domingo, 18 de agosto de 2024

LA VISIÓN DE LA FE

 

 “Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra.” (Hebreos 11:13)

Sí, la fe puede ver. Ve más allá de grandes distancias y obstáculos; ve lo que aún no sucede. No es ciega. La vista de la fe es tan segura y certera que continuará hasta el fin, a pesar de las pruebas que pueda enfrentar. No se exaspera, ni entra en pánico. Posee una calma que solo puede ser explicada por Aquel de quien proviene. Esto es lo que necesitamos hoy en día.

Consideremos a Sadrac, Mesac y Abed-nego delante del rey Nabucodonosor. Aquel orgulloso rey quería que los hijos de Dios se postraran delante de su imagen idolátrica, si no lo hacían, entonces serían lanzados a un horno de fuego ardiente. Además, él se jactó diciendo: "¿qué dios será aquel que os libre de mis manos?" (Dn. 3:15). Sobre ellos colgaba una sentencia de muerte, e incluso les dijeron que su Dios no era nadie. Dios vio y lo oyó desde su trono en el cielo. Él no envió un rayo para golpear a ese rey arrogante, ni abrió la tierra para que lo tragase de la faz de la tierra. Entonces ¿Dios no hizo nada? Él les dio a sus hijos una respuesta de fe: "Nuestro Dios a quien servimos puede librarnos Y si no, no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado" (Dn. 3:17-18). Esa respuesta sólo podía provenir de una fe que ve a lo lejos—mucho más allá del ahora, más allá de la muerte—, a los planes eternos de un Dios eterno. Esa fe pronto fue honrada gloriosamente. La verdadera fe ve lejos y claro, aunque quizás no perfectamente. Ve las promesas de Dios a lo lejos y se mantiene mirando a Jesús.

Vivimos en días que claman por hombres y mujeres y niños que permanezcan firmes junto al Señor Jesucristo. Abundan las distracciones del mundo y las tentaciones, pero la gracia divina ha puesto nuestras manos en el arado, y no podemos mirar atrás.

B. Paquien


La Canasta Del Adorador

 


Para llenar su canasta (Deuteronomio 26) es necesario:


1.                 Haber “entrado en la tierra”: En Cristo podemos decir que hemos penetrado ya en el cielo; bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo”, porque “Dios... nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 1:3; 2:4-6).

2.                 Luego es preciso “poseer” la tierra: esto es, gozar del cielo, por la fe, como de algo que realmente nos pertenece; es nuestra herencia y hemos recibido las arras de ella, a saber, el Espíritu Santo que nos presenta a Cristo allí donde está ahora (Efesios 1:14).

3.                 Morar en la tierra prometida: no solo es estar en el cielo por algunos breves momentos, sino habitarlo continuamente; buscando las cosas de arriba, donde Cristo está a la diestra de Dios; meditar y complacerse en las cosas de arriba, no en las de la tierra (Colosenses 3:1-2).

4.                 Una vez cumplidas estas condiciones, podremos tomar “de las primicias de todos los frutos” de la tierra; esto es, todo cuanto habremos visto, conocido y recibido de él, al ocuparnos y alimentarnos de su Persona. Después de la cosecha, el israelita debía colocar estos frutos en una cesta e ir al lugar que Dios había escogido para hacer morar allí Su Nombre (Deuteronomio 12). Hoy, habiendo preparado, no un discurso sino nuestros corazones, a fin de que sean aptos para la alabanza, nos dirigiremos allí “donde están dos o tres congregados en Su Nombre” (Mateo 18:20), presentando nuestras canastas rebosantes de frutos cosechados. En aquel entonces era el sacerdote quien tomaba el canasto y lo colocaba ante el altar de Dios; ahora tenemos “un gran sacerdote sobre la casa de Dios” (Hebreos 10:21); por medio de él podemos ofrecer a Dios sacrificio de alabanzas, “fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). Como antiguamente Aarón   llevaba “las faltas cometidas en todas las cosas santas, que los hijos de Israel hubieren consagrado” (Éxodo 28:38), Cristo, “gran sacerdote sobre la casa de Dios”, purifica nuestras alabanzas, tan imperfectas, para que Dios pueda aceptarlas. ¿No es también Aquel que prorrumpe las alabanzas en medio de la congregación (Salmo 22:22), de tal modo que nos une a él en la adoración que sube hacia el Padre?

¡Cuán poco entendemos esta “preparación” del culto! Y en gran parte es porque desconocemos qué significa en la práctica el lavado en la fuente de bronce. ¿Por qué extrañarnos entonces al ver nuestros canastos tan vacíos? ¿Por qué asombrarnos de nuestra debilidad al estar reunidos para la adoración?

Señalemos todavía un punto de gran importancia relacionado con dicha preparación del culto. Si un hermano ha pecado contra otro y la cosa no ha sido arreglada, toda la Asamblea se verá imposibilitada para rendir el culto que conviene; al ser contristado de semejante forma, el Espíritu Santo no podrá obrar libremente. Entonces, ¿qué conviene hacer en este caso? Sencillamente lo que nos enseña la Palabra de Dios: “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano” (Mateo 18:15). Del mismo modo, si un hermano sabe que otro tiene algo contra él, debe también resolver la dificultad antes de ofrecer su presente (Mateo 5:23-24).

Sobra decir que estas enseñanzas nos son dadas para casos susceptibles de perturbar la comunión en la mesa del Señor. Seguramente sería peligroso querer obtener, a toda costa, una misma opinión acerca de todos los puntos, haciendo de ello una condición de comunión en la mesa del Señor. Ciertamente sería estupendo si todos los hermanos y hermanas tuviesen un mismo pensamiento, una perfecta unanimidad en cuanto a las cosas del Señor; y esto ocurriría si dependiéramos siempre del Espíritu, si siempre nos dejásemos guiar y enseñar por él y solo por él, en otras palabras, si escuchásemos “lo que el Espíritu dice a las iglesias”. ¡Cuán lejos estamos de hacerlo en la práctica! No olvidemos que debido a la flaqueza que nos caracteriza, nuestro hermano puede apreciar las cosas de un modo distinto al nuestro en muchos pormenores de los cuales no podemos hacer una condición de comunión en la mesa del Señor.

