guiar a los jóvenes (como Joás) por caminos de justicia, aunque su obra no sea agradecida. Finalmente, gracias al Señor por los que como Zacarías testifican noblemente por el Señor en tiempos cuando hay defección espiritual, con el anhelo de devolver su pueblo a él.

Santiago Saword

MUJERES DE FE DEL NUEVO TESTAMENTO (4)

 


La Mujer Samaritana

"Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto ha hecho. ¡No será éste el Cristo?". (Juan 4:29)

La historia está en Juan capítulo 4.


Era mediodía cuando Jesús y sus discípulos llegaron al pueblo de Sicar, caminando desde Judea a Galilea. Por lo regular los. judíos no iban por esta ruta, sino que cruzaban al río Jordán y viajaban por Perea, porque los judíos y los samaritanos se odiaban mutuamente

Pero leemos que era necesario para el Señor Jesucristo pasar por Samaria. Esto fue así porque su voluntad era tener un encuentro con una persona necesitada de la salvación.

Sus discípulos se fueron a buscar comida en el pueblo y dejaron al Señor solo. Cansado a causa del largo viaje, Él se sentó junto a un pozo. Miles de años antes Jacob le había dado aquel pozo a su hijo José, y allí está hasta el día de hoy. Nos conmueve pensar en que el Señor Jesucristo durante su vida terrenal muchas veces sintió cansancio y sed.

Una mujer con un cántaro sobre su hombro llegó al pozo a sacar agua. Por lo regular las mujeres buscan agua bien temprano en la mañana cuando está fresco. Tal vez por ser una mujer de mala reputación ella iba al mediodía cuando no tenía que encontrarse en otras personas.

Al ver a ese hombre sentado allí, ella sabía por su aspecto que era judío. Cuál sería su sorpresa cuando Él le dijo: "Dame de beber pedirle un favor, el Señor despertó en ella interés y le pareció raro que El, siendo judío, hablara con ella, una samaritana. Estaba prohibido que los judíos tuvieran trato con los samaritanos y los hombres judíos nunca hablaban con las mujeres en público. Además, contaminarse al tomar del vaso impuro que usaba una mujer impura era algo completamente inadecuado para un judío escrupuloso.

El Señor le dijo: "Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; más el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna". Jesucristo le ofreció a la mujer un regalo de valor inestimable, aunque Él sabía la clase de persona que ella era.

La mujer le pidió el agua viva de la cual Él hablaba, pero estaba pensando todavía en agua material. Cristo, para llegar a su conciencia, le dijo: "Ve, llama a tu marido, y ven acá". Sin desprecio ni acusación, sino con delicadeza y gracia, Él llegó a su conciencia. El Señor dijo la verdad acerca de ella, que había tenido cinco maridos y que el hombre con quien vivía no era su marido.

Para cambiar el tema ella empezó a hablar de religión, pensando que Él era profeta. Entonces Jesucristo le enseñó a esa mujer una de las más grandes revelaciones acerca de Dios Padre. "La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad". En espíritu, cuando el corazón está en contacto con Dios, y en verdad, sin hipocresía.

Al oír las palabras del Señor, la mujer empezó a pensar en el Mesías. Ella tenía cierto conocimiento del Antiguo Testamento, y dijo que el Mesías iba a venir. Jesús le habló por séptima vez, diciendo: "Yo soy, el que habla contigo". YO SOY es uno de los títulos de la deidad. Él era más que un judío, más que un hombre singular, más que un profeta. Él era el Mesías, el Cristo, y sabía todo acerca de ella.

La mujer entendió que, aunque ella era una indigna pecadora, el Mesías estaba personalmente presente ante ella, dispuesto a perdonarla. Dejando su cántaro, y con nueva esperanza y fe, la mujer regresó rápidamente a su pueblo y llamó a la gente diciendo: "Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?"

Rhoda Cumming