viernes, 2 de noviembre de 2012

Derrota O Delicia


El poder del pecado en nosotros es muy grande como para que cualquiera lo domine. Claro está, el incrédulo continuamente se rinde ante este cruel enemigo de las almas; es esclavo del pecado, y por lo general lo prefiere así. Los tales no son responsables de TENER una natu­raleza pecaminosa, su herencia de Adán, pero sí son responsables de PERMITIR que esa natura­leza se exprese en el pecado.
Toda alma bajo el cielo es personalmente responsable de sus propios pecados, y Dios no admite excusa alguna ni la más mínima justifi­cación en el asunto. Sin embargo, el engaño más común del corazón humano es el de culpar a cualquier cosa o a cualquier persona del mal que uno haya hecho. Esta es una de las repug­nantes características de la naturaleza pecami­nosa. Tal justificación falsa es la razón por qué el alma no halla libertad del pecado.
En primer lugar, uno tiene que enfrentarse a sus pecados como culpa propia para hallar per­dón. "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y lim­piarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9). Esta culpa tiene que quitarse primero, antes de po­der comprender cómo Dios trata el asunto de nuestra naturaleza de pecado. Esa naturaleza no es nuestra responsabilidad, pero sí es nuestra culpa, los pecados que hemos cometido. Estos pueden ser quitados delante de Dios únicamen­te por la sangre de Cristo, derramada en el Calvario. Una fe personal en el Señor Jesucristo como el gran sacrificio por nuestros pecados es el requisito absoluto para obtener este perdón y justificación. Pues, Dios lo ofrece a "todos", pero se aplica únicamente a "todos los que creen" en su Hijo (Romanos 3:22).
Sin embargo, es completamente posible co­nocer este perdón, con genuina fe y gratitud a Dios, mas en la experiencia hallar con angustia que aquella odiosa naturaleza pecaminosa aún permanece. Tentada, esa naturaleza aprovecha la más mínima ocasión para actuar, con el fre­cuente resultado que el creyente se rinda y se halle derrotado e infeliz. Romanos 6 y 7 espe­cialmente tratan esta cuestión, pues Dios muy bien sabe la experiencia del alma, y ha hecho perfecta provisión para socorrerla. Dispongámonos, pues, honradamente, a discernir su res­puesta, y a aprenderla bien en su Palabra. He aquí algunos puntos que merecen detenida consideración:
1.                  Cuenta al "pecado" como horrible enemigo. Para el incrédulo, el pecado es su se­ñor; pero no tiene dominio sobre el creyente bajo la gracia (Romanos 6:15). Cristo es el Señor del creyente y el pecado es un vicioso enemigo que procura derrotarlo y destruirlo. No se debe subestimar el poder de este enemi­go. Su poder es terrible, pero nuestro Señor es infinitamente mayor. Estas dos cosas deben quedar profundamente grabadas en nosotros.
2.                  Ponte completamente de parte de tu verdadero Señor contra el pecado, que es su enemigo tanto como tuyo. Esto significa que NO PUEDES EXCUSARTE A TI MISMO en el más mínimo grado al ceder al pecado. NI TAM­POCO PUEDES CULPAR A OTRA COSA O A OTRA PERSONA, SINO A TI MISMO plena­mente. Convéncete de que este asunto es de suma importancia, pues muchos se derrotan a sí mismos al no aceptar plena y honradamente la culpa de sus fracasos. Compara Romanos 6:21 con Job 33:27-28.
3.                  Considérate tú mismo muerto al pecado y vivo para Dios en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 6:11). Tenemos pleno derecho a hacerlo, pues Dios cuenta como nuestra la muerte de Cristo: es un hecho absoluto, estable­cido delante de Dios, que los creyentes "han muerto con Cristo" (Romanos 6:8), y, por lo tanto, han muerto para el pecado (v. 2) así que, si el pecado presenta su sutil tentación en tu mente, es justo responder, "No, ya he muerto para eso". Más bien, eres vivo para Dios ahora: tu verdadera vida está en El, no en el pecado.
