—Un estudio acerca de la
esperanza del creyente—
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«... porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera
en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para
servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual
resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera» (1
Tesalonicenses 1:9-10).
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Amado lector, ¿sabes que el Señor Jesucristo está a punto de volver; que
Su regreso es inminente? Por doquier, millares de personas se preocupan por
este hecho solemne, y están persuadidos de que algo grave debe acontecer
pronto; aunque burladores y escarnecedores de los últimos tiempos repitan:
«¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los
padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la
creación» (1 Pedro 3:4), y que el siervo malo diga: «Mi Señor tarda en venir»
(Mateo 24:48). Sin embargo, «El que ha de venir vendrá, y no tardará» (Hebreos
10:37); «Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del
Hombre vendrá a la hora que no pensáis» (Mateo 24:44).
Estamos seguros de que existe, entre los que son del Señor, una
creciente convicción —basada en la Palabra de Dios— de que Cristo volverá
pronto para arrebatar a su amada Esposa (o sea, a todas las almas redimidas por
Su preciosa sangre), y llevarla a la «casa del Padre», donde muchas moradas
hay.
Lector, este asunto —de gran solemnidad por lo que implica— ¿es una viva
realidad para ti? Si no es así, quiera el Espíritu Santo valerse de estas
breves páginas para despertar tu alma, para sacudir tu indiferencia o tu sopor
espiritual, no sea que viniendo el Señor de repente, ¡«os halle durmiendo»!
(Marcos 13:36).
Quisiera tratar este tema bajo los siguientes puntos:
1. La promesa del retorno de Jesucristo.
2. La Persona que viene.
3. El objeto de Su venida.
4. La preparación para Su venida.
La promesa del retorno de Jesucristo
Tiempo hubo en que la venida del Mesías como «Varón de dolores» era
todavía una profecía sin cumplir. Tras este vaticinio se fueron sucediendo las
generaciones; surgían y desaparecían; el reino de Israel (las diez tribus) y
más tarde el de Judá fueron destruidos, y sus habitantes diseminados o llevados
en cautiverio. Sólo un residuo, unos pocos miembros de la tribu de Judá,
volvieron de Babilonia; pero el Mesías prometido no había aparecido aún.
Vemos, cuatro siglos después, que la gran mayoría de los que regresaron
de Babilonia se habían asentado confortablemente en Jerusalén, olvidándose casi
por completo de Aquel que había de venir. De repente hubo una creciente
agitación en la ciudad: unos extranjeros, recién llegados, divulgaban la
asombrosa noticia de que el Rey de los judíos —prometido hace mucho tiempo—
había finalmente nacido. Del palacio de Herodes, pasando por los sacerdotes del
Templo, la noticia se propagó con rapidez entre el pueblo.
Pero, ¿cuál fue el resultado producido por semejante revelación? ¿un
cántico, o clamor unánime de alabanzas a Dios por haber por fin cumplido Su
palabra, enviando al Mesías tanto tiempo esperado? ¿Irradiaba de gozo cada
rostro? ¿Se estremecía de alegría cada corazón? ¡Al contrario! El cuadro que se
nos presenta es muy distinto: «El rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con
él» (Mateo 2:3). ¿Por qué? Si hubiesen conocido algo de las Escrituras tocante
a la venida del Mesías, hubieran entendido el vaticinio del profeta Isaías: «He
aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio. Y será
aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el
turbión; como arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de gran
peñasco en tierra calurosa» (cap. 32:1-2).
Ahora bien, aunque había en la ciudad una ingente multitud de personas
que se consideraban como «justas» ante Dios, muchos otros estaban convencidos
de no estar listos para presentarse delante del Mesías, el Justo por
excelencia; por consiguiente, lo que hubiera tenido que llenar el corazón de
agradecimiento y de gozo resultaba ser motivo de espanto y de turbación. Sin
embargo, preparados o no, Cristo había venido; había aparecido, no sólo como el
Mesías de Israel, sino como el «Salvador del mundo», para revelar al Padre. Lo
que aconteció después de este episodio es de sobra conocido: odiado y
despreciado por los mismos que venía a salvar, el Hijo de Dios se encaminó al
Calvario donde, clavado en el vil madero, murió por manos inicuas. Pero al
tercer día resucitó.