Sin duda alguna, cuanta más comunión exista con Dios y entre Sus adoradores, tanto más elevado será el nivel del culto, porque el Espíritu Santo podrá obrar con mayor poder cuando haya mayor comunión. Es de desear que esta sea cada vez más amplia, pero solo puede practicarse en la medida en que los creyentes –tomando “el alimento sólido” de los “perfectos” u hombres maduros tengan el discernimiento espiritual que se deriva de ello. Sería vano querer lograr un resultado sin ocuparse del móvil de las cosas: “Vamos adelante a la perfección”, o mejor dicho, hacia el estado de hombres espiritualmente maduros (Hebreos 5:12-14; 6:1). Entonces tendremos “los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal; rechazaremos resueltamente el mal y |haciendo el bien, gozaremos de una profunda y real comunión con Dios. Morando en la tierra prometida, sin descuidar el continuo lavado en la fuente de bronce, podremos rendir culto según el deseo de Dios, quemando el fragante incienso sobre el altar de oro


P. Fuzier


LOS DOCE HOMBRES DE PABLO (1)

 Los Doce Hombres de Pablo.

 El significado y la aplicación Escriturales de ellos

Hay una cantidad de términos doctrinales en los escritos de Pablo que denotan ciertas líneas de verdad, los cuales, cuando ellos son entendidos, tienen una inmensa influencia práctica en nuestras vidas. Yo quisiera examinar doce de estos términos en lo que podría ser llamado «los doce hombres de Pablo». Ellos son los siguientes:

El "viejo hombre".

El "nuevo hombre".

El "primer hombre".

El "segundo hombre".

El "hombre exterior".

El hombre "interior".

El "hombre natural".

El hombre "espiritual".

El hombre "carnal".

El hombre maduro.

Un hombre "miserable".

Un "hombre en Cristo".

 

Discernir y aprobar las cosas que difieren

Es el deseo de Dios que nosotros crezcamos en nuestra aprehensión espiritual de la verdad. Por lo tanto, es de inmensa importancia que prestemos atención a las diferencias en la doctrina en Su Palabra. Si lo hacemos, estas diferencias divinas abrirán una perspectiva de la verdad ante nuestras almas. Aunque Dios quiere que aprendamos estos diversos aspectos de la verdad, Él de ninguna manera pretende que nosotros los convirtamos en un mero ejercicio intelectual. Cada doctrina de la Escritura, si es aprendida correctamente, debe tener una influencia práctica sobre nuestras vidas. El apóstol Pablo oró con este fin por los santos. Él dijo: "Esto pido en oración, que vuestro amor abunde aún más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor [o lo que difiere, διαφέρω, diaféro], a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo". (Filipenses 1: 9, 10). Él quería que los santos tuvieran "todo conocimiento" y "ciencia" y que fueran capaces de distinguir "lo que difiere" en la Palabra de Dios, con el propósito de que ellos vivieran irreprensible e irreprochablemente en este mundo.

En general, en la actualidad los cristianos leen sus Biblias de manera demasiado trivial. Muchos no creen que sea necesario llevar a cabo un estudio cuidadoso de las Escrituras. Para ellos las precisas diferencias, tal como lo que vamos a considerar, son detallistas e inútiles. Lamentablemente, este enfoque trivial de los temas Escriturales ha llevado a muchos a confundir y a hacer un mal uso de los diversos términos en la doctrina de Pablo. Estos «doce hombres» son un ejemplo. Si nosotros no somos cuidadosos en cuanto a mantener estas diferencias Escriturales ello podría conducir a la eventual pérdida por completo de las verdades específicas del cristianismo. El Sr. Kelly dijo: «Es necesario prestar atención a las diferencias hechas y presentadas en las Escrituras. No teman ustedes creer la Palabra. Los objetores pueden decir, y lo dicen, que estas son sutiles diferencias. Si Dios nos ha revelado así Su verdad (y sólo la Escritura decide que Él lo ha hecho), dichas diferencias pueden ser exquisitamente finas, pero ellas son conforme a Aquel en cuya sabiduría y bondad nosotros confiamos. Estamos obligados a diferenciar donde y como Dios lo hace; y si nosotros no logramos seguir esto descubriremos demasiado tarde nuestra pérdida… Todo progreso en el conocimiento real es probado mediante el hecho de distinguir las cosas que difieren, tal como el crecimiento en la verdadera sabiduría consiste en gran parte.»

Nosotros no queremos "hacer pecar al hombre en palabra" en estas cosas (Isaías 29: 21), porque probablemente todos hemos usado estos términos erróneamente a veces. Sin embargo, debemos querer enterarnos de su correcto significado Escritural cuando nos sean precisados y comenzar a usarlos correctamente. Por lo tanto, la intención de este folleto es presentar al lector una mejor comprensión de estos términos paulinos. Es nuestro sincero deseo que estas cosas tengan también un efecto práctico en nuestras vidas.

La mayoría de estos términos aparecen en la Escritura como pareados, — como pares contrastantes. El Espíritu de Dios los presenta de esta manera porque nosotros captamos mejor las cosas comparando sus cualidades contrastantes. Siendo este el caso, nos ocuparemos de ellos en pares.

 

El "viejo" y el "nuevo" hombre

Este primer pareado tiene que ver con términos raciales que implican los órdenes morales relacionados con la raza humana caída bajo Adán (Romanos 5: 12), y la raza de hombres de nueva creación bajo Cristo. (Apocalipsis 3: 14). (continuará)


B. ANSTEY


EL LLAMAMIENTO CELESTIAL DEL CREYENTE

 


Hermanos santos, participantes del llamamiento celestial (Hebreos 3:1)

Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. (Hebreos 11:13)


Como creyentes en el Señor Jesús, no solo somos salvos del juicio, sino también somos llamados al cielo: "participantes del llamamiento celestial". El autor de la epístola no nos exhorta a participar del llamamiento celestial; él dice que somos participantes. El creyente es un hombre celestial, tanto como es un hombre salvo. Pero tenemos que decir, con vergüenza, que nuestra conducta no es siempre "celestial", así como no siempre nos comportamos como "salvos".

