Cuando miramos en las Escrituras el plan de Dios para nuestra salvación,
vemos que El se ocupaba —y se ocupa— de nuestra vida entera. No tan sólo nos
liberta de un futuro castigo de nuestros pecados, sino que hizo provisión para
nuestra liberación diaria aquí en la tierra también.
Al considerar el alcance de nuestra salvación, podemos notar tres
períodos distintos. El primero es el pasado; el cristiano ha sido salvo de la
culpa y del castigo por sus pecados. El segundo es el presente; el cristiano
es salvo actualmente de la actividad continua y del dominio del pecado en su
vida. El tercer periodo es el futuro, y asegura al cristiano que será salvo de
los resultados del pecado que se manifiestan en nuestros cuerpos por motivo del
juicio de Dios sobre un mundo pecaminoso.
Todas estas cosas son
ciertas en virtud de la obra de Cristo en la cruz. He aquí unos detalles que
estos tres aspectos revelan ante nuestros maravillados ojos.
El pasado
El cristiano HA SIDO SALVO de la culpa y del castigo del pecado. El
humano vino bajo el juicio de Dios por motivo de su voluntariosa desobediencia
(2 Timoteo 1:9;'Efesios 2:5, 8). Dios no podía permitir al pecado seguir fuera
de control; en algún momento tenía que haber castigo. El pecado tiene su
precio; trae pena. Las Escrituras dicen qué "la paga del pecado es
muerte" (Romanos 6:23). Así como el hombre pecaminoso hereda la muerte
física, así mismo cosechamos la muerte espiritual. Esta última significa la
separación de Dios por toda la eternidad. ¿De dónde se podría esperar la
liberación del hombre? Necesitábamos ser salvos de tan seguro y merecido
castigo, pero no había quién se brindara para llevarnos a lugar seguro.
Dios intervino con una solución en armonía con su carácter de absoluta
pureza y que a la vez abriría un camino de salvación al hombre pecaminoso.
Cristo vino a este mundo. Su vida libre de pecado culminó en su muerte en una
cruz erigida por manos de hombres que El mismo había creado. Fue en esa cruz
que se trató el problema del pecado.
Cristo tomó nuestro lugar en esa cruz. Nosotros merecíamos el castigo
por nuestros pecados, pero El sufrió nuestro castigo. El pagó una deuda que no
era suya. Durante aquellas tres horas de oscuridad, el Dios santo le dio la
espalda a Jesucristo. Dios desencadenó sobre Cristo todo su aborrecimiento y
furia contra el pecado. Cristo llevó todos nuestros pecados y recibió la pena
que nosotros merecíamos: la muerte, la eterna separación de Dios. Oye su clamor
en aquel momento de agonía: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?" (Marcos 15:34). Y entonces su cuerpo pendió inerte —muerto
físicamente.
Dios quedó satisfecho. Un hombre, representante de todos los hombres,
había sido castigado por todo pecado (Romanos 5:12-21). Por tanto, Dios le
exaltó hasta lo sumo, levantándole de entre los muertos, dándole un nombre que
es sobre todo nombre (Filipenses 2:9).
Luego Dios declaró (y lo hizo escribir) que no había salvación en ningún
otro nombre (Hechos 4:11,12). Cristo,
pues, era el medio por el que uno podía salvarse. Si se había de perdonar los
pecados de alguno, imperativamente tenía que ser por aceptar la obra cumplida
por Jesucristo en la cruz.
Dios dijo que cualquiera que creyere en, y recibiere por fe a la Persona
y obra de su Hijo, sería salvo (Hechos 10:43; Romanos 10:9). Los que se negaran
a aceptar la solución de Dios a la cuestión de sus pecados tendrían ellos
mismos que aceptar las consecuencias de responder por sus propias acciones
delante de Dios, un día venidero (Juan 3:36; Hechos 17:30-31).
Así, de haber recibido al Salvador, no sólo somos libres del castigo del
pecado, sino también de la culpa del pecado. Nuestros pecados han sido
quitados. Se fueron. Ya ni la conciencia de ellos debe volver para
preocuparnos. La muerte de Cristo les ha puesto fin.
El presente.
En la actualidad los cristianos SOMOS SALVOS activa y progresivamente
de la continua actividad y del dominio del pecado en nuestras vidas. Ahí es
donde la mayoría tenemos una lucha diaria. Con toda seguridad sabemos que
nuestros pecados han sido perdonados, pero con frecuencia nos hallamos haciendo
cosas que no queremos hacer. ¿No parece algo como el capítulo 7 de romanos?
Pues, así es. La liberación presente del creyente es el tema de los capítulos
6, 7 y 8 de romanos. Tiene que ver con nuestra unión a Cristo. El primer
versículo del capítulo 6 pregunta si acaso podemos seguir pecando después de
conocer al Señor. Nuestros pecados fueron el oscuro y triste trasfondo contra
el cual la gracia de Dios se mostró brillante. ¿Por qué no magnificar su gracia
viviendo una vida sin disciplina ahora?
Tal pensamiento es locura para Pablo. Dice, "Los que hemos muerto
al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?" (Romanos 6:2). Desde este comienzo
la Palabra de Dios nos enseña que cuando el Señor Jesucristo murió en la cruz,
nosotros morimos con El. Dios nos dice que lo aceptemos como un hecho cumplido.
