Capítulo 5
Las dos clases que hay en Israel están aquí nítidamente destacadas, en contraste la una con la otra, luego de lo cual el apóstol habla de la marcha que el cristiano debe seguir cuando es disciplinado por el Señor.
La venida del Señor es presentada como final de su situación, tanto para los ricos opresores incrédulos de Israel como para el remanente pobre que es creyente. Los ricos han acumulado tesoros para los últimos días (v. 3); los pobres oprimidos han de tener paciencia hasta que el Señor mismo venga para liberarles (v. 7). Por eso la liberación no tardará. El labrador aguarda la lluvia y el tiempo de la cosecha; el cristiano espera la venida de su Señor. Esta paciencia caracteriza, como lo hemos visto, la vida de fe. Se la ha visto en los profetas; y cuando las pruebas y la persecución caen sobre otros, tenemos por dichosos a aquellos que las soportan por amor al Señor (v. 11). Job nos enseña los caminos del Señor: él tuvo que tener paciencia, pero el fin del Señor era bendición y tierna compasión.
Esta espera de la venida del Señor es una solemne advertencia, un estímulo precioso, pero asimismo es lo que mantiene el verdadero carácter de la vida práctica del cristiano. Ella muestra también en qué terminará el egoísmo de la propia voluntad, y refrena toda acción de esta voluntad en los creyentes. Los mutuos sentimientos de los hermanos son puestos bajo la salvaguardia de esta misma verdad. No se debe tener un espíritu de descontento y de queja contra otros quizás más favorecidos en sus circunstancias exteriores: “El juez está delante de la puerta” (v. 9).
Los juramentos revelan aun más que se olvida a Dios y, por consecuencia, la acción de la propia voluntad de la naturaleza. El “sí” debe ser sí y el “no”, no (v. 12). La acción de la naturaleza divina que es consciente de la presencia de Dios y la represión de toda voluntad humana y de su naturaleza pecaminosa, es lo que desea el escritor de esta epístola.
El cristianismo tiene recursos tanto para la dicha como para la desdicha. Si alguien está afligido, que ore. Dios es la fuerza; él contesta (v. 13). Si se siente dichoso, que cante; si está enfermo, llame a los ancianos de la Iglesia, a fin de que oren por él y le unjan con aceite; el castigo será quitado y los pecados por los que ha sido castigado, según el gobierno de Dios, serán perdonados en cuanto se refiere a ese gobierno, porque sólo de eso se habla aquí (v.14-15). Aquí no se trata de la imputación de pecado para condenación.
Ahora nos es mostrada la eficacia de la oración de fe; pero ella está supeditada a la sinceridad de corazón (v. 15). El gobierno de Dios se ejerce con respecto a su pueblo. Lo castiga por medio de la enfermedad, si es preciso; y es importante que la verdad en el hombre interior sea mantenida. Se ocultan las faltas, se desea andar como si todo fuera bien, pero ¡Dios juzga a su pueblo! Prueba el corazón y las entrañas. El creyente es mantenido en lazos de aflicción. A veces Dios le muestra sus faltas, a veces su propia voluntad sin quebrantar; sus huesos son castigados con fuertes dolores: “También sobre su cama es castigado con dolor fuerte en todos sus huesos” (Job 33:19). Entonces la Iglesia de Dios interviene por caridad y, según el orden establecido, por medio de los ancianos; el enfermo se encomienda a Dios al confesar su estado de necesidad; la caridad de la Iglesia actúa y pone ante Dios a aquel que es castigado, según la relación en la cual ella misma se encuentra según esta caridad, ya que la Iglesia goza de relaciones con Dios en las cuales se despliega el amor de Dios. La fe aduce esta relación de gracia; el enfermo es sanado. Si los pecados —y no meramente la necesidad de disciplina— fueran la causa de su castigo, esos pecados no impedirán que sea sanado, sino que ellos le serán perdonados.
Santiago presenta seguidamente el principio, en general, como la dirección para todos, según el cual los cristianos deben abrir sus corazones los unos a los otros, para mantener la verdad en el hombre interior en cuanto a uno mismo, y orar los unos por los otros para que la caridad esté en pleno ejercicio con respecto a las faltas ajenas (v. 16). La gracia, la verdad y una perfecta unión de corazón entre los cristianos son así espiritualmente formadas en la Iglesia, de modo que aun las faltas mismas dan ocasión para el ejercicio de la caridad, así como ellas lo son para que Dios la ejerza a nuestro favor. Una entera confianza de los unos en los otros, conforme a esta caridad, como así también en un Dios que restaura y da gracia, es establecida en medio de los santos. ¡Qué hermoso cuadro de principios divinos que animan a los hombres y les hacen actuar según la naturaleza de Dios mismo y la influencia de su amor sobre el corazón!
Se puede notar que no se trata de hacer confesión a los ancianos. Esta confesión habría sido confianza en algunos hombres, una confianza oficial. Dios desea la operación de la caridad divina en todos. La confesión recíproca de los unos a los otros muestra el estado que Dios desea para la Iglesia, y era el que realmente existía en el principio de ella. Dios quiere que el amor reine de tal manera que se esté lo bastante cerca de él como para tratar al pecador conforme a la gracia que se sabe que hay en Él, y que este amor divino en el corazón de los hermanos sea conocido de tal manera que la sinceridad perfecta e interior sea producida por medio de la confianza y la operación de esta gracia. La confesión oficial se opone a todo esto y lo destruye. ¡Qué sabiduría divina la que omitió la confesión cuando se refirió a los ancianos, pero que la prevé más adelante como la viva y voluntaria expresión del corazón!
