El poder del pecado en nosotros es muy grande como para que cualquiera
lo domine. Claro está, el incrédulo continuamente se rinde ante este cruel
enemigo de las almas; es esclavo del pecado, y por lo general lo prefiere así.
Los tales no son responsables de TENER una naturaleza pecaminosa, su herencia
de Adán, pero sí son responsables de PERMITIR que esa naturaleza se exprese en
el pecado.
Toda alma bajo el cielo es personalmente responsable de sus propios
pecados, y Dios no admite excusa alguna ni la más mínima justificación en el
asunto. Sin embargo, el engaño más común del corazón humano es el de culpar a
cualquier cosa o a cualquier persona del mal que uno haya hecho. Esta es una de
las repugnantes características de la naturaleza pecaminosa. Tal
justificación falsa es la razón por qué el alma no halla libertad del pecado.
En primer lugar, uno tiene que enfrentarse a sus pecados como culpa
propia para hallar perdón. "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y
justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1
Juan 1:9). Esta culpa tiene que quitarse primero, antes de poder comprender
cómo Dios trata el asunto de nuestra naturaleza de pecado. Esa naturaleza no es
nuestra responsabilidad, pero sí es nuestra culpa, los pecados que hemos
cometido. Estos pueden ser quitados delante de Dios únicamente por la sangre
de Cristo, derramada en el Calvario. Una fe personal en el Señor Jesucristo
como el gran sacrificio por nuestros pecados es el requisito absoluto para
obtener este perdón y justificación. Pues, Dios lo ofrece a "todos",
pero se aplica únicamente a "todos los que creen" en su Hijo (Romanos
3:22).
Sin embargo, es completamente posible conocer este perdón, con genuina
fe y gratitud a Dios, mas en la experiencia hallar con angustia que aquella
odiosa naturaleza pecaminosa aún permanece. Tentada, esa naturaleza aprovecha
la más mínima ocasión para actuar, con el frecuente resultado que el creyente
se rinda y se halle derrotado e infeliz. Romanos 6 y 7 especialmente tratan
esta cuestión, pues Dios muy bien sabe la experiencia del alma, y ha hecho
perfecta provisión para socorrerla. Dispongámonos, pues, honradamente, a
discernir su respuesta, y a aprenderla bien en su Palabra. He aquí algunos
puntos que merecen detenida consideración:
1.
Cuenta al "pecado" como horrible enemigo.
Para el incrédulo, el pecado es su señor; pero no tiene dominio sobre el
creyente bajo la gracia (Romanos 6:15). Cristo es el Señor del creyente y el
pecado es un vicioso enemigo que procura derrotarlo y destruirlo. No se debe
subestimar el poder de este enemigo. Su poder es terrible, pero nuestro Señor
es infinitamente mayor. Estas dos cosas deben quedar profundamente grabadas en
nosotros.
2.
Ponte completamente de parte de tu verdadero Señor
contra el pecado, que es su enemigo tanto como tuyo. Esto significa que NO
PUEDES EXCUSARTE A TI MISMO en el más mínimo grado al ceder al pecado. NI TAMPOCO
PUEDES CULPAR A OTRA COSA O A OTRA PERSONA, SINO A TI MISMO plenamente.
Convéncete de que este asunto es de suma importancia, pues muchos se derrotan a
sí mismos al no aceptar plena y honradamente la culpa de sus fracasos. Compara
Romanos 6:21 con Job 33:27-28.
3.
Considérate tú mismo muerto al pecado y vivo para Dios
en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos 6:11). Tenemos pleno derecho a hacerlo,
pues Dios cuenta como nuestra la muerte de Cristo: es un hecho absoluto,
establecido delante de Dios, que los creyentes "han muerto con Cristo"
(Romanos 6:8), y, por lo tanto, han muerto para el pecado (v. 2) así que, si el
pecado presenta su sutil tentación en tu mente, es justo responder, "No,
ya he muerto para eso". Más bien, eres vivo para Dios ahora: tu verdadera
vida está en El, no en el pecado.