Cuando Dios envió a su Hijo unigénito a este mundo, cumplió las promesas
hechas a Abraham, Isaac y Jacob. Por su parte, al condenar a Jesús, los judíos
cumplieron las palabras de los profetas acerca de los sufrimientos del Salvador:
«Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no conociendo a Jesús,
ni las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, las
cumplieron al condenarle … Y nosotros —prosigue el apóstol— también os
anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual
Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús …»
(Hechos 13:27, 32-34).
Poco antes de Su muerte, el Señor —Objeto de las promesas— dejó también
una promesa. Tras haber salido el traidor del aposento alto, y rodeado de Sus
discípulos, Cristo les muestra la terrible sombra de la cruz que iba
alargándose sobre ellos. ¡Qué momento más solemne! Imaginemos el dolor
reflejado en el rostro de los discípulos al inclinarse hacia el Maestro amado
para escuchar Sus palabras de despedida: «No se turbe vuestro corazón, creéis
en Dios, creed también en Mí». Es como si hubiera dicho: «Habéis creído en Dios
sin haberle visto; ahora, cuando ya no me veréis, seguid teniendo igual
confianza en Mí. Dios os hizo una promesa, anunciándola por boca de los
profetas, y la cumplió fielmente al enviarme. Yo asimismo os hago una promesa,
y tened confianza en que también la cumpliré.»
¿Cuál es, entonces, esta nueva promesa? Leyendo atentamente el Evangelio
según Juan, cap. 14, la hallaremos entre los primeros versículos: «En la casa
de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy,
pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar,
vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros
también estéis» (vv. 2-3). No hay el menor motivo para suponer que la «venida»
mencionada por el Señor en estos versículos aluda a la «muerte»; creerlo sería
cometer la peor de las equivocaciones.
Tomemos un ejemplo para ilustrar la diferencia entre ambas cosas. Un
padre amante y cariñoso lleva a su hijo a una ciudad lejana donde, por mucho
tiempo, el joven tendrá que vivir solo. Al separarse, el padre comprende la
lucha interna de su hijo para reprimir sus lágrimas, y le consuela diciendo:
«Ten confianza, hijo mío, ahora tengo que dejarte, pero vendré el primer día de
vacaciones y nos iremos juntos a casa.» ¿Cabe suponer que el joven haya tenido
la menor duda acerca de la promesa hecha por su padre? Pues bien, del mismo
modo, las palabras que el Señor dirigió a sus discípulos desconsolados no
pueden prestarse a equivocación alguna. No dijo: «ahora voy al cielo, vosotros
moriréis, y después de esto os reuniréis conmigo», sino: «vendré otra vez, y os
tomaré a Mí mismo».
En cuanto a los creyentes que duermen en Cristo, la Escritura dice que
se han ausentado del cuerpo para estar «presentes al Señor» (2 Corintios 5:8).
Mientras que cuando se trata de la vuelta del Señor, en vez de «estar ausentes
del cuerpo», o de «ser desnudados» de nuestra casa terrestre, leemos que
seremos «transformados»; y en Filipenses 3:21, que el Señor «transformará el
cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria
suya». En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonar la última
trompeta, los muertos en Cristo resucitarán primero, y los que vivimos seremos
transformados. Vemos por lo tanto que la venida o regreso del Señor no debe
confundirse con la muerte: es exactamente lo contrario de ella; es la aniquilación
o abolición de todo cuanto ha hecho la muerte —desde que entró en este mundo—
en los cuerpos de los que son hijos de Dios; será el triunfo definitivo de
Cristo sobre la muerte, victoria que compartiremos todos los que somos suyos.
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