Nos dice que lo SEPAMOS (Romanos 5:6-7). Un muerto no puede pecar. El remedio
actual de Dios para el hábito del pecado en nuestras vidas es nuestra muerte
con Cristo. Cuando El murió, morimos nosotros. Y los muertos no pecan.
Pero nosotros sabemos que todavía pecamos (1 Juan 1:8). ¿Significa esto
que Dios nos brinda una falsa victoria sobre el pecado en esta vida? No. El
apóstol sigue explicando: Fuimos resucitados de entre los muertos para una
nueva vida en Cristo (Romanos 6:8-9). Nacimos de nuevo. Fuimos hechos criaturas
nuevas (2 Corintios 5:17-18). Dios dice que NOS CONSIDEREMOS muertos al
pecado (Romanos 6:11). Dios dice que somos muertos. Ahora, sencillamente
tenemos que ponernos de acuerdo con El (Colosenses 3:5). Esto también se acepta
por la fe. Considérate muerto al pecado, no importa tus sentimientos.
Entonces Dios nos dice que nos PRESENTEMOS o entreguemos a El, como
aquellos que han pasado de muerte a vida (Romanos 6:13, 16-18). Más aún, en el
mismo capítulo se nos exhorta a OBEDECER a Dios según su Palabra. He aquí,
pues, un camino práctico para seguir. No hay nada puramente teórico en esto.
Pero, nos preguntamos: ¿en dónde está el poder para saber, para
considerar, para presentar y para obedecer? Nosotros mismos no podemos
generar la fuerza para estas cosas, pues cada vez que lo intentamos fracasamos.
En esto también vemos que Dios hizo provisión. Al avanzar por Romanos 7 vamos
llegando naturalmente al capítulo 8. Este capítulo está lleno del Espíritu
Santo. Encontraremos que somos controlados por el Espíritu Santo quien reside
en cada creyente, no por la naturaleza pecaminosa (Romanos 8:9).
Además, en el Nuevo Testamento Dios explica que, según nos ocupamos a
diario en esta salvación que tenemos, en espíritu de reverencia y responsabilidad,
podemos reposar sobre ciertas verdades sólidas. Dios está obrando en nosotros
para darnos el querer y el poder de hacer su voluntad (Filipenses 2:12-13;
Judas 24). Lo hace El, y esta es la gran diferencia. Con toda la fuerza que podamos
ejercer, nuestra carne no puede lograr aquello que le agrada a Dios (Filipenses
3:3). Pero, el nuevo hombre, entregado a Dios en el poder del Espíritu sí puede
lograr lo que le agrada a Dios: fruto para El el fruto del Espíritu (Romanos
8:8; Gálatas 5:16-24).
Así, pues, en este sentido somos salvos a diario mientras avanzamos
hacia la madurez en Cristo. Todos hemos de luchar, en algún grado, contra el
pecado siempre que estamos en este cuerpo en la tierra, pero el camino del verdadero
progreso, fue preparado para nosotros en la cruz (1 Juan 1:8).
El futuro.
Todo cristiano, tarde o temprano experimentará una salvación
completamente perfecta, física y mentalmente (Romanos 8:18-23; 1 Corintios
15:41-44). Esto comenzará en el arrebatamiento cuando todo verdadero creyente
será llevado al encuentro del Señor en el aire (1 Corintios 15:51-55; 1
Tesalonicenses 4:16-18).
En la actualidad sufrimos ataques al corazón, gemimos por artritis o
dolores de espalda, pero nuestro cuerpo glorificado no tendrá ninguna de estas
cosas (2 Corintios 4:14-18; Filipenses 3:21). Será como el cuerpo de Cristo.
Todas las flaquezas de ahora se habrán acabado entonces (Apocalipsis 21:3-4).
De la misma manera, ya no habrá más lucha contra el pecado. Nuestra
última y final liberación se habrá efectuado. Ya no más pensamientos pecaminosos,
los asuntos de la vida diaria ya no nos presionarán ni nos impedirán nuestro
disfrute del Señor. Ya no sentiremos más el peso de la responsabilidad al
llorar el caso de hermanos en la fe que no están gozando del Señor. Ellos
también estarán allí con nosotros. Todas estas presiones mentales serán
quitadas. Habrá liberación plena.
No es de sorprenderse, pues, que anhelemos ese tiempo. Sobre todo, El
estará allí—Aquel a quien amamos sin haberle visto. Arduamente anhelamos
mirarle cara a cara, caminar y hablar con El (1 Juan 3:2). El mismo Señor
Jesucristo, Autor de nuestra fe, nos dará entrada a tal estado; y todo por su
gracia, pues nosotros no merecemos nada.
Conclusión.
En fin, y en vista de la pasada, presente y futura obra de Dios para
efectuar nuestra salvación, ¿cómo debemos conducirnos ahora? (Tito 2:11-14).
¿Qué comportamiento nos conviene como respuesta a esta gran gracia de parte de
Dios? Sin duda, todos sabemos la contestación a tal interrogante. Entonces,
inclinemos nuestra cabeza en gratitud y adoración por tan grande salvación, y
por Aquel mediante el cual Dios la ha efectuado, nuestro Señor Jesucristo.
Sendas de
Vida – Abril 1985
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