Las hijas de Zelofehad ocupan un lugar honroso y singular en las
Sagradas Escrituras, ya que en cuatro citas se especifica los cinco nombres. Su
afán de conseguir una herencia en la tierra prometida no sólo fue loado sino
que causó que Moisés pusiera el asunto delante de Dios, y dio por resultado un
mandamiento especial que sería aplicable a generaciones venideras también.
Su padre era tataranieto de Manasés, hijo de José. Las hijas hablan de
él en Números 27:3: “Nuestro padre murió en el desierto; y él no estuvo en la compañía
de los que se juntaron contra Jehová en el grupo de Coré, sino que en su propio
pecado murió, y no tuvo hijos.” El lenguaje da a pensar que el hecho que haya
muerto sin dejar hijo varón se debió a alguna desaprobación de parte de Dios.
Algunos entienden el comentario simplemente en el sentido que él no tuvo nada
que ver con la rebelión de Números 16 y falleció en el transcurso normal de los
eventos.
De todos modos, las hijas estaban conscientes de que se estaba
realizando un censo que aparentemente sería definitivo, y ellas querían su
porción en la tierra prometida por delante. ¿Por qué horrar el nombre de la
familia sólo porque el padre murió sin hijo varón? ¿No habría nada para ellas,
por ser hembras?
Este anhelo no nació de codicia sino de fe. Ellas estaban manifestando
de hecho que confiaban en que Israel iba a llegar a Canaán, y que esa tierra
que fluía de leche y miel sería dividida en parcelas tal como Jehová había
establecido. También, el no tener herencia les apartaría de cierto modo dentro
de su tribu. Esas señoritas querían su posesión de Dios.
Ellas querían su herencia dentro de la tierra, la mitad de la tribu
suya, de Manases, iba a conformarse con quedarse al otro lado del río de la
tierra dada a Israel. Esto leemos en Números 32 y en otras partes como Josué
1:14. Las dos tribus y media eran como Lot siglos antes, vieron una buena
tierra y, aun cuando no les convenía, la querían porque parecía que
prosperarían allí.
Ellas, entonces, formularon su petición (Números 27:4): “Danos heredad
entre los hermanos de nuestro padre.” Jehová aprobó la fe detrás de la
solicitud, y la concedió. Es más: El estableció que las hijas recibirían su
herencia con los hijos.
Poco después, 36:6, otros miembros de la familia se dieron cuenta de que
si una mujer se casara con un hombre fuera de la tribu, la herencia que
correspondía a ésa pasaría fuera de la tribu. Esto fue puesto delante de
Jehová, y estas señoritas tuvieron el alto honor de recibir dé Dios el
mandamiento de casarse con quien mejor les pareciera, pero sólo dentro de su
propia tribu. Así fue que ellas contrajeron matrimonio con sus primos hermanos.
No fue gran tiempo después, cuando Canaán había sido conquistado y se
estaba repartiendo la tierra entre familias, que las cinco hijas de Zelofehad
se presentaron de nuevo; Josué 17:3. Ellas hicieron a Josué recordar la promesa
recibida de Dios, y pidieron que esa voluntad fuese ejecutada. Su tribu había
pedido y recibido su herencia fuera de Canaán, y parece que ellas fueron
incluidas en ese reparto. Ahora reciben una herencia dentro de la tierra
prometida. Leyendo Josué 17:5,6, uno entiende que toda la sección
correspondiente a Manasés en Canaán fue dividida entre éstas.
¡Qué honor el suyo! Sus parientes habían pensado tan sólo en las tierras
fértiles al otro lado del Jordán, pero estas damas tenían su interés en lo que
Dios había establecido para su pueblo: “tierra de la cual Jehová tu Dios cuida;
siempre están sobre ella los ojos de Jehová tu Dios, desde el principio del año
hasta el fin,” Deuteronomio 11:12.
Siete siglos después el rey de Asiria invadió el país y llevó cautivos a
todos los que estaban al este del Jordán, incluyendo la media tribu de Manasés.
(La historia está en 2 Reyes 17, donde habla de “las- ciudades de Samaria.”)
Pero, los descendientes de las hijas de Zelofahed, estando al oeste del río,
dentro de la tierra que les correspondía, se quedaron en paz unos pocos siglos
más.
¿No podemos encontrar lecciones espirituales en esta historia de tiempos
antiguos?
Si la tierra prometida sugiere al Señor Jesucristo, el reposo ofrecido
por Dios, podemos decir que nosotros como creyentes perderemos si nos
conformamos con algo menos que Cristo mismo. Si permitimos que la vista de
nuestros ojos oscurezca la visión de nuestro corazón; si ponemos las cosas de
ahora delante de las cosas de la eternidad; si estimamos al mundo más que a
Cristo; si adoramos al altar del éxito mundano — entonces seremos esclavizados
por nuestro enemigo perenne, el diablo, por salvos que seamos. Puede que los
eslabones sean dorados, pero no por eso dejan de formar cadena, y cadena que
nos llevará a una provincia apartada del Señor, sin fruto y sólo para producir
esterilidad y después remordimiento por los años perdidos.
Podemos emplear esta historia también como ilustración de que el
creyente debe casarse sólo “dentro de su propia tribu,” a saber, sólo en el
Señor. Estas cinco no podían salir fuera de Manasés, ni puede el creyente
casarse con inconverso, ya que sería lo que la Biblia llama un yugo desigual.
La advertencia fue que si ellas se casaran fuera de la tribu, perderían lo que
poseían. ¿Y no es un hecho, evidente a lo largo de siglos, que cualquier yugo
entre creyentes y no creyentes (y dijimos cualquier yugo, no sólo el
matrimonio) siempre resulta en pérdida espiritual para el cristiano? Así, el
apóstol nos da un campo tan amplio como la escogencia permitida a las hijas de
Zelofehad. Para ellas fue: “Cásense como a ellas les plazca, pero en la familia
de la tribu de su padre,” Números 36:6. Y para el creyente: “Libre es para casarse
con quien quiera, con tal que sea en el Señor,” 1 Corintios 7:39.
Y, finalmente, estas mujeres fueron persistentes. Una y otra vez se
presentaron, hasta recibir todo lo que anhelaban. En muchas partes la Palabra
de Dios nos exhorta a llevar nuestras peticiones a Dios, y a valernos del
tirador de campana del trono de la gracia hasta recibir la respuesta que Dios
quiera dar. Si la respuesta se tarda, es porque así conviene para nosotros.
Sepamos nosotros imitar a estas damas tan nobles, interesándonos en lo
que Dios ha establecido como para su gloria y nuestro bien.
Londres, Inglaterra
The Witness, septiembre 1941
Tomado de Bet El, N° 45, 1985