domingo, 11 de abril de 2021

LA VARA DE AARÓN QUE REVERDECIÓ

 


El arca del pacto cubierta de oro por todas partes, en la que estaba ... la vara de Aarón que reverdeció, Hebreos 9.4.


           

            En Números 16 leemos de una rebelión en el campamento de Israel en el desierto. Los causantes fueron Coré, Datán y Abiram. El motivo fue la envidia y la soberbia. Tal carnalidad es contagiosa, por lo que se juntaron con ellos doscientos cincuenta príncipes que querían hacerse sacerdotes en plena oposición a la Palabra de Dios. Pronto todo el pueblo fue contaminado con el espíritu de murmuración.

            Los tres cabecillas se enfrentaron con Moisés y Aarón, acusándoles de sobrepasar su autoridad y afirmando que todo el pueblo de Israel era santo y por lo tanto no debía haber distinción. Moisés no entabló una discusión con ellos sino llevó el caso en oración delante de Dios. A los que aspiraban el sacerdocio mandó a traer incensarios con carbones e incienso y presentarse delante de Jehová por la mañana.

            Entonces Moisés fue a la tienda de Coré, Datán y Abiram donde se había reunido la gente, y Dios hizo una cosa asombrosa: se abrió la tierra y se tragó las tiendas de esos rebeldes. Ellos descendieron vivos al infierno con todo lo que tenían, y los cubrió la tierra. Fuego salió de la presencia de Dios y consumió a los doscientos cincuenta príncipes. Sin embargo, se manifestó la clemencia en que Dios perdonó a los hijos de Coré, quienes fueron escogidos más bien para ser cantores en el servicio divino.

            En el Capítulo 17 leemos de las doce varas. El nombre de una tribu fue escrito en cada vara y éstas fueron puestas delante de Jehová durante una noche. Por la mañana la vara de Aarón había reverdecido mientras que las once restantes se quedaban como antes, muertas y secas. De esta manera Dios vindicó a su siervo Aarón como el único sumo sacerdote de Israel.

            Es de notarse que las varas no habían sido metidas en tierra, así que la vida en la de Aarón no era terrenal sino de arriba. Es un tipo de nuestro Señor, como el Padre le vindicó en resurrección como el gran sumo sacerdote de su pueblo. El vino del cielo y ha ido al cielo. En la vara no sólo hubo botones sino flores también. Estas nos hablan de las hermosuras del Señor: el más hermoso de los hijos de los hombres, la gracia se derramó en sus labios. Hubo a la vez almendras, evidencia de una vida fructífera, cual ninguna otra.

            La historia de los tres hombres nombrados se repite, en cambio, en el caso de Absalón quien por su soberbia quería destronar a su propio padre David y reinar en su lugar. Pero, en cuanto a Coré y su séquito, hubo intervención divina, mientras que Absalón sufrió una muerte trágica.

            Volviendo a nuestro Señor, Satanás despertó la envidia y el odio en los corazones de la nación, cosa que culminó en el crimen más horrendo de los siglos. Pero, “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”, Romanos 5.20. Dios es amor y es justo también, y tiene una cuenta pendiente con este mundo malvado. Al cabo de largos años de gracia, vendrá el día de venganza.

            En los tiempos apostólicos había hombres perversos, llamados falsos hermanos y falsos profetas. Judas advierte que “algunos hombres han entrado encubiertamente ... hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios”.

Y, para terminar: Si en realidad hemos resucitado con Cristo, que sean vistas las pruebas de la vida nueva como en la vara de Aarón:

 

·         Vida, no de la tierra sino de arriba, no en mundanalidad sino en espiritualidad.

·         “Flores” adornando la doctrina con un testimonio intachable, que refleje las virtudes de nuestro Señor.

·         “Almendras”, evidencia del fruto del Espíritu Santo en la vida.

           

            Bajo el régimen de la ley le estaba terminantemente prohibido a cualquier persona ajena a la familia de Aarón, ejercer el sacerdocio, aunque fuera un rey como Uzías. Al contrario, en esta dispensación de la gracia, todo creyente en Cristo, varón o hembra, no solamente es sacerdote santo sino también sacerdote real. Mayores son sus privilegios que los del sacerdocio bajo Aarón, pues con confianza puede entrar tras el velo rasgado y ofrecer sacrificios de alabanza, el fruto de labios que confiesan el nombre del Señor.

            “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes [excelencias] de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”, 1 Pedro 2.9. Y esto por los méritos de nuestro Señor Jesucristo.

NUESTRO INCOMPARABLE SEÑOR (4)

 

Hijo de David y Señor de David

 El primer título con que nuestro Señor se reviste en el Nuevo Testamento, en el primer versículo de Mateo, es el de Hijo de David: “Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”. Y el primer título dado a David es el de rey: “Isaí engendró al rey David, y el rey David engendró a Salomón”.


David como rey

El Espíritu Santo nota cuidadosamente que David está vinculado con Cristo según la carne, que es ascendiente del Señor. Nuestro Señor viene de la línea y familia de David, y como tal todas las glorias pertenecientes al reino, tema de la profecía del Antiguo Testamento, le corresponden a él.

            Al proseguir en la lectura de este capítulo al comienzo de Mateo, siguiendo las pisadas de las generaciones, nuestros ojos se centran en el nombre Jesús, el que viene no para salvar a Israel de los filisteos sino salvar a su pueblo de sus pecados. Antes de haber continuado mucho, aprendemos de hombres sabios del Oriente, preguntando en las calles de la ciudad capitalina de David dónde está aquel que ha nacido Rey de los judíos. Nuestro Señor es hijo de David. Está en la línea clara y directa de la sucesión de aquél, y por lo tanto nace Rey. El trono de David es suyo por derecho, y con ese trono el imperio mundano que le corresponde.

