domingo, 7 de julio de 2024

Las últimas palabras de Cristo (7)

 JUAN 15

Introducción.

El final del discurso en Juan trece sirve para establecer a los discípulos en unas nuevas relaciones con Cristo y unos con otros, a fin de que gocen de la comunión con Cristo, o tengan parte con Él en el lugar nuevo que ha ido a ocupar como Hombre en la casa del Padre. En el siguiente discurso de Juan quince se nos permite contemplar el gozo que obtienen los creyentes de esta comunión con las

Personas divinas: con Cristo en la casa del Padre, con el Padre revelado en el Hijo y con el Espíritu Santo enviado por el Padre.

Estos dos discursos se dividen de los que vienen después de las palabras del Señor: «Levantaos, vámonos de aquí» (Juan 14:31). Con ellas, el Señor sale con los discípulos del aposento alto al mundo de fuera. Los discursos que vienen a continuación revisten un carácter que se corresponde con el lugar donde fueron pronunciados, pues ahora los discípulos son vistos en el mundo que rechazó a Cristo, donde llevan fruto para el Padre y dan testimonio del Hijo. Como alguien dijo acertadamente: «en el anterior discurso la pieza clave es el aliento que reciben en vista de la partida; el último discurso contiene la enseñanza para el estado que vendrá después, donde, al igual que aquí, el Orador instruye, y aquí, al igual que allí, ofrece consuelo».

Las divisiones de este nuevo discurso son sencillas:

1.       De los versículos 1 al 8, el tema es la aportación de fruto para el Padre.

2.       Luego, entre los versículos 7 al 9 tenemos una presentación de la compañía cristiana, el círculo del amor en donde puede hallarse fruto para el Padre.

3.       De los versículos 18 al 35 pasa ante nosotros el mundo pagano, el círculo de odio que rodea a la compañía cristiana.

4.       Y para acabar, en los versículos 26 a 27, el Consolador —el Espíritu Santo— es presentado ante nosotros testificando del Señor en gloria y capacitando a los discípulos para que lleven fruto para Cristo.

 


Los frutos (Juan 15:1-8)

El Señor introduce la cuestión de llevar fruto: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador». Unas palabras que habrían resonado un tanto extrañas en los oídos de los once, acostumbrados como estaban por los salmos y los profetas a pensar que Israel era la vid. El Salmo 80 hablaba de Israel como una vid sacada de Egipto. Isaías, en el cántico del Amado tocante a su viña, pone de manifiesto, bajo la figura de una vid, el amor y cuidados que Jehová ha dispensado a Israel. Jeremías habla de Israel como «la vid noble», pero desgraciadamente Israel no había producido fruto para Dios. Isaías se lamenta de que solo habían producido «uvas silvestres», y Jeremías se muestra quejumbroso porque la «noble vid» se había convertido en «la planta degenerada de una viña extraña». De igual modo nos habla Oseas de Israel como una «viña vacía» que solo produjo fruto para sí y ninguno para Dios (Is. 5:1-7; Jer. 2:21; Os. 10:1).

Durante muchos años de sufrida paciencia, Dios había probado a Israel mirando si había fruto en ellos, pero solo encontró uvas silvestres. La última y definitiva prueba fue la presencia del Hijo amado, por lo que el rechazo deliberado que hicieron de Él fue la prueba final de que Israel era realmente una planta degenerada y una vid estéril.

El momento había llegado para revelar a los discípulos que Israel era desechado, y si ellos habían de llevar fruto para Dios no lo harían desde su filiación con Israel, la vid degenerada, sino con Cristo, con la vid verdadera. Cristo y los discípulos reemplazarán a Jerusalén y a sus hijos.

Si bien el discurso del Señor introduce lo que está reemplazando a Israel en la tierra, apenas nos presenta al cristianismo en sus relaciones celestiales. Aquí no se contempla la relación con Cristo en el cielo como miembros de su cuerpo por la acción del Espíritu Santo —una relación vital que no puede romperse— sino una relación con Cristo en la tierra mediante la confesión del discipulado. Esta confesión puede ser real o ser meramente eso, una confesión, por lo que el Señor habla de dos clases de ramas, de aquellas que tienen vida y demuestran su vitalidad produciendo fruto, y de las que carecen de vida y son echadas al fuego.