Reconocemos alegremente que nuestra salvación no es por obras, sino que "por gracia sois salvos por medio de la fe" (Ef. 2:8-9). De forma similar participamos del llamamiento celestial, no por nuestras obras, sino por Su gracia Así que leemos que Dios "nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús" (2 Ti. 1:9). Nuestro andar y nuestros caminos no podrán asegurar nuestra salvación, ni tampoco nos harán personas celestiales; sin embargo, el hecho de que somos salvos, y participantes del llamamiento celestial, debería afectar nuestro andar y nuestros caminos.

El pensamiento común, incluso en la cristiandad evangélica, es que el evangelio nos libra de nuestra culpa, y que luego nos establece en la tierra como hombres y mujeres mejorados, mejores ciudadanos y que finalmente somos llevados al cielo cuando morimos. Pero parece haber poca apreciación de esta gran verdad: el cristianismo nos saca completamente del mundo, nos da un lugar nuevo en el cielo, y, por lo tanto, nos convierte en extranjeros y peregrinos en la tierra.

En primer lugar, la gracia de Dios suple nuestras necesidades como pecadores, y nos libra de nuestra culpabilidad y el juicio que merecen nuestros pecados; en segundo lugar, la misma gracia nos Pone bajo un nuevo poder, el cual nos cuida y nos mantiene a la espera de la venida de Aquel que nos salvó; en tercer lugar, nos da un nuevo lugar en el cielo, de manera que, mientras estamos en esta tierra, somos participantes del llamamiento celestial.

Podemos preguntar: si abrazamos de todo corazón la gran verdad de que somos participantes del llamamiento celestial, ¿cuál será el efecto práctico en nuestra vida? ¿No vemos en la historia de los patriarcas lo que, en la práctica, fluye de la fe en esta verdad? Esto lo vemos relatado vívidamente en Hebreos 11: 13-16. En Abraham vemos a alguien que fue llamado a salir hacia una tierra que recibiría posteriormente. Tenía la promesa de una patria mejor, es decir, una celestial. Junto con Isaac y Jacob, ellos vieron por fe esta patria celestial a lo lejos, y se aferraban de corazón a la promesa de ese país.

Los resultados fueron: primero, se convirtieron en extranjeros y peregrinos en la tierra. Ellos vieron al Rey en su hermosura y la tierra que está a lo lejos, y sus vínculos con la ciudad celestial hicieron que sus lazos con la tierra se rompieran. En segundo lugar, al ser extranjeros y peregrinos, ellos se convirtieron en verdaderos testigos para Dios en este mundo, tal como leemos: "Porque los que esto dicen, claramente dan a entender, (v. 14), No fue simplemente lo que dijeron con sus labios; sus vidas eran las que hablaban a quienes los rodeaban. En tercer lugar, al ser testigos fieles, ellos huían de las trampas del enemigo, que buscaba hacerlos volver al mundo, ofreciéndoles oportunidades para volver—al declarar claramente que buscaban una Patria, y rechazando toda oportunidad de volver al mundo.

¡Qué ejemplo maravilloso tenemos en estos destacados personajes del Antiguo Testamento! De una forma mucho más directa, el llamamiento celestial nos ha sido abierto desde que Cristo vino a hablarnos de las cosas celestiales. Él murió para asegurarnos el cielo y hacernos aptos para tan excelso lugar. Somos llamados para el cielo Y hechos participantes del llamamiento celestial, Sin embargo, bien Podemos desafiar nuestros corazones y preguntarnos: ¿Hemos abrazado el llamamiento celestial?

Hamilton Smith

Las últimas palabras de Cristo (8)

 JUAN 15 (CONTINUACIÓN)


La compañía cristiana (Juan 15:9-17)

En los últimos discursos del Señor hay una progresiva revelación de la verdad que prepara a los discípulos para apartarlos del sistema terrenal judío con el que estuvieron relacionados. Tenemos la introducción de la nueva compañía de cristianos, de origen y destino celestiales, que son dejados un tiempo en el mundo para ser los representantes de Cristo, del Hombre en la gloria.

Mientras escuchamos al Señor, haremos bien en recordar dos hechos que subyacen a toda la enseñanza de sus palabras de despedida. El primer hecho, que ante todo nos ha sido mostrado repetidas veces, es que el Señor dejaba este mundo para ocupar un lugar nuevo como Hombre en el cielo. El segundo hecho es que una Persona divina —el Espíritu Santo— venía a esta tierra procedente del cielo. La consecuencia de estos dos hechos en el mundo fue una compañía de creyentes, unida a Cristo en la gloria y unos a otros por el Espíritu Santo. A esta compañía representada por los discípulos se dirige el Señor con sus últimas palabras.

Habiéndoles revelado el deseo de Su corazón acerca de que llevaran fruto (como la expresión de Su carácter de amor) en un mundo del que Él se ausentará, ahora les presenta la nueva compañía cristiana en la que puede verse este fruto. ¿No queda claro que para que el fruto llegue a expresarse totalmente necesita de una compañía? Pues es evidente que muchas de las gracias de Cristo apenas pudrían expresarlas un solo discípulo aislado de los demás. La paciencia, la bondad, la amabilidad y los otros rasgos de Cristo solo pueden expresarse en la práctica cuando nos hallamos en compañía de otros. Al comienzo del versículo 13 se nos dice que durante la ausencia de Cristo están en la tierra aquellos que llama los Suyos, a quienes Él ama hasta el fin. El hecho de que Él los ama hasta el fin demuestra que a pesar de todos los fallos que cometan, existirán hasta el final. Vistos desde una esfera externa, podrán estar divididos y dispersos, pero forman una unidad bajo la mirada de Él. «El Señor conoce a los que son suyos». Felices aquellos creyentes que se regocijan en la compañía de los suyos. Si Cristo estuviera corporalmente presente en la tierra, a todos nos gustaría estar en su compañía, pero como no es así será de nuestro agrado estar con quienes expresan algo de Su carácter. Si en medio de toda la confusión de la cristiandad hallamos a unos cuantos que sin ninguna pretensión manifiestan algún rasgo moral de Cristo serán, sin lugar a dudas, muy atrayentes para el corazón que ama a Cristo, mientras que los sistemas religiosos de los hombres perderán su atractivo por su mucho humanismo y lo poco que tienen de Cristo.