Esto nos conduce también al valor de la enérgica oración del hombre justo (v. 16). Es la cercanía respecto de Dios y, por consiguiente, la conciencia que se tiene acerca de lo que Dios es, lo que (por medio de la gracia y la operación del Espíritu) da su fuerza a esta oración. Dios tiene en cuenta a los hombres; tiene en cuenta, según lo infinito de Su amor, la confianza depositada en él, la fe que le merece su Palabra a un corazón que piensa y actúa según una justa apreciación de lo que Él es. Es siempre la fe lo que hace sensible aquello que no se ve —a Dios mismo—, y que obra en consonancia con la revelación que Dios ha dado de sí mismo. El hombre que en el sentido práctico es justo por medio de la gracia, está cerca de Dios; como justo, personalmente no tiene que ver con Dios respecto del pecado que mantendría su corazón a distancia; su corazón es libre de acercarse a Dios —según la naturaleza de Dios mismo— en favor de otros; es movido por la naturaleza divina que le anima y que le hace apreciar a Dios; procura, conforme a la actividad de esa naturaleza, de hacer prevaler sus oraciones ante Dios, sea para el bien de otros, sea para la gloria de Dios mismo, en su servicio. Y Dios responde, según esa misma naturaleza, bendiciendo esta confianza y respondiendo a ella para manifestar lo que él es para la fe, a fin de alentar a ésta a legitimar la actividad cristiana del amor y para poner su sello sobre el hombre que anda por fe.
El Espíritu de Dios, sin duda, obra en nosotros cuando el corazón es así activado, pero aquí el apóstol no habla del Espíritu, sino que se refiere al efecto de la fe práctica en el alma y presenta al hombre tal como es, actuando bajo la influencia de esta naturaleza, aquí en su energía positiva con respecto a Dios y cerca de Él, de manera que ella obra en toda su intensidad, movida por el poder de esa cercanía. Pero si consideramos la acción del Espíritu, esos pensamientos son confirmados. El hombre justo no contrista al Es-píritu Santo, y el Espíritu obra en él según Su propio poder, al no tener que poner su conciencia en regla ante Dios, sino actuando en el hombre conforme al poder de la comunión de éste con Dios.
Finalmente, tenemos la seguridad de que la ardiente y enérgica oración del hombre justo tiene gran eficacia: es la ora-ción de la fe que conoce a Dios, que cuenta con él y se le acerca.
El ejemplo de Elías, mencionado aquí, es interesante porque nos muestra (y hay otros ejemplos semejantes) cómo el Espíritu Santo actúa en un hombre en el cual vemos la manifestación exterior del poder (v. 17-18). La historia nos refiere la declaración de Elías: “Vive Jehová... que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra” (1 Reyes 17:1.) Ésta es la autoridad, el poder, ejercido en el Nombre de Dios. En nuestra epístola, la operación secreta (lo que pasa entre el alma y Dios), es manifestada: el hombre justo oró, y Dios le oyó. Tenemos el mismo testimonio de parte de Jesús junto a la tumba de Lá-zaro, sólo que en este último caso tenemos reunidas la oración secreta y la autoridad personal, si bien la oración del Salvador no nos es dada, a menos que fuera ese suspiro inexpresable que subió del corazón de Jesús (Juan 11:41-44).
Al comparar Gálatas 2 con la historia de Hechos 15, vemos que es una revelación de Dios la que determinó la conducta de Pablo cuando subió a Jerusalén, cualesquiera hayan sido los motivos exteriores que todos conocían. Por medio de casos tales como los que el apóstol propone a la Iglesia, y los de Elías y del Señor Jesús, nos es revelado un Dios viviente, actuante, que se interesa en todo lo que ocurre en medio de su pueblo.
La epístola nos muestra también la actividad del amor en favor de aquellos que se extravían (v. 19-20). Si alguien se aparta de la verdad, y alguno le vuelve a traer por medio de la gracia, éste debe saber que el hecho de hacer volver a un pecador del error de sus caminos es el ejercicio (por sencilla que sea nuestra acción) del poder que libera a una alma de la muerte; por ello todos esos aborrecibles pecados que se exhiben tan odiosamente ante los ojos de Dios y ofenden su gloria y su corazón mediante su presencia en Su universo, quedan cubiertos. En cuanto un alma es llevada a Dios por la gracia, todos sus pecados son perdonados, desaparecen, son borrados de delante de la faz de Dios. La epístola (del principio al fin) no habla aquí del poder que actúa en esta obra de amor, sino del hecho en sí; lo aplica a los casos que habían ocurrido entre los cristianos; pero establece un principio universal en cuanto al efecto de la actividad de la gracia en el alma por él animada. El alma que se descarriaba es salvada, pues sus pecados son quitados de delante de Dios.
La caridad en la Iglesia suprime, por así decirlo, los pecados que de otra manera destruirían la unión, vencerían esa caridad en la Iglesia y aparecerían en toda su fealdad y malignidad ante Dios, mientras que, enfrentados por el amor en la Iglesia, no van más lejos, siendo disueltos —por así decirlo— y hechos a un lado por la caridad a la que no han podido vencer. El pecado es vencido por el amor que actuó contra él; los pecados desaparecen, son tragados por este amor. La caridad cubre así una multitud de pecados. Aquí se trata de su acción en la conversión de un pecador.
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