Qué oportuno es entonces que la vid sea utilizada como una figura de entre todas las plantas, siendo que el fruto es el gran tema del discurso como evidencia del verdadero discipulado. Otros árboles podrán tener su utilidad aparte del fruto que produzcan, pero con la vid no ocurre lo mismo. Hablando de esta, Ezequiel hace la siguiente pregunta: «¿Sacarán de él madera para hacer alguna obra? ¿Harán de él una estaca para colgar en ella alguna cosa?» Si la vid no produce ningún fruto deviene infructuosa.

¿Cuál es entonces el significado espiritual del fruto? ¿No diremos que el fruto es la expresión de Cristo en el creyente? En Gálatas 5:22,23 leemos que «el fruto del espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio». Si este es, pues, el fruto que se ve en los creyentes, el resultado será Cristo reproducido en ellos. Cristo se ha ido de forma personal de esta escena, pero la intención de Dios es que las características de Cristo sean plasmadas en aquellos que son de Él. Cristo en Persona ha ido a la casa del Padre, pero su carácter sigue representado en su pueblo en la Tierra.

El fruto no es exactamente el ejercicio del don, ni tampoco el servicio ni la obra. Somos exhortados, desde luego, a «vivir de manera digna del Señor, agradándole en todo. Esto implica dar fruto en toda buena obra» (Col. 1:10, NVI). Este pasaje, en tanto que nos enseña lo estrechamente unidos que están la aportación de fruto y las buenas obras, hace una clara distinción entre ellos. Las buenas obras deben hacerse en una semejanza lo más parecida a Cristo para que en el hombre pueda existir fruto agradable a Dios. El hombre natural podrá hacer muy buenas obras, pero estas no llevarán fruto para Dios. ¿Acaso no nos avisa el apóstol en 1ª Cor. 13 que nuestro servicio activo en realizar buenas obras puede llevarnos a descuidar el amor como expresión excelente del fruto? Si el servicio y las obras fueran en sí fruto, estarían limitados prácticamente a quienes poseen un don y una capacidad, pero si de lo que se trata es que el fruto es el carácter mismo de Cristo entonces es posible, al igual que un privilegio, que cada creyente, desde el más anciano al más joven, pueda dar fruto.

¿Quiénes de los que amamos a Cristo y admiramos las perfecciones de Aquel que causa tanta atracción, no deseamos exhibir en alguna medida Sus gracias y llevar fruto para Él? Si esto es lo que desea el corazón, existen tres maneras que nos ayudarán en el cumplimiento de nuestro deseo. A fin de poder llevar fruto están, en primer lugar, los tratos en gracia del Padre; luego viene el lavamiento práctico por el poder de la palabra de Cristo, y por último está la responsabilidad del creyente de permanecer en Él.

Los tratos del Padre están representados por los métodos que emplea el labrador. En primer lugar, existe la triste posibilidad de que algunas ramas que tienen un vínculo con la vid no lleven ningún fruto. Estas son las que el Padre quitará. Estas ramas son diferentes de las ramas del versículo 6, que son echadas al fuego. Aquí estamos hablando de que es el Padre quien las quita, pero en el ejemplo anterior son los hombres los que las echan al fuego. Lo que sucedió con algunos santos en Corinto cuyo andar reprochable traía deshonra al nombre de Cristo y que el Padre no quiso que continuaran por ese camino fue que se los llevó: «Y algunos duermen» (1ª Cor. 11:30). Después tenemos la acción en gracia del Padre con aquellos que sí llevan fruto, para que puedan llevar mucho más, y gracias a la cual los purga. El castigo y la disciplina del Padre sirven para quitar todo lo que entorpece la expresión del carácter de Cristo, una acción ciertamente dolorosa, pues «es verdad que ninguna disciplina parece al presente ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que han sido ejercitados por medio de ella» (Heb. 12:11). Si llevamos nuestro ejercicio delante del Padre al considerar sus tratos con nosotros, la adversidad que nos amarga producirá el efecto contrario al amansar y dulcificar nuestro carácter, para que se vea en nosotros el carácter de Cristo y no seamos infructuosos.