            David Baron, el conocido escritor judío y evangélico, ha señalado que nuestro Señor es el último cuya descendencia de David ha podido ser probada adecuadamente. Una vez destruidos Jerusalén y el templo en el año 70, y con ellos los registros genealógicos de la nación, hubiera sido humanamente imposible restablecer la secuencia ya conocida.

            Es claro en las Escrituras que el Mesías tendría que establecer que era en realidad el hijo de David. Este título se concedía por lo regular a nuestro Señor. En el Evangelio según Mateo hay hombres ciegos que le solicitan una bendición, empleando este lenguaje: “Jesús, hijo de David, ten misericordia de nosotros”. Hay una mujer de los gentiles, de Sirofenecia, que busca también la benevolencia suya y emplea el mismo lenguaje. En el capítulo 12 la población se pregunta a una: “¿Será éste aquel Hijo de David?”

            En el capítulo 21 nuestro Señor reclama formalmente el trono de David. Deliberadamente cumple de una manera literal las palabras del Antiguo Testamento bien conocidas al pueblo judío. “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna”, Zacarías 9.9.

            Mientras Él procedía, el pueblo le aclamaba, diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David!” Aun los niños le cantaban sus alabanzas en estas palabras, y cuando algunos les mandaron a guardar silencio, nuestro Señor respondió en las palabras de David: “De la boca de niños y los que maman perfeccionaste la alabanza”. Perfeccionamos la alabanza cuando damos a Cristo lo que le corresponde. Uno no precisa de cabeza llena de conocimiento bíblico, o un corazón desbordándose de visión misionera, para dar alabanza perfecta; cuando rendimos a Cristo lo suyo con la sencillez de un niño, perfeccionamos la alabanza.

            Sus enemigos han podido cuestionar su afirmación de ser el Hijo de David; no dudamos de que hayan querido hacerlo, pero aparentemente nadie se atrevió. Más adelante los apóstoles fueron acusados y encarcelados por predicar el evangelio, pero ninguno fue llevado ante un juez y acusado de haber mentido al proclamar que Jesús de Nazaret era el Hijo de David.

            Acordémonos: Esto era importante, una verdad a ser confesada en el evangelio. El evangelio de Dios difiere de las filosofías y los sistemas vaporosos, místicos y vagos que hombres han ideado y encajado sobre la raza humana. De ninguna manera pueden ser definidos en términos de realidad y certitud. Precisar su sentido es como intentar recoger vapor con tenedor.

            Pero el evangelio de Dios tiene sus raíces en la historia humana. “Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos conforme a mi evangelio”, 2 Timoteo 2.8, fue el instructivo que Pablo dio. Cristo, quien es la suma del mensaje que predicamos, es en verdad Hombre. Él cuenta con un linaje legítimo, humano, y la historia sobre la cual el evangelio se basa es una de la realidad humana.

            Así, cuando Pablo se sentó a escribir el tratado más profundo que existe, la explicación inspirada del evangelio como es la Epístola a los Romanos, él definió su evangelio en este mismo lenguaje: “Él evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las Santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos”.

            Allí en la gloria nuestro Señor no rehúsa llevar ese mismo título. Cuando Juan miró y vio al Cordero en medio del trono, él sabía que contaba con la mayor autoridad para creer que aquel Cordero era idéntico a Uno cuyo título es El León de la Tribu de Judá. En el último de los mensajes que la Biblia tiene para su Iglesia, dice: “Yo soy la raíz y el linaje de David”.

David como profeta

No sólo está David delante de nosotros como un Rey en el Nuevo Testamento, sino como profeta también. Al recordar cuán ocupada y accidentada era la vida de David, nos sorprende lo poco que habla el Nuevo Testamento sobre lo que él hizo. Mucho más leemos allí de lo que dijo y escribió. Él es importante para nosotros como profeta porque, como recalcó Pedro en el Día de Pentecostés, “el patriarca David ... siendo profeta”, y “David ... mismo dice ...”

            David está vinculado con Cristo por cuanto es uno de los profetas que testificó anticipadamente de su sufrimiento y gloria. Las palabras que el Espíritu le mandó a escribir en sus salmos son palabras que fueron empleadas a menudo por los primeros predicadores cuando hacían saber a sus oyentes las demandas de Dios sobre ellos.

            David testifica acerca de la senda de Cristo. Pedro escribe citando lo que dice el Salmo 16 acerca de las palabras que se referían proféticamente a Cristo: “Veía al Señor siempre delante de mí”. Aquí hay un testimonio en cuanto al andar intachable de nuestro Señor. Adán fue colocado aquí en una hermosa escena de inocencia, pero él no veía al Señor siempre delante. Él cayó y nos involucró a todos en ruina. El Señor Jesús entró en una escena desfigurada por el pecado, pero veía siempre al Señor Jehová delante de él. Nada hizo sin referirse a Dios, y por consiguiente contaba con él siempre a su diestra y nunca fue conmovido. El andar de nuestro Señor fue uno de comunión continua y placentera, paso a paso en armonía con Dios. Las olas de tentación caían en vano sobre él; el gran Hijo de David no sería conmovido.