Qué importante es, pues, que pongamos toda nuestra atención al pasaje que nos revela los elementos morales de una nueva compañía de cristianos que forman la asamblea de Cristo durante Su ausencia. Al hablar de la compañía cristiana, debemos tener cuidado de no reducir su círculo a un número limitado de cristianos, o de ampliarlo para incluir en él a quienes no son de Cristo.

 

vv. 9-10. La señal más importante de la compañía cristiana es el amor con el que Cristo la ama. Esta compañía será ignorada por parte del mundo, que la menospreciará y aborrecerá si le es conocida, pero será amada por Cristo. Y el amor con que la ama es de tal profundidad que solo puede medirse con el amor con que el Padre ama a Cristo. El Padre miró a Cristo como Hombre en esta tierra y le amó con toda la perfección del amor divino; y ahora Cristo, desde la gloria, mira a los suyos en este mundo para derramar su amor sobre ellos a través de unos cielos abiertos.

A estos les dice el Señor que permanezcan en su amor. El disfrute de sus bendiciones y el poder del testimonio que den dependerán de si permanecen conscientes de Su amor. Las palabras solemnes del Señor dirigidas al ángel de la iglesia en Éfeso («has dejado tu primer amor»), indican el primer paso en el camino que conduce a la ruina y a la diseminación de la compañía cristiana. Su declive final vino cuando cesaron de dar un testimonio unido para Cristo y el candelero fue quitado (Ap. 2:4,5). Cuando los cristianos andaban gozando del amor divino nada podía prevalecer contra su testimonio de unidad, pero en cuanto perdieron su primer amor por Cristo tras perder de vista el sentimiento del amor de Cristo hacia ellos, pronto dejaron de presentar un testimonio conjunto ante el mundo. Cuántas veces se ha repetido la historia de la Iglesia en compañías pequeñas de los santos. Si hay alguien que quiera responder a las palabras del Señor y continuar en su amor, que ponga toda su atención en las directrices que Él marca para el camino. A nosotros solo nos es necesario continuar en su amor andando en la senda de la obediencia. «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor». El niño que insiste en hacer su voluntad, desobedeciendo a sus padres, aprecia muy poco el amor que le dan y se pierde el poder gozarlo. Lo mismo sucede con el cristiano, que retendrá el gozo del amor del Señor si anda en obediencia a la revelación de su mente.

Nos mantendremos en el amor de Cristo lo mismo que si quisiéramos quedarnos al sol para recibir el calor de sus rayos. El amor de Cristo se basa en el camino de la obediencia, que brilla por toda la senda de sus mandamientos. El guardarlos no producirá más amor que el calor producido por los rayos solares si caminamos por un sitio soleado, y para ser justos, la exhortación no es la de buscar o merecer el amor, sino la de permanecer en él. El propio Señor fue el ejemplo perfecto de Aquel que holló la senda de la obediencia: «Yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor».

 

v. 11. El otro gran rasgo de la compañía cristiana es el gozo de Cristo. Dice el Señor: «Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido». No se trata de un simple gozo natural, y mucho menos del gozo del mundo. Se trata del gozo de Cristo que brotaba «de un sentimiento ininterrumpido de sentirse gozando del amor del Padre». Sin duda, todos tenemos alegrías terrenales que tienen su sanción de Dios y pueden disfrutarse en el tiempo y en su lugar, pero son alegrías que acabarán decepcionándonos. Las alegrías de la tierra cesan y sus glorias pasan, y el vino de la alegría terrenal se acaba. Se nos permite beber del arroyo en el camino, pero este se seca (Sal. 110:7; 1º R. 17:7). Sin embargo, existe una fuente de alegría en el creyente que salta para vida eterna y nunca se agotará. Así se refiere el Señor al gozo de lo que puede permanecer en nosotros. En realidad, se trata de un gozo que dura más que las alegrías pasajeras, que permanece y tiene su origen en el amor del Padre, igual de duradero que el amor del cual brota.

El gozo del que aquí habla el Señor no es solo duradero, sino que además dice a los discípulos que estará en ellos. Si está en nosotros, no es como el gozo de este mundo que depende de las circunstancias externas. El salmista decía: «Tú diste alegría a mi corazón, mayor que la de ellos cuando abundan en grano y en mosto» (Sal. 4:7). Los goces terrenales dependerán de lo que prosperen las circunstancias de fuera, pero las alegrías del Señor se llevan en el corazón. En sus circunstancias externas, el Señor fue un desechado y proscrito, el Varón de dolores experimentado en quebranto. En su senda de obediencia perfecta a la voluntad del Padre nunca se movió de la plena comprensión de su amor, y fue en el amor del Padre que halló una fuente constante de todo su gozo. Y nosotros también, en tanto que andemos en obediencia al Señor, permaneceremos en la comprensión de su amor, ante cuyo calor no solo hallaremos gozo sino también aquella plenitud que quita de nuestro camino la pena por el fracaso y la angustia por las cosas terrenales.