4. Ríndete a Dios como uno
que está vivo de entre los muertos (Romanos 6:13). No es tu resuelta voluntad
la que te guardará de pecar, sino el someterte al Único que puede guardarte.
Como muerto con Cristo, estás ahora vivo de entre los muertos, más allá de la
muerte, donde Cristo está en la gloria de Dios. Tu vida está allí. Si hasta
ahora no has entrado en la presencia de Dios para deliberadamente rendirte a
El, hazlo ahora y sin demora. No hay poder para ti en ningún otro lugar.
5. Rinde tus miembros como instrumentos de justicia a Dios (Romanos 6:13).
El rendirnos nosotros mismos es primordial, y debe hacerse una vez y para siempre.
Pero los MIEMBROS son los detalles de nuestra vida: nuestra mente (lo que pensamos),
nuestros ojos (lo que vemos), nuestros oídos (lo que oímos), nuestros labios
(lo que hablamos), nuestras manos (lo que hacemos) y nuestros pies (donde
vamos), etc. Las primeras tres cosas son pasivas (no activas), pero muy
fundamentales para todo lo que hacemos. "Poned la mira (o el pensar) en
las cosas de arriba" (Colosenses 3:2), donde está nuestra vida. Si nuestra
mente piensa en cosas provechosas (Filipenses 4:8), influirá grandemente en
nuestras acciones. En cuanto a ver y oír, necesitamos constante vigilancia.
Lot se afligía cada día al ver y oír los hechos inicuos de los de su alrededor
(2 Pedro 2:7, 8). Si proveemos para los deseos de la carne (Romanos 13:14) a la
manera de Lot, mediante amistades impías, o mediante la radio o la televisión,
permitiendo que malas conversaciones entren en nuestros hogares, no podemos
sino sufrir sus efectos. Que nuestros ojos contemplen más bien la pura
satisfacción de la hermosura del Señor Jesús, y nuestros oídos sacien su sed
con su preciosa Palabra.
Nuestro deseo debe ser rendirnos a Dios en todos los detalles cada día
mediante el ejercicio de la constante comunión con El, tanto en la meditación
de su Palabra y en la oración como también en el juicio de nosotros mismos que
aquello produce.
Pero uno puede desear todas estas cosas con toda honradez, y aún carecer
de la verdadera libertad, ya que sus ojos están sobre sus propios esfuerzos por
guardar la norma, como en el caso bajo consideración en Romanos 7, la norma de
la ley. Pero debemos reconocer que estamos tan muertos para la ley como para el
pecado. La ley no puede ser la regla para quien es redimido por la sangre de
Cristo. Necesitamos aprender que la ley del Espíritu, la ley de la vida en
Cristo Jesús, nos ha libertado de la ley del pecado y de la muerte (Romanos
8:2). El Espíritu de Dios en el creyente es un nuevo principio de gobierno
(control) en preciosa libertad.
Es más, Cristo mismo es la regla para el creyente; Cristo es el objeto
(Romanos 8:3, 4) que debe ocupar su corazón y su mente, de manera que su
privilegio sea el de concentrar su atención totalmente fuera de sí mismo y
fuera de su propio corazón pecaminoso, y hallar perfecto reposo al contemplar
la hermosura y perfección del Hijo de Dios. Cristo hizo lo que la ley no podía
hacer, y lo que nosotros no podemos hacer. Reposamos en esto y confiamos en El
para todo. Nuestra vieja naturaleza pecaminosa no cambia, pero nosotros
tenemos el derecho de olvidarla, abandonarla por completo, apreciando a Aquel
que es supremo sobre ella, y suficiente como para llenar nuestro corazón de
eterna alabanza.
Lo necesitamos a Él para cada paso del camino; necesitamos su Espíritu;
necesitamos su Palabra, pues en nosotros mismos no tenemos ni fuerza ni
protección. Pero en El hay perfecta suficiencia; y mientras nos complacemos en
El, prosperaremos y llevaremos fruto. Esta es la verdadera libertad, la
verdadera paz y el verdadero gozo. Que no acepte menos ningún creyente.
Sendas de
Vida – Abril 1985
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