4.                  Ríndete a Dios como uno que está vivo de entre los muertos (Romanos 6:13). No es tu resuelta voluntad la que te guardará de pecar, sino el someterte al Único que puede guardarte. Como muerto con Cristo, estás ahora vivo de entre los muertos, más allá de la muerte, donde Cristo está en la gloria de Dios. Tu vida está allí. Si hasta ahora no has entrado en la presen­cia de Dios para deliberadamente rendirte a El, hazlo ahora y sin demora. No hay poder para ti en ningún otro lugar.
5.      Rinde tus miembros como instrumentos de justicia a Dios (Romanos 6:13). El rendirnos nosotros mismos es primordial, y debe hacerse una vez y para siempre. Pero los MIEMBROS son los detalles de nuestra vida: nuestra mente (lo que pensamos), nuestros ojos (lo que vemos), nuestros oídos (lo que oímos), nuestros labios (lo que hablamos), nuestras manos (lo que ha­cemos) y nuestros pies (donde vamos), etc. Las primeras tres cosas son pasivas (no activas), pero muy fundamentales para todo lo que ha­cemos. "Poned la mira (o el pensar) en las cosas de arriba" (Colosenses 3:2), donde está nuestra vida. Si nuestra mente piensa en cosas prove­chosas (Filipenses 4:8), influirá grandemente en nuestras acciones. En cuanto a ver y oír, necesi­tamos constante vigilancia. Lot se afligía cada día al ver y oír los hechos inicuos de los de su alrededor (2 Pedro 2:7, 8). Si proveemos para los deseos de la carne (Romanos 13:14) a la manera de Lot, mediante amistades impías, o mediante la radio o la televisión, permitiendo que malas conversaciones entren en nuestros hogares, no podemos sino sufrir sus efectos. Que nuestros ojos contemplen más bien la pura satisfacción de la hermosura del Señor Jesús, y nuestros oídos sacien su sed con su preciosa Palabra.
Nuestro deseo debe ser rendirnos a Dios en todos los detalles cada día mediante el ejercicio de la constante comunión con El, tanto en la meditación de su Palabra y en la oración como también en el juicio de nosotros mismos que aquello produce.
Pero uno puede desear todas estas cosas con toda honradez, y aún carecer de la verdadera libertad, ya que sus ojos están sobre sus propios esfuerzos por guardar la norma, como en el caso bajo consideración en Romanos 7, la norma de la ley. Pero debemos reconocer que estamos tan muertos para la ley como para el pecado. La ley no puede ser la regla para quien es redimido por la sangre de Cristo. Necesitamos aprender que la ley del Espíritu, la ley de la vida en Cristo Jesús, nos ha libertado de la ley del pecado y de la muerte (Romanos 8:2). El Espíritu de Dios en el creyente es un nuevo principio de gobier­no (control) en preciosa libertad.
Es más, Cristo mismo es la regla para el cre­yente; Cristo es el objeto (Romanos 8:3, 4) que debe ocupar su corazón y su mente, de ma­nera que su privilegio sea el de concentrar su atención totalmente fuera de sí mismo y fuera de su propio corazón pecaminoso, y hallar perfecto reposo al contemplar la hermosura y perfección del Hijo de Dios. Cristo hizo lo que la ley no podía hacer, y lo que nosotros no po­demos hacer. Reposamos en esto y confiamos en El para todo. Nuestra vieja naturaleza peca­minosa no cambia, pero nosotros tenemos el derecho de olvidarla, abandonarla por completo, apreciando a Aquel que es supremo sobre ella, y suficiente como para llenar nuestro corazón de eterna alabanza.
Lo necesitamos a Él para cada paso del cami­no; necesitamos su Espíritu; necesitamos su Palabra, pues en nosotros mismos no tenemos ni fuerza ni protección. Pero en El hay perfecta suficiencia; y mientras nos complacemos en El, prosperaremos y llevaremos fruto. Esta es la verdadera libertad, la verdadera paz y el verda­dero gozo. Que no acepte menos ningún cre­yente.

Sendas de Vida – Abril 1985

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