 

vv. 12-13. La nueva compañía se caracteriza por su amor. No solamente es amada, sino que también ama, pues este es el mandamiento del Señor: «Que os améis unos a otros, como yo os he amado». Es un amor que no debe confundirse con un modelo humano, con sus esporádicas manifestaciones de egoísmo, sino un amor que no tiene otra norma que la del amor del Señor por nosotros, en el que no hay rastro del yo. El Señor dice al respecto: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos». La muerte no es vista aquí en su carácter expiatorio, sino como la suprema expresión del amor. El amor terrenal se siente atraído con frecuencia hacia algún objeto agradable, pero el amor divino se eleva sobre nuestros fallos y flaquezas, y nos ama a pesar de todo lo desagradable que hay en nosotros. Este es el amor de Cristo, y el amor que deberíamos conservar entre nosotros. Un amor que no es indiferente a nuestros fallos y tachas, y que además cumple su objetivo de hacer el mayor de los sacrificios posibles pasando por alto todo cuanto tenemos de desagradable, dando la vida por un amigo. Como alguien bien dijo: «no puede darse mayor prueba ni mayor nivel de amor».

 

vv. 14-15. La compañía cristiana es una compañía depositaria de las ricas confidencias de Cristo y de los consejos secretos del corazón del Padre. El trato que el Señor da a los suyos no es meramente de siervos, a quienes se les da órdenes que cumplan, sino de amigos a los que se les comunica secretos: «Todas las cosas que le oí a mi Padre, os las he dado a conocer». No se trata de que no fueran siervos (2ª Ped. 1:1, Judas 1; Rom. 1:1), pero eran mucho más que eso. Eran amigos, y si el privilegio de que fueran siervos era grande, el de ser amigos era mucho mayor. El siervo, en calidad de siervo, «no sabe lo que hace su Señor». Solo conoce la tarea que se le asigna y recibe las instrucciones justas para que la acometa. El siervo que es tratado como amigo sabe más, pues recibe el propósito secreto del Maestro para el que trabaja y lleva a cabo la obra. Un amigo es alguien con el que hablamos de nuestras cosas sabiendo que pueden llegar a ser de su interés, aunque no vayan con él. Así es como Dios trató a Abraham, el hombre llamado el amigo de Dios: «¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?» Vemos nuevamente que la obediencia de los mandamientos del Señor nos asegura el lugar de amigos bajo la misma premisa que anteriormente permitía conservar el gozo del amor. A menos que andemos en obediencia a los mandamientos del Señor, poco conoceremos los consejos del corazón del Padre. Si permanecemos en la senda de la obediencia, Él nos tratará como amigos.

 

v. 16. La compañía cristiana es una compañía escogida: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros». Estuvo de su mano el escogernos, no que nosotros le escogimos a Él. Y bien está que fuera así, pues si en un acceso de entusiasmo hubiéramos escogido nosotros al Señor como nuestro Maestro para dar fruto, al cabo de no mucho tiempo habríamos vuelto sobre nuestros pasos bajo la presión de las circunstancias. Personas voluntarias que en ocasiones se cruzaron en el camino del Señor, recibieron no poco estímulo que les permitió continuar el camino con Aquel que no tenía donde recostar su cabeza y era el escarnio de los hombres. Pero de aquellos a los que Él llamó, dice: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas». Sin duda alguna, aquí no se trata de ninguna cuestión de la elección soberana para la vida eterna, sino del amor que nos escogió y nos ordenó para poder llevar un fruto en la tierra que fuera duradero. Un bendito cumplimiento de esto lo encontramos en los apóstoles, pues la gracia de Cristo que se expresó en sus vidas los ha puesto como ejemplo del rebaño en todas las épocas.

Por último, la compañía cristiana depende de la oración para tener acceso al Padre en el nombre de Cristo. Gozando de su amor, y siendo admitida a las confidencias de Cristo y sus amigos, empiezan a ser instruidos en su mente, de modo que todo lo que pidan al Padre en el nombre de Cristo Él se lo dará.

Acabamos de ver cómo debe ser el círculo cristiano según la mente del Señor. Todo lo que en él es de Cristo puede conocerse y disfrutarse, pues no cabe duda de que estas palabras brotan dulcemente de los labios del Señor: «mi amor, gozo, mis mandamientos, mi Padre, mi nombre, etc.…». Aquí también se encuentra, como alguien ha dicho, «la completa historia del amor reflejada en el amor del Padre por su Hijo, en el amor de Jesús por su pueblo y en el amor de su pueblo entre sus miembros, marcando cada etapa del mismo la fuente y la pauta para la siguiente».

El cuadro que forma la compañía cristiana, cuya representación da aquí el Señor, es de lo más hermoso, pero es en vano que nos esforcemos en encontrar entre todo su pueblo cualquier expresión de los deseos del Señor. Sin embargo, e incluso dispersados como estamos y divididos, no vayamos a dejar que nuestro camino lo ordenen otras normas que no sean las que nos permitan, a cada uno, buscar responder individualmente a la mente del Señor.

 

v. 17. «Estas cosas» de las que habla el Señor fueron introducidas con el amor de Cristo a los suyos, con el fin de unirlos en un amor unánime los unos por los otros. Así es como podemos apreciar lo oportunas que son las palabras del Señor: «Esto os mando, que os améis unos a otros».

H. Smith


EL MANDAMIENTO NUEVO ES EL MANDAMIENTO ANTIGUO

 Lo nuevo place y lo viejo satisface


                   Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. (Juan 13:34) Ahora te ruego, señora, no como escribiéndote un nuevo mandamiento, sino el que hemos tenido desde el principio, que nos amemos unos a otros. (2 Juan 5)

Desde la antigüedad el hombre es inclinado a las cosas nuevas. “De los atenienses y residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban, sino en decir o en oír algo nuevo”. (Hechos 17:21) Lo que ha preocupado al mismo cielo es que desde la antigüedad como en el presente de la iglesia muchos de los santos no se han conformado con las sendas antiguas, se han dado a apetecer las innovaciones que hacen mucho daño al testimonio colectivo de la iglesia y a la espiritualidad del creyente. Lo nuevo siempre tiene la tendencia de encandilar, tentar, atraer, emocionar; por esto millares y millares atraídos por lo nuevo han fracasado, han caído en los escollos, se han estrellado en el parabrisas como las luciérnagas fascinadas por la luz. Siempre recuerdo el proverbio: “Lo que es nuevo no es verdadero, y lo que es verdadero no es nuevo”.