            En esa senda Él encontró profundo gozo. “Mi corazón se alegró, y se gozó mi lengua”, Hechos 2.26, citando Salmo 16.9. No hay gozo tan pleno ni paz tan tranquila como el gozo y la paz de aquel que anda en comunión con Dios. Así, cuando nuestro Señor se encontró cara a cara con la oscuridad de la muerte, ésta fue su confianza “No dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción”. Pedro nos hace saber que David, al hablar así, no se refería a sí mismo. Las palabras del Salmo van mucho más allá de cualquier experiencia que David conoció. Hay un sepulcro no muy lejos de Jerusalén donde yacen aún ahora el polvo y los huesos de David, pero hay otro sepulcro, allá en un huerto, que está vacío. “Aquel a quien Dios levantó, no vio corrupción”, Hechos 13.37.

            David testificó acerca de la senda de Cristo, su andar perfecto, su muerte y resu-rrección. En el Salmo 110 testifica de la exaltación de Cristo. “Jehová”, escribe David, “dijo a mi Señor. “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. Pedro razona de la misma manera que David no ha podido decir esto acerca de sí mismo por cuanto él llama “mi Señor” a la persona acerca de quien escribe.

            Nuestro Señor mismo cita a David y señala que era profeta y que dio testimonio a la persona de Cristo. Hubo un día cuando nuestro Señor, habiendo contestado muchas preguntas, preguntó: “¿Qué pensáis del Mesías? ¿De quién es hijo?” Todo muchacho judío sabía eso. Era fácil, y contestaron enseguida: “De David”. “Pero”, prosiguió nuestro Señor, “David en el Espíritu le llama Señor; en una conversación celestial había oído a Jehová decir a su Señor: «Siéntate a mi derecha.» Ustedes dicen que es Hijo de David. David le llama Señor. ¿Cómo resuelven este enigma?”

            Hijo de David, con todas las ideas de subordinación que la palabra hijo comunica. Señor de David, con todas las ideas de superioridad que la palabra señor comunica. ¿Cómo pueden ser ciertas ambas cosas a la vez? Eso iba más allá de toda la teología de aquella gente de Mateo capítulo 22. David había escrito de Uno que vendría por su propia línea de descendencia según la carne, pero que era su Señor. No sólo hombre, sino Dios.

            Como profeta, David dio testimonio al poder de Cristo. Esa fue una gran reunión de predicación al aire libre de la cual se habla en Hechos capítulo 4. Tiene que haber sido al aire libre porque uno no concibe de una apertura como ésa si aquellos predicadores tuviesen un techo sobre la cabeza: “Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra ...” Pedro y Juan apenas habían sido sueltos de la cárcel y, llegando a los suyos, van a la oración. Las primeras palabras que salen de sus bocas son: “Soberano Señor”.

            Y ellos prosiguen, manifestando su fe al citar las palabras del segundo salmo. Las naciones se agitan, los potentados se oponen, los gobiernos persiguen, pero todos pueden hacer tan sólo lo que Dios ha dispuesto de antemano que hiciesen. El Señor que ellos servían era el Soberano, y con el desenvolvimiento de la historia del universo en sus manos. Por lo tanto, ellos dos y sus hermanos oraban con calma, no rogando ser liberados de sus perseguidores, o que sus enemigos fuesen desmenuzados como vasija de alfarero, Salmo 2:9, sino que les fuese concedida a ellos mismos gracia para hablar con denuedo la Palabra de Dios.

David como hombre

Contemplamos al Rey David con admiración, y guardamos una distancia respetuosa. Pensamos en David el profeta con algo de temor reverencial, teniendo presente la dignidad de ese oficio. Pero David era hombre también, un hombre de verdad, un hombre con pasiones como las nuestras; un hombre que conocía de cerca a Dios. En el Nuevo Testamento se habla no poco acerca de David como hombre de carne y hueso, y de su trato con Dios.

            En términos amplios, el Nuevo Testamento se divide en dos: los cuatro Evangelios y Hechos son históricos; las epístolas y el Apocalipsis son doctrinales. En cada una de estas dos divisiones, los primeros dos hombres del Antiguo Testamento que se mencionan son Abraham y David. No sólo Mateo, sino también la Epístola a los Romanos, nos presentan estos hombres; en el tercer versículo de esa epístola leemos de “nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne”. Sin embargo, el propósito en Romanos no es establecer genealogía sino de destacar las relaciones íntimas que los dos hombres gozaban con Dios.

            La primera palabra dicha en la Biblia acerca de David trata de esto mismo. Samuel habló a Saúl en el momento en que éste fue desechado, mucho antes de que figure el nombre de David; el profeta dice: “Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón”, 1 Samuel 13.14, y Pablo agrega, “... quien hará todo lo que yo quiero”, Hechos 13.22. Los capítulos vienen y van, y por fin aparece el joven David. Y luego el relato largo de su historia.

            Ahora, sabemos bien que la vida de David no estaba libre de mancha, y que los relatos del Antiguo Testamento narran fielmente sus fracasos tristes. Hay casi cincuenta referencias a David en el Nuevo Testamento, pero ni una de ellas hace mención de su comportamiento en Gat ante Aquis, cuando fingió locura y cambió su conducta por miedo de los filisteos, y la ocasión cuando dijo: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl”. El Nuevo Testamento pasa por encima de aquello. Ni una palabra se repite en el Nuevo Testamento sobre aquel horrible asunto de Urías el heteo y Betsabé su esposa. La debilidad suya en el hogar a causa de la cual dejó de atender primero a Amnón y luego a Absalón: nada hay sobre estos asuntos en el Nuevo Testamento. Ni su orgullo al censar el pueblo, ni esas palabras de venganza que pronunció contra Simei y Joab desde su lecho de muerte. Se guarda silencio.

