Para terminar, consideraremos brevemente la última parte de nuestro
tema:
Como prepararse para su venida
En la Biblia hallamos dos maneras de estar preparados para aquel
momento:
1. «Y las que estaban preparadas entraron
con él a las bodas; y se cerró la puerta…» (Mateo 25:10).
2. «Porque yo», dice el apóstol Pablo, «ya
estoy para ser sacrificado,… he peleado la buena batalla, he acabado la
carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de
justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí,
sino también a todos los que aman su venida» (2 Timoteo 4:6-8).
En el primer sentido, todos los que son de Cristo (1 Corintios 15:23)
están preparados: han depositado su fe en Él, y han sido lavados de sus pecados
por Su preciosa sangre; son hechos agradables a Dios y el Espíritu de Cristo
mora en ellos (Romanos 8:9), y ello sin mérito alguno de ellos. Pueden dar
gracias al Padre que los hizo aptos para participar de la herencia de los
santos en la luz (Colosenses 1:12-14).
En el segundo sentido, vemos que el apóstol estaba preparado, no sólo
por cuanto era salvo —cosa que sabía por muchos años ya—, sino porque su
servicio y su testimonio habían sido tales que tenía la certidumbre de que
recibiría la aprobación de su Maestro.
Aclaremos esto con un ejemplo: supongamos, amado lector, que envías a tu
hijo a una ciudad lejana donde debe llevar a cabo un asunto importante. Al
partir, le entregas un billete (o «boleto») de ida y vuelta para el viaje; le
das las instrucciones necesarias acerca del sitio adonde debe ir y de lo que
debe hacer; le exhortas, en fin, para que se aplique con diligencia a
satisfacer tus deseos. Cuando llega a dicha ciudad, tu hijo parece muy enérgico
y lleno de buena voluntad. Pero, al cabo de algún tiempo, se une con unos
antiguos camaradas; olvida tus recomendaciones y pierde su tiempo en callejear.
De repente, sobresaltado, se da cuenta que no tiene ni un momento que perder si
quiere alcanzar el último tren para volver a casa. Se precipita a la estación,
llega precisamente cuando el convoy arranca del andén y, tras una breve
carrera, el joven sube en marcha y viaja, sano y salvo, hacia su hogar.
Preguntemos ahora: ¿Estaba listo para volver? En cuanto a lo que podía exigir
la compañía ferroviaria, sí; porque tenía su billete y ningún empleado podía
discutir de la validez del mismo, ni de su derecho a viajar. Pero, ¿de qué modo
obtuvo el billete? ¿Por algún esfuerzo suyo? ¿Por lo que negoció, o ganó en
aquella ciudad? No, sino sólo porque tú se lo compraste y se lo entregaste. ¿Y
en cuanto a tu encargo, tus negocios? ¡Perdió cualquier derecho a tu aprobación
por estos! No le podrás decir a tu hijo: «está bien, me has servido fielmente».
Sin embargo, en cuanto regrese tendrá —como hijo— su sitio a la mesa con los
demás miembros de la familia.
Ahora bien, por la fe en la obra cumplida del Salvador —que murió por
nuestros delitos y pecados, que ha resucitado para nuestra justificación, y que
ha sido glorificado en el cielo— cada creyente tiene lo que corresponde al
«billete» de nuestro ejemplo, esto es, la incuestionable prueba de que su viaje
al cielo está enteramente pagado. Pero, si bien la Escritura nos asegura que
«en él —Cristo— es justificado todo aquel que cree» (Hechos 13:39), y que «a
los que justificó, a éstos también glorificó» (Romanos 8:30), sin embargo no
todos los creyentes recibirán igual premio: «cada uno recibirá su recompensa
conforme a su labor» (1 Corintios 3:8). Estas dos cosas tendrá en cuenta el
Señor: la cantidad de trabajo que habremos realizado, como también su calidad,
según éstos criterios: «Aconteció que vuelto él,… mandó llamar ante él a
aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había
negociado cada uno» (Lucas 19:15). Lo que se averigua aquí es la cantidad de
trabajo que han llevado a cabo. Asimismo se hará patente la calidad de nuestra
obra: «la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues
por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego [imagen de
juicio] la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó,
recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida
[pérdida de galardón], si bien él mismo será salvo…» (1 Corintios 3:13-15).