El primer hombre inducido por lo nuevo fue Caín, quien se apartó del camino y de la doctrina enseñada por Dios en el Edén; ignoró la sangre como base principal para la remisión del pecado. La escuela de Caín ha tenido muchas inscripciones; muchos han sido graduados y son maestros; éstos se llaman modernistas. Se burlan de los que enseñan la sana doctrina, y de los que practican la sangre de Cristo derramada por la limpieza del pecado. Dicen que es la religión del matadero. Es tal que en la Versión Popular del Nuevo Testamento eliminaron la palabra sangre en algunos textos: Mateo 16:17, Hechos 5:28, Colosenses 1:14,20. Con esto basta para indicar que el tiempo es apremiante. Hemos llegado a los días del cuidado personal. Pablo encargó a Timoteo: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina”. (1 Timoteo 4:16) En días pasados una hermana se encontró con otra que se fue a la diversa doctrina, al reclamarle su descarrío. La disidente le dijo: “Ahora es que estamos gozando y tenemos libertad”.

Esto me lleva a pensar en otros sujetos amantes del cambio y el nuevo orden: Estos vieron la congregación bajo un gobierno y estrecho; se juntaron contra Moisés y Aarón y les dijeron: “Basta ya de vosotros porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?” (Números 16:3) Coré quiso adelantarse a Laodicea, que significa ‘gobierno del pueblo’. Hay algunos que están diciendo por ahí: “La mesa es del Señor, y nadie puede prohibir que en verdadero creyente participe de la mesa del Señor; nadie puede poner la mesa del Señor a círculo cerrado”. Así me dijo uno en días pasados porque le reclamé la carta de recomendación. Sépase: la mesa del Señor es para los que están en comunión en su asamblea local, o trae su carta de recomendación de otra asamblea reconocida. Es notable que el Señor mismo fundara ese círculo cerrado, pues la noche que Él fue entregado el número de discípulos pasaba de cien, y sólo convidó doce discípulos para establecer la cena del Señor. ¡Cómo confunden estos modernistas el amor puro! Cuando uno muestra su celo por la santidad y dignidad del Señor, por la obediencia a su palabra, lo primero que dicen: “Allí no hay amor”. Ah, su propio corazón los engaña: “Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa”. (Santiago 3:16)

Balaam era muy astuto; era ducho en el refrán. “Lo nuevo place y lo viejo satisface”. “Enseñó a Balaac a poner tropiezos ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos y a cometer fornicación”. (Apocalipsis 2:14) Imagínese usted el atuendo que aquellas moabitas prepararon para tentar a los israelitas, ante cuyos ojos se mostraban cosas nuevas fascinantes. Como se bajaron de sus alturas, profanando su corona de separación para juntarse e imitar a un pueblo sin moral, idolatría, sin ningún conocimiento del Dios vivo y verdadero.

Por las calles de las ciudades, en las plazas públicas, en las vidrieras de exhibición, en el trato social, en el gremio laboral, en el con discipulado escolar, hay millares y millares de moabitas, y, desgraciadamente, hermanos y hermanas caen en inmoralidad con ellos, e imitan sus modas nuevas de año en año. La mujer apetece tanto la moda nueva, que se llega la moda “sapo”, es decir, poner el tacón del zapato debajo de los dedos del pie, ella se lo pone y la hermana evangélica también.

Los gálatas tuvieron la dicha de oír el evangelio predicado con gran fervor y poder, como si Jesucristo hubiese sido crucificado entre ellos, Gálatas 3.1. Pablo con una enfermedad en su cuerpo les anunció el evangelio con gran denuedo en el espíritu, Gálatas 4:13 al 15. Poco tiempo después, en ausencia de Pablo, los gálatas oyeron una voz nueva, una doctrina nueva, un evangelio nuevo: el evangelio social que libra del vituperio de la cruz de Cristo, Gálatas 6:12; el evangelio ecuménico. ““e puede beber unas copas sin permitir embriagarse; se puede ir al cine dos veces a la semana; se puede bailar sin llegar a la media noche; se puede ir a la misa para alcanzar a los romanistas para el evangelio. Jesucristo estuvo en las bodas de Caná y patrocinó el vino para que la gente gozase; fue a muchas comidas para predicar y alcanzar a los pecadores”.

¿Qué les parece el nuevo evangelio? “Otro evangelio”. En fin, hermano, se acerca un año nuevo; ¿qué va a hacer, inclinarse más al evangelio social, o permanecer en el mandamiento antiguo?

José Naranjo


MUJERES DE FE DEL NUEVO TESTAMENTO (5)

 


Una Mujer que vino



Cada uno de los escritores de los cuatro Evangelios relató la historia de María de Betania ungiendo al Señor Jesucristo. La historia de Lucas 7 es diferente y sucedió más temprano en el ministerio del Señor. No sabemos el nombre de esta mujer ni nada más acerca de ella, solamente que era pecadora. En vez de ponerle como título a este capítulo “Una mujer pecadora”, lo llamamos “Una mujer que vino”, porque el Salvador dijo: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6.37).

Un fariseo llamado Simón invitó al Señor a comer en su casa. La costumbre era quitarse las sandalias al llegar a una casa y reclinarse con las piernas extendidas hacia atrás cuando uno comía a una mesa. Los pies de los huéspedes eran lavados al llegar.

Jesús estaba a la mesa cuando llegó aquella mujer. Parece que la mujer ya había oído los mensajes del Salvador cuando Él le decía a la gente a su alrededor: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”, y ella había recibido el perdón de sus muchos pecados. Al saber que Jesús estaba allí, ella entró, llevando consigo su frasco de alabastro con un perfume costoso.

En seguida ella empezó a llorar de gratitud y sus lágrimas mojaron los pies de Jesús. Con sus largos cabellos ella secó sus pies, los besó y los ungió con el perfume del frasco. No era la costumbre de aquel tiempo que una mujer se soltara el cabello en público, pero esta

Cuando Simón vio lo que hizo la mujer, pensó que, si Jesús fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer era la que le tocaba, que era pecadora. Pero él sabía solamente que la mujer antes era una pecadora de la peor clase. Por eso Jesús le contó el caso de dos deudores; uno debía mucho más que el otro, pero ninguno de los dos podía pagar su deuda. Entonces el acreedor les perdonó la deuda a ambos. Cuando el Señor preguntó cuál de los deudores amaría más a aquel que los había perdonado, Simón contestó que sería aquel a quien se le había perdonado más.

