viernes, 2 de noviembre de 2012

ALCANCE DE LA SALVACIÓN


Cuando miramos en las Escrituras el plan de Dios para nuestra salvación, vemos que El se ocupaba —y se ocupa— de nuestra vida entera. No tan sólo nos liberta de un futuro castigo de nuestros pecados, sino que hizo provisión para nuestra liberación diaria aquí en la tierra también.
Al considerar el alcance de nuestra salvación, podemos notar tres períodos distintos. El pri­mero es el pasado; el cristiano ha sido salvo de la culpa y del castigo por sus pecados. El segun­do es el presente; el cristiano es salvo actual­mente de la actividad continua y del dominio del pecado en su vida. El tercer periodo es el futuro, y asegura al cristiano que será salvo de los resultados del pecado que se manifiestan en nuestros cuerpos por motivo del juicio de Dios sobre un mundo pecaminoso.
            Todas estas cosas son ciertas en virtud de la obra de Cristo en la cruz. He aquí unos detalles que estos tres aspectos revelan ante nuestros maravillados ojos.

El pasado
El cristiano HA SIDO SALVO de la culpa y del castigo del pecado. El humano vino bajo el juicio de Dios por motivo de su voluntariosa desobediencia (2 Timoteo 1:9;'Efesios 2:5, 8). Dios no podía permitir al pecado seguir fuera de control; en algún momento tenía que haber castigo. El pecado tiene su precio; trae pena. Las Escrituras dicen qué "la paga del pecado es muerte" (Romanos 6:23). Así como el hombre pecaminoso hereda la muerte física, así mismo cosechamos la muerte espiritual. Esta última significa la separación de Dios por toda la eter­nidad. ¿De dónde se podría esperar la liberación del hombre? Necesitábamos ser salvos de tan seguro y merecido castigo, pero no había quién se brindara para llevarnos a lugar seguro.
Dios intervino con una solución en armonía con su carácter de absoluta pureza y que a la vez abriría un camino de salvación al hombre pecaminoso. Cristo vino a este mundo. Su vida libre de pecado culminó en su muerte en una cruz erigida por manos de hombres que El mis­mo había creado. Fue en esa cruz que se trató el problema del pecado.
Cristo tomó nuestro lugar en esa cruz. Noso­tros merecíamos el castigo por nuestros pecados, pero El sufrió nuestro castigo. El pagó una deu­da que no era suya. Durante aquellas tres horas de oscuridad, el Dios santo le dio la espalda a Jesucristo. Dios desencadenó sobre Cristo todo su aborrecimiento y furia contra el pecado. Cristo llevó todos nuestros pecados y recibió la pena que nosotros merecíamos: la muerte, la eterna separación de Dios. Oye su clamor en aquel momento de agonía: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Marcos 15:34). Y entonces su cuerpo pendió inerte —muerto físicamente.
Dios quedó satisfecho. Un hombre, represen­tante de todos los hombres, había sido castigado por todo pecado (Romanos 5:12-21). Por tanto, Dios le exaltó hasta lo sumo, levantándole de entre los muertos, dándole un nombre que es sobre todo nombre (Filipenses 2:9).
Luego Dios declaró (y lo hizo escribir) que no había salvación en ningún otro nombre  (Hechos 4:11,12). Cristo, pues, era el medio por el que uno podía salvarse. Si se había de perdonar los pecados de alguno, imperativa­mente tenía que ser por aceptar la obra cumpli­da por Jesucristo en la cruz.
Dios dijo que cualquiera que creyere en, y recibiere por fe a la Persona y obra de su Hijo, sería salvo (Hechos 10:43; Romanos 10:9). Los que se negaran a aceptar la solución de Dios a la cuestión de sus pecados tendrían ellos mismos que aceptar las consecuencias de responder por sus propias acciones delante de Dios, un día venidero (Juan 3:36; Hechos 17:30-31).
Así, de haber recibido al Salvador, no sólo somos libres del castigo del pecado, sino también de la culpa del pecado. Nuestros pecados han sido quitados. Se fueron. Ya ni la conciencia de ellos debe volver para preocuparnos. La muerte de Cristo les ha puesto fin.