            En cambio, el Nuevo Testamento dice de nuevo lo que Dios había dicho antes que sucedieran estas cosas: “Varón conforme a mi corazón”. Es que David era un hombre perdonado, y el perdón que Dios da lleva consigo el olvido de toda transgresión. Y cuando David había cumplido plenamente toda la medida del servicio que le fue asignado, el “durmió”, como dice Hechos 13.36. Lenguaje tierno es éste, figura del trabajador que, su faena del día realizada, se acuesta y entra en el reposo merecido.

Preguntas y Respuestas


 

1. ¿Qué suceso maravilloso ocurrió en Jerusalén al día de Pentecostés?

àEl Espíritu Santo descendió del cielo, según lo prometiera el Señor Jesucristo, y formó la Asamblea, bautizando a los creyentes allí congregados, en el Cuerpo de Cristo (Hch 2:1-4).

 

2. Se nos dice en Hch 2:47, que «el Señor añadía cada día a la Asamblea los que habían de ser salvos». ¿Qué demuestra esto con res­pecto a la Asamblea?

àEsto demuestra que la Asamblea ya estaba en existencia, de otro modo el Señor no hubiese podido añadir cada día a ella los que habí­an de ser salvos.

 

3. ¿Qué es necesario que hagan las personas para ser añadidas a la Asamblea que Cristo está edificando?

àPara ser añadidas a la Asamblea que Cristo está edificando es necesario que las personas crean al Evangelio y confíen en el Señor Jesucristo como su Salvador. Al hacerlo así, el Espíritu Santo los bautiza en el Cuerpo de Cristo.

 

4. Conteste la pregunta con más detalles citando de las Escrituras.

àCuando los pecadores creen al Evangelio y confían en el Señor Jesucristo como su Salvador (Jn 1:12, 13), nacen de nuevo por la operación del Espíritu Santo (Jn 3:5), y de este modo vienen a ser hijos de Dios (Gá 3:26). Dios envía el Espíritu Santo en sus corazones (Gá 4:6). El Espíritu Santo los sella para el día de la redención (Ef 1:13, 14; 4:30) y los bautiza en el Cuerpo de Cristo, la Asamblea (1 Co 12:13). Así es como el Señor Jesucristo, Quien está edificando Su Asamblea (Mt 16:18), añade a Ésta (Hch 2:47).

5. ¿Qué mandamiento dio el Salvador resucitado a Sus discípulos que de ser obedecido habría podido extender la Asamblea por todas partes sobre la faz de la tierra?

à«Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mr 16:15).

6. ¿Qué medio utilizó el Señor para hacer que los primeros misioneros salieran a predicar el Evangelio?

àPor medio de la persecución. La persecución los esparció, y mientras iban, predicaron el Evangelio a todas partes (Hch 8:1-4).

7. Cite un versículo que definidamente nos diga que el cuerpo del creyente es el templo del Espíritu Santo.

à1 Co 6:19: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?».

La Trampa de las Transgresiones Toleradas (4)


 El Chisme

“Me llamo Chisme. No le tengo ningún respeto a la justicia.

Mutilo sin matar, rompo corazones y arruino vidas.

Soy astuto, malicioso, y con el paso del tiempo agarro más fuerza.

Mientras más me citan, más creen. Prospero en todo nivel de la sociedad.

Mis víctimas están indefensas; no se pueden proteger de mí

porque no tengo ni nombre ni rostro. Una vez que mancho alguna

reputación, jamás volverá a ser la misma.

Arruino carreras y causo noches de insomnio.

Creo sospechas y genero angustia. Incluso mi nombre sisea.

Me llamo Chisme”.

Autor desconocido


            Como cristianos somos muy prontos para condenar a aquellos que se involucran en formas serias de asalto verbal: “blasfemadores” (los que denigran, hablan mal o maldicen a otros), “acusadores falsos” (calumniadores - de la palabra griega para el diablo), y “murmuradores” (los que hablan en contra de alguien, o difaman a otros). Pero, ¿excusamos a los chismosos? ¿Somos culpables también de chismear? ¿Compartimos información de las vidas personales de otros que no sirve para ningún propósito noble?

            El chisme es información sobre la con-ducta y vida personal de otros, y a menudo es sensacional e íntima en su naturaleza. La palabra griega para “chisme” significa “susurrar”. La palabra en sí implica algo hablado en secreto que no debería ser mencionado abiertamente. Un “chismoso” e Íntimos.

            Aparte de “chismosos” y “susurradores”, hay otras descripciones a lo largo de la Biblia. El Antiguo Testamento habla de los que “andan en chismes” para describir al que “se dedica a sembrar chismes”, o uno que revela secretos que no deberían ser compartidos. El Nuevo Testamento habla de los que “se entremeten en lo ajeno” para referirse a los que se inmiscuyen en los asuntos de otros, y hablan interminablemente de los asuntos de otros. Una definición bíblica del chisme es la difusión de rumores o secretos, hablando de alguien a sus espaldas, o repitiendo alguna cosa sobre otro que realmente no es beneficioso.

