Israel en su conjunto, por lo menos en su parte más responsable, rechazó a su rey, diciendo: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). Sin embargo, publicanos, “hombres… del vulgo”, una mujer de mala vida, un ladrón y también centuriones romanos lo reconocieron como el Hijo de Dios, el Salvador.
Vamos a detenernos más especial-mente
en algunos de estos últimos.
1) EL
CENTURIÓN QUE TENÍA UN SIERVO ENFERMO (LUCAS 7)
Un centurión era un
oficial romano que mandaba una centuria, constituida por unos cien soldados. En
tierra de Palestina, el centurión era un extranjero que representaba un
invasor, y en el aspecto religioso era un extranjero de los pactos de la promesa
hecha al pueblo judío. No obstante, en estos versículos hallamos a un centurión
que amaba a Israel y que había construido hasta una sinagoga en Capernaum. No
se sabe si se había convertido al judaísmo, pero ciertamente había comprendido que
el Dios de Israel era el gran Dios de los cielos y de la tierra.
Ahora bien, este centurión tenía un siervo a quien quería
mucho, que estaba enfermo y a punto de morir.
Había oído hablar de Jesús
y de los milagros que hizo. Entonces, con fe le envió unos ancianos de los
judíos, quienes muy seguramente iban a suplicarle en su favor. Sabía por
experiencia lo que significaba tener autoridad. Veía en Jesús a alguien que
estaba revestido de una autoridad mucho mayor que la suya, alguien del cual se
sentía indigno. Recurrió a esta autoridad, sabiendo que nada podía resistirle.
Se colocó él mismo en una posición de esclavo y esperaba una sencilla palabra
de Jesús en favor de su siervo. El centurión no se juzgaba digno de acercarse a
Jesús, mientras que los ancianos de los judíos lo juzgaron digno de que su
petición fuera contestada.
El resultado de su
confianza fue inmediato; el siervo fue sanado. Aún más, Jesús se volvió hacia
la gente que los seguía y les dijo: “Ni aun en Israel he hallado tanta fe” (v.
9). Este centurión tuvo el honor de recibir una aprobación pública de parte del
Señor y de ser la única persona de la Palabra que fue admirada por Jesús.
He aquí cómo el Señor
aprobó la fe y respondió. Que esto nos estimule a que sigamos tal ejemplo.
2)
EL CENTURIÓN AL PIE DE LA CRUZ
Se le encargó a un
centurión que guardara a Jesús. Estaba ahí porque su deber le obligaba, a fin
de impedir que los discípulos de Jesús vinieran a liberar al crucificado. Se
colocaba frente a Él. Al final de estas horas crueles, después de ver “lo que
había acontecido”, es decir, que Jesús había expirado, clamando a gran voz, y
mostrando así que tenía toda su energía, y luego de ver el temblor de tierra,
afirmó: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mateo 27:54; Marcos 15:37-39),
y “verdaderamente este hombre era justo” (Lucas 23:47).
Este soldado habituado a
la guerra, al sufrimiento de los hombres, vio la maldad de todos hacia
Jesucristo. Había seguido la crucifixión por obligación, pero Dios no le había
puesto esta carga en vano. Vio las tinieblas extenderse sobre todo el país, así
como el temblor de tierra. Oyó las siete palabras pronunciadas por Jesús en la
cruz. Una vez que su obra fue consumada, le vio entregar Su espíritu al Padre y
expirar. Frente a estos acontecimientos, su corazón fue tocado. Consideró a
Jesús como el Hijo de Dios y, de su boca, hizo confesión para salvación
(Romanos 10:10).
Este hombre fue
transformado por la cruz de Cristo; un pagano se convirtió en un creyente.
3)
CORNELIO, EL CENTURIÓN PIADOSO Y TEMEROSO DE DIOS
El capítulo 10 de los
Hechos está enteramente dedicado a otro centurión, llamado Cornelio.
Ciertamente convertido al judaísmo, este oficial romano era creyente y poseía
la vida de Dios, como todos los que habían creído antes de la muerte de Cristo.
Su vida estuvo caracterizada por su piedad, su generosidad y sus oraciones,
cosas que “han subido para memoria delante de Dios”. Un día, “a la hora
novena”, Dios le envió un ángel. Éste le pidió que hiciera venir a su casa a
“Simón, el que tenía por sobrenombre Pedro”, para que le dijera cómo sería
salvo, él y su casa.
Por otro lado, Dios
preparó a Pedro para esta misión con un extranjero. El Señor le había confiado
“las llaves del reino de los cielos” (Mateo 16:19), pero el apóstol tenía que
aprender aún “que Dios no hace acepción de personas” y que concede la salvación
a todo aquel que cree en Jesús. Esta lección era más difícil de comprender para
un judío, puesto que, según la ley, consideraban a los extranjeros como
impuros, y no debían tener trato con ellos. Sin embargo, dirigido por Dios,
Pedro presentó a Cornelio —quien en tal circunstancia había “convocado a sus
parientes y amigos más íntimos” (v. 24)— a quien es “Señor de todos” (v. 36),
tanto de los judíos como de los gentiles. Habló de Jesús de Nazaret, del bien
que hizo en todos los lugares, “porque Dios estaba con él” (v. 38), de su
muerte en la cruz y de su resurrección al tercer día. Concluyó: “De éste dan
testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán
perdón de pecados por su nombre” (v. 43). La predicación del apóstol fue
plenamente recibida en estos corazones preparados de antemano.
En ese mismo instante, el Espíritu Santo vino a sellar a
todos estos creyentes, lo que sorprendió a Pedro y a todos los judíos que lo
estaban acompañando. Oficialmente, por decirlo así, las naciones formaron parte
del círculo de la cristiandad. La pared intermedia de separación estaba
derribada (Efesios 2:14), de manera que ahora “ya no hay judío ni griego; no
hay esclavo ni libre;” y todos son “uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28-29). No
tardó en formarse una iglesia en Cesarea, y Pablo la visitó varias veces.
4) EL CENTURIÓN, GUARDA DE PABLO EN PRISIÓN
El capítulo 27 de los Hechos menciona a Julio, el centurión
de la compañía Augusta, a quien se le encargó llevar a Pablo prisionero a Roma.
En el comienzo del viaje, no confiaba en el apóstol, quien, habiendo sido
advertido por un ángel de Dios, le había dicho, no obstante, que la navegación
iba a ser “con perjuicio y mucha pérdida” (v. 10).
Lo consideraba como cualquier prisionero. Sin embargo, en
el transcurso de la travesía y de la tempestad, este hombre tuvo que darse
cuenta de su inexperiencia, a tal punto que los papeles se invirtieron: El que
daba órdenes en la nave no estaba más como piloto, sino Pablo mismo, y el
centurión le obedecía. Por fin, cuando a los soldados les parecía bien que los
presos fuesen muertos por temor a que se escaparan, Julio protegió a Pablo, ese
prisionero poco común. Queremos pensar
que este centurión fue salvo, no sólo del naufragio, sino de la condenación
eterna. No obstante, su posición no era tan clara como la de los precedentes.
He aquí hombres cuya profesión era la guerra, y además no
formaban parte de “las ovejas perdidas de la casa de Israel” hacia las cuales
el Señor había enviado sus discípulos para predicarles acerca del reino de los
cielos (Mateo 10:6). Vemos a algunos de ellos abrir su corazón a la soberana
gracia del Señor. Creyeron y fueron salvos. Constituyen, con el conjunto de los
rescatados, ese pueblo adquirido al precio de la sangre de Cristo. Imitemos su
fe, su generosidad y su piedad.
B. Paquien
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