El presente.
En la actualidad los cristianos SOMOS SAL­VOS activa y progresivamente de la continua actividad y del dominio del pecado en nuestras vidas. Ahí es donde la mayoría tenemos una lucha diaria. Con toda seguridad sabemos que nuestros pecados han sido perdonados, pero con frecuencia nos hallamos haciendo cosas que no queremos hacer. ¿No parece algo como el capítulo 7 de romanos? Pues, así es. La libera­ción presente del creyente es el tema de los capítulos 6, 7 y 8 de romanos. Tiene que ver con nuestra unión a Cristo. El primer versículo del capítulo 6 pregunta si acaso podemos seguir pecando después de conocer al Señor. Nuestros pecados fueron el oscuro y triste trasfondo con­tra el cual la gracia de Dios se mostró brillante. ¿Por qué no magnificar su gracia viviendo una vida sin disciplina ahora?
Tal pensamiento es locura para Pablo. Dice, "Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?" (Romanos 6:2). Desde este comienzo la Palabra de Dios nos enseña que cuando el Señor Jesucristo murió en la cruz, nosotros morimos con El. Dios nos dice que lo aceptemos como un hecho cumplido. Nos dice que lo SEPAMOS (Romanos 5:6-7). Un muerto no puede pecar. El remedio actual de Dios para el hábito del pecado en nuestras vidas es nuestra muerte con Cristo. Cuando El murió, morimos nosotros. Y los muertos no pecan.
Pero nosotros sabemos que todavía pecamos (1 Juan 1:8). ¿Significa esto que Dios nos brin­da una falsa victoria sobre el pecado en esta vida? No. El apóstol sigue explicando: Fuimos resucitados de entre los muertos para una nueva vida en Cristo (Romanos 6:8-9). Nacimos de nuevo. Fuimos hechos criaturas nuevas (2 Co­rintios 5:17-18). Dios dice que NOS CONSIDE­REMOS muertos al pecado (Romanos 6:11). Dios dice que somos muertos. Ahora, sencilla­mente tenemos que ponernos de acuerdo con El (Colosenses 3:5). Esto también se acepta por la fe. Considérate muerto al pecado, no importa tus sentimientos.
Entonces Dios nos dice que nos PRESEN­TEMOS o entreguemos a El, como aquellos que han pasado de muerte a vida (Romanos 6:13, 16-18). Más aún, en el mismo capítulo se nos exhorta a OBEDECER a Dios según su Palabra. He aquí, pues, un camino práctico para seguir. No hay nada puramente teórico en esto.
Pero, nos preguntamos: ¿en dónde está el poder para saber, para considerar, para presen­tar y para obedecer? Nosotros mismos no pode­mos generar la fuerza para estas cosas, pues cada vez que lo intentamos fracasamos. En esto también vemos que Dios hizo provisión. Al avanzar por Romanos 7 vamos llegando natural­mente al capítulo 8. Este capítulo está lleno del Espíritu Santo. Encontraremos que somos con­trolados por el Espíritu Santo quien reside en cada creyente, no por la naturaleza pecaminosa (Romanos 8:9).
Además, en el Nuevo Testamento Dios expli­ca que, según nos ocupamos a diario en esta salvación que tenemos, en espíritu de reverencia y responsabilidad, podemos reposar sobre ciertas verdades sólidas. Dios está obrando en noso­tros para darnos el querer y el poder de hacer su voluntad (Filipenses 2:12-13; Judas 24). Lo ha­ce El, y esta es la gran diferencia. Con toda la fuerza que podamos ejercer, nuestra carne no puede lograr aquello que le agrada a Dios (Filipenses 3:3). Pero, el nuevo hombre, entregado a Dios en el poder del Espíritu sí puede lograr lo que le agrada a Dios: fruto para El el fruto del Espíritu (Romanos 8:8; Gálatas 5:16-24).
Así, pues, en este sentido somos salvos a diario mientras avanzamos hacia la madurez en Cristo. Todos hemos de luchar, en algún grado, contra el pecado siempre que estamos en este cuerpo en la tierra, pero el camino del ver­dadero progreso, fue preparado para nosotros en la cruz (1 Juan 1:8).

El futuro.
Todo cristiano, tarde o temprano experi­mentará una salvación completamente perfecta, física y mentalmente (Romanos 8:18-23; 1 Co­rintios 15:41-44). Esto comenzará en el arreba­tamiento cuando todo verdadero creyente será llevado al encuentro del Señor en el aire (1 Corintios 15:51-55; 1 Tesalonicenses 4:16-18).
En la actualidad sufrimos ataques al corazón, gemimos por artritis o dolores de espalda, pero nuestro cuerpo glorificado no tendrá ninguna de estas cosas (2 Corintios 4:14-18; Filipenses 3:21). Será como el cuerpo de Cristo. Todas las flaquezas de ahora se habrán acabado entonces (Apocalipsis 21:3-4).
De la misma manera, ya no habrá más lucha contra el pecado. Nuestra última y final libera­ción se habrá efectuado. Ya no más pensamien­tos pecaminosos, los asuntos de la vida diaria ya no nos presionarán ni nos impedirán nuestro disfrute del Señor. Ya no sentiremos más el pe­so de la responsabilidad al llorar el caso de her­manos en la fe que no están gozando del Señor. Ellos también estarán allí con nosotros. Todas estas presiones mentales serán quitadas. Habrá liberación plena.
No es de sorprenderse, pues, que anhelemos ese tiempo. Sobre todo, El estará allí—Aquel a quien amamos sin haberle visto. Arduamente anhelamos mirarle cara a cara, caminar y hablar con El (1 Juan 3:2). El mismo Señor Jesucristo, Autor de nuestra fe, nos dará entrada a tal estado; y todo por su gracia, pues nosotros no merecemos nada.

Conclusión.
En fin, y en vista de la pasada, presente y futura obra de Dios para efectuar nuestra salva­ción, ¿cómo debemos conducirnos ahora? (Tito 2:11-14). ¿Qué comportamiento nos conviene como respuesta a esta gran gracia de parte de Dios? Sin duda, todos sabemos la con­testación a tal interrogante. Entonces, incline­mos nuestra cabeza en gratitud y adoración por tan grande salvación, y por Aquel mediante el cual Dios la ha efectuado, nuestro Señor Jesucristo.           
Sendas de Vida – Abril 1985

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