            ¿Por qué nos llama la atención el chisme? El chisme es atractivo, despierta interés, es sensacional y revelador. Las palabras secretas a espaldas de otro le dan al chismoso la sensación de ser conocedor. “Las palabras del chismoso son como bocados suaves, y penetran hasta las entrañas”, Proverbios 18.8, 26.20-22. Hay algo en nuestra naturaleza pecaminosa y presumida que quiere oír de las fallas y los problemas de otros. En alguna forma perversa sentimos que los defectos de otros nos hacen ver mejor a nosotros mismos.

            Pero la realidad es que el chisme es pecaminoso. El chisme es una característica de los que han rechazado a Dios. Pablo dice del inconverso: “murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos”, Romanos 1.30. El chisme es producto de la naturaleza pecaminosa, no del Espíritu, y por eso Pablo temía que al llegar a Corinto hallaría “contiendas, envidias, iras, divisiones, maledicencias, murmuraciones, soberbias, desórdenes”, 2 Corintios 12.20. El cristiano debería evitar el chisme debido a su fuente. Es fruto de la naturaleza caída.

            No solamente es pecaminoso, sino que también es dañino. Traiciona a amigos y causa resentimiento hacia otros. “El hombre perverso levanta contienda, y el chismoso aparta a los mejores amigos”, Proverbios 16.28. Chismear divulga secretos y mancha reputaciones, y la gente juzga el carácter de otros basado sobre la información compartida. Hay amistades que son arruinadas cuando se pierde la confianza. “El que anda en chismes descubre el secreto; más el de espíritu fiel lo guarda todo”, Proverbios 11.13.

            Aún más serio es que el chisme genera desconfianza, resentimiento y contiendas entre creyentes. En Proverbios leemos: “Sin leña se apaga el fuego, y donde no hay chismoso, cesa la contienda”, 26.20. Palabras alegadas, motivos insinuados, supuestas intenciones y verdades a medias son la esencia del chisme. El chisme no está comprometido con la verdad. No hay “verificadores de información” para analizar el chisme antes de que se comparta. Mientras más se repite, más se acepta como si fuera verdad. A menudo se perpetúa y le echa leña a los conflictos entre creyentes.

            En las Escrituras se les manda a los cristianos a quitar toda maledicencia y calumnia, y a evitar el chisme. En el Antiguo Testamento Dios dijo: “No andarás chismeando entre tu pueblo”, Levítico 19.16. En el Nuevo Testamento Pablo escribe: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia”, Efesios 4.31. Pedro explica el mismo punto: “Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones”, 1 Pedro 2.1. El cristiano no debe caracterizarse por ninguna forma de expresión difamatoria — maledicencia, detracciones, calumnia e incluso el chisme. Mas bien debe comprometerse a hablar la verdad. “Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros”, Efesios 4.25.

            Según el Señor Jesucristo, la marca que distingue a los cristianos es que muestren “amor los unos con los otros”, Juan 13.35. El chisme no es amor en acción. Compartir información privada o personal de otros creyentes (especialmente sus fallas y faltas) es lo opuesto a amarlos. El amor “no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad”, 1 Corintios 13.6. “Y, ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados”, 1 Pedro 4.8.

            El chisme se disfraza frecuentemente con ropa religiosa. Compartimos información “para que puedas orar”, o para que “sepas cómo es la situación verdadera”. Aunque ciertamente hay ocasiones en las que se requiere compartir información, tenemos que revisar nuestros motivos. ¿Hemos considerado el daño irreparable que nuestras palabras podrán causarles a otros? ¿Las palabras que hablamos han sido verificadas?    ¿Son palabras que destrozarán la reputación de otros? Examinemos, pues, nuestras conversaciones y revisemos bien nuestros motivos. En vez de chismear, hablemos palabras de verdad, motivados por amor.     

Ganando Almas a la manera bíblica (4)

 

El ministerio del Espíritu Santo

            Para poder tratar con las almas de manera inteligente, necesitamos ser conscientes del rol del Espíritu Santo en la salvación. Tal consciencia nos librará de los peligros de incentivar falsas profesiones y de enorgullecemos de nuestros resultados.

                       La Escritura enseña repetidas veces que el nuevo nacimiento es una obra milagrosa y sobrenatural de Dios (Juan 1:13; 1 Corintios 3:6), y que el Espíritu Santo es la Persona de la Trinidad que lo hace posible (Juan 3:5).

            El Espíritu de Dios es soberano, es decir, que hace lo que quiere, y no rinde cuentas de ninguna de Sus razones (Job 33:13). Cuando el Señor Jesús habló con Nicodemo, le recordó que: “El viento sopla de donde quiere (elige)” (Juan 3:8), enfatizando así la naturaleza soberana e impredecible de las actividades del Espíritu.

            Es por eso que, desde el punto de vista divino, con frecuencia nos encontramos con una persona salva y el resto de su familia perdida. Eso explica por qué una persona como Saulo de Tarso se convierte cuando menos se lo espera (Hechos 9:1-31). Explica por qué un versículo de la Escritura que para alguien carece de significado, puede ser la palabra justa para la salvación de otra. Explica por qué un ganador de almas nunca puede saber con anticipación qué almas serán salvas y cuáles no.

            La soberanía del Espíritu Santo no quiere decir que el hombre no juegue rol alguno en su conversión. La Biblia nos enseña con igual cla­ridad que la responsabilidad del hombre es creer en Cristo (Hechos 16:31). Dios ofrece sinceramente salvar a toda persona que reciba a Su Hijo por la fe Juan 1:12).

            Aunque no podamos reconciliar la soberanía de Dios y la libre voluntad del hombre en nuestras mentes, debemos mantener ambas doctrinas en perfecto equilibrio porque ambas son enseñadas en la Biblia.