 

v. 3. En segundo lugar, está el trato de favor del Señor hacia nosotros para conseguir que llevemos fruto. Nos dice: «Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado». Esta es la separación práctica producida por su palabra de todo lo que es contrario a Cristo. En ese momento los discípulos estaban limpios, ya que el Señor había lavado sus pies. El agua que le aplicaron sus manos había hecho eficaz la obra del lavamiento, por lo que si conociéramos algo de este lavamiento práctico de la palabra haremos bien en sentarnos a sus pies como María y escuchar su palabra. Todos sabemos lo que significa llevarle a Él nuestras confesiones, nuestros problemas y ejercicios, y qué bueno es que Él escuche nuestras torpes palabras, pero también es verdad que raras veces ocurre que vayamos a Él con el solo deseo de estar en su compañía y escuchar lo que tiene que decirnos. ¿Qué puede ser más purificador y producir más fruto que estar sentados a sus pies y escucharle? María escogió la buena parte y llevó un precioso fruto para Cristo, que le instó a decirle: «Dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, en recuerdo de ella» (Mat. 26:13).

 

vv. 4-5. El tercer medio por el que la vida del discípulo puede llegar a dar fruto es decisión suya. Todo se resume en las palabras «permaneced en mí». El permanecer en Cristo es la presentación de nuestro privilegio y responsabilidad de andar constantemente en dependencia de Cristo. Como alguien dijo: «permanecer en Cristo es experimentar habitualmente la proximidad de nuestro corazón al suyo». Si hemos aprendido que el fruto es la reproducción del carácter de Cristo expresado por el amor, el gozo y el dominio propio, comprenderemos que un ideal de este tipo no puede ser alcanzado con nuestras propias fuerzas. La comprensión de la excelencia moral del fruto, por un lado, y la de nuestra propia debilidad por otro, nos convencerán de las palabras del Señor: «Separados de mí, nada podéis hacer». Su fruto puede ser dulce a nuestro paladar, pero solo cuando permanecemos bajo su sombra podemos participar del mismo. Sin la luz y el calor del sol la vid natural no podría dar fruto, y a menos que permanezcamos en la luz y en el amor de la presencia de Cristo nosotros también experimentaremos una falta de fruto. Si permanecemos en Cristo, entonces Él estará en nosotros, y luego exhibiremos su hermoso carácter. Está claro que no se produce fruto teniéndolo solo como meta. Es como consecuencia de que poseemos a Cristo como objeto de nuestros pensamientos lo que produce fruto. Cristo viene antes que el fruto.

 

v. 6. En el versículo seis tenemos un caso solemne de la rama muerta, el mero profesante que lleva el nombre de Cristo y no tiene ningún vínculo vital con Él. Estos son los que no pueden llevar fruto. En la figura que utilizamos, la rama muerta no se halla bajo el trato personal del labrador, sino que son otros los que tratan con ella. El Padre no tiene ningún trato con el confesor infructuoso y desprovisto de vida, pero bajo el gobierno de Dios sí es tratado por quienes ejecutan Su juicio. Aquí la rama no es quitada, sino echada al fuego, secada y quemada. Judas fue el ejemplo solemne y aterrador de una rama marchita. En el caso de aquellos a los que el Señor habla, el vínculo con Él es vital, pues ¿no les había dicho poco antes «ya todos estáis limpios»? Por esta misma razón el Señor no les dice «si no permanecéis», sino «el que en mí no permanece». Aquí se cambian los términos para excluir el pensamiento de que un discípulo pueda jamás ser echado al fuego y quemado.

 

vv. 7-8. Habiéndonos revelado con su gracia la manera en que la vida del creyente llega a dar fruto, el Señor procede a presentarnos los resultados que surgen de una actividad productiva. En lo que se refiere a los discípulos, si su corazón andaba de manera activa y constante en dependencia de Cristo, y como efecto las palabras de Cristo daban forma a sus pensamientos y amor, esto los capacitaría para pedir y orar conforme a la mente del Señor y obtener, mediante la oración, una respuesta a sus peticiones. Otro resultado es el que hace referencia a la producción de fruto que glorifica al Padre. Cristo fue siempre la expresión perfecta del Padre, de modo que en la medida que nosotros exhibamos el carácter de Cristo también manifestaremos la verdad en cuanto al Padre y le glorificaremos.


Finalmente, cuando demos fruto seremos testigos de Cristo, y al exhibir su carácter se hará evidente para todos que somos sus discípulos.
H. Smith

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