Quiera Dios, cristiano lector, que además del privilegio de entrar con
el Señor Jesucristo a las bodas, ocupando el lugar que nos tiene reservado,
tanto tu suerte como la mía sea la de ser vigilantes, trabajando para Él,
enterándonos de Sus deseos, tomándonos a pecho Sus intereses, constreñidos por
el poder de Su inmutable amor, hasta que Él venga. Recordemos que si queremos
llevar nuestra cruz y seguirle con un corazón verdaderamente consagrado, es
ahora que debemos hacerlo.
Hemos llegado a esos «tiempos peligrosos» en que los hombres son
«amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad,
pero negarán la eficacia de ella»; tiempos en los que «los malos hombres y los
engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados» (2 Timoteo
3:1-9, 13). ¡Qué solemne contradicción con el error común según el cual el
mundo entero se convertirá antes del regreso de Cristo! Estamos en una época de
ruidosas actividades religiosas, pero de escasa vida que mane realmente de
Dios; época en que el espíritu de iniquidad va afirmándose cada vez más en el
mundo, mientras que en la Iglesia en general se nota una creciente elasticidad
de principios y falta de fidelidad a Cristo. A pesar de todo, tenemos y
seguiremos teniendo «a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para
sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados» (Hechos 20:32). O
sea, la Palabra de Dios para guiar nuestros pasos, y Su gracia para sostenernos
en la senda que nos va trazando.
No nos dejemos engañar por las apariencias, ni nos desanimemos si en el
camino de la obediencia a Cristo no hallamos lo que —a criterio humano— pudiera
asemejarse al éxito. Ciertamente «el obedecer es mejor que los sacrificios»; y
ojalá haga mella en nuestros corazones aquella exhortación de nuestro amado
Maestro: «Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y
vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las
bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados
aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto
os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles»
(Lucas 12:35-37).
Y si estas páginas llegaren hasta ti, lector, y tu corazón no ha sido
todavía regenerado (aunque tal vez hayas sido bautizado, y lleves incluso el
nombre de «cristiano»), quisiera llamar tu atención sobre el hecho que la
venida del Señor será repentina, y que serás dejado atrás si Él te halla «sin
aceite en tu vaso». Detente, y considera —siquiera por un instante— lo que te
reserva el futuro cada vez más cercano. ¡Medita cuán velozmente te arrastran
las alas del tiempo hacia la eternidad! ¡Y qué eternidad! Ser dejado sobre esta
tierra —futuro escenario de los juicios divinos— mientras que los salvos (tal
vez tú amigos y parientes) han sido arrebatados al cielo. Y eso por haber
cerrado los oídos a la última advertencia que te había sido dirigida por el
Espíritu Santo, por haber escuchado con un corazón incrédulo la postrer oferta
de la gracia de Dios. ¡Qué triste y solemne será esto! Pero no menos solemne
será el hecho que tu cuerpo quedará en la tumba fría y lóbrega durante el
milenio de felicidad, cuando la tierra estará llena de la gloria de Dios,
cuando el Príncipe de Paz extenderá Su señorío de mar a mar, y desde el río
hasta los fines de la tierra (véase Salmo 72:19 y Zacarías 9:10).
No disfrutar de estas bendiciones será, ciertamente, una pérdida
cuantiosa. Luego, tendrás que encararte aún con la ETERNIDAD. ¡No lo olvides!
Serás resucitado de los muertos por la poderosa voz del Hijo de Dios (Juan
5:25, 29), para ser juzgado delante del gran trono blanco. Allí deberás
responder de cada acto que hayas cometido a lo largo de tu vida, de cualquier
palabra torpe que hayas pronunciado, y hasta de cualquier pensamiento malo o
impuro en los que te habrás recreado durante cuarenta, sesenta, u ochenta años:
«la paga del pecado es muerte», y como es cierto que Dios no puede mentir, tu
suerte quedará fijada en el lago ardiendo de azufre y fuego. Así, no trates
este asunto a la ligera. Ahora está abierta la puerta de la gracia; Jesús te
convida todavía; los Suyos no han sido arrebatados aún; pero te advierto del
peligro y te ruego acudas al Refugio mientras haya tiempo.
Jesucristo puede venir incluso antes de que termines la lectura de éstas
páginas. Presta atención, deja de huir de Dios y vuélvete hacia Él, arrodíllate
a las plantas puras del único Salvador —del único Mediador entre Dios y los
hombres— y confiésale todos tus pecados. Luego, Él te dará la bienvenida, te
bendecirá y te salvará, y Su paz inundará tu corazón. ¡Bendito sea para siempre
tan poderoso Salvador!
«Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino
al mundo para salvar a los pecadores» (1 Timoteo 1:15). Gracias a Dios, «aún
hay lugar» (Lucas 14:22).
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