            Es imposible describir exactamente cómo el Espíritu Santo produce el nuevo nacimiento. “Oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” Juan 3:8). Sin embargo, podemos decir en general, que primero despierta un verdadero sentido de necesidad en la vida de la persona. (A causa de la importancia del tema de la convicción de pecado, y su aparente indiferencia actual, se dedicará una lección aparte para estudiarlo). Luego, lo lleva a reconocer la inutilidad del esfuerzo humano. Y, final­mente, le revela al Señor Jesucristo como el único que puede satisfa­cer su necesidad.

            El obrero cristiano debe recordar siempre que la obra del Espíritu Santo no debe ser usurpada. La parte que le toca al ganador de almas es sembrar la semilla y regarla por medio de la oración. El papel del Es­píritu es producir la convicción y la conversión.

            En su celo por servir al Señor y ayudar a su prójimo, el cristiano a veces se enfrenta a la tentación de arrancarle una confesión a la perso­na a la que evangeliza.

            Tal esfuerzo puede ilustrarse en el siguiente diálogo:

 

Pregunta: “¿Cree usted que la Biblia es la Palabra de Dios?”

Respuesta: “¡Sí!”

Pregunta: “¿Sabe que usted es un pecador?”

Respuesta: “Sí, todos los hombres son pecadores.”

Pregunta: “¿Cree que Cristo murió por los pecadores?”

Respuesta: “Sí, lo creo.”

Conclusión: “Entonces es salvo. La Biblia dice que todo el que cree esto es salvo.”

 

            Pero, ¿es realmente así? ¿Ha obrado el Espíritu Santo en su vida? ¿O es solamente una aceptación intelectual de ciertos hechos? ¿Es una falsa profesión?

            Existen tres peligros serios en una falsa profesión:

            La persona puede estar segura de que es salva, mientras en realidad está en peligro del castigo eterno.

            Puede involucrarse en la congregación y causar dificultades in­necesarias al pueblo de Dios.

            Sus amistades inconversas esperarán más de lo que la persona es capaz de lograr. Muchos reproches vienen sobre el nombre de Cristo por causa de la conducta de falsos profesantes.

            Por tanto, el obrero debería evitar presionar a una persona para que haga su profesión de fe. El gran ganador de almas, D. L. Moody, escribió: “Nunca le diga a un hombre que se ha convertido. Nunca le diga que es salvo. Permita que el Espíritu Santo sea quien se lo revele”. Esto es particularmente cierto en el caso de los niños, cuyas mentes son susceptibles a peticiones emocionales e invitaciones altamente persuasivas. El Nuevo Testamento no ofrece ejemplos de esfuerzos prolongados para inducir a alguien a la confesión. En lugar de eso, el patrón que se le muestra al cristiano es presentar la Palabra fielmente y en oración, y luego depender del Espíritu para que regenere el alma.

            Es realmente triste que muchos de los métodos modernos de evangelismo surjan de una pasión por tener un gran número de con­vertidos. Es ciertamente un motivo fundamental. Pero el ganador de almas siempre debe recordar lo siguiente:

            Cuando los discípulos volvieron al Señor, jactándose de que aun los demonios se sujetaban a ellos, Él contestó: “No os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:20).

            Es bastante imposible para nosotros poder evaluar los resultados de nuestro ministerio. ¿Cuál es el valor de alardear por te­ner docenas de convertidos si ninguno de ellos es verdaderamente salvo? Como se ha dicho: “El cielo será el mejor y más seguro lugar para oír sobre los resultados de nuestro trabajo”.

            Muy pocas personas son salvas solo a través de un gana­dor de almas. Frecuentemente hay muchos eslabones en la cadena de la salvación. Uno siembra, y otro cosecha. A veces, nosotros cose­chamos donde no dedicamos ningún esfuerzo Juan 4:37-38).

            Por último, el número de almas que se salvan por medio de nosotros no es la única medida de nuestra fidelidad. “A es­tos ciertamente olor de muerte para muerte, y a aquellos, olor de vida para vida” (2 Corintios 2:16). En otras palabras, algunos hombres escuchan el evangelio de nuestros labios y son salvos. Otros escuchan el mensaje, lo rechazan y mueren. Sin duda el Señor juzgará nuestro éxito tanto por lo último como por lo primero (aunque preferiríamos lo primero).

            Para resumir, diremos que el ganador de almas debe recordar que solo el Espíritu Santo de Dios puede hacer que alguien nazca de nue­vo; que no debería intentar usurpar Su oficio al presionar la decisión; que no debería jactarse de sus logros. Nuestro celo no debe disminuir cuando nos damos cuenta del rol preponderante del Espíritu en la sal­vación, más bien debería animarnos a ser más dependientes de Él y sujetamos a Su dirección.

LA SEGUNDA EPÍSTOLA A TIMOTEO (15)

 

5. El Servicio de Dios en un Día de Ruina

            2 Timoteo 4

            En el capítulo tercero el apóstol ha predicho muy plenamente la terrible condición de la profesión cristiana en los postreros días y, además, ha recordado a los creyentes la rica provisión que Dios ha hecho para que ellos puedan estar preparados "para toda buena obra" en un día de mal abundante.

           


Habiendo presentado la ruina de la profesión y los recursos del piadoso, Pablo, en este cuarto capítulo, da instrucciones especiales para el servicio del Señor en el día de fracaso general.