Entonces Jesús le dijo a Simón que él no le había dado agua para lavarse los pies, aceite para ungir su cabeza, ni beso, porque no tenía aprecio por el Señor. La mujer lavó sus pies, los besó y los ungió con perfume. El Salvador también le dijo a la mujer tres cosas:

“Tus pecados te son perdonados”, “tu fe te ha salvado”, y “ve en paz”. Viendo la sinceridad de la mujer, Jesús le habló a ella de su fe. Pero Simón no podía ver la fe de ella, así que el Señor se refirió a lo que ella había hecho. No fue porque amaba mucho que sus pecados fueron perdonados, sino que como sus pecados habían sido perdonados ella sentía gratitud y amaba a su Salvador.

La mujer vino a Jesús y mostró su amor con sus hechos y su sacrificio. ¿Cuándo fue la última vez que hicimos un sacrificio mostrando nuestra gratitud a nuestro Señor Jesucristo?

Rhoda Cumming

CINCO HOMBRES DE CONVICCIÓN

 

Cinco hombres de convicción


1. José, el esclavo

Él dijo, No a la tentadora, Génesis 39.7 al 9.

Este joven fue vendido por sus hermanos, llevado a Egipto y comprado por un tal Potifar, oficial de Faraón. La honradez de José le ganó la plena confianza de este amo, pero su buen parecer despertó en la mujer de Potifar la concupiscencia. Ella hizo lo posible para que él cayera con ella en la fornicación.

Aunque alejado de su hogar y de sus padres, “Dios estaba con José”, y le fortaleció contra el ataque carnal. Le dijo a la mujer, “¿Cómo pues haré yo este gran mal, y pecaría contra Dios?” El ganó la victoria por su temor de Dios. Huyó del peligro y salvó su testimonio.

Oigamos el consejo santo del gran apóstol a su hijo Timoteo: “Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz”, 2 Timoteo 2.22. Hoy en día el joven creyente, sea varón o hembra, se halla rodeado de la corrupción que está en el mundo. Pero, como José, no debe contemporizar con el pecado, sino saber decir No.

2. Urías, el soldado

Él dijo, “Yo no haré tal cosa”, 2 Samuel 11.10,11.

En medio de un ambiente lúgubre, cuando David había consumado su nefando pecado contra Dios y mayor crimen contra su prójimo, la noble respuesta de Urías brilla como un rayo de luz entre las tinieblas. El no cedió a la tentación de la flojera en tiempo de guerra. David era culpable de flojera, quedándose en la casa cuando su patria le necesitaba para enfrentarse al enemigo, pero no pudo influir en Urías para que éste esquivara su deber como soldado.

Sus camaradas estaban peleando y de corazón él estaba con ellos. “El arca e Israel y Judá están bajo tiendas, y mi señor Joab, y los siervos de mi señor, en el campo; ¿y había yo de entrar en mi casa para comer y beber?”

Así el apóstol exhorta a Timoteo, “Pelea la buena batalla de la fe”, y “Sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo”. No hay tanta persecución en esta época, y la tentación es de abandonar las filas y amistarse uno con el mundo. Fue así con Demas; no le agradó el rigor de sufrir con Pablo en Roma, así que buscó una forma de vida más agradable. Sin duda él perdió la corona.

El apóstol, en cambio, peleó la gran batalla y su Capitán estaba esperando recibirle en gloria para decirle, “Bien, buen siervo y fiel ... entra en el gozo de tu Señor”, Mateo 25.21. Si sufrimos aquí, reinaremos con él allí.

3. Nabot, el súbdito

Él dijo, “Guárdeme Jehová de que yo te dé a ti la heredad de mis padres ... No te daré la heredad de mis padres”, 1 Reyes 21.1 al 4.

Nabot era otro hombre de convicción. Su viña había llegado a sus manos por disposición de Dios, y para él era una posesión sagrada que no debía vender. Por lo tanto, él no cedió a la solicitud — o la amenaza — del rey.

Todo creyente en Cristo ha recibido una herencia espiritual. La obra de la cruz le ha traído bendiciones y privilegios que no puede comprar con dinero. Ha recibido el conocimiento de la verdad y no debe venderlo. Ha sido separado del mundo y, si ha sido congregado al nombre del Señor Jesucristo, está en la responsabilidad de guardarse en la comunión.

Judas Iscariote vendió al Señor, y Satanás quiere negociar con el creyente como en el caso de Esaú. Lamentablemente hay quienes cambian su herencia espiritual por las cosas materiales. Se ausentan de la cena del Señor, abandonan la oración colectiva, descuidan la lectura de la Palabra y hasta cambian su oración privada por una especie de rezo. En Filipenses 3.18,19 leemos de una clase de gente que “sólo piensan en lo terrenal”.

El verdadero creyente no perderá su vida ni saldrá del tribunal de Cristo con pérdida. Nabot murió a manos de la sangrienta reina Jezabel, pero fue un mártir para la gloria de Dios. “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de vida”, Apocalipsis 2.10.

4. Mardoqueo, el consejero

Él pudo decir No al compromiso de arrodillarse ante Amán, Ester 5.9.

Amán el agagueo era enemigo de Dios y su pueblo, y quería que Mardoqueo se humillara ante él. Los demás siervos del rey lo hacían, porque así lo había mandado el rey mismo, pero la conciencia de Mardoqueo no le permitía hacer tal cosa, aunque corriera peligro de muerte por su resistencia.

Su firmeza provocó la ira y venganza de Amán quien, siguiendo el consejo de su mujer y amigos, mandó hacer una horca para colgar a Mardoqueo en ella; véase Ester 3.5 al 14.