            La experiencia nos dice que en un día en que el mal va en aumento en la profesión cristiana y en un día de debilidad entre el pueblo de Dios, el siervo se puede desalentar fácilmente y desanimarse en su servicio. De ahí la importancia de estas instrucciones en las cuales el escritor, en lugar de permitir que el estado penoso y desesperado de la Cristiandad sea una excusa para la apatía de parte del siervo, lo utiliza como un incentivo para un servicio más ferviente.

            (V. 1). El apóstol comienza esta porción de su enseñanza presentando los argumen-tos de su apelación a los creyentes a perseverar en su servicio para el Señor. Él habla con toda solemnidad como estando ante Dios y Cristo Jesús, el gran Observador de nuestra posición y de la actitud que asumimos, y nos insta al servicio en vista de tres grandes hechos:

            Primero, Cristo es el Juez de vivos y muertos. Él es el Arbitrador de la senda que caminamos y de nuestra condición en esa senda. Además, la condición de la profesión cristiana es tal que la mayoría no es convertida y va camino al juicio, sea como hombres vivientes cuando Cristo se manifieste o contados con los muertos ante el Gran Trono Blanco. Nos conviene, entonces, advertir a los hombres acerca del juicio por venir y señalarles al Salvador.

            En segundo lugar, Pablo nos anima a continuar en nuestro servicio mediante la gran verdad de la manifestación de Cristo. La mejor traducción es "mediante Su manifestación", haciendo de esta manifestación un segundo hecho y distinto del juicio de los vivos y los muertos. Él no habla del rapto de la iglesia, sino de la manifestación de Cristo para reinar, ya que el galardón por el servicio siempre está conectado con la manifestación. La Palabra es, "He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra." (Apocalipsis 22:12).

            En tercer lugar, somos animados al servicio mediante la mención de "su reino". Toda alma salvada por medio de la predicación del evangelio añadirá a la gloria de Cristo cuando Él venga a reinar y a ser glorificado en Sus santos.

            Entonces, ya sea el juicio de los impíos, el galardón del siervo, o la gloria de Cristo, allí está cada incentivo para que el siervo persevere en su servicio.

            (V. 2). Habiendo indicado los argumentos de su apelación, el apóstol pronuncia sus encargos para el servicio. Si los hombres son responsables para con Dios, entonces han de predicar "la palabra"; tienen que insistir (o "instar" - VM) "a tiempo y fuera de tiempo". Si Cristo ha de juzgar, entonces han de redargüir (refutar) y reprender a aquellos que viven de una forma que pide juicio. Si los santos van a ser galardonados en la manifestación de Cristo, entonces se tiene que exhortar "con toda paciencia y doctrina."

            El siervo tiene que predicar "la palabra". Esto no es simplemente el evangelio al pecador, sino "la palabra" de Dios tanto a los pecadores como a los santos. Hay una necesidad, también, para instar a la predicación, así como a predicar en todo tiempo. La palabra de Dios es para todos y en todo tiempo. La refutación y la reprensión se pueden necesitar tanto entre los santos como entre los pecadores. Pero esto sólo puede ser mediante la predicación de la Palabra, pues es solamente la Palabra la que redarguye. Podemos procurar redargüir y reprender mediante nuestras propias palabras y argumentos, sólo para hallar que nosotros irritamos y provocamos resentimiento. Las reprensiones, si han de ser eficaces, deben estar basadas sobre la palabra de Dios. Para aquellos que están dispuestos a someterse a la Palabra y aceptar sus refutaciones y reprensiones, hay palabra de estímulo.

            Cualquiera sea la forma que el servicio pueda tomar, este ha de ser llevado a cabo con "toda paciencia" y conforme a la verdad o "doctrina". La Palabra seguramente hará surgir la oposición de la carne y esto hará que sea necesaria la paciencia de parte del siervo, y la única respuesta efectiva a la oposición está en la doctrina o verdad de la Escritura

            (Vv. 3, 4). En el primer versículo el siervo de Dios ha mirado más allá del período presente y, a la luz de lo que viene, apremia la urgencia del servicio. Ahora nuevamente él mira hacia más adelante, pero al final del período cristiano, y utiliza la pasmosa condición que se hallará entre los profesantes del cristianismo como un nuevo incentivo para la actividad en el servicio. Él ya ha hablado de los falsos maestros que se meten en las casas; él habla ahora de las personas mismas. Fracasen o no los maestros, llegará el tiempo cuando las personas, "teniendo comezón de oír", no soportarán la sana doctrina, sino que "amontonarán para sí maestros, conforme a sus propias concupiscencias." (VM). Esta no es una descripción de paganos que nunca han oído la verdad, sino de la Cristiandad en donde los hombres han oído el evangelio, pero ya no lo soportarán. Aun así, ellos no renuncian del todo a la profesión del cristianismo pues aún amontonan para sí mismos maestros, pero tienen que ser maestros que no interfieran con la gratificación de sus pasiones mundanas al predicar la verdad.

            El hecho de que compañías de cristianos deban escoger un maestro es enteramente extraño a la Escritura y muestra cuán lejos la Cristiandad se ha apartado del orden de Dios para Su asamblea. El resultado de este desorden es que demasiado a menudo el maestro escogido no es más que un ciego guía de ciego, y "si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo." (Mateo 15:14). Sucede, de este modo, que, apartándose de la verdad, los hombres "se volverán a las fábulas."


ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (55)

 


Volviendo al camino


 “La historia de los reyes de Israel terminó con el cautiverio en Babilonia de toda la nación. Desde allí la tierra de Palestina quedó desolada durante setenta años a causa del pecado de los que la ocupaban. Terminándose ya aquellos años, se acercaba la hora en que fuese permitido a los israelitas regresar a su tierra.

            El despertarse es siempre provechoso, especialmente en lo espiritual. El anhelo de los expatriados crecía con el tiempo. Suspiraban por la tierra de su natividad. Junto con el despertamiento en el corazón de ellos, vino un decreto de Ciro, el rey babilónico, de volver a Palestina todos los que quisieran.

            Con los años, muchos de los israelitas se habían conformado a las condiciones de Babilonia. Los reyes de Persia los habían tratado con no poca consideración. Tomaban parte activa en los negocios del país y aun en su gobierno. Se había menguado seriamente el interés de muchos de ellos en Jerusalén y el culto al Dios vivo. Otros, sin embargo, oraban continuamente a Dios que viniera el día de su restauración. La oración nunca es en vano cuando es de acuerdo con la voluntad de Dios.

            Se nota claramente ciertos elementos en relación con este movimiento para volver los israelitas a Palestina. Uno de ellos es que Dios levantó a determinados hombres poseídos de gran celo por el honor del nombre de Dios, y otro es el interés que tuvieron por escudriñar la Palabra de Dios por saber su divina voluntad acerca del asunto. Por estudiar las Sagradas Escrituras, llegaron a saber que el tiempo de su cautiverio estaba llegando a su fin. Movidos por un vivo amor para con Dios, lo predicaban a todos, despertando en otros este mismo interés.

            En tiempos más recientes ha habido otro despertamiento. Los cristianos, que en el principio gozaban de toda la riqueza de su herencia en Cristo, la habían perdido en gran parte durante la Edad Media. Mientras que en los días primitivos de la Iglesia todo se hacía en sencillez y según el mandato del Señor, ya en el siglo XVI hacían y enseñaban según el capricho de hombres. Faltaban los realmente celosos del honor de Dios; varones convertidos de corazón que actuarían por amor a Dios, sin temor del hombre y sin interés propio.

            La Santa Biblia, divinamente dada para guiar en todo asunto de la fe, la habían echado a un lado. Un clero impío especulaba en las miserables indulgencias. Por ejemplo, cierto infame Tetzel “vendía” el perdón de antemano por el crimen del homicidio.

             El clamor de los afligidos a causa de estos impíos se oía en el cielo y Dios despertó algunos corazones. Les fue difícil conseguir ejemplares de la Biblia hasta el invento de la imprenta. A pesar de que el Papa de turno lo prohibió, la Biblia impresa apareció por todas partes, aunque, dicho sea de paso, España fue uno de los últimos países significativos de Europa en contar con la Biblia en el idioma del pueblo. Por fin, el hombre común podía leer para sí —o pedir que su amigo leyera— los dichos de Jesús y la doctrina de los apóstoles.

            Pero los plebeyos jugaron un papel principal. Hombres eruditos como Zwinglio, Calvino, Lutero y Knox tradujeron y predicaron con denuedo. Ellos y los demás redescubrieron verdades como la sola y absoluta autoridad de la Biblia cual infalible guía de Dios al hombre, la justificación por fe y no por obras, el valor único de la sangre de Cristo para perdonar de todo pecado y el acercamiento a Dios sin la necesidad de intermediarios humanos.

            Como en el regreso de los israelitas de Babilonia, éste no fue un movimiento para ocupar terreno nuevo, sino para volver a lo que casi todos habían abandonado tiempo antes. Desde los años apostólicos, Dios no nos ha dado otra revelación.

            Habiéndose los israelitas preparado para volver a su terruño, les fue permitido recuperar de sus conquistadores muchísimos tesoros perdidos en la forma de vasos de oro y plata. Numerando las personas según su linaje, y contándose los artículos del templo, salieron en su marcha peligrosa sin guardia militar, confiando solamente en la mano del Dios invisible. Llegaron a salvo.

            ¿El lector habrá apreciado debidamente el valor de las verdades bíblicas? Son mejores que oro y plata. Tienen que ver con nuestro destino eterno. Son las verdades en que se holgaban los primitivos cristianos. Por ejemplo, creían que el hombre, por el pecado que había en él, estaba perdido aparte de la gracia de Dios; que ninguno podía hacer nada para salvar su propia alma; que Jesucristo vino para salvar a los pecadores, que su sangre otorga una perfecta redención y le daba al más humilde creyente acceso directo al trono de la gracia divina.

            En los siglos X al XVI, y aun antes, estas verdades eran desconocidas a las masas de la humanidad. Muchos de los que se llamaban cristianos creían los que enseñaban un clero ignorante de la doctrina bíblica. Oían y creían que el alma puede salvarse sólo si uno observa los ritos y ceremonias de una religión que en gran parte imita el paganismo, adaptada al país o cultura del lugar y con una chapa de tradiciones y lenguaje cristianos. El bautismo de niños, la confirmación, la confesión auricular y la misa son ejemplos de estas ceremonias con su respectiva tarifa, practicadas en un intento vano a lograr la vida eterna y con desprecio a la sangre derramada una vez por todas en el Calvario.

            Gracias a Dios porque vivimos en una época y en un país donde la Palabra de Dios está al alcance de todos y podemos volver al terreno que los cristianos primitivos ocupaban. Pero la pregunta clave es si el amigo lector ha encontrado la verdad, o si todavía esté enceguecido por el dios de este mundo, Satanás.