No aparece el nombre de Dios en todo el libro de Ester, pero se ve su mano invisible actuando a favor de este hombre santo. Mardoqueo llegó a saber de un complot para asesinar al rey. Lo denunció; los conspiradores fueron ahorcados; y, todo fue escrito en el registro del rey. Así se puso fin al asunto, pero cierta noche Dios no permitió al rey dormir. El mandó traer el libro y supo lo que había hecho el judío. “¿Qué honra se le hizo a Mardoqueo por esto?” quiso saber el mandatario. Sin entrar en detalles, vemos ensalzado por el rey al hombre que no quiso rebajar el nombre de su Dios, y encontramos a Amán encargado del asunto.

Además de todo esto, leemos del nefando propósito de Amán de exterminar a todos los judíos en el imperio de los medos y persas. La mano de Satanás estaba detrás del asunto para destruir “la simiente de la mujer” para que no viniera el Salvador del mundo. Otra vez Dios impone su soberano poder, y por medio de la intercesión de Ester todo sucede al revés.

Como resultado del arrepentimiento, humillación y amargo clamor de los judíos — incluso de Mardoqueo, 4.1,3,16 — Dios concede a su pueblo terrenal una victoria aplastante sobre todos sus enemigos. Amán fue ahorcado sobre la misma estructura que él mandó a preparar para Mardoqueo.

“Mía es la venganza. Yo pagaré, dice el Señor”, Romanos 12.19.

En una de las tres tentaciones leemos que Satanás llevó a nuestro Señor a un monte muy alto, y le ofreció la gloria de todos los reinos si postrado le adorara. La noble respuesta fue: “Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás”. Como Mardoqueo, El no dobló la rodilla ante el dios de este siglo. Satanás es todavía el príncipe de la potestad del aire y sigue ofreciendo buena remuneración a los que están dispuestos a negar a su Dios y doblar la rodilla a él.

No lo haga, hermano o hermana, por halagüeñas que sean las ofertas o grandes las amenazas. Dios ha dicho, “Honraré a los que me honran”, 1 Samuel 2.30. Hay hermanas que se doblan ante el dios de la moda, y hay varones que doblan la rodilla ante el dios de la política, apartándose ambos de la senda de la separación del mundo.

En cambio, pensamos en los días de Elías el profeta, cuando Israel estaba dándole las espaldas a Dios y sirviendo a Baal con sus prácticas abominables. El profeta pensaba que sólo él había quedado fiel, pero Dios le contestó que había siete mil más que tampoco habían doblado la rodilla ante Baal.

Tomemos aliento; en toda época Dios puede contar con hombres y mujeres cuyo amor para con él es fiel en hechos además de palabras. ¡Que el Señor nos permita figurar en el grupo hasta que El venga!

5. Daniel, el sabio

Primeramente, él propuso en su corazón no contaminarse con la comida del rey, Daniel 1.8.

La convicción de abstenerse de las viandas reales fue motivada por el temor de Jehová. El salmista dijo: “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová”, y Daniel no era solamente hombre sabio por sus conocimientos científicos sino en lo espiritual también. Desde muchacho fue convertido a Dios y, como Timoteo, “sabio para la salvación”.

El libro de Daniel empieza con la entrega del impío rey Joacim a Nabucodonosor de parte de Dios. Fue encadenado. En el undécimo año de su reinado él murió y fue dado “la sepultura de un asno”, que quiere decir que su cuerpo fue arrastrado fuera de la ciudad para pudrirse en el campo raso; Jeremías 22.19.

Parece cosa rara que de ese ambiente de impiedad salieran jóvenes de la excelencia de Daniel, Sadrac, Mesac y Abed-nego, pero debemos tener presente que había una luz en medio de la oscuridad durante el reinado del infame Joacim. Hombres fieles de Dios, como Jeremías, Baruc, Elnatán, Delaía y Gemarías — véase Jeremías 36.25 — protestaron enérgicamente contra la apostasía e iniquidad de su época.

Daniel salió de Jerusalén sin haber sido contaminado por lo que le rodeaba, y al llegar a Babilonia fue fortalecido para sostenerse limpio y puro para Dios. No obstante, el hambre que sin duda había, tanto en el asedio de Jerusalén como en el largo camino a pie a Babilonia, este cautivo pudo resistir la gran tentación de comer lo que el rey le enviaría.

¿Por qué? Daniel sabía que la comida y el vino habían sido ofrecidos primeramente a ídolos y por lo tanto eran contaminados. Él y sus compañeros escogieron comer legumbres y beber agua, obedeciendo a su conciencia antes que a su apetito. Al cabo de diez días de prueba el jefe eunuco vio que sus rostros evidenciaban una salud mayor que la de aquellos que comieron las viandas reales.

Daniel ganó la primera prueba, la de su comida. La segunda fue un propuesto cambio de nombre. Se proponía darle el nombre de Beltsasar, identificándole con Bel, el dios del rey pagano. Otra vez, por convicción, salió vencedor. Si Daniel hubiera aceptado ese cambio de nombre, hubiera ganado favor ante otros, pero su propio nombre significaba, “Dios es mi juez”, y cada paso suyo fue ordenado por disposición divina.

El tercer cambio que otros procuraron imponer fue en cuanto a su fe en el Dios vivo y verdadero. Los gobernadores dijeron en el 6.5: “No hallaremos contra este Daniel ocasión alguna para acusarle, si no la hallamos contra él en relación con la ley de su Dios”. Su convicción fue tan firme, y su comunión tan íntima, que él prefirió pasar la noche en el foso con los leones hambrientos que negar a su Dios.

Otra vez ganó la prueba, y Dios pudo revelar a su siervo los detalles más profundos de su programa profético. Le fue otorgada una distinción sublime cuando el ángel se dirigió a él con las palabras, “Muy amado”, o, “Varón de mi delicia”. ¡Cuán contento quedó el corazón de Dios con su siervo que le honró en todo!

Que estos cinco ejemplos de hombres destacados por su convicción sean una inspiración para nosotros en procurar vivir para la gloria de Dios.

Santiago Saword